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LA CUENTA ATRÁS
o capítulo en el que se relata sin demasiado pormenor cómo
sucedieron las cosas a partir del momento en que detuvieron
a Juan Casín, guardia municipal
La policía llevaba mucho tiempo buscando los nidos de los que salía la propaganda, con la esperanza de que en alguno de ellos encontraran minervas y multicopistas, y éstas les subieran a los distintos comités.
El comisario que redacta la «Información Especial» debía de estar adscrito a este servicio y no al que llevaba el comisario Marcos, encargado del asalto de la subdelegación, porque en todo momento trata de poner el acento en que lo importante no eran tanto los hechos, sino la literatura que los originaba, amparaba y propagaba. Lo decía bien claro: «Hay, en el servicio, cuestiones que quizá atraigan menos la atención —al simple comentario—, que la referente al doble asesinato; mas en el orden policial, significan mucho, tanto, que mientras unas descubren nuevas perspectivas para la investigación otras señalan un triunfo rotundo de ella, con valor inapreciable a efectos de la lucha anticomunista. Concretamente nos referimos al descubrimiento de las dos imprentas clandestinas».
Pero lo cierto, de todos modos, es que cuando la policía puso a media Dirección General de Seguridad en el caso de la subdelegación es porque le interesaba cuanto antes presentar a los culpables a la opinión pública, conmocionada por la muerte de los dos falangistas tanto como por los estertores de Alemania en la guerra, tranquilizarla y hacerle ver que la vía de agua que se había abierto en la misma línea de flotación del buque franquista había sido inmediata y satisfactoriamente cerrada, con lo que éste podría seguir su apacible y despreocupado crucero hacia el futuro.
No era fácil de todos modos dar con los responsables de aquel asalto. ¿Por dónde empezar? Madrid era una ciudad de un millón de habitantes, de los cuales seguramente tantos como los que acudieron al entierro vieron en aquellas dos muertes un rayo de luz que les sacara de los calabozos reales o morales a los que el régimen les había arrojado.
El redactor de la «Información Especial» insistía, sin embargo, y siempre con su estilo impecablemente tacitiano, en su idea de que todo estaba perfectamente calculado: «El conocimiento —después de las infiltraciones “guerrilleras”—, de que en tales grupos se habían constituido, con vistas a la acción violenta, dos ramas, integradas por los “Guerrilleros de Ciudad” y los “Guerrilleros del Monte”; delimitando las funciones y demarcaciones específicas de cada núcleo, daba lugar a sospechar la existencia de una red informativa de alguna extensión, ya que lógicamente había que pensar, al ser encuadrados los militantes comunistas de toda clase y procedencia, que había gentes en misiones “supervisoras”; capaces de marcar la pauta y acción a que ajustaran sus violencias».
Hoy sabemos, porque queda constancia de ello en un breve informe que se conserva en los archivos del PCE, que la detención de los responsables del asalto, que llevaría a la desarticulación de la Agrupación Guerrillera de Madrid, se debió a la casualidad, justamente porque no había una mente maquiavélica detrás disponiendo las cosas; y sí un puñado de personas a las que costaba pasar inadvertidas, bien porque contravenían sus propias normas de seguridad, bien porque no hay clandestinidad que se resista a un Estado policial, bien porque no eran individuos particulares y aislados los que tenían que despistar a la policía, sino una organización entera de cientos de militantes, que en uno u otro momento cometerían un error. Según ese informe del PCE, alguien da cuenta al partido en Francia, como solía ser habitual cuando se producía un hecho relevante, de la razón por la cual fue detenido Casín y, con él, desarticulado el aparato de propaganda de la delegación del Comité Central en el interior. Una muchacha encargada del reparto de propaganda cometió la imprudencia de hablar con otra de sus tareas clandestinas, y hacerlo desde el teléfono de su trabajo. Pudo ocurrir y no ocurrir, pero el destino quiso que el patrón de la chica escuchase algo que le puso sobre aviso. La psicosis de estar infiltrados por los aberrantes agentes de la Komintern estaba tan arraigada en la sociedad franquista madrileña que este hombre dio parte de inmediato a la policía, la cual, a su vez, procedió a la detención, primero, de una, y luego de la otra.
Las declaraciones de estas muchachas, «convenientemente interrogadas», llevaron a la detención de un tal Tomás Ramírez Carretero, secretario de Agitación y Propaganda del Sector Norte, de la barrida de los Cuatro Caminos y Tetuán, quien, «convenientemente interrogado», les condujo hasta Vicente Peragón Herranz, como responsable del Secretariado de Organización, quien a su vez y «convenientemente interrogado», les llevó hasta Narciso Díaz Gallego, quien custodiaba en una pequeña habitación de su domicilio, en la calle de Fernán González, una manzana más allá de donde vivía Dalmacio, un chibalete con tipos de imprenta, una máquina de pruebas y dos formas para dejar compuestas las páginas.
El día en que la policía llamó a la puerta de esta casa sorprendió a José López García y a Ernesto López Baigorri en plena labor componedora. Estos dos trabajaban como cajistas en unos talleres tipográficos de la calle Peñuelas. En sus horas libres componían las formas en Fernán González, y por la noche, en un taxi, se las llevaban a la imprenta de la calle Peñuelas, de la que se habían procurado llave. A continuación se colaban en los talleres y hacían los tirajes. No era un trabajo de cantidades, sino de calidad, carnés falsos de ex combatientes, impresos oficiales de la Prisión Provincial de Madrid para burlar los estrictos reglamentos de visitas, documentaciones y salvoconductos igualmente falsos. Era el suyo a medias un trabajo de impresores y de falsificadores.
Habitación en un domicilio particular de
la calle Fernán González donde se preparaban
«formas» que más tarde se imprimian en
talleres tipográficos
convencionales.
Durante unos días la actividad policial no cejó y la detención de todas estas personas condujo a la Brigada Político-Social hasta Fernando Villa Landa, quien, dependiendo del Comité Regional, había estado tirando a multicopista, junto con Santiago Cuesta Delgado, secretario de Agit–Prop de ese comité, abundante propaganda que le iban pasando a Isabel Sanz Toledano, responsable del llamado «Aparato Femenino de Reparto». Estas detenciones llevaron a otras, y en muchas de ellas empezó a aparecer mencionado «un guardia municipal», del que se ignoraba la identidad, pero que llevó a la policía a indagar entre los policías de ese cuerpo y a vigilar discretamente los pasos de algunos sospechosos desafectos, como se les llamaba. A los pocos días llegaron a Marcelino Tamayo Cea, enlace «de un conglomerado» que formaba un «grupo de intelectuales» y la Junta Provincial de Unión Nacional. «Nuevas ramificaciones, esta vez bajo la capa de la Unión Nacional, quedaron a merced de la policía, que pudo lograr la captura de Luis y Carlos Conejo González, “controladores” de los cotizantes del indicado conglomerado, así como de un “negociado” de Propaganda, con su multicopista de rigor, donde se producían manifiestos y hojas de la Unión».
