3

LAS COSAS SIEMPRE VIENEN DE LEJOS

o estampas de impresionismo sociológico, así como algunas

pinceladas que van situando a algunos de los personajes

de aquel asalto.

La Agrupación de Guerrilleros de Madrid, dependiente del Alto Mando del Frente de Guerrilleros, no eligió la subdelegación de Falange de Cuatro Caminos al azar. Había muchas razones para ello.

Naturalmente, la policía sólo vio una, y así lo hizo saber a todos los periódicos que recogerían días después la noticia: se trataba de un local desprotegido y vulnerable, en un barrio extremo de Madrid. Sólo la cobardía de un grupo de desalmados asesinos podía fijar un objetivo como aquél. No era más que un local en el que tenían lugar diversas actividades de carácter cívico.

Se trataba, y se trata todavía, porque es lo único que parece que no han demolido, de un minúsculo chalé construido en los años veinte, como tantos otros que había por allí. No es bonito, pero las casas que han ido apareciendo después hacen que parezca de Palladio. No lo han pintado desde la guerra, o sea, que su color plomizo sigue criando solera. Tiene un aire entre suizo y ferroviario, muy poco alegre. En medio del barrio obrero, aquellos chaletitos manifestaban la prosperidad modesta de unos pequeños burgueses a quienes no importó apartarse del centro de la ciudad en busca de tranquilidad y precios más razonables en el suelo edificable, ni convivir con una población mayoritariamente obrera, socialista, anarquista y, ya en los años treinta, comunista.

El chalé lo levantó un constructor y lo heredaron sus hijas. Este hombre tuvo que exiliarse, primero en Francia y luego en México. Durante la guerra realojaron en él a unas cuantas familias toledanas que venían huyendo del avance del ejército de Yagüe. Acabada la guerra, la Falange Española Tradicionalista de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, amalgama que se conocía por la abreviatura de FET de las JONS, se lo quedó, con la voracidad que le caracterizó, en cuanto se disolvió el desfile de la Victoria, y no sería nada de extrañar que lo convirtieran esos primeros meses en un centro de detención, por lo que se puede deducir de lo que se cuente a continuación.

En el barrio algunos aseguran que allí hubo una checa del Socorro Rojo Internacional durante la guerra. Pero eso lo mismo es verdad que es mentira. No se puede uno fiar nunca de lo que le dicen, y menos de lo que se jura sobre los muertos. Lo más probable es que fuese el Socorro Rojo quien dispusiera de él para los realojos, y la imaginación popular hiciera el resto.

En 1964, cuando se cerró la Causa General, el dueño del chalé se acogió a la amnistía; volvió de México y reclamó su propiedad, que le fue devuelta de mala gana por la Falange, cuyos mandos le advirtieron amenazantes que jamás se le ocurriese abrir el sótano, cuya puerta de entrada llevaba sellada con hormigón veinticinco años. Aquel sótano, que en su día contuvo la calefacción y la leñera de la casa, estaba ya cegado cuando llegó al chalé la familia del conserje Lara, en 1944, seguía sellado naturalmente cuando se lo devolvieron a su dueño, y sigue sellado todavía hoy, bajo el pacífico laboreo del marquetero que tiene en esa planta su taller, guardando sin duda una novela que acaso será mejor que siga durmiendo en el olvido.

En 1999 alguien, un ex falangista, aseguraba que ese chaletito lo habían tirado, y, como lo decía con tanta seguridad, ni siquiera fue uno a comprobarlo. Así que cuando un día de febrero de 2001 lo descubrí intacto, me quedé atónito.

