Sorprende en la mayor parte de los protagonistas de esta historia su juventud: pocos de ellos habían superado los cuarenta años y la mayoría ni siquiera había cumplido los treinta. Pero admira mucho más cómo trataron de sobreponerse a unas circunstancias tan adversas. De la mayoría conocemos unos pocos hechos externos, relacionados con la política o la lucha revolucionaria, pero lo ignoramos casi todo de su personalidad, sus sentimientos, sus sueños más íntimos, sus contradicciones y sus temores. En una novela tales cosas hubieran podido aventurarse, pero no en un libro de esta naturaleza, en el que hasta los detalles más nimios (el color de los ojos, una frase, la forma de un traje o ciertos rasgos superficiales) se han obtenido, en general, de cientos de testimonios, de viva voz o por escrito, de las prolijas declaraciones ante la policía, del sumario, de la «Información Especial», de los dolorosos careos, de cartas o de periódicos y de la prensa clandestina del momento, y de muchas otras pruebas contrastadas. Los pocos datos que no proceden de tales fuentes han sido deducidos de los primeros con el principio, únicamente dictado por el buen sentido, de que lo verosímil es legítimo cuando no puede hacer acto de presencia lo verdadero.
José Vitini Flórez (1912–1945). Pintor de brocha gorda y, desde poco antes de la guerra, guardia de Asalto. Jefe de la Agrupación Guerrillera de Madrid. Casado, con una hija, que vive aún en Francia. Un hombre de acción, lo que nos evita pensar demasiado en el partido estalinista en el que estuvo encuadrado. Teniente coronel de las FFI. En realidad son pocas las cosas que sabemos de él: que era joven, que era valiente y que era generoso. En Toulouse, a él y a su hermano Luis, fusilado también en 1945 por el Gobierno de Franco, les dedicaron una calle. De haber sucedido en España las cosas como sucedieron en Francia, donde combatió a los nazis y contribuyó a su liberación en 1944, hoy la calle con su nombre estaría en Madrid. De nadie como de él podría decirse la frase que Unamuno pensó para Don Quijote: «Cosa triste la soledad del héroe». Condenado a muerte, y ejecutado.
Juan Casín Alonso (1897–1945). Guardia municipal. Casado con cuatro hijos. Secretario de Organización del Comité Provincial y enlace con la Secretaría Político–Militar de la delegación del Comité Central del PCE. El hombre que llevó a su casa una minerva, y que siguió luchando cuando la mayor parte se había rendido. Ni le fatigó su trabajo por la Revolución ni le doblegaron las torturas. De él, como de pocos, pudiera asegurarse que estaba hecho de una pieza. Condenado a muerte, y ejecutado.
Félix Plaza Posadas, el Francés (1920–1945). Jornalero, soltero. Jefe del grupo número 1 de los Guerrilleros de Ciudad de Madrid. Un hombre disciplinado. Luchó en dos guerras. Una la perdió y otra la ganó. No le dieron tiempo a librar la suya propia. Condenado a muerte, y ejecutado.
Domingo Martínez Malmierca (1918–1945). Dependiente, soltero. Guerrillero. Uno de esos seres a los que las circunstancias arrastran a una vida que no es la suya, pero a quienes la naturaleza no dotó ni con la inteligencia ni con la voluntad para imponerse a las circunstancias. Condenado a muerte, y ejecutado.
José Carmona Valdeolivas, el Fantasma (1916–1945). Viudo, ebanista. Jefe del grupo número 3 de los Guerrilleros de Ciudad de Madrid. Se hubiera merecido ser algo mejor. Condenado a muerte, y ejecutado.
Luis del Álamo García (1917–1945). Soltero, mecánico carpintero. Guerrillero. A pesar de haber dado su vida por una causa, pasó por ella como la sombra de una frágil nube. Su juventud disculpa su falta de firmeza. Condenado a muerte, y ejecutado.