En muy poco tiempo los sótanos de la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol quedaron abarrotados. Calabozos de un metro y medio de ancho por unos dos de largo, sin otra ventilación que la que se colaba por un mechinal de un palmo por dos de largo, habilitados para un solo detenido, se abarrotaron con ocho o diez cada uno. Ni siquiera era fácil sentarse y por la noche se acoplaban en el suelo, obligándose a cambiar de postura todos al mismo tiempo, en movimientos sincronizados. Es cierto que en un rincón había un fétido jergón, manchado de sangre y pus, pero se le reservaba a aquel de todos a quien las palizas habían quebrantado más.
Esos días ni siquiera daban los señores policías abasto a propinarlas, por lo que se vieron en la necesidad de contratar a un boxeador profesional, Heliodoro Ruiz, que les hacía ese trabajo. La iniciativa tampoco era nueva, porque en 1936 también se les ocurrió a algunos contratar a un boxeador en una checa.
Los puñetazos de Heliodoro Ruiz dejaron sordo de un oído a Carlos Conejo durante unos meses. Pero no fue el peor librado. A algunos, ensangrentados, con la mandíbula rota y diezmada de dientes, tenían que traerlos entre dos guardias, porque no podían sostenerse en pie.
Las declaraciones de unos y otros, así como las indagaciones policiales, acabaron llevando a un tronco común e inequívoco: Juan Casín, «pináculo supremo que redondea ya el conjunto de lo actuado», como lo describe nuestro «informador especial».
La sorpresa policial se mezcló en un principio con la incredulidad. No era posible que una autoridad pública, después de las depuraciones tan severas que habían tenido lugar, estuviese colaborando con el comunismo. Estaban tan convencidos del carácter monolíticamente franquista del Ejército, de los Cuerpos de Seguridad del Estado y de todos aquellos institutos armados, como la Guardia Civil o la Guardia Municipal, que cuando se dirigieron a la casa de Casín ni siquiera podían sospechar con lo que se encontrarían allí.
Llegó la brigada al completo en varios coches de la policía, flanqueados por dos camiones militares, que rodearon con sigilo la casa de la calle Cervantes. Eran las tres de la tarde. Los guardias nacionales, con el mosquetón, se desplegaron por los alrededores, prestos a disparar sobre el que intentara salir huyendo de allí. Los dos comisarios y los siete agentes se acercaron pistola en mano a la puerta. Habían determinado efectuar la detención a plena luz del día, y no durante la noche, como solía ser frecuente en Madrid, porque de noche en aquellos desmontes se exponían a que alguien pudiera salir corriendo por la corraliza trasera y fugarse al amparo de las sombras.
Frente a la casa había un patinillo de tierra pisada, achabolado, con restos inservibles de un somier, latas de conservas, con unos geranios helados dentro, y algunos trastos de tamaño repertoriado y procedencia dudosa. Un poco más allá se levantaba la nave–chamizo, triste contrapeso de las barcas–voladoras en esta historia. Rufina, la mujer de Casín, abrió la puerta. En la casa se encontraban sus hijas pequeñas, de nueve y ocho años. Faltaban el mayor, de veinte, que servía en el Ejército, y la que le seguía, de diecinueve, que cantaba bien y quería ser artista, ausente por hallarse en una clase de música.
Preguntaron a Rufina por su marido, y ella les dijo que en ese momento estaba de servicio.
A la media hora habían descubierto ya la boca del pozo que les condujo a la imprenta, toda la documentación que se había robado en la delegación de Falange de Alenza y, en una caja de zapatos, una pistola y munición abundante de diferentes calibres.
El despliegue policial había llamado la atención de algunos vecinos, que se acercaron a ver lo que ocurría, pero los guardias los mantuvieron alejados. Confundida entre los curiosos apareció la hija mayor, que en unos segundos se hizo una cabal idea de lo que estaba ocurriendo en su casa, y, sin llamar la atención, corrió hacia el puente de Segovia con el propósito de enterar a su tío Hilario de lo que sucedía.
Ya sabe el lector la conversación que tuvieron.
La importancia del hallazgo de una imprenta como aquélla, la montaña de propaganda ya impresa y a la espera de ser distribuida, así como el camuflaje perfecto que ocultaba todo debió de excitar a la policía lo indecible, y desde allí mismo enviaron a unos agentes a detener al guardia Casín a Sol, donde se encontraba de servicio. Desde los primeros momentos supieron que habían dado con un miembro de la Secretaría Político-Militar de lo que la Komintern llamaba el apparat, es decir, a alguien muy próximo a la delegación del Comité Central del PCE, aunque seguramente no con un puesto dentro de la organización tan relevante como la euforia y la vanidad les hizo creer.
Mandaron venir de inmediato también a los encargados del laboratorio fotográfico de la brigada, que dieron cumplida cuenta de la habitación donde vivían los Casín, del brocal, de la angosta atarjea que conducía a la habitación subterránea, de la minerva y de los chibaletes, y en previsión de que pudieran aparecer más miembros del aparato de propaganda, cubrieron el pozo, y lo dejaron como estaba.
Acto seguido se llevaron a la DGS a la mujer y a sus dos hijas pequeñas, y se montó un dispositivo de policías secretas que vigilaba la casa. Sólo era cuestión de esperar.
Cuando llegaron su mujer y sus hijas, Casín llevaba ya un rato esperando en las dependencias de la Dirección.
Esa misma tarde empezaron los interrogatorios. Casín se negó a contestar una sola de las preguntas, así que le llovieron golpes de todas partes, en no menor número que los que el amanuense policial infligió a la gramática. «A pesar de las exhortaciones y ruegos de que depusiere aquello que pudiere conocer acerca de lo hallado en su domicilio, así como de su participación en las actividades clandestinas del Partido Comunista», Casín no despegaba los labios. Era un tipo muy duro, no hay más que verlo en las fotos, serio, seco, de raza numantina. No hubiera sido necesario que lo confirmara su hermano. Los policías siguieron con las exhortaciones que dirigieron en la segunda tanda de forma más meditada a la boca del estómago y a los genitales, encontrando siempre una negativa que fue acompañada de «una súbita agresión a uno de los agentes que presenciaban el interrogatorio, al mismo tiempo que, dando muestras de una gran excitación, trataba de huir del local donde éste se verificaba, por lo que fue preciso reducirle a la obediencia, y como mantuviere su actitud de no declarar nada sobre el particular, el señor Comisario-Instructor dispuso se diere por terminado el interrogatorio, de momento».
