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LA NOCHE DE LOS CUATRO CAMINOS

desangelada, fría y triste, en la que cinco hombres quedaron

citados para matar a otros dos a los que nunca habían visto

antes y de los que nada sabían

A Tomás no le iban mal las cosas del todo. Tenía veintisiete años. Era un hombre inteligente, bastante guapo incluso, de los de hoyuelo en la barbilla, un bigote de galán y la vaga fantasía que muchos hombres aprendían del cine: un gabán cruzado y un sombrero. En la guerra le habían herido y un trozo de metralla se había llevado la perfección de su nariz, pero le había dejado algo: el chirlo contribuía a hacerle parecer el hombre duro que nunca llegó a ser. Tenía el pelo negro, castaño tirando a negro, fuerte y brillante, como si fuese un moro, y la pequeña cicatriz que tenía en la nariz añadía ese pasado misterioso y ligero que en algunos hombres pone el sufrimiento. El hecho de que tuviera las orejas un tanto separadas del cráneo le ayudaba a recordar que su lugar estaba entre las gentes del montón. En ese momento era oficinista, y trabajaba, llevándole las cuentas, a un asentador en el mercado de pescados.

Pertenecía a la UGT desde bastante tiempo antes de iniciarse el «Glorioso Movimiento Nacional», para decirlo en las palabras tan caras a los miembros de la brigada de policía, y se afilió a las JSU en el intervalo que medió entre el 17 de febrero de 1936 y el 18 de julio del mismo año.

Cuando comenzó la guerra, vivía con sus padres en la ronda de Segovia, el barrio de Luis y el barrio de Carmona, y prestaba servicios como auxiliar en la Audiencia Provincial de Madrid. Trabajó un tiempo de mecanógrafo en la Casa del Pueblo, y luego se enroló en unas milicias de empleados de oficinas, que le llevaron a Somosierra metido en una compañía de ametralladoras.

Desde allí, con su amigo Luis del Álamo, marchó en la «Columna de Mangada» al frente de Navalperal de Pinares.

Al reorganizarse el Ejército de la República, le destinaron a una unidad blindada, en la que alcanzó la graduación de teniente. Tampoco está mal para un hombre que tenía entonces veinte años. Fue entonces cuando se afilió al PCE. Luchó en diversos frentes durante toda la guerra, hasta que el final de ésta le sorprendió, como a tantos, en Alicante.

Fue detenido y pasó por varios campos de concentración y por algunas cárceles. Lo procesaron, lo juzgaron y lo condenaron a seis años y un día. No obstante, salió en libertad el 11 de febrero de 1941. Sólo habían sido dos años de cárcel, como quien dice. Para ser por nada, tampoco está mal. Volvió a Madrid, pero había perdido la colocación que tenía, así que se ocupó en distintos trabajos, y fijó su residencia en la calle de Toledo, de nuevo por el barrio.

Todo lo demás, el lector ya lo conoce, cómo volvieron a encontrarse los amigos y cómo los habían vuelto a encuadrar en el partido.

Todo parece indicar que Tomás, a esas alturas, trataba de ir espaciando sus reuniones políticas, acaso apremiado por su novia, pero eso no siempre le resultó fácil.

El 24 de febrero vino a verle Carmona y le dijo que estuviera listo para el siguiente. Pensaban llevar a cabo una acción. En su declaración ante la policía no queda en absoluto claro si le dijo de qué se trataba o no. No parece. Sólo tenía que aparecer en los Cuatro Caminos a una hora, y de allí ir a un sitio y reunirse con otros dos.

Tomás vio el cielo abierto, y le advirtió que no tenía pistola. Carmona le dijo que eso ya estaba previsto y que en el mismo lugar de la cita se le proporcionaría una.

Al día siguiente Carmona, Luis y Tomás quedaron citados en la glorieta de los Cuatro Caminos a las ocho y cuarto. Los dos primeros llevaban su arma.