Allí estaba, con sus dos plantas, tal y como sale en las fotos de la época, tal y como aparece descrito en las actas de la policía, aunque éstas no dicen nada de su estilo arquitectónico, porque ésas son cosas que ni le devuelven la vida a los muertos ni ayudan a capturar a los vivos. Yo tampoco sabría describirlo. Es a la arquitectura lo que uno de esos perros callejeros al pedigrí canino: tiene algo de racionalista, cúbico y pesado, tiene también algo muy torpe y floral, en la rejería, y en todo se aprecian emanaciones tristísimas y venenosas: quizá ese pequeño y sucio jardinillo delantero, con el piso de cemento que horadan los dos arbolejos, muy municipales ambos, o acaso esa escalera que arranca adosada a la casa de al lado y por la que se accede a la primera planta.

Todo sigue como entonces. En la planta baja había un salón de actos, por llamar así a una habitación de cuarenta metros cuadrados, un cuartucho destinado a botiquín y primeros auxilios, por si algún muchacho se despellejaba las rodillas, y una biblioteca sin libros y con una mesa y dos sillas para, sentados, pensar en ellos o imaginárselos. También en esta planta, y sin la menor separación del resto de dependencias, estaba la vivienda del conserje, una habitación de unos veinte metros cuadrados con dos camas, en una de las cuales dormía la mujer del conserje y la hija menor, de once años, y en otra, la mayor, de diecinueve, y el hijo de catorce. Al lado estaba una pequeña cocina, donde la familia hacía la vida, y pegado a ella, un cuarto de baño de unos seis metros cuadrados, con una bañera cuyo sumidero llenaba la casa de cucarachas, y un retrete que usaba toda la centuria falangista.

El piso noble del chalé era el de arriba, al que se llegaba, desde el jardín, por la escalera exterior. Contaba con un hall raquítico. A mano derecha, entrando, se encontraba el cuarto reservado para los mandos de la Sección Femenina, al que se accedía a través de una puerta con un cristal esmerilado. Las mujeres de la Sección Femenina programaban allí sus campañas de instrucción de la mujer (cómo hacerlas buenas cocineras, cómo hacerlas buenas madres y cómo hacerlas buenas amas de casa).

A la izquierda, frente por frente de esa puerta cristalera, se encontraba la secretaría, donde se daba curso a las diferentes diligencias en relación a Falange y se tramitaban las consignas del partido. Tenía dos puertas, cada una en un extremo, dando al pasillo. Fue en esa secretaría donde encontrarían los guerrilleros a las víctimas.

Las tres habitaciones del fondo estaban dedicadas, una, a Cuerpo de Guardia, aunque el conserje era la que usaba para dormir; otra, a Cuarto de Banderas, para desengañar a cualquiera que pensara que aquella casa no era sino una institución civil, y, por último, el cuarto del jefe de Barrio, o sea, del subdelegado, despacho al que acudían a dejar los diferentes jefes de Casa sus minuciosos informes sobre el que hacía en voz alta comentarios contrarios a Franco o a la Falange, o el que no tomaba precauciones en bajar el volumen cuando escuchaba Radio Pirenaica o la estación de la BBC, o el que descuidaba su lenguaje, sus modales o su decoro, o aquellos que desatendían sus deberes dominicales para con la Iglesia.

Eso era un local de Falange.

El día 25 de febrero Félix y Domingo, con los nervios, llegaron un poco antes, y pudieron darse una vuelta por los Cuatro Caminos.

Hoy es un barrio descacharrado, lleno de monstruos arquitectónicos por todas partes, con iglesias de aspecto luterano y casas inverosímiles, levantadas en los años sesenta, y apenas conserva, aquí y allá, algún vestigio de la poesía descoyuntada y vorticista que tuvo hace setenta años, pero ese domingo de 1945 seguía siendo poco más o menos como había sido siempre, en 1900 o en 1920. Y pese a los tranvías, que daban allí la vuelta, y a una fuente monumental colocada en el centro, sobraba calle por todas partes; los Cuatro Caminos parecían el fin del mundo.

Félix y Domingo, para llegar a la calle Ávila, y camino del fin del mundo, pasaron por delante del cine Europa, racionalista y decrépito. Era la dimensión metafísica de los Cuatro Caminos. Es un gran edificio de estilo alemán, expresionista, de líneas rectas y curvas, en el que las rectas son demasiado rectas y las curvas no son nunca demasiado curvas.