Nunca, en la historia de la literatura policial, se hallará un «de momento» de tan funestas y sombrías expectativas, ni que sugiera tanto desamparo.
A los policías la actitud de Casín ni siquiera les inquietó. Sabían muy bien, por experiencia, que alguien podía resistirse a los métodos persuasivos que se usaban en la casa, pero que ése lo pagaba con creces. Iba lo uno por lo otro. En ese caso concurrían de todos modos unas circunstancias que lo hacían especial: no tenían mucho tiempo: las autoridades políticas y los mandos policiales les estaban apremiando desde el mismo día en que se produjo el asalto a la subdelegación.
Mandaron subir de los calabozos a la mujer, que dejó a las niñas con uno de los guardias.
Tenía la misma edad que su marido, cuarenta y ocho años, y aunque ya había sufrido lo suyo con su marido, estaba muy asustada. Únicamente le preocupaba la suerte que correrían las pequeñas, y, por supuesto, la mayor, a la que no había visto después de la clase de música. Estaba convencida de que la habían detenido. Era muy bonita. Temía lo que pudieran hacer con ella, porque a menudo, cuando andaban de por medio el comunismo, una chica guapa y los señores policías, solía pasar de todo.
A uno de los policías más jóvenes, impaciente por hacer méritos, no le importó acercarse a aquella mujer y propinarle un bofetón antes de preguntarle nada, como si le administrara un laxante para la memoria. La mujer se hubiera caído de la silla a un lado de no haber estado allí oportunamente otro señor policía, que la levantó en vilo de otro bofetón. Empezó a llorar. Pero las cosas que pudo decirles Rufina no fueron muchas: que en el pasado noviembre su marido y un albañil prepararon la habitación subterránea. ¿Qué albañil? No le conocía. Sólo les podía decir que era joven y que vestía como un pobre, con un abrigo marrón, viejo, todo remendado. Pero eso era no decir nada, porque toda esa gentuza vestía pobremente, con abrigos marrones y ropas llenas de parches y remiendos. Cuando terminaron las obras, prosiguió, su marido le dijo que iban a traer allí algunas cosas para esconderlas. Ella comprendió que se trataba de algo que no estaba bien y le «opuso reparos». Opuso reparos está subrayado en la declaración con lápiz rojo, acaso por el abogado que tuvo que defenderla. Los reparos llevaron a marido y mujer a una violenta discusión en la que estaban presentes las tres hijas, disputa que Juan Casín atajó con «una fenomenal paliza, acción ésta que era muy frecuente en el citado individuo, pues ya desde hacía mucho tiempo venía haciendo objeto de malos tratos de obra a su esposa».
Aquí sí que no va uno a indagar si mintió Rufina, y por qué razón lo hizo, o si mintió la policía o si no mintieron ni la una ni los otros.
Como consecuencia de la tunda, y siempre según la versión de Rufina hecha a la policía; la mujer cayó enferma, y por eso, por estar en la cama, no pudo ver cómo ni cuándo introdujeron la imprenta en la habitación nueva. Confesó igualmente que una vieja amistad de su marido, llamada Petra, les trajo a dos muchachos que habían venido de Francia.
A los policías no les daba tiempo a anotarlo todo. Pedían nombres, direcciones, descripciones personales.
Fue después de su venida cuando quedó instalada la imprenta. Uno de aquellos dos chicos solía ausentarse diciendo que iba a buscar trabajo; el otro se quedaba en casa y bajaba a menudo a la habitación subterránea, aunque no sabía qué es lo que se traían entre manos.
Mientras estuvieron en su casa a ella no le dieron dinero por la manutención, y tampoco sabía si se lo dieron a su marido. En cualquier caso, éste no se lo dijo. Los chicos solían trabajar en la espelunca desde las diez de la noche hasta la madrugada o bien desde las cuatro a las nueve de la tarde.
Era todo lo que sabía.
Mandaron de nuevo a buscar a Casín. Hacía dos o tres horas que se había hecho de noche, pero no lo notó. Era lo primero que ocurría en cuanto se franqueaba el umbral de aquella DGS: siempre era de noche. Venía esposado, para evitar que se repitiera la agresión anterior. Un agente se acercó y le puso en los tobillos otras esposas. Le dijeron, tu mujer lo ha cantado todo. Le dijeron también que sabían lo de los guerrilleros que habían venido de Francia. Y el policía que había arrimado el primer bofetón a Rufina le dijo que sabían incluso que había pegado a su mujer, porque ésta se lo acababa de confesar, y que se creería muy hombre pegando a las mujeres, frase que a todos ellos les excitó mucho más, porque arreció aquella inmisericorde pedrea de puñetazos sobre el guardia.
Se lo llevaron de nuevo al calabozo después de una sesión de torturas que duró dos horas, en la que le esposaron a un radiador, como un perro, para poderle patear más cómodamente, cuando se cansaron de golpearle con los puños. Pero no les dijo una sola palabra.
Como a todos los detenidos que pasaban por aquellos mismos momentos, al principio los golpes le dolían mucho, pero luego la mente se quedaba en blanco y no sabía muy bien lo que estaba pasando. Sólo que se sucedían las preguntas, los golpes y los silencios, sin que pudiera establecer el ritmo y el orden de tales secuencias.
La perdición de todos vendría unas horas después, esa misma noche. La vigilancia de la guardia dejada en Mataderos, frente a la casa de Casín, y detrás de la corraliza, iba a dar su fruto.
El «informador especial» recurriría en esta ocasión al universo venatorio: «Descubierta la imprenta, la espera que en ella se montó procuró “caza” en Domingo Martínez, detenido cuando llegaba a la casa, sin duda para proseguir sus actividades de tiraje de propaganda».
Prueba de que Domingo Martínez Malmierca no era un mal chico es que cuando Casín se enfadó con él y le dijo que mientras no se le encomendara otra cosa debía subir a su casa y ayudar al Americano en la imprenta, Domingo lo cumplió a rajatabla, sin faltar un día, con la seriedad que caracteriza al gremio de dependientes de comercio, al que él había pertenecido antes de la guerra. Aunque no se explica uno muy bien en qué podía ayudarle al Americano, no siendo cajista ni minervista. Quizá limpiara los rodillos o barriera el cuarto o hiciera paquetes. Y su probidad les arruinó a todos.