Tomás Jiménez Pérez (1918–1945). Soltero y empleado. Guerrillero. Jamás pensó que una causa pidiera tanto de él. De haberlo sabido antes, su vida habría acabado de otro modo. Condenado a muerte, y ejecutado.
Dionisio Magdaleno Serrano (1903–¿?). Casado, tintorero. Simpatizante del PCE. La mala suerte y su buen corazón se combinaron para traerle una petición de pena de muerte que quedó en una condena de doce años de prisión, de los que cumplió dos tercios.
Fernando Rodríguez Martín (1905–¿?). Viudo, chófer. Las pocas semanas que llevaba como simpatizante de la Unión Nacional le llevaron a una petición de treinta años de cárcel y a una condena de doce, de los que hubo de cumplir la mitad por dejar dormir en su casa a un chico cuyo único delito había sido el querer esconderse, sin haber hecho nada.
Mariano Ruiz Antón (1913–¿?). Soltero, mecánico. Aspirante a guerrillero. Tenía la ilusión de marcharse con los Guerrilleros del Monte, pero la policía se interpuso en su camino, con lo que acaso salvara la vida. Como al anterior, le pidieron, por tener pensamientos impropios, treinta años de cárcel, y le condenaron a doce, de los que cumplió la mitad.
Rufina Murillas (1897–¿?) Mujer de Juan Casín. Una vida bien triste, como la de muchas mujeres de su tiempo. Entre dos fuegos y víctima de los dos. El día en que fusilaban a su marido, la pusieron en libertad. En 1950 seguía en su casa de la calle Cervantes, en Carabanchel Bajo. Viven todavía algunos de sus hijos. Una, en Francia, otros en Madrid. No sé dónde, y quienes podían haberlo sabido no me lo quisieron decir.
Petra López García (1905–¿?). Casada, sus labores. Amiga de los Casín. Interpretó en esta tragedia ese pequeño papel que se reserva en las grandes obras clásicas a personas subalternas que aparecen en la primera escena del primer acto, y luego se los traga el forillo. La condenaron a seis años de cárcel, de los que cumplió la mitad.
Dalmacio Esteban González, Vicente (1911–1945). Viudo, jornalero. Jefe del grupo número 2 de los Guerrilleros de Ciudad de Madrid. Era un hombre divertido, simpático, mujeriego y un poco trapisondista. Se especializó en poner petardos, atracar negocios y repartirse el botín con el método lazarotormesco. Hubiera podido engrosar el sumario de Vitini, porque le detuvieron al día siguiente que a éste, pero le pasaron a otro sumario. No le sirvió de mucho. Pese a haberle asegurado al juez que se había hecho guerrillero por cobrar un sueldo, fue condenado a muerte, y ejecutado.
Pantaleón Fernando Fernández, Nando (1912–1945). Soltero, chófer. Guerrillero. Fue el compañero de fatigas del anterior, y como él sostuvo que se había enrolado en el maquis por la soldada. Acaso fuese el León que aparece integrando, con un tal Justo Vázquez, el primer grupo guerrillero de la ciudad. Fue condenado a muerte, y ejecutado.
El Paleto. En 1945 debía de andar por los treinta años. Carbonero. Guerrillero. Se ha dicho en el libro: no debía de ser tan paleto, cuando es de los pocos que logró sortear la acción de la policía en la primavera de 1945. Si le detuvieron más tarde, es cosa que no sabemos.
