2

LAS BARCAS VOLADORAS

El recuerdo del fiscal, un viejo bisojo y las partidas

del Fantasma y del Francés en el momento en que rondaban

su objetivo

Estaban citados junto a las barcas–columpio.

El fiscal, en su informe, las llama «barcas voladoras». Es el único que las nombra de esa manera tan poética y sugestiva. No se sabe por qué se le vino ese nombre a la cabeza, porque la policía siempre que se refiere a ellas, y lo hará un centenar de veces en las declaraciones de todos los encausados, las llama barcas–columpio o barcas–columpio de recreo. Quizá se acordara el fiscal de cuando en su infancia las llamaban de esa manera, «barcas voladoras», para excitar con ello la imaginación de los niños y de los pintores y poetas vanguardistas que iban buscando por los arrabales las esencias de la verbena. García Maroto tiene unos dibujos preciosos de esos mismos años con unas barcas voladoras parecidas, de ligera vanguardia proletaria, cabalgando sobre los desmontes.

Las barcas estaban metidas en un solar de la calle Ávila, esquina con Lérida, a medio camino entre Bravo Murillo y los arrabales que bajaban hasta la Castellana. Era una modesta atracción de feria, cuatro o cinco barcazas grandes, pesadas como catafalcos. Había muchas parecidas en todos los barrios de Madrid. Más que tiovivos, más que ninguna otra atracción, la barcaza era la diversión del pobre que nunca ha visto el mar. Las barcas–columpio se encontraban frente al almacén de aguardientes. Podemos saber incluso cómo era éste, porque todavía existe. Lo han cambiado, pero sigue en el mismo lugar. La policía insiste en llamarlo «almacén de aguardientes», porque en realidad lo que se vendía en él eran orujos y destilados blancos. Antes de 1936 el almacén se llamaba Zapardiel. Ahora el bar se llama, muy kafkianamente, El Túnel. Durante la guerra hubo uno por aquí, usado como refugio. Es un establecimiento pequeño, estrecho, alargado. El dueño actual aún recuerda las tinajas de barro, cuando las había. Lo demás no es difícil imaginarlo, una habitación sin gracia y desabastecida, con una puerta cristalera descuadrada, unas paredes desnudas y sucias, una ventana con el panorama de las barcas pintado en los cristales polvorientos, un único velador viejo con el pie de hierro fundido, un mostrador de zinc con una tina llena de agua donde se lavan los vasos por inmersión y un percal para separar el establecimiento de la vivienda del dueño. También un reloj de pared. Fue lo último que vio el Francés, antes de entrar en el universo sombrío de los que llevan sobre su conciencia la muerte de un hombre.

El almacén abría a las seis de la mañana y cerraba a las doce de la noche, servía desayunos de aguardiente y despedía a su parroquia con cenas de lo mismo. Era la costumbre y el combustible con el que el obrero se ponía en movimiento o trataba de conciliar el sueño. No se conocían muchas más maneras de combatir el frío en el andamio o de entrar en calor antes de dormir en unas casas en las que el carbón era un lujo. En todas las líneas férreas se veía un ejército de niños que vagaban todo el día. Parecían locos cazadores de caracoles, escrutando entre las piedras. Los trozos de carbonilla los arrojaban en unas latas con el asa de alambre. Vendían luego la mercancía, pero también era cara. Era más barato el aguardiente.

Hace unos años me aparecieron los papeles de un hombre que desempeñó en esos mismos años cuarenta el cargo de vicepresidente de la Comisión Reguladora para la Distribución del Carbón: cientos de cartas de todos los personajes influyentes —desde los ministros a la hermana de Franco—, pidiéndole que les fuesen facilitadas; fuera de cupo, cargas de carbón, o dándole las gracias por haberle sido ya concedidas. Y entre las cartas: una, orlada de luto, de un personaje con nombre fatídico y galdosiano que amargó la vida reclusa de todos los penados españoles de ese tiempo, y que se la amargaría a alguno, de los que aquí aparecen: Máximo Cuervo. Los presos le llamaban «el máximo cuervo». Era consejero supremo de Justicia Militar y director general de Prisiones (dijo que en las cárceles debía «presidir: la disciplina del cuartel, la seriedad de un Banco y la caridad de un convento»), y podía pedir bajo cuerda carbón, pero los obreros, si querían calentarse, recurrían al aguardiente en un almacén como ése situado al final de la calle Ávila, en la desolación de unos paisajes solanescos.