Cayeron sobre él media docena de hombres. Llevaba encima su Star del nueve corto, con su correspondiente cargador y munición y bala en la recámara. Les dijo que se llamaba Leonardo Aguado, y para probarlo les mostró el documento de la empresa Telefunken que guardaba en la cartera, sustraído al novio de su hermana.
Domingo nunca pensó que a su detención se había llegado por una línea equivocada, la del aparato de propaganda, línea de la que lo desconocía todo. Imaginó desde el primer momento, alarmado, que le habían detenido no tanto como «propagandista», sino como «guerrillero», y a las primeras de cambio, sus contradicciones en las declaraciones le desmoralizaron de tal modo que cantó todo lo que sabía, y más.
Les dijo quién era él, cómo y con quiénes se había pasado de Francia, cómo llegaron a España y cómo acabaron en casa de Casín, cómo éste les presentó a un tipo que conocían de la guerra, llamado Manzanares, y otro que les encuadró en los Guerrilleros de Ciudad, cómo ayudaban en la imprenta a Anselmo, y cómo para no poner en peligro el aparato de propaganda tuvieron que buscarse cobijo en casa de su hermano Ramón, y cómo les encomendaron a él y a Félix, así como a otros tres, el asalto a la subdelegación, y cómo…
En ese punto de su declaración Domingo quiso hacer constar que él propiamente no participó en ella, porque se quedó en el jardinillo, vigilando, y que cuando oyó los disparos salió corriendo horrorizado, porque no pensaba que habían ido allí a eso, pues aunque llevaba pistola ésta no era más que para intimidar en caso de que llegara alguien. Y allí mismo acusó a Plaza de haber sido quien había disparado. No había estado delante cuando ocurrió, pero, en cambio, lo sabía.
La policía había conseguido su primera victoria en las diligencias que realizaba: no sólo la inculpación de un hombre, sino su derrumbe moral; al fin contaban con un colaborador, y ya se sabe que la mejor cuña es de la misma madera.
Y les contó que después de eso buscaron un lugar seguro donde guardarse unos días, y que Casín les llevó a la casa de un tintorero que vivía en tal calle y que allí les habían presentado a otro muchacho que estaba de paso para la guerrilla del monte…
No fue necesario pegarle más.
Se lo llevaron a los calabozos. Les mantenían incomunicados, pero no solos, porque no había celdas para todos. Le metieron con unos a los que no conocía de nada. Eran también comunistas. Pero nadie se aventuraba a las confidencias, porque una de las prácticas habituales de la policía era mezclarles allí con sus soplones.
Subieron otra vez a Casín. Le pusieron frente a los hechos consumados y ante la catarata de delaciones conoció dos sentimientos en absoluto contradictorios: se vino abajo y hubiera querido matar al chivato.
Empezaron de nuevo las palizas. A las preguntas de los policías, cada vez más concretas, Casín se limitaba a guardar silencio. Sus torturadores se tomaban el trabajo de una manera científica y cuando estaban cansados llamaban al púgil Heliodoro. Las sesiones de interrogatorios eran maratonianas. Habían detenido a muchas gentes, pero ignoraban todavía quiénes tenían que ver con los asesinatos y quiénes no. Las descripciones que los detenidos hacían de sus contactos y de sus camaradas, de los que con frecuencia sólo conocían un nombre de guerra, eran tan vagas como opuestas y arbitrarias. Ya lo hemos dicho, el que para uno era rubio, para otro era castaño, cuando en realidad tenía el pelo negro.
Con Casín lo único que podían hacer, para intentar minarle, era subirle a las sesiones de tortura cada dos horas. Una paliza de una hora, y un receso de dos, suficiente para la maceración de la conciencia. Entre unos y otros lo desdicharon por completo. Por otra parte, se consideró con suerte. En su misma celda había un hombre destruido física y moralmente. Tenía unos sesenta años. Los policías le obligaban a pegarse con su yerno, también detenido. Al principio ninguno de los dos quería, pero les tentaron con un argumento diabólico: si se pegaban entre ellos, siempre lo harían un poco más suave, y de ese modo, en una sesión el yerno torturaba a su suegro, y en otra el suegro al yerno. El viejo, le contó a Casín, prefería que el yerno le diese a él, que él tener que pegar al muchacho, aunque no podía sufrir cómo lloraba el chico mientras él le pegaba.
En una de las comparecencias, le trajeron a Domingo para que reconociera al guardia municipal, cosa que hizo. Casín, pese a estar esposado, se lanzó a él y le llamó cobarde.
Fue un gran golpe de efecto, pero Casín esta vez no se vino abajo. Tras la cantada de Domingo, se dieron cuenta de que no avanzarían nada hasta llegar a Plaza. Pero éste sospechaba ya que habían detenido a su amigo, y había ido a refugiarse a una pensión. Se daba una tregua. La policía sólo podía buscar en la casa del tintorero.
Detuvieron al tintorero, a su amigo Fernando y al muchacho que quería irse a la guerrilla de monte.
Dionisio Magdaleno, obsequioso y solícito, quiso contarles lo que sabía, porque, pese a todo, no encontraba un delito demasiado grave cobijar a unos pobres chicos, pero sus deseos de colaborar con la justicia no le libraron de la primera paliza, tras de la cual le bajaron de nuevo sin interrogarle, y lo mismo hicieron con Fernando y con Mariano. Luego, por orden, volvieron a subirlos de uno en uno, pero Magdaleno, al menos, no mostró ya la menor intención de confiarse a quienes siguieron torturándole, hasta que se convencieron de que no les podría decir mucho más.
Cuando le dejaron, Magdaleno contó su versión, Fernando la suya y Mariano Antón la suya, sin que hubiera entre las tres grandes contradicciones, lo que, unido a su insignificancia política dentro del partido, les trajo una relativa tranquilidad en el tiempo en que permanecieron en aquellos sótanos.
Así que ya tenían un buen montón de declaraciones encima de la mesa, pero sólo en la de uno aparecía el único asunto por el que sus jefes les hacían prolongar los interrogatorios hasta las cuatro de la mañana, sostenidos en pie por los cafés que les iban trayendo de un café de la calle Carretas. Necesitaban otro golpe de suerte, porque Casín, a quien le mostraron los nuevos detenidos para que le identificaran y él los identificara a su vez, seguía sin decir nada. En ese momento se limitaba sólo a dejarse llevar en los interrogatorios y pasarlos lo mejor que podía.