Mercedes Gómez Otero, Merche (1915). En 1945 soltera, asistenta. Responsable del Servicio de Información. Enlazaba al responsable de la Secretaría Político–Militar de la delegación del Comité Central y al jefe de los guerrilleros de Madrid con los jefes de los diferentes grupos guerrilleros, así como a los que dependían de ella directamente en el trabajo de información. Dicho de otra manera: está en el centro de todas las historias de esta historia. Su testimonio fue fundamental para el esclarecimiento de muchos de los puntos oscuros que había en ella. Tras las sucesivas caídas, intentó ponerse a salvo. Salió de Madrid, ayudada por doscientas pesetas de su amiga Paz Azzati, hermana de aquella Marga Azzati que Víctor ordenó que vigilase. Paz la envió a un cortijo de Constantina, en Sevilla, con la coartada de reponer su minada salud, y llegó allí con la identidad falsa de una documentación verdadera, sustraída a un familiar. Un mes más tarde, en mayo, las declaraciones a la policía de una vieja amiga, que creyó haber sido detenida por conocer el paradero de Merche, puso a la Guardia Civil sobre la pista que llevaría hasta ella. Fue condenada a muerte y conmutada su pena por la de treinta años de cárcel, de los que cumplió diecinueve. La discreción de su proceso la favoreció, como le hubiera perjudicado la publicidad que tuvo el otro: de haber sido detenida un mes antes, esa pena no hubiera sido conmutada. Poco antes de abandonar la cárcel, en 1964, abandonó radical y definitivamente el PCE y poco después se casó con Tomás Veneroso, ex militante también, compañero de cárcel y amigo de Hilario Pérez Roca, principal personaje de estas páginas. Vive en Madrid y la agudeza de su inteligencia sólo es comparable a la lucidez con la que pesa sus recuerdos y sus ideas.
Magdalena Gómez Hueros (1895–¿?). Soltera, sirvienta. Militante del PCE y parte del aparato de Información. Lo avanzado de su edad habla mucho de su valor para andar metida en la guerrilla, pero al final el miedo le hizo ver de otro modo los hechos en los que intervino, lo que no le libró de una condena de treinta años, de los que cumplió dieciséis. Murió en Madrid.
Pascual Gómez Moñibas. En 1945 tendría unos treinta años. Era primo de la anterior, que se lo presentó a Merche para que ésta lo enrolara en el Servicio de Información. Su carácter de personaje secundario se debió al miedo patológico que tenía a ser detenido, lo que le llevaba a buscar en todo momento excusas que le mantuvieran lejos del teatro de operaciones.
Concepción Feria, Concha. En 1945 tendría unos treinta años. La captó Merche para su Servicio de Propaganda, pero debido a su penosa situación económica decidió apartarse del PCE antes de que tuviera lugar el asalto a la subdelegación y pasarse a Francia. Informado de ello Vitini, le hizo saber que si se pasaba, era bajo su responsabilidad, y la amenazó de una poco velada manera: jamás olvidarían aquella defección. Ella y su marido, también comunista, consiguieron su propósito, pero el partido se vengó de manera cruel, separándoles de la militancia, haciéndoles el vacío y cerrándoles cuantas puertas le fueron posibles.
Francisco Zoroa. No sabemos muy bien qué papel era el suyo. Sin duda alguien que estaba en la pirámide por la parte más alta, relacionado con la delegación del Comité Central. A partir de abril, cuando Merche tiene que escapar, responsable del Servicio de Información, cargo que ocupó unas pocas semanas. Lo detuvieron horas antes o al mismo tiempo que a Vitini. No se le incluyó ni en ese sumario ni en el de Merche. Todo rarísimo.
Jesús Monzón (1907–1973). Casado, abogado. Fundador de Unión Nacional y presidente de su Junta Suprema, así como miembro de la delegación del Comité Central del PCE, primero en Toulouse, y a partir de 1943, y hasta su detención en julio de 1945, en España. Expulsado del partido poco después por traidor, provocador y espía. Condenado a muerte, con una conmutación de pena a treinta años de cárcel, de los que cumplió veinte. A la salida de la cárcel se exilió en México, donde el Opus le contrató para que montara una escuela de Ciencias Empresariales, experiencia que repitió, en los últimos años de su vida, en Mallorca. No abdicó de sus ideales comunistas, jamás quiso hablar de su pasado ni para defenderse de los ataques gravísimos de que había sido objeto y murió sin que sus amigos del Opus lograran convencerle de que se confesara.