En realidad todo el barrio tiene que ver con Solana. Escribió mucho de él y del que está al lado, Tetuán de las Victorias. También saldrá en esta historia, por él se moverán, escondiéndose de la policía alguno de los personajes.

Plano de Cuatro Caminos en 1945.

De noche, todos aquellos desmontes que iban a morir, pasado el Canalillo, en la avenida del Generalísimo, causaban una cierta impresión. Aquellos campos yermos resultaban infinitos y tenebrosos. Ni siquiera lo aprovechaba el elemento mendicante para sus campamentos, y las putas que venían por allí a lo suyo, los dejaban en cuanto se ponía el sol, por estar demasiado expuestos al cierzo emboscado. No había en ellos nada construido. Se cruzaban a campo través. Rebasados los Nuevos Ministerios, dejaba de haber civilización, nada, una venta, y después Burgos. Madrid moría en aquellas estepas. Por el día llevaban a pastar algunas cabras con pulmonía, que se pasaban las horas tosiendo y ventoseando entre los cráteres abiertos por las bombas de la guerra. A la gente tampoco le gustaba pasearse por aquellos cerrillos a causa de las trincheras que todavía se veían abiertas o por las de la vida, que bajaban de Tetuán y se ponían a lo largo de unas tapias viejas que habían servido de lindes hacía un siglo. Muchos temían también tropezarse un día, desenterrándose para exigir venganza, con algunos de los muertos que Felipe Sandoval, el temible anarquista, dejó tirados por allí durante la guerra, sin molestarse tampoco en enterrarlos. Otros temían pisar la bomba intensa, la granada inestable, y así aquellos parajes solían verse despoblados a todas horas.

No era mucho, pero las barcas–columpios, las barcas voladoras, eran prácticamente lo último que quedaba de la civilización por esa parte de los Cuatro Caminos. Murieron, por cierto, extenuadas y rotas en las playas tristes del desarrollismo, bien entrados los sesenta.

Su dueño ni siquiera había tenido que proveerse de suministro eléctrico, porque le bastaba con la luz de uno de los faroles de gas, estratégicamente asistido por un candil de pestilente carburo. El dueño era un hombre viejo, flaco, sucio, con un ojo más abierto que otro, en realidad con un ojo al que se le caía el párpado, y también tosía de continuo, como las cabras, aunque era fuerte y meneaba las barcas con maña bien administrada que sacaba para ellas, con el mínimo esfuerzo, vuelos de alcotán. En realidad el viejo no era ningún idiota, y había puesto su negocio en mitad de la calle Ávila, entre dos colegios, que si no tenían un buen aspecto y parecían hospicios, en cambio eran grandes, uno al principio de la calle y otro al final.

La de las barcas–columpios como atracción no era precisamente excitante, si se comparaba con las veladas de boxeo y las kermeses del cine Europa, pero no había más. Las madres mostraban cierta aprensión con aquel viejo, por el contagio. Temían por sus hijos. Aquellas toses se llevaban por delante a mucha gente. Y más que la enfermedad aborrecían todos el hospital. La gente estaba mal alimentada, y todos tenían miedo a enfermar.

Ese viejo flaco, antiguo militante de la CNT, sucio, con un ojo más abierto que otro, tampoco vio nada anormal, cuando la policía interrogó a los vecinos tres días más tarde. Un hombre con un negocio público ha de ser muy cauto si quiere conservar la clientela, y no puede irse de la lengua. Y la policía lo sabía bien: sólo podía contar con la colaboración y los testimonios de los falangistas, y el de los Cuatro Caminos no era precisamente un barrio falangista.