Una de las técnicas más elementales de la policía ha sido siempre armar por su cuenta un puzzle que es presentado a continuación, como única verdad, al detenido. Por lo general, después de unas prolongadas sesiones de tortura, todo el mundo está dispuesto a aceptar como verdadera cualquiera de las versiones de la realidad, aunque sea disparatada o falsa, con tal de acabar el suplicio. Eso explica, por ejemplo, que las descripciones físicas que aparecen en todas y cada una de las declaraciones sobre algunas personas sean sorprendentemente idénticas, fruto más de la impaciencia del policía que quiere dar por concluido ese interrogatorio que de la cosecha del detenido.
Ha de tener uno mucha suerte para identificar y apresar con señas tan vagas a alguien, y la policía la tuvo y mucho, dándole a esta historia de pronto un inusitado giro literario.
Parte de la documentación falsa incautada a
Félix Plaza en el momento de su detención.
Cuando Domingo les contó que Félix y él, apenas llegados a Madrid, habían estado haciéndose unas fotografías para la documentación falsa, les habló de un fotógrafo manco.
La policía, en cuanto supo que había de por medio un operador callejero manco, hizo comparecer a todos aquellos fotógrafos que tenía registrados con autorización para trabajar por la zona de Fuencarral, y tras estudiar todos los clichés que se revelaron por las fechas en que Domingo dijo que se habían hecho los suyos, aparecieron al fin las fotografías de Plaza y de Domingo, las de éste con boina.
La policía distribuyó sus policías secretas por los lugares que Félix solía frecuentar, y sólo tuvieron que esperar. Cuando lo localizaron, le siguieron por si podía conducirles a otras gentes, y así fue como acabaron deteniéndole en la pensión de General Pardiñas.
Tuvo que ocurrir esta detención entre el 20 de marzo y el 10 de abril, es decir, entre la detención de Casín y la de Carmona.
La pensión de General Pardiñas a la que le había llevado Dalmacio unos días antes estaba «limpia», es decir, su dueña no tenía relación ninguna con el partido, pero como la policía no lo sabía se la llevó a la bis, y también, a todo el que se le cruzó en ese camino, contribuyendo con ello al ya de por sí grave problema de aglomeración de detenidos.
La documentación que le ocuparon a Félix, una cédula personal, un salvoconducto, un oficio militar de «su» coronel certificando buena conducta y un certificado de la Casa «L. Gozalvo Ceballos» de Valencia, firmada por el ingeniero jefe de la misma, estaba toda a nombre de Rafael Giménez Rivas, pero los inspectores, sabedores ya de su verdadera identidad, debieron de reírse de medio lado, con significación. Félix ni siquiera podía sospechar que lo sabían. No duró mucho tiempo Plaza en el bastión Giménez Rivas: hasta que le descubrieron un carné con su foto y a nombre de Mariano Jiménez Barrena que le acreditaba como vendedor de la obra Laureados de España, libro, por cierto, escrito en parte por alguien a quien le fascinaban tanto los apócrifos y las máscaras, que jamás volvería a acordarse de que en ése aparecía su propio nombre, sin careta: Álvaro Cunqueiro.
La policía desplegó ante Félix Plaza lo que era verdad y lo que era mentira, presentándosela igualmente como verdad: que Casín, Rufina, Domingo, Magdaleno y Mariano lo habían confesado ya todo, y para demostrárselo le pusieron ante los ojos la evidencia de hechos, direcciones e identidades.
Plaza quizá se viniera abajo desde el primer momento. En los periódicos, en esa época tan serviles, al dar cuenta de estas detenciones quince días más tarde, cuando ya todos habían sido juzgados y condenados, apareció esta frase: «La técnica de los interrogatorios, que se sucedían día y noche tenazmente con inmediata comprobación o refutación de indicios y coartadas, y la inteligente y entusiasta labor de aportación de datos procedentes de diversas investigaciones y vigilancias…».
La jactancia de la policía no estaba justificada, como creyó, en la debilidad de unos hombres, sino en las «hábiles técnicas de interrogatorio» de otros.
Sabemos que, cuando sospechó que hubieran podido detener a su compañero Domingo, Félix Plaza estaba «desesperado» por el rumbo que tomaban las cosas. Quizá aguantó y, como Casín, empezó negándolo todo. Lo que sí sabemos es que en su declaración, una de las más largas del proceso, aparecieron por primera vez los nombres de las personas que estaban ya por encima de él, como Hilario, Chamorro, Vitini y Merche, así como todos los de su mismo rango, responsables de grupos guerrilleros, y guerrilleros: Carmona el Fantasma y los dos hombres de éste, Vicente e Hilario Casín, el hermano de Casín, y éste y cuantos ya habían sido delatados por quienes le habían precedido.
Fue el momento en que subieron a Casín de nuevo. Félix quedó espantado. No le reconoció. Su aspecto, después de llevar más de diez días en la DGS, causaba pavor. Demacrado, sin afeitar, con las costillas hundidas, quebrantado de huesos y de moral, lleno todo el cuerpo de llagas y las rodillas en carne viva e infectadas de haberlo tenido durante veinticuatro horas en vejatoria postración, esposado en un radiador, con dos heridas profundas en las muñecas y otras dos en los tobillos causadas por las esposas, y quemaduras en los testículos y los brazos llenos de botones negros, testimonio de todos los cigarrillos que se apagaron allí.
Cualquiera de los nueve policías que llevaban el caso y los interrogatorios pudo ser el que le preguntara hasta cuándo pensaba persistir en su «obstinación».
Quizá se hubieran convencido ya de dos cosas: Casín no tenía nada que ver con el asalto a la subdelegación y quizá no era tan importante en el PCE como hubieran deseado en un principio. Era el responsable de una imprenta y acaso formaba parte de un comité regional, eso era todo. Pero no podían soportar que un solo hombre se les resistiera. Tampoco les importaba que se les quedara en un interrogatorio. Era algo tan habitual que no le llamaba a nadie la atención.
Casín volvió a negarlo todo, aunque en las horas que pasara sólo en la celda pensara una y otra vez de qué servía su heroísmo, cuando todos los demás estaban hablando. Quizá le mantenía la esperanza de salvarse a sí mismo, mientras pudiese seguir negando.
