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LOS TRÁMITES DE RUTINA

que llevaron a un pelotón de fusilamiento a siete hombres,

a prisión a otros tres y a la libertad a quien no por recobrarla

perdía menos

El primero de todos esos trámites consistió en hacer comparecer a los encausados ante el juez para los delitos de comunismo, señor Eymar, el representante del fiscal militar, un médico militar y un delegado del Gobierno Militar. Una vez presentes, a todos y cada uno de los detenidos les preguntaron si reconocían sus declaraciones ante la policía y las firmas que las validaban, y dijeron que sí.

Hubieran podido decir que no porque eran las declaraciones que les estaban conduciendo a la pena de muerte, o que les habían sido arrancadas bajo tortura, pero ni les habrían creído ni les habría servido de nada.

Por ejemplo, las ropas que habían llevado durante los interrogatorios hubiesen probado la nulidad de los procedimientos. La víspera de esa comparecencia las familias de los encausados habían sido llamadas para que les llevaran ropa limpia. Debían comparecer los detenidos ante el juez con el decoro que Eymar se merecía. En todos los casos las ropas sucias que los detenidos llevaron puestas mientras duraron los interrogatorios estaban ensangrentadas. En las de Casín, además, según testimonio de su cuñada, que tuvo que lavarlas, le llegaron no sólo manchadas de sangre y pus, sino con trozos de piel y carne, de «materia». Habían ido por la DGS a diario, desde sus detenciones, no para verles, porque eso lo tenían prohibido, pero sí para saber de ellos, y algún guardia caritativo les iba dando ánimos y esas noticias tan vagas como irreales: «Bien, mujer, el chico está bien; ande, váyase, que no puede quedarse aquí».

El auto de procesamiento empezaba de forma tan fantástica como tendenciosa, incurriendo en falsedades muy graves, políticas y penales: «como consecuencia del acuerdo tomado por el pleno titulado “Delegación del Comité Central del Partido Comunista” el veinticinco por ciento de los individuos que forman parte con conocimiento de los fines y de los medios de esta organización clandestina, se han encuadrado en el denominado “Aparato de Guerrillas”; constituidos por grupos con su numeración correspondiente a base de tres o cuatro individuos, al mando de uno con título de responsable», y que estos grupos tienen como misión «crear un estado de terror que sea el primer paso para el asalto a mano armada de los Órganos Políticos del Estado Español, con la finalidad de implantar en España un Estado Soviético».

Nadie les hubiera convencido ni a los militares ni a la policía de que precisamente la Unión Nacional, que encuadraba a los guerrilleros, era una organización gestionada por el PCE, pero no exactamente el PCE. Era lo que trataba de demostrar el presidente de su Junta Suprema, Jesús Monzón, remiso a que el Comité Central del PCE en Toulouse mangoneara en ella. Y ésa fue la causa de que desde Francia se ordenara acabar con Trilla, aunque como Carrillo me recordó, no era necesario dar una orden como ésa, porque cualquier militante de base sabía lo que tenía que hacer con un traidor y un provocador como Trilla. Carrillo se limitó a urgir la presencia de Monzón en Toulouse, para llevarle ante el Comité Central, que le exigiría cuenta de todas sus fechorías y desviaciones como liberal y como libertino, orden que naturalmente Monzón se negaba a cumplir y eludió cuanto pudo, hasta el día en que fue detenido por la policía franquista en Barcelona unos meses después, todavía en 1945. Muchos pensaron que no fue tanto que le detuvieran como que se entregaba para ponerse a salvo de sus propios camaradas, que no comprendían que un hombre quisiese poner la Unión Nacional, por la que tanto había hecho el PCE (o sea Monzón), en manos de una política fantasiosa. De eso habría que haberles hablado a los militares, que no quisieron entrar en los matices. Y de que quienes pensaban y actuaban como ellos en Europa estaban perdiendo la guerra.

Igualmente, el auto de procesamiento decía probado el contacto que Casín mantenía con Vitini, cuando ni en las declaraciones de éstos a la policía ni por ninguna parte había constancia no ya de que se relacionasen ambos, sino de que se conociesen siquiera.

Y como a ellos, al resto de los inculpados: todos obedecían «órdenes directas» de la delegación del Comité Central del PCE, lo que les dejaba a los inculpados en manos de sus verdugos.

Y así, delante del juez Eymar, se les hizo firmar el auto. De nuevo la vida había reunido en aquel trozo de papel a once personas, algunas de las cuales se veían en ese instante por primera vez. Luego les retiraron a una antesala, y el juez fue llamándoles uno por uno.

Rufina, más tranquila y acaso aleccionada por su marido, al que vio en esa ocasión unos breves momentos, insistió en que ella no conocía que en su casa hubiese una imprenta ni se guardasen armas.

Domingo admitió los hechos, aunque volvió a recordarle a un juez que ni siquiera estaba al corriente de los detalles, porque llevaba a la vez otras doscientas causas, los atenuantes que creía podían salvarle, como que nunca supo que se fuese a matar a nadie o que desconocía las actividades de Casín. Incluso no le importó admitir que cuando escuchó los disparos, salió corriendo, y que Luis le llamó cobarde y Félix, chungo, para que tuvieran en cuenta hasta qué punto sus amigos ni siquiera le consideraban de los suyos.

Le mandaron salir.

En cuanto a Dionisio se vio que había estado pensando en las muchas horas de soledad de su celda lo que más le podía beneficiar, y así sostuvo que Casín en realidad le alquiló una habitación para Félix y Domingo, de los que había asegurado que eran «unos buenos muchachos». Entonces alguien de los presentes le preguntó si no le parecía extraño que Casín, que tenía una casa y habitaciones y una posición económica no muy buena, prefiriera alquilarle a él las habitaciones y no alquilarles las suyas propias. Dionisio se quedó desconcertado. No había pensado que pudieran preguntarle eso. Pero reaccionó con prontitud y astucia, y dijo que no sabía ni cómo era la casa de Casín ni sus condiciones económicas.

Entonces alguien volvió a la carga y le preguntó durante cuánto tiempo les había tenido alojados, pero Dionisio confesó no recordarlo exactamente. La sonrisa de triunfo del juez debió de hacerse patente: en ese caso, ¿cómo era que si esperaba percibir una remuneración por el alojamiento no se acordaba de las fechas exactas? ¿No se exponía así a cobrarles de menos? Y el juez, con un je je en el rincón de la boca, cerró esa comparecencia.

Fue el guardia el que le dijo que se retirase, pues él estaba en una nube. Dionisio no supo qué había ocurrido exactamente, pero intuyó que no había estado bien.

Fernando traía ensayado el papel de samaritano piadoso, por si entre quienes habían de ser sus jueces pudiera hallarse a un buen cristiano. Sí, había acogido al muchacho que le trajo Dionisio, y sabía incluso que había salido de la cárcel, pero lo hizo porque no tenía otro sitio a donde ir. ¿Qué delito había cometido él? Había practicado con el joven una obra de misericordia. Era un chico y Dionisio le había dicho que era igualmente un buen muchacho.

Pasaron a Mariano Ruiz Antón. Tanto el juez como sus colegas debieron de darse cuenta desde el primer momento de que aquel muchacho, con cara todavía de adolescente, había tenido muy mala suerte, yendo a parar al lugar equivocado en el día equivocado. Alguien quiso saber cómo era eso de que pudiera confiar sus ideas al primer perfumero que se presentaba en su casa y en cambio no se unía a personas afectas al régimen que pudieran favorecerle. Mariano o no entendió bien la pregunta o se salió por los cerros de Úbeda, porque les confesó que en realidad su intención era marcharse a la Guinea. Ésa era una gestión que se la estaba haciendo el padre Santamaría. En ese momento nadie tuvo la menor curiosidad de saber quién era el tal padre Santamaría. Le preguntaron entonces si no era más cierto que estaba esperando que Casín le encuadrara con los guerrilleros del monte, en la sierra. Mariano comprendió de pronto que ya que él no parecía poder exculparse, podría echarle una mano a sus amigos, así que afirmó que no, que Casín no le habló de eso ni de nada delictivo. Quisieron saber sus interrogadores si no le extrañó en ningún momento que un guardia municipal le brindara una protección comprometiéndose a pagarle la pensión, incluso que le mandara más dinero. En absoluto. Le constaba incluso que lo había hecho con la mejor voluntad, de buena persona que era. Le preguntaron también por qué llegó a la conclusión de que Fernando pertenecía al grupo de Casín, pero dijo que él no podía haber llegado a una conclusión como ésa. Fueron preguntas muy tontas, como cuando quisieron saber si en casa de Fernando, durante la cena, hablaban algo de política. Antón era joven, pero comprendió bien a las claras que además de jueces y militares, eran idiotas y dijo secamente que cuando Fernando llegaba a la casa venía cansado y ponía la radio. Lo único que le preocupaba era la guerra mundial, y cómo iba a terminar.