No, ni el viejo de las barcas–columpios ni el dueño del Zapardiel vieron nada.

Tres días antes del domingo 25, cuando se efectuó el asalto a la subdelegación, el jueves 22, llegaron el Fantasma y Luis del Álamo. Vinieron en metro. Eran las nueve y media de la noche. Desde el metro de Cuatro Caminos hasta la calle Ávila, siguiendo por Bravo Murillo, se llega en seis o siete minutos. El Fantasma llevaba su pistola Parabellum y una de la marca FN, un pistolón grande y poco manejable, de los llamados «de guerra», también de un calibre especial, no muy cómodo para llevar metido en el pantalón. Con su culata se hubiera podido partir en dos un cráneo. Bajaron directamente por Ávila. Ya se había hecho de noche. La calle de por sí ancha y despejada, volcada sobre la inmensidad de los foscos arrabales, era una calle oscura, sepultada en silencio. La luz de las farolas les llenaba el rostro de cierta trascendencia, como en los grabados expresionistas alemanes. Cuando llegaron junto a las barcas–columpio, el viejo del párpado colgón se había ido a casa, en la misma calle Lérida, desde donde vigilaba constantemente su negocio con el ojo bueno. Esa noche había vuelto a bajar, y se encontraba en Zapardiel, más hospitalario que su casa, observando a través del cristal lo que hacían aquellos hombres junto a sus barcas. No se fiaba de nadie. El barquero volador vio cómo el Fantasma le pasaba la FN a su amigo Luis. Pero en esos años un hombre sabía que para llegar a viejo no tenía que escuchar muchas de las cosas que se oían ni mirar muchas de las que se veían.

Entre el Fantasma y Luis no usaban el nombre de guerra. Habría sido absurdo. Se conocían desde chicos, y habría sido absurdo y un poco teatral. Habían crecido en el mismo barrio. Para Luis, el Fantasma era José Carmona, y para Carmona, Luis era Luis. Luis ocupaba un lugar tan modesto en la organización guerrillera que me parece que ni siquiera tenía nombre de guerra o el que tenía era el mismo que el suyo propio.

Luis y el Fantasma no tuvieron que esperar demasiado. Al rato llegaron otros dos, el Francés y Domingo. Carmona y Luis formaban un grupo guerrillero; el Francés y Domingo, otro. Carmona mandaba el grupo número 3 de la recién creada Agrupación de Guerrilleros de Ciudad, dependiente de la Junta Suprema de Unión Nacional, aunque no debe perderse de vista nunca que esta organización con voluntad autónoma venía a ser una longa manus del Comité Central del PCE. Nadie pensaba ya en los viejos «grupos de asalto» que de manera rudimentaria protagonizaron algunos sabotajes y acciones en 1942 y 1943. La Agrupación nació con voluntad de ser el embrión de un ejército. El Francés mandaba el grupo número 1. En fin, grupos de dos personas. Con eso se empezarán a entender muchas cosas. Al Francés y a Domingo Martínez Malmierca les pasaba lo mismo que al Fantasma y a Luis: entre ellos no necesitaban usar el nombre de guerra, porque habían estado en Francia juntos, y se habían pasado juntos, juntos habían llegado a Madrid, después de mil peripecias, y juntos seguían viviendo en la misma casa. Para Domingo, el Francés era Félix Plaza. Pero, sin embargo, para Félix, Carmona era el Fantasma, y para el Fantasma Félix era el Francés. Ellos dos, que habían sido presentados hacía unos días por alguien de la clandestinidad, era por ese nombre por el que se conocían. En cuanto a Luis y Domingo, al encontrarse por primera vez ese jueves, ni siquiera se dirigieron la palabra. Tampoco fueron presentados, se quedó cada uno de ellos al lado de su responsable respectivo sin abrir la boca. No iban a un baile de sociedad. Las normas de clandestinidad eran muy estrictas. No tenían muchas ganas de hablar. Sabían que habían ido allí para matar a unos hombres, pero no sabían cuántos ni quiénes. Cada uno de los cuatro rumiaba sus cosas, esos pensamientos que van tan deprisa que resulta difícil seguirlos sin perderlos.