Las declaraciones de Plaza llevaron a la detención de Carmona. Se produjo ésta el 10 de abril, en plena calle, a última hora de la tarde, cuando acudía a una cita con su novia, en la calle Toledo. Esta vio cómo se le llevaban tres policías en un coche. Aunque no supiera de qué se trataba, porque no estaba al tanto de las actividades clandestinas de su novio, debió de hacerse una idea rápida y somera de éstas, porque corrió sin pérdida de tiempo a la cuesta de las Descargas, donde Pepe, como ya se ha dicho, vivía con sus padres en unas habitaciones realquiladas.
Les relató lo que había sucedido y las dos mujeres, madre y novia, registraron el cuarto donde dormía Carmona, por si encontraban algo que pudiera comprometerle. Y lo encontraron, unas pistolas y propaganda. Hicieron con todo dos paquetes, uno con las armas y otro con la propaganda, los metieron en un bolso y sobre la marcha no se les ocurrió otra cosa mejor que llevarlos a casa de un hermano de Carmona, Francisco, que vivía con su mujer. Al volver las dos mujeres a casa avisaron a Luis del Álamo, que sabían amigo de Carmona. Le contaron de nuevo lo sucedido. Lo primero que hizo éste fue preguntar por las pistolas. La madre y la novia de su amigo le explicaron que acababan de llevarlas a casa de Francisco. Y allí se fue Luis. Llegó cuando le estaban contando a Francisco Carmona lo sucedido. El suegro de éste se negaba a tener allí por más tiempo aquellos dos paquetes. Así que salieron Luis y Francisco y marcharon a casa del suegro de Carmona, Pablo Iglesias. No estaba, pero Luis habló con su hija María, cuñada de José. Le explicó cómo estaban las cosas y le preguntó si podían dejar un paquete esa noche. La muchacha dijo que se lo trajeran, si con ello se ayudaba a Carmona. Volvieron a por ellos a la casa donde vivía Francisco. En el portal se encontraron a una cuñada de Francisco, Josefa. Era una mujer joven, viuda, que se dedicaba a vender telas y trapos por la calle, y que subía en ese momento a visitar a su madre. Luis le preguntó si sabía dónde vivían los suegros de José. Les dijo que sí, y le pidieron que llevara aquellos dos paquetes sin explicarle de qué se trataba, cosa que la mujer hizo.
Todo este laberinto de idas y venidas debió de transcurrir en un lapso de tiempo muy corto, porque los policías que detuvieron a Carmona ni siquiera pudieron estar presentes en la comparecencia del detenido ante el comisario de la brigada y corrieron a la cuesta de las Descargas para hacer el consabido registro.
Cuando llegaron la madre y la novia de Carmona, la policía llevaba una hora esperando y ya había tenido tiempo de interrogar a la dueña de la casa, quien les había puesto en antecedentes, o sea, cómo hacía una hora había llegado la novia y cómo habían salido ella y la madre de Carmona muy apuradas. La presencia de la policía en la casa, cuando llegaron de vuelta la madre y la novia, descompuso sobre todo a ésta, «dando muestras de gran nerviosismo». Cristina, la novia, al principio negó todo, pero bastó que le apretaran un poco las clavijas, allí mismo, en un rincón, y la muchacha se vino abajo, y cuando alcanzó a comprender que había llegado el famoso momento del «sálvese quien pueda», lo confesó todo.
La policía reconstruyó el itinerario a la inversa, hasta llegar, en casa de Pablo Iglesias, a una fresquera para guardar verduras, donde estaban escondidas la Parabellum de Carmona y la FN de Luis.
Tomaron las pistolas y por el mismo camino, de vuelta, fueron recogiendo a los implicados, para llevárselos a la Dirección: Francisco Carmona, Cristina Álvarez Mazagatos, Josefa García y María Pablos, a quienes interrogaron con igual habilidad que a todos los que entraban en aquella casa, de cuyo dintel hubiera podido colgarse el famoso letrero que vio Dante en el Infierno: «Quienes entráis aquí, dejad toda esperanza».
El interrogatorio fue especialmente cruel para José Carmona Valdeolivas. Desde el primer momento la policía le adjudicó el papel más abyecto de todos. Quizá fue por su aspecto, aquellos ojos saltones, la frente abombada y la nariz en punta y levantada como la de Stan Laurel, y luego esas orejas, «algo grandes», hundidas en la cavidad del cráneo. Y su aspecto enclenque. Les pareció verdaderamente cómico. Plaza y Domingo, al menos, eran soldados que se habían jugado la vida, pero ¿él? Lo presentaron en la declaración que le hicieron firmar como un delincuente común, que había infringido la ley desde muy joven, sin escrúpulos, un ser disoluto que abandonaba la casa de sus padres y a quien sus fechorías habían llevado a la cárcel en varias ocasiones, un inadaptado social ávido de sangre y capaz de engañar a sus propios compañeros, quedándose el dinero de los atracos.
Su declaración confirmó la de los anteriores, insistió en que todas las órdenes provenían de arriba, de un tal Vitini y de Merche, y mencionó por primera vez a uno llamado Nando, que estuvo con Vicente y con él en el atraco al almacén de maderas. Aunque no podía dar muchos datos de ellos, porque apenas les conocía. Sí, en cambio, les llevó hasta Luis del Álamo y Tomás Jiménez, a quienes detuvieron al día siguiente.
Al primero le dejaron en paz pronto. Quizá comprendieran que no era alguien ni especialmente inteligente ni especialmente relevante. Debió de darles pena, cuando trató de ponerse a salvo, declarando que él no había intervenido en nada de lo del asalto, por haberse quedado en la puerta. Ni les convenció su declaración ni les conmovió. Los policías estaban ya demasiado acostumbrados a ese fenómeno de las exculpaciones extremas como para dejarse impresionar por él. En cuanto los detenidos entraban en aquel lugar, la mayoría trataba de ponerse a salvo. Como los náufragos, cada cual intentaba desesperadamente subirse a la barca que le llevara a tierra firme, sin mirar si para ello había puesto el pie en la cabeza de un compañero o arrojado a otro por la borda para ocupar su lugar.