Que en ese momento alguien les recordara cómo iba la guerra no debió de gustarle a ninguno de los militares presentes, y ordenaron que se lo llevasen de allí. A continuación les trajeron a Plaza. Le hicieron unas cuantas preguntas irrelevantes a esas alturas, y otras muy pertinentes. Entre las primeras le preguntaron si había o no radio en la secretaría de la subdelegación, si funcionaba o no, si el cable del teléfono lo había cortado él o Tomás. Con las segundas querían saber cosas de más fundamento. Reconoció Plaza de nuevo ser él quien disparó contra el conserje y llevar la orden de asesinarlos. Trató de exculpar al tintorero, asegurando que no le había contado nada del asalto, y confirmó que Vitini había dicho quiénes eran los que tenían que subir y quiénes los que debían quedarse en la puerta por si veían «una fuerza numerosa, para avisar a los que habían subido al local, y si eran uno o dos, encañonarles y meterles dentro a fin de asesinarlos, orden que él transmitió a Domingo y al Fantasma».

Se hubiera dicho que Félix Plaza no estaba dispuesto a irse él solo al paredón.

El turno de Carmona fue el de un despechado, asegurando que la orden que llevaban al entrar en la subdelegación era matar no sólo a los de Falange, como se había dicho en las declaraciones, sino a todos los que pudieran encontrarse dentro.

Sí, como si en un momento y en la habitación de al lado, él y Félix, afrentados por la actitud de un jefe que trataba de eludir toda responsabilidad cargándoles con los muertos, hubieran acordado perjudicar, sobre todo, a éste.

Uno de los cuatro representantes de la Ley debió de distraerse en ese momento porque súbitamente preguntó algo que no tenía la menor relevancia. Quiso saber por Carmona si Félix había dicho que Domingo era «chungo», y Carmona, sin saber a qué santo venía eso ahora, se lo confirmó de mala gana.

En cuanto al pobre Luis del Álamo lo primero que le preguntaron, por el plebeyo placer de humillarlo un poco, fue si Domingo había salido corriendo como un cobarde, pero Luis no quiso darles ese gusto y dijo que en absoluto, sino que aligeraron el paso todos, pero sin correr.

A Luis, sin embargo, le parecía una pérdida de tiempo estar hablando de Domingo cuando él conservaba todavía la esperanza de salvarse, así que le pareció oportuno aclarar que entró en la Agrupación Guerrillera no porque lo solicitara, sino porque se lo propusieron. Debió de parecerle un matiz de consecuencias muy favorables.

El único que debió de escuchar su descargo fue quien hacía de secretario; el resto ni lo oyó, y antes de que terminara de hablar ya lo estaban sacando de la habitación. Se cruzó en la puerta con Tomás.

Empezó diciendo éste, con tono compungido, que nunca había sido partidario de los actos de violencia y que durante el tiempo en que él fue jefe del grupo jamás se cometió ninguno.

¿Luego reconoce que pertenece usted a un grupo guerrillero?, le preguntó alguien. Tomás bajó humildemente la cabeza y lo reconoció con unas palabras dramáticas: una vez encuadrado, nadie se podía desligar.

A alguno de los presentes le debió de interesar el personaje de Tomás, por si podía ensayar en él una pequeña farsa sobre la misericordia, y le dio la oportunidad de que tratara de justificar sus actos. Confirmó que Carmona le dijo que iban a asaltar el local poco antes de llegar a las barcas–columpio, y que su único cometido era cortar el cordón del teléfono, hacer el registro y apoderarse de la documentación que hubiera. Por esa razón abrió el armario donde se encontró la radio. No, no funcionaba la radio. No entendió Tomás por qué insistían tanto sobre la radio. ¿Era acaso un agravante, significaba premeditación? Pero daba la casualidad de que no funcionaba, ni se puso en marcha. No, tampoco había escuchado la orden que les habían dado a Domingo y a Luis del Álamo cuando se quedaron en la puerta.

El tono de las respuestas de Tomás era el de la persona que quiere evidenciar su interés en colaborar con la justicia. Le preguntaron entonces cómo es que llevaba una pistola, y contestó, primero, que no era suya, que se la habían dado diez minutos antes, y en segundo lugar, que la llevaba para intimidar. Nada más. Alguien, amante de los dramas dostoievskianos quiso saber en qué concepto tenía a Carmona.

Tomás se tomó unos segundos antes de responder. Pensó en Carmona, que esperaba en la habitación de al lado. Pero a esas alturas, ¿qué le importaba a él Carmona? Debió de considerar incluso que era una muy buena señal que aquellos señores quisieran ponerse al corriente de tantas cosas por su boca. Eso significaba que habían descubierto en él algo que le hacía diferente a los demás. En un segundo se le pasó por la cabeza que llevaba declarando más tiempo que ningún otro. «Le considero», dijo, «capaz de toda clase de hechos delictivos». Sí, le tenía miedo. Trató incluso de que volviera a tomar parte en un asalto, para tenerlo cogido, un atraco a un almacén de maderas: hasta su novia recibió varios anónimos por ser persona religiosa…

Pidió el juez al secretario ver esos anónimos.

Le estaban saliendo bien las cosas, pensó Tomás. Ante aquellos señores un rasgo de piedad católica sin duda tendría que moverles a compasión. Él no era más que una oveja descarriada que pedía volver al redil. Si querían, con una sentencia favorable y las oraciones de su novia, lo conseguiría.

Los cuatro representantes de la justicia, sin poder sustraerse a la lectura del anónimo, se pasaron con curiosidad el ignominioso papel donde a Tomás le llamaban cornudo.

Quisieron ir más lejos y le preguntaron si Carmona le amenazó directamente de muerte en caso de no cumplir alguna de las consignas recibidas. En ese punto Tomás pudo decir perfectamente que lo había hecho, pero a quien tomaba las declaraciones no le convino, y amañó la respuesta con esta frase sibilina: «Dijo taxativamente que no lo hizo, pero [Carmona] le dijo: “ya sabes lo que le espera al que se vuelve atrás”». Preguntado cómo es que estando tan enamorado de su novia no había puesto como disculpa para no ir a los Cuatro Caminos, siendo domingo, el tener que salir con ella de paseo o al cine o al baile. «Por miedo a Carmona», respondió Tomás, sin saber si lo que estaba diciendo era eso o esto otro: «Por miedo a mí mismo».

Tomás dejó la habitación con un sentimiento de confusión y abatimiento. Cuando salió, Carmona le preguntó, sin que le oyera el guardia, qué tal había ido todo. Había tardado mucho. Tomás, sin mirarle, le respondió de una manera abatida y confusa, le dijo bien, y se encogió de hombros.

Mientras tanto, ya habían hecho pasar a Vitini.

Admitió su declaración ante la policía, no porque la admitiese, sino porque ésa era la fórmula, pero insistió en que él no reemplazó a Chamorro, sino que le reemplazó Víctor.

Volvieron sobre un punto. Más que saber, querían confirmar que él era el jefe de los guerrilleros de ciudad. A la gente, lo hemos constatado ya varias veces, le gusta tratar siempre a las jerarquías. Vitini les decepcionó, pero, todo hay que decirlo, no logró desengañarles: siguieron creyendo que lo era.

Lo demás era lo conocido, que transmitió las órdenes de la bomba de la delegación de Propaganda y la del asalto del almacén de maderas y que el proyectado atentado contra Víctor de la Serna venía de antes y del propio Víctor. Para sus jueces eso era actuar como un jefe, pero Vitini se enrocaba: cada vez que transmitía una orden a los responsables de grupo siempre les hizo saber que provenía del jefe de guerrillas, o sea, de Víctor.

En comparación con lo anterior, la pregunta de «si recibió y transmitió propaganda subversiva excitando a las masas en contra del actual régimen para el 14 de abril» era una estupidez, pero Vitini se había entregado ya en manos de su destino y manifestó que sí, que le había entregado a Zoroa un paquete de esta propaganda y dos rollos de papel engomado, quien a su vez se los pasó a Dalmacio, para que éste pintara en ellos banderitas tracaleros. Ah, todos estos bravos guerrilleros, pintando párvulos colores como aplicados escolares y poniendo en el áspero, sangriento y despiadado trabajo de la Revolución un poco del candor de la infancia.

Quiso en ese momento el juez ver a dos alimañas juntas, y mandó que compareciera Félix Plaza para carearlo con Vitini de nuevo. Para comprobar cómo el comunismo les volvía despiadados y sanguinarios incluso con los miembros de su propia camada.

Vitini ya no pensaba más que en él mismo. Plaza le quería pasar toda la responsabilidad del atentado, y él le pasaba a su vez todas las responsabilidades de las muertes, así que sin el menor titubeo declaró Vitini que la orden que le dio a Plaza fue la de tomar la subdelegación y robar la documentación, pero que las personas que se encontraran allí debían ser atadas y amordazadas, nunca asesinadas.