Agustín Zoroa (1916–1946). Político. Compartió con Monzón desde finales de 1944 la dirección de la delegación del Comité Central. El hecho de que se casara con la ex compañera de Monzón, Carmen de Pedro, no facilitó las relaciones entre ambos, sino al contrario. Acabó siendo el hombre del que Carrillo se sirvió para socavar el prestigio y la autoridad de Monzón. Lo detuvieron en el verano de 1945, uno de los más aciagos en la historia del PCE en lo que se refiere a redadas de la policía. Condenado a muerte, y ejecutado.
Celestino Uriarte, Víctor. Político. Vasco. En 1945 tenía entre treinta y cinco y cuarenta años. Secretario político–militar de la delegación del Comité Central del PCE, de quien dependía el aparato guerrillero al completo, incluidos jefes, guerrilleros y enlaces que aparecen en esta historia. Era un tipo duro y la figura más escurridiza y enigmática de este libro. De él, o del Comité Central y del presidente de la Junta Suprema de Unión Nacional, emanaron todas las órdenes de las acciones guerrilleras que se llevaron a efecto en Madrid, mientras duró la primera guerrilla madrileña del otoño de 1944 a la primavera de 1945. Logró salir de Madrid tras la caída de Vitini. Le detuvieron, al parecer, en Pamplona y fue llevado a un colegio de monjas, habilitado como comisaría, de donde logró escapar y pasarse a Francia. Aparece integrando la guardia pretoriana con la que Carrillo trató de blindar su estalinismo en el V Congreso, de 1953, y vuelve a aparecer en vísperas de otro congreso, el VIII, formando parte ya del Comité Central, en 1970, fecha en la que él, Lastre y dos más fueron expulsados por su fidelidad a las ideas estalinistas que defendieron siempre. Vivió durante el exilio en un país socialista. Después de todos los interrogatorios, la policía sólo llegó a saber su nombre de guerra, Víctor.
José Carretero, Chamorro. Impresor. En 1945 debía de tener cuarenta años. Secretario general del Comité Provincial del PCE. Hasta que llegó Vitini, jefe de los Guerrilleros de Ciudad en Madrid. Se fue de Madrid porque tenía a la policía pisándole los talones poco antes de que los guerrilleros empezaran sus acciones más importantes. Su estela se pierde demasiado pronto, no sin antes dejarnos estos dos vagos datos: fue detenido poco después y cumplió una condena relativamente pequeña, entre seis y diez años, aunque la policía es probable que nunca lo relacionara con su importante papel en la guerrilla de Madrid. Ninguno de los hombres a los que interrogó la policía pudo desvelar su verdadera identidad.
Hilario Pérez Roca (1913–1993). En 1945, soltero, mecánico. Guerrillero. Coordinó durante unas semanas la Agrupación Guerrillera de Madrid. Salió de la cárcel en 1964, después de haber sorteado una condena a muerte conmutada por la de treinta años de cárcel. Nadie del partido, al que había entregado veinte años de cárcel, estaba fuera para ayudarle material o moralmente, y hubo de abrirse camino solo; se casó, siguió siendo de izquierdas, y, como tantos, acabó desengañado del PCE y de sus dirigentes, y dándoles la espalda a unos y a otros.
Primitivo. En 1945, unos treinta años. Fotógrafo manco. Del Comité Regional del PCE. Si se hiciera una película con esta historia, podía empezar con un plano de él, arrastrando su cajón de retratar por las sombrías calles del Madrid de 1945. Una sugerencia suya en el pasado, barajada por el azar, desencadenó las detenciones que echaron al traste toda la Agrupación de Guerrilleros de Madrid. Y a partir de ahí, cualquier hipótesis sería verosímil, porque bien pudo ser un confidente de la policía como alguien que logró burlarla, merced a su mucha suerte.