Domingo acusó a Félix y se exculpó, diciendo que no sabía nada de aquel asalto en el que se produjeron unas muertes, de las que ni siquiera fue testigo directo; Félix reconoció haber matado al conserje, pero dijo que lo hizo obedeciendo órdenes de un oficial superior, con rango de teniente coronel, como Vitini; Carmona hizo lo mismo; Luis, como Domingo, trató de hacerse fuerte en el hecho de que no había visto nada ni sabía nada; en cuanto a Tomás…
El suyo es quizá el caso más desdichado de todos. Primero: nadie le dijo que iban a asaltar esa subdelegación hasta media hora antes, o eso aseguró en todo momento en los careos. Segundo: nadie le adelantó que le iban a dar una pistola (falso de toda falsedad). Tercero: nunca le hablaron de que se mataría a los ocupantes. Cuarto: tampoco estuvo presente en el momento en que Félix y Plaza mataban a aquellos dos hombres, porque dispararon en el pasillo, mientras él seguía en la secretaría, y no podía ni siquiera sospechar que iba a ocurrir algo así. Quinto: cuando comprendió espantado lo que había sucedido, con aquella manifestación multitudinaria, quiso dejarlo todo y volverse atrás; puso como excusa su próxima boda, pero Carmona no estaba dispuesto a dejarle ir y empezó a enviarle a su novia unos anónimos abominables.
Cuando devolvieron a Tomás Jiménez al calabozo, éste no se mostraba del todo pesimista. Confiaba en que sus argumentos demostraran que él era igualmente una víctima. Le caerían unos años, ésos no se los quitaría nadie, pero respetarían su vida. No tenían más remedio. Todo el mundo comprendería que su caso no podía ser juzgado de la misma manera que el de Plaza o el de Carmona.
La policía hubiera podido dejar momentáneamente sus investigaciones en ese punto, puesto que ya tenía a los autores materiales del asalto, agavillar sus declaraciones, enviárselas al juez, y seguir tranquilamente su trabajo. Y lo hubiera hecho de no haber tenido la suerte de detener al día siguiente a Vitini.
No había permanecido mucho en activo, tres meses. Normalmente duraban algo más antes de que la policía los detuviera, nueve meses, un año. Tres meses era demasiado poco. Al partido no le salía rentable.
¿Cómo llegaron hasta él? Sabemos que no le detuvieron en su casa, sino en un café. Todo apunta a que el último eslabón fue un chivatazo. En la acusación gravísima de Carrillo, éste afirmaba que fue «capturado por el enemigo, entre otras causas, por su forma de vida impropia de un militante revolucionario, que se encuentra en una situación de clandestinidad tan rigurosa». ¿A qué se refería? ¿A que no era bajito? ¿A que le sentaban bien los trajes? Sin duda a una sola razón: a que Vitini estaba en Madrid, mientras el pequeño Torquemada redactaba oscuros informes en Toulouse para un Comité Central que hacía también las veces de Santo Oficio.
Vivía Vitini en una pensión al lado de la estación del Norte. Es un misterio cómo llegaron hasta él, aunque alguien con su aspecto era difícil que pudiera pasar inadvertido. En efecto, era muy alto, era rubio y vestía muy bien.
En el momento de la detención llevaba un salvoconducto y una cédula personal a nombre de Antonio Fernández García, de profesión viajante, la misma que había traído de Francia. Interrogado, confesó, de manera reposada, su verdadero nombre. Llevaba encima mil doscientas pesetas.
Uno de los policías que lo detuvo y lo torturó vive todavía en Madrid. Al principio, al otro lado del teléfono, al no identificar mi voz, me preguntó con fastidio qué quería. Pero toda su seguridad y arrogancia desaparecieron cuando se pronunció la palabra mágica: Vitini. Se hizo un gran silencio, tan incómodo como comprometedor. A continuación le dije que era periodista. A un policía la palabra escritor no le dice nada; en cambio se echa a temblar cuando, en una democracia, oye la palabra periodista, de la misma manera que se echa a temblar un escritor cuando, en una dictadura, oye la palabra policía. Volvió a preguntarme, en cuanto pudo tragar saliva, y más secamente aún, qué quería.
En realidad fue entonces cuando yo mismo me pregunté qué hacía llamando a alguien que había sido un torturador, en absoluto diferente a los oficiales de la Gestapo, ni mejor ni peor que ellos, con los mismos métodos, sirviendo a igual señor, su mero calco. Y lo cierto es que no quería nada, constatar quizá que seguía vivo. Improvisé algunas palabras, porque de hecho jamás pensé que pudiera haber nadie al otro lado del teléfono. Había estado llamando a los otros tres cuyos nombres vienen aún en la guía telefónica de Madrid; en dos, el titular había muerto, con lo cual me evité la conversación. Pero no sucedió así en el cuarto. Muy molesto, contestó todas mis preguntas con evasivas, no se acordaba de nada, hacía mucho tiempo, él había realizado muchos servicios, hágase usted cargo. ¿Y esto para qué es? De vez en cuando volvía a preguntar con impertinencia, con la experiencia que dan los años haciendo interrogatorios. Pero por suerte la palabra Vitini causaba en su insolencia estragos providenciales. Y bastaba que se pronunciase de nuevo para secarle la boca. Se notaba que sus palabras le raspaban la tráquea. Y humildemente volvía a repetir: no, no recordaba nada. Pero se traicionó él mismo. Comprendí entonces lo fácil que es confundir a un hombre con miedo. Y puedo asegurar que ese agente (se habrá jubilado seguramente de comisario, con alguna medalla al mérito policial) sentía en ese momento mucho, mucho miedo, aunque no tanto como yo. Quizá pensara él, como esos nazis que han logrado esconderse de sus crímenes durante décadas bajo apariencias pacíficas, que alguien quería amargarle los últimos años de su retiro, haciéndole recordar cosas no sólo olvidadas sino que debería estar prohibido recordar. Quizá pensara yo, como Vitini, que ese hombre aún guardaba la pistola en casa. En cualquier caso, pensé que ese policía era en 1945 como la mayor parte de la gente que en 1945 fue a la manifestación de las Salesas o que todavía en 1975 hacía cola para ver a Franco de cuerpo presente. Y que su trabajo en 1945 lo secundaban otros muchos miles de bellísimas personas que no tenían ni remota idea de que en la DGS se torturase, ni ganas de saberlo; por eso tenían todos ellos su conciencia, si no tranquila, sí a buen recaudo. Lo expresaba muy bien el ABC: «Tenemos la razón y tenemos el Poder». Pero la historia hace justicia: desaparecen las multitudes, disueltas en su propia insignificancia, y acaso por eso, podamos tropezarnos esos empedernidos escollos, bien visibles.