Plaza no comprendió tamaña hipocresía. Hubiera pegado un tiro a su jefe si hubiese tenido allí una pistola. Comprendió que no era más que una venganza, y recuperó su aplomo. No, la orden de Vitini fue bien clara: matar a todas las personas que se encontraran en el edificio, y que esta orden era idéntica a la que recibió Carmona.

Fueron «invitados a ponerse de acuerdo ante su señoría», pero cada uno de ellos siguió con su versión.

La de Vitini era la más inteligente, sin duda. Al fin y al cabo, Plaza y Carmona habían confesado, por su propia debilidad, haber matado a dos falangistas. Ellos mismos habían cavado su propia tumba. En cambio Vitini no confesó nunca ni haber dado esa orden ni ser él el responsable de la guerrilla. De haberlo hecho, su confesión tampoco les hubiera servido de gran ayuda a los autores materiales del asalto. En cambio, negar que él había dado esa orden pondría a los jueces, ante la opinión internacional, en el brete de tener que condenar a alguien por un hecho que jamás ordenó que se cometiese. Vitini era inteligente. Plaza y Carmona no, desde luego, aunque tuvieran razón.

Pidió el juez también que le trajeran a Carmona por verle carearse con Vitini, pero Carmona se negó a comparecer. No tenía nada que discutir con Vitini, primero porque dijo que la orden a él se la transmitió Plaza, y en segundo lugar porque nadie le iba a quitar de la cabeza que el jefe de los guerrilleros no fuese Vitini. Quizá porque no quisiera pasar por el trago de encontrar en la mirada de su jefe el recuerdo de que le había robado ochocientas pesetas en medio de una tarea tan grandiosa como era la de limpiar España del fascismo.

Plaza y Carmona quizá eran tan ingenuos que pensaban que si decían que los habían matado, pero por orden de otro, su responsabilidad en las muertes sería menor.

La comparecencia de Vitini no duró ni cinco minutos. No debían de sentirse cómodos ante un teniente coronel de treinta y dos años, que había sorteado con entereza las torturas de la policía, y le ordenaron salir.

Llamaron por último a Casín. Le habían detenido el primero, y le interrogaban el último.

Lo más triste es que esas conversaciones de Casín con el juez son las más dañadas del sumario. En muchos pasajes son ilegibles, en algunas ocasiones las hojas de papel se han fundido en una pasta informe y en otras han desaparecido. Pero de las partes en las que aún podemos leer algo sacamos que Casín seguía negándolo todo, incluso la evidencia, la imprenta debajo de su casa, las armas, la propaganda.

Los jueces estaban aún más furiosos con él que con el resto. Al fin y al cabo, era una autoridad, la Autoridad, y le preguntaron cómo es que siendo guardia no sólo no se enteraba del pasado de todas esas personas a las que ayudaba a eludir la acción de la justicia, sino que les encuadraba en el Partido Comunista. Casín escuchaba con atención, y aun a sabiendas de que no serviría de nada, les aclaró que sus señorías andaban muy equivocadas, primero porque no sabía que esos chicos eludieran la acción de la justicia, sino que se los trajo una vieja amiga, y en segundo lugar porque su manutención la pagaban Anselmo y Manzanares, como podrían decirles estas dos personas.

El juez preguntó dónde estaban Anselmo y Manzanares, quería que los trajeran a su presencia. Empezaba a entretenerle aquello. El caso Mora y Lara bien valía la pena, y raramente un juez tiene ocasión de lucimiento público.

Tardó en llegar un policía. Mientras tanto, Casín guardó silencio y miraba fijamente al juez, al representante del fiscal, al médico militar y al delegado del gobernador civil.

De haber sabido que aquél era un médico militar quizá hubiera tenido la audacia de denunciar los malos tratos y torturas recibidos en la DGS.

No hubiera servido tampoco de nada, porque la respuesta de los policías siempre era la misma. Tenían un pequeño repertorio donde elegir. O le decían al juez que había intentado agredir a uno de los policías, por lo cual había sido preciso reducirle; o había intentado huir tirándose por una ventana o una escalera, a resultas de lo cual se habían producido todas esas heridas, como por ejemplo, haber perdido las uñas de los pies, que le fueron arrancadas, las llagas en las nalgas o las tetillas quemadas con un cable de la luz.

Entró por fin un policía, que le dijo al juez que ni Anselmo ni Manzanares habían sido detenidos, aunque estaban en ello, convencidos de tener los ya a mano. Cuestión de días, de horas acaso.

Eymar, que era mutilado de muchas cosas, pero no tonto del todo, comprendió al punto que Casín era muy inteligente, tanto como para echarle las culpas a alguien que no había sido detenido. Así que le hizo una pregunta que no creía que pudiera eludir fácilmente. ¿Y la imprenta? ¿Iba a negar que encontraron una imprenta en su casa? Casín se encogió de hombros, no sabía que aquello fuera una imprenta.

En otro momento Eymar hubiera dado por cerrado aquel interrogatorio y el sumario; pero había demasiados ojos sobre el caso. Incluso podían meterle en la sala del consejo de guerra algún observador internacional. La maldita guerra en Europa no iba bien, y a Alemania, ¿cómo se le ocurría ir perdiendo en ese momento? Cualquier día podría darse vuelta a la tortilla, y tampoco quería que le sorprendiera abajo. Quería hacer bien las cosas, y más si, como era el caso, les tenía bien cogidos.

Así que Eymar volvió muy serio a preguntarle si él ejercía el cargo de jefe nacional de los guerrilleros. Fue entonces cuando Casín supo que ese juez no tenía la menor idea de lo que era ni la organización del Partido Comunista ni lo que era la Unión Nacional. No, no lo era, dijo con hastío. Entonces, ¿cómo es que se dedicaba a reclutar a «elementos» para los grupos en dónde les encuadraba? Jamás, respondió, había tenido esas misiones.

Aún siguieron hablando diez minutos, de esto y de lo de más allá, pero aquello era un diálogo de sordos para besugos.

Se dio por cerrado el sumario.

Otro trámite fue, el 19 de abril, dejar preparado el auto de procesamiento: los hechos relatados revestían todos carácter de delito según la ley de la Jefatura del Estado de 2 de marzo de 1943, delito equiparable al de rebelión militar, había indicios racionales de culpabilidad, etcétera, todo lo cual lo «manda y firma el juez Instructor del Juzgado Especial de Delitos de Comunismo [dos años después, en 1947, pasaría a llamarse Juzgado Especial de Comunismo y Espionaje, y dos años después, en 1949, Juzgado Especial de Espionaje y Comunismo, aunque se le escapa a uno si había alguna significación en ese baile ordinal entre el Comunismo y el Espionaje], Enrique Eymar, Coronel de Infantería Caballero Mutilado de Guerra por la Patria», dando fe de ello su secretario.

Al día siguiente, 20 de abril, y en menos de veinticuatro horas, el tenientillo auditor Ángel Fernández Hernández, que actuaba en nombre del señor fiscal, no sólo se había leído un sumario de más de doscientos folios a un espacio y revisado las pruebas, incluidos los periódicos clandestinos encontrados, sino que había llegado a sus conclusiones, de las que vale la pena resumir el primer párrafo: el pleno de la delegación del CC de la Sección Española de la Internacional Comunista, «acordó por creer» que la situación en España permitía la creación de un aparato de guerrillas, con el objeto de preparar el asalto armado al Estado español y destruirlo, para instaurar, conforme a la Komintern, un régimen comunista.

El resto es un calco de las actas policiales, donde vuelven a relatarse los hechos, dando por «probadas» todas las cosas, desde las verdaderas hasta las falsas, como que en el asalto a la subdelegación tuviese que ver Casín, o las improbables, como que éste era un «miembro de relieve de la Secretaría Político Militar de la Delegación del Comité Central del Partido Comunista de España».

Para él, en mayor o menor medida, eran culpables, desde Rufina, que sabía perfectamente lo que se cocía bajo su cocina, hasta los Magdaleno, Fernando o Mariano, peligrosos comunistas.

Por ello consideró que los acusados eran responsables en concepto de autores por participación, material, voluntaria y directa. Además encontró en ocho de ellos, Vitini, Casín, Domingo, Magdaleno, Plaza, Carmona, Luis y Tomás, el agravante de la trascendencia de los hechos (es decir, les culpó de la manifestación multitudinaria y de la propaganda que se hizo del asalto, cuando lo normal es que la prensa silenciara esas cosas) y la peligrosidad social.

Para los ocho pidió pena de muerte, con las accesorias legales en caso de indulto; para Ruiz Antón y Fernando Rodríguez, treinta años de reclusión mayor, y para Rufina, doce años de reclusión.

Fue otro de los trámites leerles a los acusados los cargos de los que se les acusaba, de los que hubieron de darse por enterados. Ahí están ahora todas sus firmas, en el mismo folio, como si fueran la página de una novela.