De hecho Carmona trajo consigo su Parabellum toda la tarde. La pasó entera con la chica con la que llevaba saliendo seis meses, una muchacha de veintiún años, que estaba de criada en una casa. El policía que redactó la declaración de la muchacha, Cristina Álvarez Mazagatos, cometió uno de esos deslices que meten un poco de humor incluso en las cosas más tristes: «Que entre la declarante y José comenzó una amistad que degeneró en noviazgo». La degeneración fue grande, porque iban en serio. No le había presentado aún a sus padres, pero éstos aprobaban la relación. Sí, sus padres vivían en Madrid, pero había tenido que ponerse a servir. No le pagaban mucho, cierto, lo que a todas, veinticinco pesetas al mes, pero estaba mantenida, que era lo importante. La tarde de los domingos, que le daban libre, ella y Carmona la pasaban juntos, iban al cine, paseaban, en fin, esas cosas que hacen los novios. También esa tarde transcurrió como la de todos los domingos. Fueron a ver una película muy bonita. ¿Qué película? No me acuerdo, contestó la chica al policía, y éste, que tenía muchos más recursos, esbozó una sonrisa sarcástica para preguntar de nuevo cómo podía decir que era muy bonita, si no se acordaba de cuál era. Trataba de ponerla nerviosa, de hacerla ver que era muy fácil sorprender a un interrogado en contradicciones, y que era mucho mejor decir la verdad. Creo, aventuró humildemente, que era Capricho de mujer, con la Marlene Dietrich, aunque a continuación dijo muy segura el nombre del cine, porque de eso sí estaba segura, fue en el Cervantes. No le gustó la respuesta al policía, porque desde atrás le propinó una bofetada muy poco cervantina en la nuca que hizo que la muchacha se tragara la mesa y se diera un fuerte golpe en la frente con un crucifijo de pie que había en ella. Por la mente de Cristina pasó en ese momento una única preocupación, un único y severo deseo, que el crucifijo no se hubiese roto. No pensó en su frente, que empezaba a sangrar por una pequeña brecha. Sí se acordaba, en cambio, balbució, que al empezar el No–Do, cuando los espectadores en bloque se pusieron en pie con el brazo en alto, Pepe, que era como ella llamaba a Carmona, le dijo en voz baja que ese día no iban a poder estar juntos hasta las diez, porque tenía unas cosas que hacer. Qué, le preguntó el policía, que había vuelto a sentarse en su silla, detrás de la mesa. Cristina se echó a llorar, porque Pepe no le había dicho qué; en cambio, tuvo miedo de no decir nada, así que en un arranque de valor le dijo que Pepe no le dijo qué, pero le salió un hilillo tan fino de voz, que el policía tuvo que ordenarle con un grito: «¡Más alto, que no oigo!». Sí, le extrañó mucho que ese día no se quedara con ella hasta las diez, y a las ocho Carmona le dio una peseta para que tomara el metro y se marchara a su casa. Era la primera vez que eso sucedía en el tiempo en que estaban saliendo juntos. Y el policía ordenó que la bajaran a los calabozos, y Cristina, en medio de todo, iba contenta, porque, para las cosas que había oído relatar de la DGS, había salido bien librada con sólo un bofetón.

Carmona llegó a las ocho y cuarto al metro de los Cuatro Caminos. Cuando aparecieron Tomás y Luis, marcharon andando por Bravo Murillo. Por el camino, Carmona y Luis explicaron a Tomás en qué iba a consistir el asalto: apoderarse de las armas cortas y matar a los que se encontraran en ese momento dentro. Tomás se quedó atónito, porque hasta entonces nadie le había hablado de muertos. Pero ¿cómo volverse atrás? Al llegar a la calle Ávila doblaron a mano derecha, dejaron atrás las escuelas de ladrillo rojo y la iglesia, y llegaron a las barcas de recreo. Para ser domingo, o precisamente por ello, no se veía a nadie por la calle. Había estado lloviendo todo el día, intermitentemente, y hacía frío. La luz de los dos o tres faroles de la calle Ávila parecían meter con sus sordos y sombríos destellos todo el infierno en los charcos. Un poco más allá había dos o tres agujeros, con los adoquines levantados, como si un obús acabara de romper el pavimento.