Félix había estado unos días antes inspeccionando el lugar con una mujer que también le había sido presentada. Se encontraron en la estación de metro de Tribunal. La organización guerrillera era precaria. Se citaban en plazas, en calles, en esquinas, en estaciones de metro. Esa costumbre venía de tiempos de Quiñones, alguien a quien el cumplimiento de las normas no evitó que lo detuvieran, para fusilarlo meses después. Pero era difícil sobrevivir en una ciudad llena de policías. Tarde o temprano, todos caían. El Francés y el Fantasma intercambiaron unas palabras, pocas, precisas, a media voz. A Heriberto Quiñones le gustaba también citar a la gente en la calle, en las esquinas, en los metros, con encuentros breves y precisos. Los militantes no tenían casas, y a las pensiones se iba únicamente a dormir. Nadie metía a nadie extraño en una pensión. Encuentros cortos, apenas unos minutos, se hablaba de lo que hubiera que hablar, se acordaban las nuevas citas y a continuación cada cual se marchaba en una dirección distinta. Merche, la mujer con la que se había visto Félix, había hecho personalmente una inspección del lugar. Alguien le había dicho que marcase el objetivo. Es así como se dice, marcar. Merche era un enlace, y los enlaces hacían esas cosas: trabajos de inspección, transporte de armas y propaganda, seguimientos. Los enlaces en su mayor parte eran mujeres. La mayoría de ellas tenía razones poderosas para prestarse a esa clase de trabajos tanto o más expuestos que otros: sus hombres estaban o huidos o presos o muertos. La mayoría conocía también la cárcel. No tenían treinta años, y ya habían cumplido condenas de cinco, una sexta parte de su vida. Merche había tenido un novio: se lo mataron en la sierra los primeros días de 1936. Muchas mujeres querían hacer volver a sus hombres, a sus muertos, o liberarlos o vengarlos. Merche y Félix inspeccionaron juntos el lugar, el barrio, el local de Falange, y cuando la inspección y estudio de la zona estuvieron terminados, y el informe fue favorable, el jefe les dio la orden «terminante» de asaltarlo, apoderarse de las armas que encontraran dentro y matar a los que en ese momento estuvieran allí, falangistas o no, con excepción de los muchachos del Frente de Juventudes. Alguien advirtió entonces que podrían encontrarse con algunas de las mujeres de la Sección Femenina, y el jefe, el mismo que les había presentado hacía unos días, prohibió que se disparase sobre las mujeres.

Merche vive todavía en el barrio de San Blas. Es la única superviviente de aquel drama.

Merche es la clave de muchas cuestiones oscuras de este caso, pero no quiere hablar; le ha dicho a uno por teléfono, déjeme en paz, se lo ruego, no quiero hablar con nadie. Treinta segundos, y colgó. Pero no ha perdido uno la esperanza. Mientras escribo este libro, le voy mandando cartas, libros, más cartas, preparando el momento en que la telefonee de nuevo. No contesta, pero recibe los envíos, porque le llegan por mensajero. No sé quién es, no sé nada de ella, ni sé si está sola, si tiene hijos, si pudo rehacer su vida después de salir de la cárcel, lo que piensa de aquello, lo que piensa de su partido, lo que piensa tras la desaparición de la URSS. Nada.

El jefe dio la orden, bien porque le llegara de un superior, como siempre diría, bien porque la diera él personalmente, y los cuatro guerrilleros quedaron comprometidos ese día para llevar a cabo el asalto.