Félix se acordó del día en que vinieron a pegarse con los falangistas, después de un mitin de José Antonio en ese mismo cine, y los recuerdos o los nervios de tener que matar de allí a un rato a unos hombres, le volvieron sentimental, porque empezó a rememorar cosas de una juventud que le parecía, sepultada entre los escombros de la guerra, muy lejana, a él que sólo tenía veintisiete años.

Domingo escuchaba siempre, como si a él nunca le hubieran ocurrido las cosas, y la verdad es que le habían ya ocurrido tantas como a Félix. Pero éste llevaba siempre la voz cantante, y su amigo asentía con arrobo. Los falangistas se llevaron lo suyo, le comentó de nuevo a Domingo; y eso salió luego en los interrogatorios ante la policía, lo de aquel día del mitin de los falangistas. Y cuando dijo él mismo «cosa de muchachos», uno de los policías le enganchó bien y le tiró al suelo.

Luego, en la celda, Félix pensó en lo absurdo de las cosas que recuerda uno y el momento en que las recuerda. ¿Por qué se acordaría entonces del cine Europa?

Uno de los policías le habló a Félix del cine Europa, y Félix tuvo que escuchar. ¿Nadie le había contado que en la última planta montaron una escuela naturalista y en la planta baja, una checa? ¿Nadie le había hablado de Felipe Sandoval? Y Félix no entendía por qué le preguntaban por aquel tipo del que jamás había oído hablar. ¿Era alguien que estaba detenido? ¿Tenía que ver con el asalto al local de los Cuatro Caminos? No. No era más que un asesino y se había tirado por una ventana, y tú, chaval, podías hacer lo mismo, le dijeron, si supieras lo que te espera.

Pero en realidad Félix no se acordó en el interrogatorio tanto del cine Europa como del Quinto Regimiento, que los comunistas montaron en el convento de los Salesianos, un poco más allá del cine Europa, con aquel Vittorio Vidali, comandante Carlos, que representó el lado más negro de un romanticismo y que acabaría envuelto en el asesinato de Trotsky.

Y Félix le señaló con la barbilla a Domingo el convento, un edificio muy triste de ladrillos faltos de vida, todo él de color purgatorio, y le dijo que allí se había alistado él. Y se sonrió. No tenía veintiocho años y recordaba ya las cosas como los viejos. Y de pronto se puso triste, no tanto por los hombres a los que iba a matar, como por la parte de su corazón que ya había muerto con ellos. Sus ojos habían visto ya demasiadas cosas.

Y después de la guerra, la represión salvaje que se desató en aquel barrio obrero. ¿Quién en él no arrastraba muchos muertos por dentro? ¿En qué familia no había al menos uno a quien dedicar los momentos más venenosos de cada atardecer?

Félix y Domingo guardaron silencio. A su alrededor pasaban gentes pacíficas, que se recogían después del día de fiesta, parejas de novios, familias con niños, grupos de jóvenes. Risas. Bromas. Ruido. Félix y Domingo no reconocían aquel país. Les parecía aletargado, tras la guerra. Ellos habían venido para despertarlo, pero lo cierto es que la mayoría, vencedores y vencidos, sólo querían pasar la página cuanto antes, sortear los problemas, olvidar las penas, volver a vivir. Quizá aquello no fuese la felicidad, pero era lo único que tenían; es posible que no fuese nada, pero no querían perderlo con una nueva guerra. La vida se había puesto de nuevo en movimiento muy lentamente, como un tiovivo, como una barca voladora, y sólo unos cuantos querían seguir hablando de la guerra. Y Félix y Domingo percibieron en la normalidad festiva de todos su propia soledad. Y eso les hizo guardar silencio cuando, al margen de la vida que les rodeaba, se encaminaban para matar a unos hombres, tras una paz imposible.