En ese momento vieron llegar a un tipo hacia ellos. Venía trajeado, con una gabardina y sombrero. Se acercó al grupo. Ninguno de los tres le conocía ni sabía su alias. A Carmona le sonó su cara, acaso de alguna cita, pero en aquella penumbra no hubiera podido asegurarlo. Era el hombre que enviaba Vitini con el arma para Tomás, Dalmacio Esteban. Preguntó quién era el que no tenía pistola, y Tomás dio un paso hacia él. Se apartaron unos metros, se hundieron materialmente en la oscuridad que borraba por completo la calle Lérida, y allí Dalmacio le entregó una pistola, que Tomás se metió en el bolsillo del abrigo. Volvieron donde les esperaban Carmona y Luis, y el desconocido les deseó suerte, y se marchó de allí.

Los minutos se hacían eternos. A las ocho y media o nueve menos veinticinco llegaron Félix y Domingo. Ellos dos, con el fin de ir juntos, habían quedado citados a las ocho de la tarde, para tomar el tranvía, en Mataderos, un lugar poco apropiado para citarse si se va a acabar con la vida de dos hombres. Utilizaron el tranvía y el metro, y se bajaron en Alvarado. Por eso llegaban un poco tarde. Los transportes públicos, un domingo, y a esa hora de retiradas, iban llenos. Además, se habían entretenido paseando por el barrio, recordando los tiempos del Quinto Regimiento, hablando de los años pasados.

Félix Plaza y Carmona, como viejos conocidos, se saludaron y los demás hicieron con la cabeza un movimiento de cierta gravedad, acorde a las circunstancias.

En ese momento, Félix sorprendió, a unos metros, entre las sombras, a una figura inmóvil, la misma mujer gruesa y guapetona de la otra vez, con su abrigo oscuro y el capazo en la mano. Plaza dejó el grupo, se acercó a ella para confirmarle que todo seguía según el plan acordado, y le ordenó que les esperase en el campo de fútbol.

Volvió Félix donde estaban sus hombres y le pidió a Carmona que, como jefes que eran de los dos grupos, se acercaran a echar un vistazo al local, mientras los demás esperaban en las barcas–columpio.

Se arrimaron al chaletito, y no vieron a nadie. Las luces del piso de arriba estaban apagadas y el patinillo delantero estaba igualmente a oscuras, apenas rotas las tinieblas por el tenue resplandor que desbordaba la puerta cristalera de la planta baja, en la que tenía la vivienda el conserje.

Volvieron Plaza y Carmona con los demás. Aquello estaba muy tranquilo y había que esperar un poco, les dijo Félix.

Se colaron en el almacén de aguardiente.

Cuando el reloj que había en la pared dio las nueve, Félix dijo, se hace tarde, vamos. Pagaron los vinos y salieron. Iban uno detrás de otro, Plaza abría la marcha, a cuerpo; a continuación marchaba Carmona, que se había puesto unas gafas para la ocasión; luego, Tomás con su sombrero, después Domingo y por último el bajito, Luis. Había empezado a lloviznar. Se iban mojando, pero nadie pensó en la lluvia ni en el frío. Félix se subió el cuello de la chaqueta y hundió la cabeza entre los hombros, y Domingo, por imitarle, hizo lo mismo, se subió el cuello de la chaqueta, pero no tenía frío.

Al llegar y ver que había algunas luces encendidas en el piso de arriba, cruzaron la verja.

Félix ordenó a Domingo que se quedara en la puerta, y Carmona lo mismo a Luis. Repitió el primero lo acordado ya con Vitini: si llegaba alguien mientras los demás estaban arriba, los encañonaban con las pistolas y los subían con los demás. Nada de tiros en la calle. Podían llamar la atención. En caso de que llegaran refuerzos y se organizara un tiroteo, les cubrían la retirada.

Subieron Carmona, Félix y Tomás. El conserje de la subdelegación, un hombre con aspecto avejentado llamado David Lara Martínez, le había abierto el piso hacía unos minutos al subdelegado, Martín Mora Bernáltez. De los dos se dijo que eran falangistas, pero uno lo era más que el otro. Estaban charlando en la secretaría cuando vieron irrumpir a tres tipos a los que no habían visto en su vida. Les apuntaban con unas pistolas y les ordenaban poner los brazos en alto. Plaza preguntó dónde estaba el teléfono. El conserje, sin bajar del todo la mano, señaló hacia un lugar inconcreto. Se podía ver desde allí, en el hall, sobre una mesita. Tomás salió y tiró del cordón, pero el miedo le había dejado sin fuerza el brazo, y Plaza, que llevaba una navaja, se acercó y, sin perder de vista a los falangistas, lo tajó de manera expeditiva.

