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LA NOCHE OSCURA DEL ALMA
aquella en la que los amigos, después de haber luchado
en la misma trinchera como camaradas, se delatan
y traicionan, y no pueden evitar las pequeñas miserias
humanas
Vitini sabía, acaso como la persona de mayor madurez del grupo, si descontamos a Casín, que lo peor que podía sucederles era que les dividieran. Comprendía igualmente que alguien pudiera delatarle y aun acusarle. Como a Casín, a él le pusieron frente a hechos consumados. Sólo tuvo que admitirlos. Sin embargo, por él no cayó ni un superior ni Merche. Es posible incluso que para «contentar» a sus torturadores, eligiera entregarles a unos soldados como Dalmacio o Pantaleón y apartar la atención de la policía de los verdaderamente importantes, José Carretero y Víctor. Quizá si dijo cómo localizar a aquéllos y no dijo cómo localizar a éstos fue porque tampoco sabía dónde se encontraban.
El sentido del llamamiento de Vitini a sus compañeros, hecho en los calabozos, sólo podía significar esto: nos han quebrantado, pero no nos han destruido; en parte nuestros propios errores y nuestra propia debilidad nos llevarán a un pelotón de fusilamiento, pero hemos de ir todos juntos. No debía desvanecerse el sueño de una España libre de falangistas y próspera para todos. La vida del conspirador tiene eso: la propia conspiración les lleva a olvidarse de las razones por las cuales la empezaron. Ahora tenían de nuevo tiempo para recapitular: había que morir con honor, había que llevar a aquellos hombres con dignidad hasta la muerte, y a Vitini le ayudó a ello recordar su condición de teniente coronel de las FFI.
En esos momentos Vitini se comportaba como un verdadero capitán que se pone al frente de sus soldados, incluso como ese revolucionario ejemplar del que se hablaba en la propaganda de su partido. Pero debía de ser el único.
Aún tenían que pasar por la tortura de los careos, una puesta en escena del hobbesiano principio: el hombre es un lobo para el hombre.
Hicieron comparecer a los responsables de los grupos guerrilleros 1 y 3, Plaza y Carmona, y se los mostraron a Vitini. En ese momento ninguno podía fiarse de nadie, porque no sabían si lo que la policía aseguraba que habían dicho unos de otros era verdad. Había llegado el momento crucial de su amistad y de su camaradería.
Félix Plaza inculpó «con entereza y serenidad», dice la policía, a Vitini como jefe, quien delante de él, con igual entereza y serenidad, de la que la policía no quiso dejar constancia, lo negó.
José Carmona, «con entereza y serenidad» insistió en que la orden la había dado Vitini. Incluso más: dijo tenerlo por el jefe supremo de los guerrilleros, pero Vitini lo negó nuevamente.
Lo dramático es que todos tenían razón, los dos primeros al creerlo a él el jefe, y Vitini al negarlo.
Es una lástima, porque ésa es la parte más dañada del sumario, con pérdidas severas del papel que impiden conocer en cuántas cosas más se mostraron en desacuerdo Vitini y Carmona y Vitini y Félix. Seguramente en ese careo fue donde Vitini se enteró de que el dinero del asalto fueron siete mil cuatrocientas pesetas, y no cinco mil cien. Debió de sentirse un estúpido cuando recordó que le había entregado al día siguiente otras mil, después de que le hubiese hurtado ochocientas. También debió de enterarse entonces de que otras mil pesetas que le había dado en otro momento no las había repartido con nadie, y se las había quedado. Todo bastante triste. ¿Aquello era una guerrilla o el patio de Monipodio? ¿A dónde había ido a parar el héroe de Albi?
Cerradas estas diligencias policiales, al comisario instructor no le quedaba más que presentárselas al juez Eymar. Pasaron nueve días desde la detención del último de los encausados hasta que pudieron acopiar todas las declaraciones, testificaciones y pruebas, que forman un conjunto de más de doscientos folios, escritos a un espacio, así como un gran número de documentos, con las consiguientes verificaciones, firmas, rectificaciones y careos.
En ese tiempo se nombró al tribunal militar que iba a juzgarles; al fiscal militar que representaría al Ejército y al Estado, más unidos que nunca; y al abogado militar que no sólo no iba a tener tiempo de hablar con aquellos que iba a defender, sino que tampoco iba a tenerlo para leer todas sus declaraciones y estudiar la defensa.
A los detenidos les dejaron en paz, pero para ellos empezaba la oscura noche del alma.
Y desde que se presentó el auto de procesamiento hasta que se les juzgó apenas transcurrieron cuatro días, que se llevaron algunos trámites de rutina.