ENTRADA 35
Todavía me tiemblan las manos.
He tenido que dejar que pasase un buen rato, y meterme entre pecho y espalda otro buen trago de ginebra para poder sentarme a escribir esto. Dios bendito, mis nervios van a estallar como siga así…
He comenzado con todo al rayar el alba, en cuanto he tenido suficiente luz. Esas cosas resultan engañosamente torpes, pero pueden moverse realmente rápido cuando les interesa. No sé si pueden ver bien de noche o no, pero de lo que sí estoy seguro es que yo, a oscuras, no veo una mierda. Y ellos son más, así que no voy a intentar averiguarlo. Por lo menos, de momento.
Mi plan es una auténtica locura, pensándolo bien. Pero era lo mejor que se me ha ocurrido en esas últimas y febriles horas. Necesito hacer algo, necesito darle salida a la angustiosa tensión de los pasados días, desde que ellos llegaron. Además esa pistola y esa mochila se han convertido en una especie de símbolo para mí. Debo conseguirlas, a cualquier precio. Mi estado de excitación es tal que he acabado contagiándoselo al pobre Lúculo. Se ha pasado toda la mañana correteando como un loco por el patio trasero.
Después de horas de observación me he dado cuenta de que los once engendros que están en mi calle apenas se desplazan, a no ser que descubran algo que les llame la atención. A eso de las siete de la mañana algo, una rata, un erizo o algo similar ha pasado correteando por la entrada de la calle. Varios de estas cosas se han empezado a moverse hacia allí, pero evidentemente, no han sido capaces de coger al bicho. Sin embargo seis de ellos, los dos niños, tres hombres y una mujer se han quedado cerca de la entrada de la calle, a unos cuarenta metros, todos de espaldas a la puerta de mi casa. Al ver eso ha sido cuando me he dado cuenta de que mi plan podía tener alguna posibilidad de éxito.
Todo mi plan se basa en que tan solo hay un acceso a mi calle, por su parte inferior, donde se conecta con la calle principal. Por el otro lado está el terraplén por donde vi pasar al grupo de guardias civiles y soldados hace varias noches (aunque ya parece una eternidad). El terraplén tiene bastante pendiente, así que dudo mucho que cualquiera de esas cosas pueda trepar por él. Sin embargo eso es algo de lo que no tengo completa seguridad. Una incógnita más en mi maravilloso plan. Por la calle principal veo pasar de vez en cuando a pequeños grupos de estas cosas, aparentemente vagando sin rumbo, aunque no parecen encontrar especialmente apasionante mi calle, ya que sólo entraron dos en las ultimas horas, dos civiles varones, y al cabo de un par de horas continuaron su marcha.
El cadáver del soldado está en la parte más alejada de la calle, cercano al terraplén, balanceándose en medio de la calzada. Entre él y los seis engendros que están de espaldas, quedan tres mujeres y un hombre, el Aporreador, que sigue rondando la puerta de la casa vecina, a la que parece haberle tomado cariño. Una de las mujeres, a la que le falta un brazo y la mitad del pecho está justo enfrente de mi casa a menos de dos metros de la puerta, mirando fijamente al muro. Viendo que la situación no variaba en casi hora y media, me he decidido a actuar.
Me he devanado mucho los sesos sobre que vestirme. Evidentemente, no quiero que ninguna de esas cosas me muerda. Además, tampoco quiero que me toquen. No se si sudan o si el contacto con su piel o su sudor, si lo tienen, puede transmitirme el virus. La triste verdad es que apenas sé una puta mierda sobre ellos. Solo sé que están muertos, que son agresivos y que están en la puerta de mi casa. Joder. Cualquier precaución es poca.
Tras darle muchas vueltas he decidido ponerme el traje de neopreno. Es grueso, de 14 milímetros (soy muy friolero y el agua en Galicia en invierno está MUY fría), flexible y resistente. Dudo mucho que un mordisco pueda atravesarlo. En todo caso, puede provocarme un moratón debajo de la capa de neopreno, y eso puedo soportarlo. Además, es totalmente liso y termo sellado por el exterior. No tiene colgantes, botones o bordes por donde me puedan agarrar. Es como una segunda piel. He dudado a la hora de ajustarme la capucha. Esta me cubre toda la cabeza, excepto la cara, pero al ser tan gruesa, cuando me cubre los oídos, apenas puedo escuchar nada. No puedo arriesgarme a no oír a una de esas cosas acercándose por detrás. Además, me resta visión periférica.
Con un suspiro he cogido unas tijeras, y con no poco esfuerzo le he recortado la capucha. Esta maravilla me valió casi mil doscientos euros hace un año y ha sido mi mejor compañera en no pocas inmersiones de fin de semana, y ahora la estoy destrozando. Supongo que la situación lo justifica.
Una vez ajustado el neopreno, me he puesto unos guantes de invierno y me he calzado unas zapatillas deportivas de suela de goma, flexibles y, sobre todo, silenciosas. Con las gafas de submarinismo delante de los ojos, el arpón y un puñado de virotes enganchado a la espalda, me he mirado delante de un espejo. Jesús, vaya aspecto más estrafalario. No sé si acabaré con el soldado, pero a lo mejor se muere de risa al verme. Eso contando que tenga sentido del humor. Coño, estoy desvariando…
Antes de salir he cogido un viejo paraguas y le he sacado la tela y todas las varillas. Tiene una espantosa empuñadura de marfil, que pesa una tonelada. Como última línea de defensa, para pegar unos cuantos paragüazos, valdrá perfectamente.
Así que aquí estoy, he pensado, confiando mi vida en un arpón de pesca submarina y un viejo paraguas desguazado. Genial.
Ha llegado la hora de ponerse en marcha. Voy a dejar a Lúculo en el patio trasero. Si algo sucede, espero que tenga el suficiente sentido común como para escapar saltando la tapia. Mi pobre amiguito. No se merece toda esta mierda.
Antes de destrabar la puerta he cogido mi «arma secreta». Todo mi plan depende de esta pequeña cosa, olvidada y absurda, que he encontrado rebuscando en un cajón. Si funciona, puedo tener una posibilidad. Si no… Estaré realmente jodido.