Sin dejar de apuntarle, Félix le pidió la documentación al conserje y Carmona hizo lo mismo con el subdelegado, al que preguntó dónde estaban las armas. Este dijo que allí no había más que unos fusiles viejos, pero Carmona no le creyó y le ordenó que saliera con él, porque iban a hacer la inspección. Entraron en el despacho de la Sección Femenina y recorrieron las tres pequeñas habitaciones del fondo, la que usaba él como despacho propio, el Cuerpo de Guardia, donde tenía su camastro el conserje, y el Cuarto de Banderas. Aquí, revueltos con los trapos patrióticos y del partido, encontraron unos cuantos mosquetones, pero no podían llevárselos sin llamar la atención, y Carmona decidió dejarlos donde estaban. Volvieron los dos a la secretaría. Allí esperaba Félix, que seguía apuntando al conserje. Tomás abría y cerraba armarios, nervioso, buscando no sabía qué, porque excepto en uno, que se encontraron una radio, en los demás sólo había impresos para alistarse a Falange.

Abajo esperaban Domingo y Luis, sin hablarse, atentos a lo que pasaba en la calle y a lo que pudiera ocurrir arriba, inquietos porque sus amigos llevaban más de diez minutos sin dar señales de vida.

Al fin se oyeron unos disparos. Según Tomás, él no vio nada porque se había quedado registrando los armarios, y a los falangistas los sacaron al pasillo por la puerta del fondo. Sólo oyó esos dos, tres o cuatro disparos, que hicieron que abandonara precipitadamente la pesquisa para ganar la puerta de la calle.

Abajo Domingo ni siquiera se paró a contarlos, porque en cuanto oyó la primera de las detonaciones salió corriendo instintivamente a la calle. Luis no dio crédito. Por suerte en ese momento bajaron los otros tres, que alcanzaron a Domingo unos metros más adelante. Luis se encaró con él y le insultó: «¡Cobarde!». Félix comprendió lo ocurrido, y como era su hombre, fue menos duro; le dijo: «Macho, eres un chungo». Domingo, avergonzado, se amostazó algo, pero no respondió a esos insultos. Encontraron a Magda en el campo de fútbol, echaron las armas y la documentación de los falangistas en el capazo, y se marcharon cada cual por su lado. Plaza y Domingo, cada vez más apesarado, al metro de Cuatro Caminos; de allí llegaron a Sol y de Sol, andando, a casa de Ramón, el hermano de Domingo, en la que paraban esos días, por Pirámides.

Los otros tres, Carmona, Luis y Tomás, con el fin de salir a la Castellana, atravesaron los desmontes. El asalto les había excitado de tal modo que sin darse cuenta llegaron caminando a Antón Martín, en la otra punta de la ciudad. Una hora y media de caminata. Carmona la aprovechó para contarles a Tomás y a Luis cómo habían sucedido las cosas. Tomás iba sombrío, sin ganas de hablar. Luis, en cambio, se mostraba tanto o más animado que Carmona.

Según éste, las cosas habían ocurrido del siguiente modo: él ordenó a Mora que saliera de la secretaría, y Félix hizo lo mismo con Lara, porque allí los disparos se oirían menos. Cuando los tenían en el pasillo, disparó él al falangista y Plaza, al otro. Nada, dos segundos.

En la declaración de Carmona a la policía se dice que éste, cuando iban andando, les «refirió con todo detalle lo sucedido a Luis y a Tomás, que acogieron sus noticias con beneplácito, congratulándose grandemente del feliz resultado, para ellos, de la operación». Pero no parece verosímil que un hombre, destruido por la tortura, se jacte de un asesinato ante los policías que preparan su muerte. Ni siquiera es verosímil que en la noche oscura e inacabable de la Dirección General de Seguridad Carmona quisiera acordarse de aquella otra noche en la que bajaron andando desde los Cuatro Caminos a la plazuela de Antón Martín, como quien dice de Orión a la Estrella Polar, si la noche hubiera estado despejada y no encapotada y lloviznosa.