El mismo día 20 quedó compuesto el tribunal militar que los juzgaría. Lo presidió el teniente coronel Modesto Sáez de Cabezón y Capdet y lo formaron los capitanes Antonio Martínez Santiago, José Muzquiz Ayala, Luis Manrique Garrido, Antonio Llorente Gironda y Simeón Martín Calleja. Como vocal ponente actuó el también capitán José María Rodríguez Devesa, y como fiscal el mencionado teniente auditor.

Para que la función quedara completa sólo faltaba encontrarles a los encausados un defensor, de oficio, naturalmente, que lo fue el capitán de Caballería Ricardo García de Vinuesa, quien tuvo la poca vergüenza, como el fiscal, de aceptar tal designación. Como éste, leyó el sumario, o hizo que lo leía, en un fin de semana, y cuando el lunes llegó al consejo de guerra había reducido mecánicamente las peticiones del fiscal. Donde éste ponía pena de muerte, él pedía treinta años; para quienes pedía treinta años, él, veinte; y a Rufina, que llevaba una petición de doce, la absolvía.

Hasta la mañana del lunes día 23 de abril, Día del Libro, centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, escritor y soldado, los acusados, por orden del juez, siguieron en los calabozos de la Dirección General de Seguridad.

A las diez de la mañana del 23 vino por ellos un furgón celular para trasladarles. Algunos, como Casín, era la primera vez que veían la luz del sol desde hacía un mes. Ese día estaba especialmente claro, sin una nube, frío, pero primaveral.

Los llevaban esposados de dos en dos; a la mujer, sola. En los metros que les separaban de la DGS hasta el furgón vieron, fugazmente, a unos pocos transeúntes. Todos los detenidos pasaron por la experiencia común de tantos otros que habían salido de aquellos mismos calabozos camino de un juicio: volver a ver Madrid, la animación, los tranvías, el suculento aire de la calle. Era como una pesadilla que había empezado hacía mucho tiempo y de la que parecía que iban a despertarse. Les resultó extraño ver caminar a la gente, tan indiferente a la tragedia que les llevaba a ellos ante un tribunal militar, y esa realidad trenzada de cosas humildes, los hombres que barrían la acera de sus comercios, los escolares, las criadas con los bolsos de la compra. Alguien preguntó si no iban a avisar del juicio a las familias, como hacían en otros casos.

No. Tampoco sabían dónde les llevaban. Lo normal en otros procesos es que les llevaran a las Salesas, pero tratándose de un consejo de guerra era de suponer que les llevarían a un cuartel. En realidad les condujeron allí al lado. De Sol al número 6 del paseo del Prado, a unas dependencias de Capitanía General; se hubieran tardado diez minutos andando, tranquilamente, bajando por la carrera de San Jerónimo.

En otro caso lo hubieran hecho. Eran escenas habituales, dos guardias, o uno, caminando con un preso en el tranvía, en el metro, por la calle. Unos meses después un preso, a quien habían torturado salvajemente, se les suicidaría en el metro de Antón Martín, arrojándose a las vías, cuando les conducía a entregarles a unos camaradas. Sí, la gente estaba habituada a semejantes escenas. El reo o el detenido esposado y al lado un guardia con el mosquetón. La estampa sombría ni siquiera despertaba curiosidad. La gente, por respeto, tampoco se atrevía a mirar. En el furgón no tardaron ni cinco minutos. Durante el trayecto no habló nadie con nadie. Habían surgido entre ellos demasiados motivos de discordia y rencor, y sabían que a partir de ese momento, hasta el final del proceso, cada cual iba a tener que luchar por sí mismo, olvidándose del resto. Era de opinión diferente Vitini: les beneficiaba hacer una piña. Todos ellos estaban ya condenados a muerte de antemano, porque eran víctimas políticas, ejecutadas por militares, o si se prefiere: militares, ejecutados por los políticos. Pero ni Carmona ni Félix estaban dispuestos a las concesiones; se sentían traicionados.

Al llegar tuvieron que guardar sala, con unos policías en la puerta.

Tímidamente, algunos empezaron a hablar entre sí. Lo hizo Casín con su mujer. La mujer lloraba. Casín trató de consolarla. La mujer sólo sentía que se desvelase en la vista pública que ella había dicho que su marido le pegaba. Y que se supiese precisamente ese día, con lo cariñoso que estaba con ella. Se cogieron de la mano, como dos novios. Dionisio y Fernando cambiaron impresiones. Al fin y al cabo, ellos habían salido mejor librados en las peticiones del fiscal, aunque tampoco estaban tranquilos, pues no era la primera vez que a un acusado se le aumentaba la pena pedida por el fiscal. Luis del Álamo se acercó a Domingo. Trató de animarle. El hombre estaba hundido. La verdad es que era chungo, pero no tenía la culpa, era un buen chico. También Félix habló con Domingo. Habían vivido muchas cosas juntos como para enfadarse al final. A Vitini le habían dejado solo. Llevaba su traje claro, con rayas coloradas, y una camisa limpia. Nadie sabía quién le había traído la camisa. Quizá la patrona de su pensión, otra buena samaritana, acaso esa muchacha con la que le habían visto algunas veces sentado en un café. No le importaba que sus hombres le hubieran dejado de lado, sino que, una vez más, se vieran en aquella triste circunstancia, en parte, por sus propios errores.

Alguien preguntó si no iban a conocer a su abogado. Llegó éste por fin diez minutos antes de que empezase la vista, tiempo más que suficiente para presentarse a ellos y decirles, con el aplomo legendario del militar español: «Yo les voy a defender; haré lo que pueda».

Casín preguntó si les iban a dejar hablar durante la vista, pero el abogado defensor no tuvo tiempo de responder, porque como un mal estudiante que repasa sus apuntes minutos antes de entrar en un examen mal preparado, trataba, con un lápiz rojo en la mano, de familiarizarse con ese asunto que le había caído de arriba y que si hubiera sido por él, no habría aceptado. Pero él obedecía órdenes, como militar que era. Es decir, como Vitini, teniente coronel; como Félix Plaza e Hilario Pérez Roca, capitanes; como Luis del Álamo, teniente, como los sargentos Casín y Malmierca, como todos los demás, soldados del Ejército de la Unión Nacional, al servicio de la República. Todos ellos habían obedecido órdenes.

Durante el juicio se equivocó todo el mundo de nombres, fechas, detalles, imputaciones; el fiscal, el abogado defensor, el vocal ponente. Daba un poco lo mismo, porque lo que allí había sobre todo, aparte de acusados, era prisa por ventilar el asunto cuanto antes, y desde luego, nada de público ni de familiares, como en las audiencias públicas de los procesos ordinarios. Aquello incumbía únicamente al Ejército, lo cual, en ese caso, fue una suerte, pues no era infrecuente que cada mañana, en la puerta de las Salesas, donde tenía lugar esa clase de vistas públicas, concurrieran unas docenas de personas para ver desfilar a los acusados, reírse de ellos e insultarlos, recordándoles a gritos lo que habían hecho en 1936, sin recatarse de quienes, arrinconados, asustados y silenciosos, habían ido allí para ver al menos durante unos segundos, a sus maridos, a sus hermanos, a sus padres, a sus hijos.

Nadie en las familias de los acusados supo que la vista sería el 23 de abril a las once. De hecho empezó media hora tarde, a las once y media, y sólo la lectura del resumen de los hechos, y la que se hizo, a petición del fiscal, de las diligencias instruidas y los informes médicos acerca de los disparos que causaron la muerte a los falangistas, se llevó una hora.

El primero a quien el vocal ponente preguntó fue a Plaza. Se puso en pie el acusado. Les habían dejado afeitarse esa mañana y adecentarse un poco. Así, con la cara limpia, y a pesar de las ojeras a las que asomaba todo el sufrimiento padecido en la DGS, parecía un niño. Quizá pensara en Francia, donde por una acción por la cual se le pedía aquí una pena de muerte, allí se le hubiera ascendido a comandante.

Admitió haber disparado contra el conserje y haber recibido en varias ocasiones la cantidad de mil doscientas pesetas.

Los miembros del tribunal, que ni siquiera habían tenido la curiosidad de hojear el sumario, intercambiaron suspicaces miradas de complicidad y sobrentendimiento; alguno incluso apuntó al margen estas dos palabras: «crimen–dinero».

Repitió Plaza que la orden la dio Vitini, y que ésta era bien clara, matar a todos los que estuvieran en el local, siempre que fueran varones, pertenecieran o no a Falange. Él, a su vez, le dio la orden a Domingo Martínez Malmierca. Cuando le presentaron el revólver, lo reconoció como suyo.

Carmona respondió lo mismo que Plaza, porque le preguntaron las mismas cosas.

También fueron las mismas que preguntaron a Tomás Jiménez, pero éste se salió del guión y aseguró que jamás hubiera matado a nadie, y de haber estado informado del objetivo, ni siquiera hubiese ido, pero como sus palabras no venían al caso, lo mandaron callar. Su intervención había durado menos de treinta segundos, los que le dieron para defender su vida, ni uno más ni uno menos.

