16 January 2006 @ 19:19 hrs.

ENTRADA 19

Ayer no fue un día fácil. Hoy tampoco lo ha sido. Cuando llegué a mi casa, ya bien entrada la noche lo hice en un estado emocional bastante roto. Todo empezó en el aeropuerto del Prat, el domingo a media tarde. La tensa tranquilidad que había visto el sábado se había transformado en histeria. Cuando llegué en taxi al aeropuerto, éste estaba absolutamente colapsado. Enormes colas de gente, gritos, empujones, niños agotados durmiendo encima de montones de maletas mientras sus padres intentaban conseguir un pasaje a donde fuera. Mi vuelo salía una hora después de que yo hubiese llegado al aeropuerto. Era uno de los últimos vuelos que iba a salir de Barcelona. Esa misma noche, por el «Estado de Excepción», El Prat iba a ser cerrado y todo aquel que quería salir en avión de Barcelona estaba en el aeropuerto. El problema era que las autoridades no permitían emitir ningún billete a nadie que no acreditase que se dirigía a su lugar de residencia habitual. Y aun así, no había suficientes billetes para todos, eso era más que evidente. Por eso, los nervios habían hecho presa en la multitud y los empujones, los gritos y las carreras eran constantes.

Como pude, me acerqué al mostrador de embarque, abriéndome paso entre un montón de gente histérica que se apelotonaba ante los mostradores. Solo cuando llegué delante de todo, perdiendo mi abrigo en el camino, caí en la cuenta de que las amables azafatas de tierra de toda la vida habían sido sustituidas por soldados. Y puedo jurar que no sonreían en absoluto.

Tras presentar mi DNI y mi billete, sacado cuatro días antes, me indicaron que era mejor «por mi seguridad» que me dirigiera hacia la puerta de embarque. Fue entonces cuando me fijé en que un par de los soldados que tanto me habían impresionado cuando llegué a Barcelona se habían apostado a mi lado. Por un segundo pensé que me iban a detener, o algo por el estilo. Entonces caí en la cuenta de como me estaban mirando las personas que estaban más cerca de mí. Me observaban como lobos. Yo tenía algo que ellos no tenían, un billete de avión. Y alguno, después de horas y horas de tensión, luchando por salir de aquel maldito aeropuerto, podía estar lo suficientemente desesperado como para intentar quitármelo. Aquellos armarios uniformados que tenía a los lados me fueron abriendo un camino entre la multitud, en dirección a la puerta de embarque, mientras notaba docenas de ojos clavados en mí. Yo miraba al suelo, incapaz de levantar la vista.

Donde normalmente tendría que estar el arco detector de metales había una línea de antidisturbios de la Policía Nacional, con los cascos de kevlar y los escudos. Justo detrás de ellos había otra línea, esta vez de guardias civiles, armados con metralletas y con pasamontañas. La imagen era horrible. Una muchedumbre se apelotonaba delante de la línea, presionando para acceder a la sala de embarque. Los apretujones eran increíbles. Al llegar a la línea dos policías se abrieron a los lados para permitirme el paso. Al cruzar, me condujeron a un pequeño cuarto, donde normalmente supongo que se practican los cacheos. Allí, un oficial médico del Ejército me pidió mi documentación y me examinó mientras un par de ayudantes revolvían en mi equipaje de mano. Aunque soy abogado, no se me ocurrió protestar. No creo que hubiese valido de nada y no me parecía muy inteligente, dada la situación.

El médico me hizo un montón de preguntas. Había tenido fiebre, mareos, había estado fuera de España en el último mes, había estado en Zaragoza, Madrid, Toledo, había sido mordido por algún animal últimamente, había sufrido algún tipo de asalto… Cuando me preguntó esto último estuve a punto de responderle que me estaban asaltando en ese preciso momento, pero una breve mirada a su expresión me convenció de que era mejor mantener la boca cerrada.