Un dinamitero. Le vemos poco, y siempre metido en el metro, cargando sus explosivos, como uno de esos oscuros personajes de novela expresionista que no suele llegar vivo a las últimas páginas.
Manzanares. Otra sombra. En 1945, de unos veinticinco a treinta años. Seguramente secretario de Organización y Propaganda de la delegación del Comité Central del PCE. Si le detienen, y en el mes de abril de 1945 lo vemos huyendo de la policía, figurará en algún sumario con otro nombre y en absoluto relacionado con los hechos que se narran en este libro.
Anselmo, el Americano. En 1945 no llegaba a los treinta años. Minervista. Se podría decir de él lo que de Primitivo. Él solo daría para escribir una novela, incluso si era policía o alguien a sueldo de la embajada norteamericana.
Un perfumero. En medio de esta historia, en aquella España en la que los novios se regalaban como gran qué una pastilla de jabón de olor, la aparición de un perfumero comunista es extraordinariamente artística.
Isabel Alvarado Sánchez (1912). Soltera, muchacha de servir. Alquilaba habitaciones y servía de tapadera para ciertas acciones del PCE, como esconder militantes o acarrear armas y propaganda. Representante genuina de la militante de base capaz de sacrificarlo todo por un partido a cambio de nada. En reconocimiento de su abnegación, los jueces le impusieron una condena de doce años, de los que cumplió generosamente con la mitad. Vive todavía. En Madrid.
Hilario Casín Alonso (1915–1999). Se enteró de la ejecución de su hermano por los periódicos, mientras andaba huido por los arrabales de Madrid. Después de tres meses durmiendo en unos tejares y de verse delatado por un conocido, decidió entregarse a la policía por mediación de un militar al que conocía y que salió valedor suyo, lo cual no quitó para que le retuvieran durante un mes en la DGS y le propinaran numerosas palizas, en las que intervino personalmente el capellán del centro, quien se ayudaba para ello de un crucifijo a modo de manopla o puño de hierro. Bien porque realmente desconociese las actividades de su hermano, bien porque resistiera las torturas, de la DGS le trasladaron a la cárcel de Carabanchel, sin conocer los cargos de que se le acusaba. Durante el tiempo en que permaneció en la DGS su mujer y su hija paseaban la acera para que él, desde el calabozo en el que lo tenían, por debajo del nivel de la calle, pudiera verles los tobillos, mientras cantaba por navarras, a modo de contraseña. Las leyes cervantinas que mueven la realidad quisieron que acabara en la misma celda de Carabanchel en la que su hermano Juan pasó sus últimos días. Después de un año y medio de cárcel, logró salir en libertad, pero cuando acudió a la vieja barbería donde trabajaba, en la calle Latoneros, se encontró con la negativa del dueño a readmitirle por sus pésimos antecedentes, episodio que se repitió en dos o tres barberías más a las que acudió. Al fin le admitieron en una y a los pocos años pudo abrir un local propio, después de maquillar ligeramente su apellido, por si alguien lo reconocía. La vida le separó por completo de su cuñada y de los hijos de su hermano.
Cristina Álvarez Mazagatos (1924–¿?). Muchacha de servir. La vida la metió en un torbellino de acontecimientos de los que logró salir más o menos indemne cuatro meses después. Moriría joven a los pocos años.
Enrique Eymar Fernández. Coronel de Infantería y caballero mutilado de guerra por la patria, nombrado juez instructor por el excelentísimo señor capitán general de la Primera Región Militar para los Delitos de Comunismo. Fue juez instructor de cientos de causas que llevan su firma, de las cuales es más que probable que no leyera ni una cuarta parte.
Ricardo García Vinuesa. Capitán de Caballería. Le tocó hacer el triste papel de defensor, en una causa en la que un defensor salía sobrando.
Modesto Sáez de Cabezón y Capdet. Teniente coronel y presidente del tribunal militar que juzgó a los inculpados por el asalto a la subdelegación de Falange del distrito de Chamberí.