Domingo dijo que sólo sabía que iban a la subdelegación buscando seis pistolas que había allí. En cuanto a él, la orden que le dieron fue la de guardar la puerta, proteger la retirada y llevar al que llegare arriba. Todo lo sucedido en el primer piso no le incumbía.

Del Álamo confirmó lo de Malmierca.

A Vitini tampoco le dieron más tiempo. En cuanto insistió, respondiendo a la primera pregunta que le hicieron, que él no era el jefe de los guerrilleros, como podría atestiguar alguien que se encontraba en los calabozos de la DGS, llamado Paco Zoroa, le ordenaron guardar silencio. Y pensó Vitini en ese momento por qué razón Paco Zoroa no estaba sentado con ellos en el banquillo. Tenía en el partido la misma o mayor responsabilidad que él, y su papel en la organización guerrillera había sido fundamental. ¿Habría llegado a una clase de acuerdo con la policía? ¿Juzgó ésta que era dispersar el sumario? Desde un punto de vista policial, Paco Zoroa tenía mucho más que ver con el caso que se juzgaba que, por ejemplo, Casín.

Era un buen momento para suspender la sesión, y así se hizo, hasta las cuatro, tiempo suficiente para que los miembros del tribunal se fuesen a sus casas a almorzar.

Por supuesto a los detenidos nadie les dio de comer. El Estado no iba a gastarse en ellos una sola peseta. Les llevaron, sí, de uno en uno, al retrete, donde el que quiso pudo beber agua a discreción de un grifo. Alguien se enteró de que si se le daba algo de dinero a uno de los guardias, éstos podrían traer de algún bar próximo bocadillos y cafés. Pero nadie tenía dinero. Se lo habían quedado todo en la DGS los policías.

Se constituyó de nuevo el Consejo. Se pasó a interrogar a Casín. Es de suponer que alguno de aquellos hombres sentados en el tribunal preguntara qué tenía que ver Casín en el caso del asalto a la subdelegación que se juzgaba.

Eso mismo querría saber yo, contestó Casín. Decidido a negar hasta el final, afirmó que no sabía que la imprenta era para tirar propaganda clandestina, y que de haber sido así, él, como autoridad, no lo habría consentido. Y aunque no venía muy a cuento, aprovechó para que se hiciera constar en acta el nombre de las tres personas con cuyos avales recuperó su empleo de guardia doña Magdalena Morales, el conde de Vallellano y el comandante Sancho.

Molestó mucho al tribunal que en su presencia se nombrase tan en vano a personas tan dignas y respetables, y el presidente ordenó a Casín que se sentase de inmediato.

Magdaleno se limitó a decir que desconocía cuáles eran las actividades de Félix y Domingo, y que la célula que Casín le dijo que formara cuando se lo encontró en la Puerta del Sol jamás se llegó a constituir.

Con Rufina tuvieron una delicadeza jurídica muy digna de tener en cuenta, pues le avisaron de que podía no declarar en contra de su marido. Debió de pensar que a esas alturas ya daba todo igual. Admitió haber visto la imprenta y conocer la existencia de un subterráneo, aunque nunca había bajado a él, y dio gracias a Dios, para sus adentros, de que nadie se acordara ya de que había declarado a la policía que su marido normalmente le pegaba, pero fue la suya, declarando exactamente lo contrario que él, la declaración que más daño pudo hacerle; y Rufina tenía que saber por qué lo hizo.

El Ministerio Fiscal y el abogado defensor renunciaron a interrogar a los acusados, porque la cosa estaba ya muy clara, y para celebrarlo hicieron una pausa de quince minutos, en los que el consejo quedó interrumpido. El tribunal en pleno, con fiscal y abogado incluidos, aprovechó para pasar a una salita contigua, estirar las piernas, echar un cigarrito y apañar, sobre la marcha, una sentencia lo bastante circunstanciada como para que nadie pudiese ni siquiera sospechar que no se la habían tomado en serio.

Cuando se continuó, se procedió a las peticiones fiscales. Para Vitini, Casín, Magdaleno, Plaza, Carmona, del Álamo, Domingo y Tomás Jiménez, pena de muerte, debiendo ser impuesta la de Carmona, «dado los antecedentes de maleante que goza», en garrote vil, que debió de alcanzar al propio fiscal por la manera en que éste tuvo de redactar sus conclusiones. Para los procesados Fernando y Mariano Ruiz, treinta años de reclusión mayor, y para Rufina, doce años de reclusión menor.

El defensor dijo que los hechos de Rufina no eran constitutivos de delito; que los de Casín y Mariano Ruiz eran diferentes a los hechos de autos; que Domingo, Tomás y del Álamo no eran ejecutores, y que Plaza y Carmona, aun siendo los ejecutores, lo fueron no de una forma criminal, sino obedeciendo una consigna equivocada, «por lo que acataba lo que la benevolencia del Tribunal quisiera dictar». A los únicos que dejaba frente al pelotón de fusilamiento era a Vitini y a Magdaleno. No se entiende nada. O sí. Como se verá, fue el comodín de magnanimidad que el tribunal tenía en su manga.

A continuación, el presidente del consejo preguntó a todos y cada uno de los acusados si tenían algo que alegar. Y sí, tenían mucho que alegar, pero estando en el tablero su vida, lo raro es que alegaran lo que algunos, como Casín, alegaron. Este dijo que él nunca le ordenó a Magdaleno organizar una cédula del PCE, sin darse cuenta de que eso, a esas alturas, ya daba lo mismo. Y Luis del Álamo «manifestó que si participó en el asesinato de los dos Patriotas había sido sin su conocimiento». ¿Diría en verdad «Patriotas»? Y Tomás Jiménez Pérez que dijo que él fue a la subdelegación porque había sido amenazado por Carmona.

Los demás renunciaron a decir nada.

En la sentencia, redactada el mismo día 23, volvían a relatarse los hechos, en el mismo orden, con los mismos defectos, con iguales fantasías, intercalando, de paso, para impresionar a quien leyere, algunas de las frases de los periódicos clandestinos que encontraron en el subterráneo casiniano, tales como «que todo español debe y puede trabajar menos y peor, sabotear más y mejor» o que «sin estar encuadrado en ninguna unidad guerrillera, cualquier patriota valiente que posea una navaja o pistola, puede y debe ajusticiar por su cuenta a un asesino falangista».

Y fue así como se llegó al «Fallamos: que debemos condenar y condenamos a los procesados José Vitini Flórez, Félix Plaza Posadas, José Carmona Valdeolivas, Domingo Martínez Malmierca, Tomás Jiménez Pérez y Luis del Álamo García a la pena de Muerte, como autores de dos delitos de asesinato, equiparados al de Rebelión Militar en cuanto a su penalidad, con las accesorias legales correspondientes en caso de indulto; al procesado Juan Casín Alonso a la pena de Muerte y accesorias legales correspondientes en caso de indulto como autor de un delito de propagación de noticias falsas y tendenciosas y conspiración para causar trastornos de orden público interior, equiparado al de Rebelión Militar, al igual que los anteriores; al procesado Dionisio Magdaleno Serrano a la pena de doce años de Prisión Mayor, con las accesorias de suspensión de todo cargo público, profesión, oficio y derecho de sufragio por el tiempo que dure la condena, como autor de un delito de participación en reuniones, con el fin de causar trastornos de orden público interior; los procesados Fernando Rodríguez Martín y Mariano Ruiz Antón, como autores de un delito de Auxilio a la pasada Rebelión Militar, a la pena de doce años y un día de Reclusión Menor, con la accesoria de inhabilitación absoluta. A todos ellos les servirá de abono en su caso la totalidad de la prisión preventiva sufrida por razón de esta Causa, debiendo satisfacer los seis primeros solidariamente la cantidad de veinte mil pesetas en concepto de responsabilidades civiles a cada una de las familias o causahabientes de los falangistas asesinados. Para los siete condenados a muerte y caso de indulto se hace en este lugar expresa declaración de su peligrosidad social a los efectos de privación del beneficio de Redención de penas por el trabajo que a título general se otorga en el art. 100 del Código Penal Común. Asimismo, debemos Absolver y Absolvemos a la procesada Rufina Murillas del Pueyo de los cargos que se la imputan».

Se le presentó la sentencia al tribunal, y quienes lo componían dejaron en ella su firma antes de marcharse a su casa después de una jornada que para ellos duraba ya demasiado, e igualmente se les presentó para que la firmaran a los once encausados, para quienes acababa el día más breve de sus días, porque todos ellos hubieran querido poder volver hacia atrás y vivirlo de otro modo. Lo mismo haría al día siguiente el capitán general, dándole a la sentencia su visto bueno sobre la marcha.