Cuando salí del cuarto fue cuando sucedió todo. Un tipo, de unos cuarenta años, de pelo rizado gris, sin afeitar, vestido con un traje arrugado y con pinta de ejecutivo, estaba en primera fila, tratando de pasar hacia la puerta de embarque. Estaba sumamente excitado, nervioso y muy rojo. Sospecho que a lo largo del día se había metido más de una raya de cocaína, y en ese momento, estaba como una moto. Un súbito movimiento de la muchedumbre hacia delante provocó un momento de pánico. Los de las filas delanteras se caían al suelo, pisoteados por los de atrás y la línea de antidisturbios se quebró por un momento. Justo entonces, el fulano se coló por un hueco y empezó a correr hacia la puerta de embarque. Los guardias civiles de la segunda línea trataron de detenerlo, pero no lo alcanzaron. Alguien le dio el alto. El tipo corría a lo largo del pasillo hacia el avión, hacia la salvación. Súbitamente sonó una ráfaga de ametralladora. Al hombre le brotaron unas flores rojas en la espalda de su traje y se desplomó en el suelo, a lo largo del pasillo. La histeria se desató en ese momento. Chillidos, lloros, gritos, tiros al aire, la situación se descontrolaba por momentos. Uno de los militares me cogió por el cuello de la chaqueta y me arrastró hacia la puerta del avión, mientras sus compañeros trataban de formar una línea justo detrás de nosotros retrocediendo sin cesar por la presión de la muchedumbre. Al pasar al lado del cadáver no pude evitar fijarme en su expresión. Estaba muerto. Muerto. Estoy seguro. De repente el militar que estaba a mi lado se detuvo. Imperturbable, desenfundó una pistola de su cintura y le descerrajó un tiro en la cabeza al cadáver del suelo. Me quedé absolutamente aterrorizado. ¿Por qué había hecho eso?

Con un empujón, me llevaron hacia la puerta del avión, al otro extremo del finger. Unas azafatas muy nerviosas me urgieron a que entrara lo más deprisa posible. El avión estaba lleno a rebosar, juraría que incluso hay gente de pie en la cabina del sobrecargo. Todo el mundo estaba muy nervioso y la situación solo empezó a relajarse en cuanto se cerró la puerta del avión y empezó a rodar por la pista. El tipo de al lado me susurró, mientras corretábamos por la pista de aproximación, que después de nuestro vuelo solo quedaban tres más. Tras eso, El Prat cerraría hasta sabe Dios cuando.

Me pasé todo el vuelo en silencio, pensando lo que acababa de ver. Al recordar la escena, tuve que levantarme a toda prisa e ir corriendo al baño. Las arcadas eran incontenibles. ¡¡¡Joder, le habían volado la cabeza justo delante mía!!!

Nadie repartió mascarillas en este vuelo. Parece que ya nadie las considera necesarias. No sé si eso es bueno o malo.

Al llegar a Santiago volví a ver la escena de Barcelona, pero a mucha menor escala. En el aparcamiento, un tipo me ofreció su coche a cambio de un billete de avión hacia Zürich, que despegaba en una hora. Parece que la escala de valores está bailando.

Conduje hasta mi casa en silencio, escuchando la radio. La situación es caótica. Nuevas explosiones nucleares en China. Parece que quieren acabar con la epidemia a bombazos. O con sus portadores, quién sabe. EEUU en DEFCOM 1, sea eso lo que sea. Disturbios en Madrid, Valencia, Barcelona, Sevilla, Bilbao… La cosa parece fuera de control. En la SER comentan que puede que se declare la Ley Marcial en cuestión de horas. De Rusia, ni una noticia. De Alemania, una grabación de hace tres horas donde Angela Merckel decía que «Dresde está perdida», sea eso lo que sea. Órdenes de evacuación de París, Reims y Marsella. En Italia, un barrio de Nápoles está siendo tomado a sangre y fuego por los Carabinieri. El mundo se cae en pedazos y aún no sé por qué es.

He recogido a Lúculo y me he ido a casa. Hoy por la mañana he llamado al trabajo y les he dicho que estaba enfermo. No importa, dicen. Se ha suspendido temporalmente el funcionamiento de los Tribunales, excepto los de Primera Instancia, y tan solo para juzgar a saqueadores y a aquellos que vulneren el toque de queda. Me he pasado casi todo el lunes durmiendo. Al levantarme me he preparado un café y con Lúculo ronroneando en el regazo me he puesto a ver la tele y a escribir esto.

No sé que está pasando.