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CÓMO SE HACE UN GUERRILLERO DE CIUDAD
y de qué manera empleaban el tiempo los revolucionarios
profesionales que llegaban a una ciudad hostil cuajada
de policía, confidentes y soplones
La policía no le preguntó a Casín cómo era Anselmo el Americano, porque se lo había dicho ya Félix, alguien joven y elegante, con traje y gabardina.
A principios de enero Anselmo compró en un almacén de la calle Colmenares, detrás de la plaza del Rey, donde se vendía material de imprenta, una minerva de segunda mano, y le ordenó a Félix que fuese allí con unas mantas, para cubrirla.
Anselmo y Manzanares la llevaron a continuación desde la calle Colmenares hasta la calle Cervantes, en Carabanchel, en un carro tirado por un caballo y tapada con las mantas como si fuese un armario.
No sabemos de dónde sacaron el carro ni el caballejo, pero tuvieron que atravesar todo Madrid lentamente hasta llegar a Carabanchel. En medio de todo, la estampa es bonita, tan simbólica por todos los lados, el caballo mal linchado, el carro, la minerva amordazada y atada con cuerdas y los dos hombres uno caminando detrás, con las manos en la espalda, y otro llevando del ronzal a la bestia. Bueno, vamos a dejarlo aquí.
Ayudados por cuatro mozos, y después de romper el suelo de la habitación–vivienda de Casín, pudieron al fin meter la minerva en su tenebrosa sentina. A continuación sellaron el techo, como las criptas de los faraones, y empezaron a crujir las prensas, por usar una imagen apropiada.
Lo de los cuatro mozos debe de ser un pequeño lío de la policía, porque no fueron sino Manzanares, Anselmo, Félix y Domingo, y a los cuatro les conocían ya por el nombre.
La minerva era de las llamadas de pedal, que se manejaban a mano, mediante un gran volante. No tenía marca, pero encima del tintero había una etiqueta metálica en la que se leía «Maquinaria y Material de ocasión para las artes gráficas. Santiago Vinagrero, Mediodía Grande, 7. Madrid». La verdad es que en una clave Schwitters estas líneas últimas son ya un pequeño poema. Fijaron convenientemente la máquina al suelo, en un rincón de la habitación subterránea donde antes estaba la multicopista, y empezaron sin demora los trabajos.
Había muchas clases de minervas, la de pedal, la de plato, la de aspas, unas para folio largo, otras para cuartilla y otra para octavillas. En la del señor Vinagrero se podían imprimir papeles de tamaño cuartilla, como el número de marzo de aquel Mundo Obrero que jamás llegó a distribuirse por haberlo descubierto antes la policía.
Desde ese día Félix se dedicó a la conspiración y Domingo, con el pie estropeado aún, siguió ayudando en la imprenta.
Anselmo, por fin, le entregó a Félix quinientas pesetas que le había pasado para él Manzanares, y Félix las repartió con Domingo. A partir de ese momento empezaría a haber entre ellos un cierto trajín de dinero, recaudado en su mayoría por los cotizantes y simpatizantes, aportaciones voluntarias o de la venta de los periódicos.
A los pocos días, por mediación de Anselmo también, los dos amigos se entrevistaron en la glorieta de Pirámides, a medio camino entre Carabanchel y Madrid, con un tipo al que no habían visto nunca, un hombre de unos treinta años, alto, de complexión regular, con el pelo liso de color rubio y un bigote que acabó afeitándose, y que vestía un abrigo oscuro de espiguilla.
Yo sí sé quién es, pero ni Félix ni Domingo sabían en ese momento todavía quién era. Ni el lector. Saldrá mucho a continuación como Chamorro. Su verdadero nombre era José Carretero. Llevaba intentando la organización del partido desde 1943. Fue él quien les confirmó que quedaban encuadrados como guerrilleros de la Unión Nacional en el grupo número 1. O sea, que empezaban entonces. También prometió que les pasaría una documentación falsa, y con tal fin les ordenó que fuesen a hacerse unas fotografías.
Después de esa cita hubo otras en Pirámides o en la puerta de Toledo, pero a todas ésas, incluida la de puerta de Moros, que fue la segunda, Félix acudió solo.
Con lo de las fotos, ni Félix ni Domingo supieron, qué hacer, porque temieron correr riesgos innecesarios, y lo consultaron con Manzanares, que era su consejero en todo. Sin él, estaban perdidos.
Manzanares acabó llevándoles a un fotógrafo ambulante que trabajaba en la calle de Fuencarral y encargándose personalmente de recoger las fotos. No fue así. A los dos o tres días apareció por la casa de Casín otro fotógrafo ambulante, manco. Ninguno de los dos le conocía, pero sí Casín y también los lectores, a no ser que en Madrid hubiese en ese momento dos fotógrafos mancos.
Primitivo les confirmó que las fotos de Domingo no servían para documentación, porque aparecía en ellas con la boina puesta. Es tan real, que parece inverosímil que alguien vaya a hacerse una foto de carné y no se quite la boina, y que ni el retratista ni el retratado se dieran cuenta, pero así fue. El manco, que venía preparado, le tiró allí una placa nueva y prometió volver al día siguiente con las copias reveladas. Pero no se sabe por qué razón, no volvió a dar señales de vida, lo cual no deja de ser tan misterioso como que Anselmo desapareciera en cuanto empezaron a caer los primeros.