A los reos se los llevaron a Carabanchel y a Rufina a la cárcel de mujeres de Ventas. Antes de separarlos, los guardias dejaron cinco minutos a Casín y a su mujer para que se despidiesen. Se fueron a un rincón, y estuvieron sin decirse nada unos minutos. La mujer lloraba, y Casín miraba el suelo. Éste, serio y disgustado, dijo una de esas frases de repertorio que se dicen en los momentos dramáticos: «Todo se arreglará».

La sentencia cayó como un mazazo. Sólo para Dionisio, Fernando y Mariano había sido benigna, sobre todo para el primero, a quien el fiscal hubiera querido fusilar, y descontando el caso de Rufina, absuelta. Dionisio se había escapado por los pelos de la muerte, y Fernando y Mariano pensaban ya en las reducciones y medidas de gracia que podían acortar el tiempo de condena. Tomás estaba desolado y buscó instintivamente mantenerse lo más alejado que pudo de Carmona. Éste no le perdonaba que hubiera dicho que le había amenazado. Luis y Domingo, una vez más, se quedaron juntos, como la noche de los Cuatro Caminos. Llevaban sin comer todo el día. Tampoco tenían hambre, pero sentían un doloroso vacío en el estómago y notaron en la boca un sabor desagradable a ceniza.

Durante el trayecto a Carabanchel el primero en pronunciar una palabra de ánimo fue Vitini. Les dijo: «No es para tanto. Hay que estar unidos. Esto ya no tiene remedio».

Les tendía la mano. Quizá comprendía que a partir de ese momento iba a resultarles más fácil a todos recorrer los últimos tramos de la vida juntos y no desunidos, como les había ocurrido hasta entonces.

¿Le escucharon?

En otros casos sabían que la posibilidad de un indulto podía ser más o menos real. En el suyo no había nada que hacer.

Cuando llegaron a la cárcel era demasiado tarde para que les dieran algo de comer, por haberse pasado la hora del rancho, y allí mismo se separaron los que iban a la galería de los condenados a muerte y los otros tres. Se desearon suerte. Cada minuto era una nueva secuencia de dolor, tristeza sobre tristeza.

Les metieron en la misma celda juntos, en la que había, también detenido, por un delito común, un falangista. Tuvieron que transigir incluso con el más pequeño escarnio. Allí iban a estar aquellos siete hombres que minutos antes se habían traicionado y que días antes, en la DGS, se habían delatado. Doce metros cuadrados para demasiados universos personales.

A partir de ahí, casi todo lo que sucedió entre ellos es conjeturable.

Al día siguiente, 24 de abril, el ABC dio cumplida cuenta del juicio, y el 25, todos los demás periódicos, de manera muy destacada, en portada. La crónica del consejo de guerra es la misma en todos ellos, con las mismas palabras, lo que prueba que se limitaron a reproducir la nota que les llegó redactada desde la DGS, en la que se dice que «es de destacar el desvelo de la policía gubernativa por lograr la localización de los autores del repugnante crimen al realizar un servicio coronado por el éxito, por el que ha demostrado, una vez más, ser digna de la misión de honor que tiene confiada en defensa del orden y garantía sólida de la seguridad interior del Estado, persistiendo en una tenaz e infatigable actuación, que diariamente, en labor callada y sin espectacularidad, viene desarrollando, y cuyos efectos se advierten en la tranquilidad y paz pública que disfrutamos».

Merche hizo entonces una breve aparición en escena. Fue en ese ABC y en otros periódicos donde su nombre apareció por primera vez. Las amigas en cuya casa estaba recogida esos días oyeron en la radio que la policía buscaba «a una tal Merche». Como tú, comentaron en broma, desconocedoras de la verdad. Merche siguió la broma como pudo, pero al día siguiente recogió la poca ropa que tenía, y buscó desesperada un lugar seguro donde esconderse.

Como todas las cosas conviene leerlas en su contexto, tampoco estaría de más reproducir los titulares de las noticias que compartían las primeras páginas de los periódicos. En ABC había un artículo cuyo título es bien explícito: «España no atacó por la espalda a Francia»; como sí había hecho, en cambio, Italia. Y se recuerda oportunamente por si a alguien en el Cuartel General de los aliados se le estaba pasando por la cabeza un pequeño desembarco en las costas españolas. Por su parte ni El Alcázar ni Informaciones parecen querer desengañarse, y en todos y cada uno de los números en los que aparecieron noticias sobre el asalto a la subdelegación se leyeron grandes titulares a cinco y seis columnas como éstos de obstinada y grotesca contumacia: «Cinco ejércitos rusos atacan en Prusia Oriental con mínimos resultados», «Prosigue la heroica defensa de Berlín», «Impetuoso ataque alemán al sur de Scharzwasser», «Los alemanes reconquistan terreno en Rummesburgo y Koenisgberg».

Corría el mes de abril y se diría que los alemanes iban ganando la guerra, y hasta Hitler había metido ya en la pistola la bala con la que se quitaría la vida. Sólo en Madrid no querían enterarse.

Pero ninguno de los diez hombres que entraron en la prisión de Carabanchel ese 23 de abril pensó en la alta política.

Apenas durmieron esa noche, por dos razones. Una, porque la esperanza de todos estaba puesta ya en el indulto. Lo sabían imposible, pero cosas más extrañas se habían visto. También sabían de sentencias de muerte que tardaban en ejecutarse meses, incluso años. Vitini confiaba en que el partido intentara algo en Francia. Al fin y al cabo, él era un alto oficial de las FFI. Lo importante era contar el tiempo por horas, y no pensar en el mañana. Las familias de todos ellos, enloquecidas, se aprestaban para empezar al día siguiente las gestiones oportunas. En unas horas recibieron cursillos acelerados de cómo conducirse por el proceloso mar de la justicia española de esos años.

Pero ninguno de ellos durmió por otra razón aún más triste. Esa noche sacaron a unos cuantos a fusilar. No les conocían, pero eran ellos mismos, gentes a las que conducían a un paredón los mismos jueces prevaricadores y venales, los mismos militares y falangistas asesinos que les acusaban de asesinato. Quizá los llevaran al cementerio del Este. Todo el mundo sabía que sólo en las tapias de ese cementerio, en los cuatro primeros años de paz, se había fusilado a casi tres mil personas. Había quien llevaba la cuenta, desde lejos, contando los tiros de gracia, después de que cesaran el tableteo de las ametralladoras o las descargas de fusilería.

Por la mañana muy temprano coincidieron en la puerta de la cárcel de Carabanchel parte de los familiares de los siete condenados a muerte. No todos, porque algunos aún estaban haciendo el peregrinaje de cárcel en cárcel, preguntando dónde les habían llevado, ya que nadie les había informado ni tenían interés en hacerlo. A veces se tropezaban en su humillante hégira con un oficial de prisiones o un guardia compasivo que les indicaba el buen camino ahorrándoles un tan errático vía crucis.

Quienes buscaban a los presos solían ser en su mayoría mujeres, ancianos o niños. Los hombres estaban en las cárceles, presos o huidos. Los jóvenes y adultos que hubieran podido hacerlo tenían miedo de que al acercarse por allí pudieran ser igualmente detenidos, retenidos, encarcelados y nuevamente juzgados. De modo que eran las mujeres quienes empezaron a llevarles comida.

La cuñada de Casín, mujer de Hilario, con su propio marido huido, llevó a Juan Casín unos modestos víveres, después de haberle dejado otro paquete a Rufina en la cárcel de Ventas. En un mes no había tenido otro contacto con Casín que la muda ensangrentada y con trozos de piel y carne pegada a la tela.

Como los condenados a muerte no disfrutaban del privilegio de las visitas, poco podían hacer. Dejaron sus paquetes y se volvieron. Alguna de ellas quiso saber cómo se encontraban sus familiares. El oficial dijo que bien, pero ni siquiera sabía por quiénes preguntaban. El compañero le informó que eran los que habían matado a Mora y Lara. En Madrid todo el mundo sabía quiénes eran Mora y Lara. Se habían convertido en la pareja más famosa.

Despidieron a los familiares y llevaron los paquetes a la habitación en la que los abrían y registraban. Todas llevaban lo mismo: unos garbanzos contados, una tortilla, unas sardinas. Los guardias las desmigaban con los dedos buscando sin duda la famosa lima en las entrañas del pez o entre las patatas de la tortilla. La cuñada de Casín, la cuñada de Carmona, la hermana de Plaza, la mujer de Magdaleno, todas aquellas mujeres vestidas de negro habían envuelto aquellos tristes despojos de comida en los papeles de periódico donde venía escrita su propia pena de muerte. Como fantasía alguien incorporó a las lujosas viandas, como algo exótico, media libra de chocolate, y otro, una lata de leche condensada, que el oficial de prisiones apartó para sí, antes de limpiarse las manos en la hoja del periódico en el que quedaba constancia de aquel consejo de guerra y de la heroica resistencia de los alemanes en Berlín.