Cuando estuvieron los cuatro, Félix, que era, además de responsable de su grupo, quien lo capitaneaba, se apartó unos metros y fue a hablar con una mujer.

Tampoco la conocía de nada. Se la había presentado el día antes la misma que a su vez le había presentado el jefe. Merche está siempre en el centro de esta historia. Por eso querría hablar con ella, pero quién tiene derecho a irrumpir en un recuerdo o en un dolor ajeno.

Félix sabía que la primera de estas dos mujeres se hacía llamar Merche, pero de la otra ni siquiera. De modo que cuando la policía le preguntó quiénes eran o cómo se llamaban, Félix sólo acertó con el nombre de Merche, «una muchacha bajita, feúcha, mal vestida, de unos treinta años, con unas gafas muy gruesas», y de la otra tampoco dijo mucho más, que se trataba de «una mujer de treinta y cinco a cuarenta años, gruesa, más bien baja y no mal parecida». En eso van a coincidir todos cuando la describan, aunque cada uno añadirá un nuevo dato, acaso precioso: uno dice «guapetona»; otro añade «con un abrigo negro»; otro insiste «regordeta». Esas descripciones fueron las que condujeron a la policía hasta la casa de la «guapetona», con la que Félix se puso a hablar un momento.

Le hizo saber que todo seguía según lo planeado. La mujer debía esperarles un poco más allá, pasar por delante del local de Falange y aguardar junto a un rudimentario campo de fútbol.

La mujer llevaba un gran capazo. Una vez cometido el asalto, llegarían ellos y depositarían en el bolso las armas, y desaparecerían a continuación. Ella se encargaría de llevar esas armas a donde tuviera que llevarlas.

Acto seguido, volvió Félix donde esperaban los otros y marcharon los cuatro guerrilleros juntos hasta el local, pero se quedaron desconcertados: en ese momento se había llenado de gente. La animación era grande, entraban y salían. Sobre el dintel de la puerta jardinera habían soldado unos mástiles, para poner banderas. Se veía de lejos la de Falange, con el yugo y las flechas en medio, como un cangrejo rampante en campo de pimentón y luto.

Aunque los pilares que sostenían la reja, sobre el murete, eran pesados y apenas dejaban un vano claro entre uno y otro, pudieron observar, a través de los ventanales, a un gran número de personas y a muchos chicos del Frente de Juventudes que subían y bajaban por la escalera, jugaban al futbolín en el salón de actos de la planta de abajo o planeaban actividades diversas. En muchos tal vez había prendido el espíritu falangista, pero lo cierto es que todos los menores de veintiún años formaban por ley del 6 de diciembre de 1940 parte del Frente de Juventudes, de la misma manera que todos los trabajadores formaban por ley parte del Sindicato Único.

Cuatro hombres eran muy pocos para intentar un asalto, que abortaron en ese mismo instante. Se dieron la vuelta, contrariados y quizá menos sombríos. Félix tuvo que caminar unos cien metros, meterse en la oscuridad del descampado y buscar a la mujer del capazo negro, a la que despidió hasta nueva orden, sin entregarle las armas, y tanto el responsable del grupo 1, Félix Plaza, el Francés, como el responsable del grupo 3, José Carmona, el Fantasma, acordaron entrevistarse al día siguiente con el jefe para pedir refuerzos.

Le vieron en otra estación de metro. Fijaron entre los tres el atentado para el domingo 25 de febrero, y el jefe se avino igualmente a aumentar la dotación guerrillera, aportándoles uno o dos guerrilleros más, pero fue Carmona en ese momento quien habló de un amigo suyo, al que podría incorporar, porque ya formaba parte de la Agrupación. No había contado con él antes porque esos días no había podido localizarlo. Pero le buscaría. Sólo había un problema, no tenía arma para él. El jefe le dijo que no se preocupara, porque cuando llegara el momento, le proporcionaría una. Y ahí se despidieron el jefe, el Francés y el Fantasma.