Antonio Martínez Santiago, José Muzquiz Ayala, Luis Manrique Garrido, Antonio Llorente Gironda y Simeón Martín Calleja. Capitanes, miembros del tribunal.
José María Rodríguez Devesa, también capitán, auditor; Ángel Fernández Hernández, teniente, en funciones de fiscal. Todos ellos intercambiables. Quede aquí su nombre como desagravio de todos aquellos a los que condenaron mediante procedimientos irregulares e injustos.
Juan Pablo de Guinea Sata. Comisario–jefe de la Brigada Político–Social, que delegó en el comisario de la brigada encargada del caso, Luis Martos González, quien nombró a los inspectores, Mario de las Heras Portillo y Rómulo Horcajadas Delgado, y los siete agentes, Juan García Gelabert, Salvador Guíu López, Saturnino Millán Criado, Bernabé Bachiller García, Ramón González Morales, Antonio Álvarez Viejo y Juan Anguas Sanz. De éstos, todavía viven algunos, que naturalmente no recuerdan nada de lo sucedido, y si lo recuerdan, sus recuerdos tienen las aristas muertas, como los cantos rodados; y cuando no viven ellos, viven sus viudas, una de las cuales perdió los nervios en cuanto oyó hablar de aquel 25 de febrero, medio siglo después. Muy excitada, lo resumió todo en una frase: los jóvenes no podíamos figurarnos lo que era aquella España. Y, ciertamente, es difícil imaginársela.
Martín Mora Bernáltez (1913–1945). Soltero, obrero de artes gráficas. Subdelegado de Falange en el distrito de Chamberí. Alguien que sólo fue un pretexto en la lucha de unos y en la política de otros.
David Lara Martínez (1900–1945). Casado, conserje. Un mes después de su muerte, su mujer malogró el embarazo de su cuarto hijo. No volvieron a vivir en la calle Ávila. Para sacar adelante a la familia pretendió, inútilmente, que le fuese concedida la administración de un estanco. A cambio le ofrecieron un trabajo de limpiadora, que por su delicada salud no pudo aceptar. A los dos o tres años el Estado pagó a cada familia de las víctimas veinte mil pesetas, en concepto de responsabilidades civiles y después de haber declarado insolventes a los culpables. Poco antes de morir, la señora de Lara destruyó todas las fotografías de su marido y los recortes de prensa. A su hija mayor le encontraron una colocación en Sindicatos, en un departamento que llevaba el asombroso nombre de Administración Patrimonial de Bienes Marxistas. Desde el primer momento, la muerte de Mora y Lara pasó a formar parte del martirologio falangista y el chaletito de la calle Ávila fue declarado un santuario. Colocaron una placa de mármol conmemorativa y cada 25 de febrero se daban cita allí un puñado de falangistas, se cantaba el Cara al sol y se colgaba de un clavo, sobre la placa, una corona de laurel, que tenía todo un año por delante para marchitarse, con impasible ademán. Al principio al acto acudían las familias. Un año dejaron de hacerlo los Mora y al año siguiente los Lara. No obstante, los camisas viejas, cada vez más diezmados, en compañía de algunos pocos y entusiastas jóvenes, se resistieron a abandonar un rito que perduró hasta hace quince o veinte años. No podemos precisar si desapareció la placa y como consecuencia de ello los falangistas dejaron de congregarse allí cada año, o si fue al revés, se olvidaron de la calle Ávila y de la muerte de Mora y Lara y alguien, de manera discreta, retiró la placa de una casa, en cuyos bajos hay en la actualidad un taller, alquilado por un carpintero encantador, y en el primer piso, una venerable señora que entró allí a vivir cuando la FET de las JONS decidió devolver aquellos bienes marxistas a sus dueños genuinos, en 1964, tras advertirles de que nunca intentaran derribar el muro con el que sellaron el sótano de la casa. Sigue sellado.