El consejo de guerra y la sentencia se había producido un lunes, y el viernes mismo el capitán general de la Primera Región Militar envió un telegrama postal al coronel Eymar, con el que se daba por enterado de las sentencias, y le pedía que procediese «a la mayor urgencia», rogándole que se le comunicara día y hora en que quedara cumplida.

En los tres días que llevaban presos en Carabanchel los condenados habían tenido tiempo de enterarse de que de no haberlos fusilado en aquellos tres días, podían respirar tranquilos, porque nunca fusilaban ni sábados ni domingos. De modo que cuando vieron que el jueves no les habían sacado y que el viernes seguían vivos, respiraron con cierta tranquilidad.

Tampoco, como condenados a muerte, se les daba el mismo trato que al resto. Ni conocían el rastrillo de las comunicaciones, como los demás reclusos, ni les bajaban al patio cuando éstos permanecían allá. En cuanto al rancho, se lo llevaban los gaveteros a la celda, y lo comían allí dentro, sentados como podían, en el suelo, encima de sus maltratadas maletillas de madera. Un único rancho al día, que consistía en llenarles la escudilla con un caldo negro e insustancial donde flotaban como un pobre archipiélago dejado de la mano de Dios entre tres y cinco alubias, entre tres y cinco lentejas, entre tres y cinco muelas, o un puñado de almortas. Sin pan, que repartieron cada dos días, en una ración que no superaba los cincuenta gramos. De modo que la alimentación de los reclusos o estaba a cargo de sus familias o corrían éstos el peligro de morirse de hambre o de agravar aún más las enfermedades que la mayor parte de ellos padecía.

Tres días eran aún pocos para que las viejas heridas cicatrizasen, por eso había un pacto tácito entre ellos para no volver a hablar de «aquello», y si surgía la conversación se aludía a ello como «lo que pasó cuando pasó», y todos sabían de qué se hablaba. Pero lo cierto es que a nadie le apetecía mencionar «lo que pasó cuando pasó».

Los siete hombres iban a tener un final común, pero Casín, de los siete, y hasta que se celebró el juicio, sólo conocía a Félix y a Domingo. Podrían ser hijos suyos. De hecho tenía un hijo, algo menor, en el Ejército español. Serían muy capaces de traerlo de su acuartelamiento y ponerle en el pelotón de fusilamiento que acabara con su vida. La posibilidad, nada fantasiosa, le heló la sangre y le dejó mudo de espanto. La imaginación, en efecto, engendra monstruos. Se habían visto cosas peores, y él, como guardia, lo sabía.

Pensó en Vallellano, su conde. No sabemos qué deuda había contraído este conde con Casín, para avalarlo en 1940. ¿Le había protegido durante la guerra? ¿Le había pasado de zona? ¿Había favorecido a algún pariente suyo? Era lo habitual. Favores contra favores. Todos los hicieron, en una y otra zona. Unas veces podían o querían devolverlos, y otras no. Y Casín pasó de pensar que quizá Vallellano pudiese emprender algo, a creer que Vallellano no tenía más remedio que hacerlo.

También la novia de Tomás empezó sus gestiones. Lo hizo a través de la parroquia. El anónimo tenía razón, era una chica religiosa. Después de haber sido testigo de las atrocidades de la guerra, pensaba que Dios, en medio de todo, no era una solución pero sí una esperanza. Con el cura de su parroquia, la poca esperanza se le quitó por completo. Era de los que pensaba que aún habría que fusilar más de lo que se fusilaba: había que dejar bien limpio el gangrenado Cuerpo Místico de la Iglesia, con tantas pústulas comunistas, así que no movió ni un solo dedo para que conmutaran la pena a aquel chico que no había matado a nadie y que seguramente se vio arrastrado al asalto por la fatalidad. Le hubiera bastado firmar un papel que tampoco habría servido de nada, pero no lo hizo.

Carmona sólo contaba con su madre y su cuñada, pues su novia seguía todavía en la DGS, en los interrogatorios y careos. ¿Y qué podrían hacer unas pobres mujeres?

Magdaleno, Fernando y Mariano estaban contentos. En otro momento los tres hubieran sido condenados a muerte. De eso no tenían la menor duda. No lo fueron porque el suyo había sido un proceso con una notoriedad social que les benefició, del mismo modo que perjudicó a los demás. El Régimen necesitaba una sentencia variada, que diera la impresión de que la justicia que se administraba en España no era indiscriminada: unas penas de muerte, una pena de treinta años, otras de doce e, incluso, una absolución, a sabiendas de que para ellos los once eran culpables y merecedores del tiro de gracia.

Magdaleno lo sintió de veras por Casín. Le parecía una buena persona. Se arrepintió de haberle acusado en la declaración a la policía y en el juicio, y agravar más su situación. Pero era la verdad y, además, ¿qué podía hacer? Ése era el verdadero triunfo del sistema: dos hombres se asociaban para luchar contra un régimen fascista y éste, sin dejar de serlo, o peor, siéndolo más aún con ellos, conseguía que se olvidaran de su principal enemigo, el propio fascismo, y se destruyeran entre sí. Magdaleno no iba a odiar a Casín, por el que en cierto modo le había caído una condena de treinta años. Peor lo tenía su amigo, que tenía la «pepa», como se le llamaba también a la pena de muerte.

En cuanto a Fernando, disculpó a su amigo Magdaleno, con una frase sacada del repertorio senequista de esta tierra: «¡Qué se le va a hacer! Son cosas de la vida».

No sabemos nada de Mariano Antón Ruiz. Quizá viva todavía en alguna parte y seguramente piense que todo en su vida fue providencial, el perfumero, Casín, Magdaleno, todo dispuesto de tal modo para no llegar al maquis de la sierra, donde lo más probable es que lo mataran o acabaran cogiéndole, condenándole entonces a una pena de muerte de las que no admitían conmutación.

A los tres les aconsejaron también que se suscribieran al periódico Redención, órgano de algo que se llamaba «Redención de penas por el trabajo», y que sólo pudo salir de la mente de un jesuita como el padre Pérez del Pulgar, de quien hay testimonios suficientes como para conjeturar con fundamento que su alma arderá por toda la eternidad en las llamas del infierno, cosa muy triste, cuando se es jesuita. El periódico no era gratuito, sino que costaba dos pesetas. Se puede hacer un cálculo interesante. Un periódico hoy cuesta ciento cincuenta, y entonces, en 1945, veinticinco céntimos. Luego quiere esto decir que Redención costaba ocho veces más que un periódico. Si se multiplican dos pesetas por treinta mil reclusos, por ejemplo, etcétera. Desde luego era un negocio pingüe del que se beneficiaron los editores del, cómo no, católico Ya y la revista Dígame. Pero lo cierto es que quienes se suscribían a Redención podían beneficiarse de algunas medidas como la de poder tener dos comunicaciones más con sus familiares, siempre y cuando los penados no esperasen la aplicación de una condena a muerte, pues en ese caso la incomunicación era completa.

El viernes 27 de abril se acordó que les fuese comunicada la fecha a los condenados, así como a su defensor, y pedir a la DGS un pelotón de fusilamiento, el médico que asistiría a la ejecución y un camión ambulancia, para llevarse los cuerpos.

De modo que cuando en la mañana del viernes llegaron los guardias a su celda y les sacaron, pensaron que se trataba de un traslado o algo parecido, pues era viernes y los sábados les constaba que no se fusilaba, pero nunca que les llevarían en presencia del juez y caballero mutilado Eymar, que procedió a la lectura íntegra de la sentencia, del dictamen del auditor y de la aprobación del capitán general, para que fuesen fusilados al amanecer del día siguiente.

Firmó en primer lugar Vitini. Rubricó su nombre como lo había hecho en las declaraciones de la policía, firma de pintor rotulista, con el sentido de la elegancia que le llevaba a elegir trajes grises con rayas coloradas. Pero se ve sobre todo que esa firma es más grande que todas las que había hecho hasta entonces, sin importarle invadir el espacio en el que la máquina de escribir le notifica las mismas cosas al reo que le seguía en el orden, Plaza. La firma de éste, en cambio, es torpe, casi escolar, acaso porque no acaba de creerse que esté firmando su propia sentencia de muerte. Luego, Carmona. La de Carmona es una firma clara, acaso más clara y grande que nunca, como si quisiera mantener hasta el último momento la limpieza de sus actos. Tomás, en cambio, se negó a hacerlo. No sabía muy bien qué podía significar una negativa como la suya, que a nadie iba a importar ni iba a modificar ni un milímetro la trayectoria de los acontecimientos. Así que el juez ordenó a los funcionarios de prisiones que estaban presentes lo hicieran en lugar del reo, y las firmas que dejaron son tan confusas, débiles y temblonas que se diría que los condenados a muerte eran ellos, y volvió a ser confusa, débil y temblona, cuando firmaron por Domingo, que también se negó a hacerlo, abrumado por el peso de su infortunio. No así Luis del Álamo, quien hizo mucho más pendolismo que de costumbre. El último en firmar fue Juan Casín. Lo hizo como siempre, de una manera rotunda, grande, elegante lazo, tanto o más vistoso que el de un juez a quienes sus rúbricas le salían siempre corredizas.