A los pocos días, Chamorro le dio a Félix otras seiscientas pesetas para que las repartiera con Domingo, y un carné a nombre de Mariano Jiménez Barrena, que llevaba la fotografía que le había hecho el fotógrafo ambulante de Fuencarral. Domingo, en cambio, mientras esperaba que el manco apareciera con las fotografías nuevas, se apañó con una documentación precaria, a nombre de Leonardo Aguado, el novio de una hermana suya.
Félix y Domingo, siguiendo las indicaciones de Casín, hallaron al fin asilo en casa de un hermano de Domingo, llamado Ramón, que vivía en la calle Antoñita Morán, también por Pirámides, y allá se fueron. Pongamos que fue a mediados de enero, pero ni Félix ni Domingo saldrían de la vida de Casín, ni de la caverna del idealismo, donde se imprimieron también unas muy importantes «Instrucciones para la organización del movimiento guerrillero en el monte y en el llano», dirigidas «a todos los comités del partido», y fechadas en octubre de 1944, y no recogidas en el libro clásico, imprescindible y poco fiable El maquis en sus documentos, complemento de El maquis en España del general Aguado Sánchez, tan exhaustivo como parcial.
El tono autocomplaciente es el habitual en esa clase de documentos: «Los hechos vienen a confirmar la justeza y previsión de nuestra gran Delegación del Comité Central, cuando en el histórico documento “Hacia la insurrección” señalaba certeramente». Se contienen en él, no obstante, algunas claves para explicarnos las razones por las cuales unos miles de hombres se lanzaban con entusiasmo a una tarea que hoy puede parecer suicida, pero que entonces no lo era en absoluto: «En la presente situación, cuando el asalto combinado de los Ejércitos de las Naciones Unidas se encuentra a punto de derrotar total y definitivamente a las fuerzas de la barbarie, es más fuerte y apremiante que nunca el desarrollo progresivo de la lucha unida de los patriotas españoles hasta hacerla desembocar en la insurrección nacional victoriosa. (…) En esta empresa gloriosa, los guerrilleros del monte y del llano (de la ciudad) deben desempeñar un papel decisivo. ¡Para derribar a Franco y Falange, y rescatar la libertad e independencia de España destruidas, el movimiento de Unión Nacional necesita, como del aire para respirar, apoyarse en un poderoso ejército de combatientes guerrilleros en el monte y el llano, que desencadene luchas violentas que asesten duros golpes en los puntos vitales de la fiera franquista y haga arder el suelo español bajo las plantas de la Falange!».
Urgían también a que las acciones guerrilleras fuesen inmediatas, y les instaban a los comités a que emplearan en ellas a sus hombres más capaces.
Aunque todo estaba escrito en un estilo prolijo y reiterativo, contenía el documento algunas normas importantes, de tipo práctico, que iban desde ayudar económicamente al partido hasta las puramente guerrilleras, y de ese modo aconsejaban que las acciones no debían dirigirse «contra ningún patriota, por muy de derechas que sea, sino exclusivamente contra los alemanes y sus agentes falangistas, contra los verdugos y agentes provocadores y contra los asesinos de Falange», al tiempo que explicitaban: «la traición de un guerrillero ante la policía es castigada sin remisión con la pena de muerte; los guerrilleros no podrán hacer prisioneros».
Según declaraban en ese documento, para la guerrilla del llano iban a dedicar el 25 por ciento de todo el partido. Si ello hubiese sido así, querría decir que en Madrid sólo había cien militantes, lo que sin duda era muy poco, y si había, como parece factible, dos mil militantes (y no los diez mil que para Madrid calculó un fantasioso Quiñones), significaría que tenían que haber sido quinientos los guerrilleros, cifra que ni en los mejores sueños llegó a alcanzarse. Les obligaban también a romper todo vínculo orgánico con el partido, pretextando cualquier cosa (vigilancia de la policía, enfermedad, etcétera), y que guardaran absoluta reserva de su nueva condición luchadora, aunque les recomendaban que llevaran una vida de completa normalidad.
Igualmente les exigían heroicidad: «La ausencia de armas no debe ser un obstáculo para la acción; un cuchillo en la noche y una esquina propicia son bastantes para eliminar a un alemán o a un asesino falangista. Un empujón en el andén del metro, de una estación de ferrocarril, ante un autobús, sirven para dar su merecido a un provocador; una cerilla y una botella de gasolina, para incendiar un depósito o la casa de un falangista». Quién sabe. Es posible que alguien siguiera a pie juntillas aquellas normas, porque en un número de Reconquista se dice que «un guerrillero aislado ajustició a un torturador falangista en La Braña, y puso en fuga a otro».
¿Por qué en España no iban a suceder las cosas como en Francia? Era una pregunta bastante razonable que se hicieron muchas gentes, para quienes, una vez más, la historia iba a ser una fuente de disgustos.
Y los consejos terminaban de manera expeditiva: «Con un poco de pintura se altera una señal ferroviaria. Y, con tanto más motivo, una pistola y un cargador bastan para eliminar a un jerarca falangista».