Algunos de los recortes de prensa y pasquines anunciando los mítines que se celebraron en Francia en memoria de José Vitini.

Y así fue como quedaron los reos en capilla esa misma tarde y la parte de la noche que les quedaba de vida, no sin antes ofrecerles «los auxilios que necesitaren», para lo cual pusieron a su disposición al capellán del Cuerpo de Prisiones y a dos frailes de la orden de la Merced, de recuerdo tan cervantino.

Ninguno de los guerrilleros podía sospechar, sin embargo, las gestiones que se estaban haciendo desde fuera para que Franco les conmutara la pena. La prensa francesa publicó la noticia de que Franco pretendía fusilar a «Vitini y seis patriotas más». Se recordó su pasado reciente como liberador de Francia y se movilizó a toda clase de personas. Enviaron telegramas el general De Gaulle, el cardenal Gerlier y monseñor Salieges, y un gran número de intelectuales, encabezados por Jean Cassou, pusieron su firma en manifiestos exigiendo la inmediata suspensión de la condena. Fue inútil.

Alguien, que pasó esa noche en Carabanchel cerca de los condenados, contó para un periódico que se publicaba por entonces en Francia cómo transcurrieron sus últimas horas.

Lo contó de una manera un tanto épica, y no sabe uno lo que haya de crónica en su relato o de propaganda.

Los frailes y el capellán intentaron que se confesaran y comulgaran, convenciéndose pronto «unos y otros de lo vano de sus propósitos.

»Sin la menor debilidad pasaron la noche fumando y cantando canciones de las distintas regiones de España, después de haber cenado con mucho apetito.

»Para el resto de los presos de la cárcel de Carabanchel fue aquella una noche de angustia. Todos conocían la condena y esperaban su ejecución con tristeza. Los de la primera galería pasaron la noche en vela. Esta sección se encuentra a la entrada de la cárcel. Separada del exterior por una gruesa verja de hierro practicable y por una puerta vidriera puede apercibirse desde ella, a unos ocho metros, al centinela de guardia en la puerta de la prisión. Todo el suelo de la galería está ocupado durante la noche por los jergones y los cuerpos de los detenidos que duermen en el suelo mismo. Los ojos de todos los ocupantes de la primera galería no se apartaron de la puerta vidriera en toda la noche.

»Al alba estos hombres oyeron la llegada de los coches y camiones. Después apareció la masa del “kanguro”; el tétrico coche celular destinado al transporte de los condenados a muerte, que penetra en la prisión. Ven entrar a los jueces y policías de paisano. Luego guardias civiles y agentes de la Policía Armada. Pasa una media hora larga, en la que los corazones baten precipitadamente. De nuevo aparecen los guardias civiles y la Policía Armada con los fusiles en la mano. Hay por lo menos una compañía de hombres uniformados y además la policía secreta. De pronto aumentan las voces. Los presos de la primera galería se arrastran hasta la puerta vidriera. En el zaguán, ante el coche, se hallan seis esposados, y el séptimo solo, pero también esposado: los siete patriotas que hoy van a dar la vida por España. Encuadrándoles, pistola en mano y matraca al cinto, hay unos veinte guardias. Dominando todo el grupo de agentes y condenados destaca la alta figura serena y sonriente de José Vitini. Cuando el grupo se aproxima a la reja de la primera galería, Vitini dice en voz alta: “No perdáis confianza. El fascismo está vencido”. Y enseguida grita: “¡Viva la República!”. Los presos y sus compañeros de martirio responden con un “¡viva!” estentóreo. Los guardias se lanzan a la primera galería. Los policías se precipitan sobre el grupo de detenidos y les hacen entrar en el coche celular. En unos segundos están los motores en marcha y parten los vehículos.

»Se abre la puerta de la primera galería, pero los presos ya están silenciosos. Unos a otros se miran y todos piensan en lo que va a suceder dentro de pocos instantes, a ochocientos metros de la prisión, en el cementerio donde se hacían las ejecuciones.

»Al apuntar el sol oyeron la ráfaga que acababa de segar la vida de siete heroicos patriotas. Con la voz de “¡fuego!” se confundieron los gritos de odio contra el fascismo y de esperanza en una España libre lanzados por los caídos.

»Toda la prisión pasó el día fuertemente impresionada. Incluso los cien reclusos falangistas, de derecho común, estuvieron silenciosos y pensativos. Los centinelas y guardias bajaban la vista ante los presos. Todos sentían el poco tiempo de vida que al fascismo le queda en España».

La ejecución no fue en el cementerio y sí en el cuartel de Campamento, de modo que cuando «oyeron la ráfaga», debió de ser con la imaginación, porque el cuartel distaba dos o tres kilómetros de la prisión. Da igual. La literatura puede y debe tomarse esas licencias. Lo demás, que fumaron, cenaron opíparamente y que gastaron la última noche en cantar canciones regionales, como el Asturias, patria querida de la tierra de Vitini, démoslo igualmente por genuino y veraz.

Pero también queremos pensar que fue aquélla la noche más triste en la vida de unos hombres que la daban por la libertad y por una idea y por una España que no iban a conocer, como tampoco la conocerían ninguno de los cerca de seis mil guerrilleros muertos de 1939 hasta bien entrados los cincuenta, el tiempo que las guerrillas duraron en España. Y queremos pensar que cada uno de aquellos siete hombres tuvo momentos para recordar a las personas a las que amaba, y que, además de cantar, sintieron en el fondo del corazón el desconsuelo de quien no va a ver alto nunca más al sol. Y sabemos, porque se lo contaron a Hilario Casín cuando llegó a esa cárcel meses después, y a esa misma celda donde su hermano pasó las últimas horas de vida y donde pudo leer el nombre de Juan Casín escrito por éste en el yeso de la pared, sabemos, digo, que fueron necesarios tres hombres para reducirlo y arrancarle de la celda para llevárselo a fusilar, defendiendo con uñas y dientes lo que le quedaba de vida; y que a Domingo hubo que sostenerle, porque daba síntomas de desfallecimiento; y que Tomás, con una palidez mortal, miraba hacia todas partes convencido de que lo que le estaba sucediendo le sucedía a otros o le sucedía a él, en sueños.

Cuando al día siguiente, a las diez o las once de la mañana, llegaron las cuñadas de Carmona a la cárcel, uno de los reclusos, a quien tenían trabajando en la recepción, quiso saber por quién preguntaban. Le dijeron que por José Carmona. El soldado desapareció en la habitación de la entrada y volvió al rato con un oficial que les preguntó qué relación tenían con Carmona. Le respondieron que cuñadas, y él les informó, sin bajar la vista ni cinco grados, que ya los habían fusilado.

A los pocos minutos llegaron los familiares de Casín, de Domingo, de Luis, de Tomás. Todos querían saber lo ocurrido. Corrieron hacia el cementerio de Carabanchel. El sepulturero, que les vio llegar por el caminejo, salió a su encuentro y les preguntó igualmente qué querían. Le dijeron quiénes eran. Sólo deseaban ver por última vez a sus muertos y estar presentes cuando les enterraran, pero el hombre se negó a dejarles pasar si no traían un mandato de la superioridad. Discutieron. Hubieran podido atropellarle y pasar por encima, ¿pero quién se atrevía? Tomaron un tranvía y se presentaron en la Capitanía General, pero allí aseguraban que no se había fusilado a nadie esa mañana porque era sábado y los sábados no se fusilaba. Y de allí les mandaron al Tribunal de Delitos de Comunismo y Masonería, en busca de los pases. Pero no los consiguieron hasta el lunes, cuando llevaban enterrados dos días, en la Zona M, Fila 1.ª, N.º 8, una manera técnica de decir que los habían arrojado en una fosa común. Cuando años después exhumaran los restos para darles una sepultura digna, los familiares tendrían que reconocerles por las ropas o deducciones vagamente aproximativas.

La historia había llegado a su fin.

El mismo día 28 de abril, el Tácito de la Brigada de la Policía Político-Social metió unos folios en la máquina de escribir y empezó a redactar la información que le habían pedido de la Casa Militar de Franco, del Gobierno Civil de Madrid, del Gobierno Civil de Barcelona…

Unas antes que otras, las huellas de aquellos sucesos habían empezado a borrarse, y el azar, al mismo tiempo, comenzaba la secreta conspiración que iba a hacerlas aparecer cincuenta años más tarde.

El 9 de mayo le entregaron a un cuñado de Vitini las pertenencias de éste: un reloj cronómetro–cronógrafo de la marca Conty con esfera luminosa, para recordarnos hoy que el tiempo es luz, y una pluma estilográfica marca Pelikán de catorce quilates, con la que quiero pensar que se escribió esta historia.

Madrid, 1 de marzo de 2001