Y Casín, ¿no le dice nada? Sí. Recordó el descampado de Carabanchel, y que era guardia municipal, y que vivía en una medio chabola, y que descubrieron una imprenta. Para no recordar nada, en medio minuto era ya mucho. ¿Fueron ustedes bastantes en el servicio? No, no se acordaba, pero dijo a continuación que entre inspectores y agentes habían sido unos once; y once fueron, en efecto. Y habló a continuación de lo que él quería hablar, de Lara y de Mora, y de cómo los habían asesinado, y del chaletito de la calle Ávila, y del entierro. Tenía yo que haber visto qué entierro: todo Madrid, toda España estaba allí. Pero no recordaba nada más, era todo lo que podía decirme. Y uno ni siquiera se atrevió a preguntarle a ese honrado policía, felizmente jubilado con una pensión que pagamos entre todos, si les divertía torturar, si a él personalmente se le había quedado alguno en un interrogatorio, o si por el contrario, él hacía el papel de bueno, mientras veía cómo sus compañeros se ensañaban con los detenidos. Y comprendí que si ese hombre fuese conducido hoy ante un tribunal de justicia, como se les ha llevado a sus homólogos nazis, se mostraría indefenso y haría valer sus canas, sus ausencias de memoria, su falta de riego, y acaso, enternecido, mostraría al tribunal la foto de sus nietos, mientras a la puerta de los juzgados se manifestaban unas docenas de gentes pidiendo su libertad por razones humanitarias.
Fue el mismo policía que cuando llevaban a Vitini a la Dirección General de Seguridad corrió a la calle Romero Robledo, a la casa donde Vitini tenía alquilada una habitación, en la que encontraron un pistola marca Victoria, del 7,65; con su cargador repleto de munición y su funda de cuero, y dos rollos de papel engomado para hacer pegatinas con la bandera republicana.
Al mismo tiempo llegaba el detenido a la DGS. En cuanto subió, le llevaron a Plaza y Carmona, que le reconocieron como la persona de la que recibían órdenes. Vitini lo negó, pero debió de comprender cómo estaban las cosas por allí, la magnitud del desastre. Las torturas habían hecho cantar a todos. Se llevaron a Plaza y a Carmona, y volvieron a hacerle la pregunta: ¿Era el jefe de los guerrilleros de ciudad? Era, respondió, la persona de más alta graduación en la organización guerrillera con la que Plaza y Carmona se habían relacionado, pero eso no quería decir que él fuese el jefe, aunque hubiese ejercido de tal de manera transitoria. Podían preguntárselo a Zoroa, de quien sabía que había sido detenido igualmente hacía unos días. Zoroa o Merche podían certificar que por encima de él había alguien más, llamado Víctor. Él recibía órdenes directas de él. También Merche podía confirmar lo que decía. Uno y otra, Zoroa y Merche, del Servicio de Información, enlaces entre la dirección y la guerrilla, lo sabían. Él, Vitini, no era más que un jefe intermedio, que mantenía unida la dirección con los jefes de grupo. A éstos los conocía a todos, así como a aquellos dos, de igual rango, Hilario y Chamorro, que le ayudaron a coordinar las acciones durante un tiempo. De éstos dio su descripción, y de Vicente y de Nando dio las señas donde podían encontrarles, pues se había citado con ellos alguna vez allí.
Y así era. En aquella taberna de la calle del León se hospedaba Pantaleón Fernando, alias Nando, y por allí paraba siempre el jefe de su grupo, su amigo Dalmacio Esteban, también conocido como Vicente.
Allí les sorprendieron al día siguiente. Pero para entonces, por alguna misteriosa razón, juzgaron más conveniente meter a los primeros once detenidos en una misma causa, y dejar a los dos últimos para la siguiente.
Vitini sabía que estaba perdido, que lo estaban todos. Carlos Conejo, que estuvo detenido esos mismos días, aún recuerda emocionado la voz de un Vitini a quien nunca llegó a ver, preso en una celda próxima. Cuando terminó su interrogatorio, gritó a sus compañeros, a través del mechinal que les servía para comunicarse con los guardianes: «Ánimo, compañeros. En momentos como éstos hay que cantar la Internacional».
En otras ocasiones los guardias podían intentar imponer silencio, pero en aquel momento, ese arranque del jefe guerrillero les impresionó, y permitieron que allí, en la DGS, se cantara la Internacional. Cuando acabaron, uno de los guardias le dijo a Conejo, con cierto respeto: «¡Quién sabe lo que pasará cuando termine la guerra mundial! A lo mejor los que mandan ahora acaban en estas celdas, y ustedes están fuera, en el Gobierno».
Eran cosas que pensaban muchos, y por esa razón los de fuera se daban tanta prisa en aniquilar a los de dentro, para que si se llegaba el caso de que cambiaban las tornas, quedaran de los de dentro los menos posibles.
Y para ello redoblaron su actividad, aunque la cadena de detenciones se detuvo, «de momento». La más buscada de todas, desde luego, era Merche, cuya identidad seguía siendo una incógnita. Por arriba, tampoco habían podido dar, aún, ni con Hilario ni con Chamorro, que había desaparecido de Madrid a finales de enero, ni, desde luego, con Víctor. Por debajo, tampoco habían podido dar con el Paleto, en el caso de que éste no fuese Pedro Hellido, éste sí detenido. Tampoco conocían entonces la manera de llegar a la mujer que recogió las armas después del asalto, Magda Gómez Hueros, ni a Concepción Feria ni a Pascual Gómez.
Para la propia policía ni siquiera era fácil conocer la identidad de los que ellos habían detenido y de los que no, y así, en la famosa «Información Especial», en su última hoja, redactada cuando los que fueron condenados a muerte acababan de ser ejecutados, se dice: «Las acciones de los “guerrilleros” se verifican mediante instrucciones de un cabeza visible, que en calidad de “Jefe de la División de Guerrilleros de Ciudad”; controla cuantas acciones interesan al Partido Comunista. Este individuo no es otro que Antonio Fernández–García, detenido ya, esperando poder lograr en breve la aprehensión de otros que vendrán a completar la organización». ¿El informador especial no sabía que Antonio Fernández era el nombre con el que se movía Vitini, ejecutado la madrugada del mismo día en el que se fecha la «Información»?
Pero tenían más prisa que nunca por cerrar aquel caso. No se entiende por qué razón, puesto que les detuvieron al día siguiente que a Vitini, no encausaron a Dalmacio y Pantaleón, o a Hilario, a quien le detuvieron dos después, el 12 de abril.
No. Lo cerraron, seguramente para hacerlo «más practicable» y, por tanto, más manejable.
Antes, sin embargo, decidieron darle una oportunidad a Casín. Durante el mes que permaneció en la Dirección General de Seguridad, a una media de tres y cuatro palizas diarias, no habían conseguido destruirlo, lo cual les humillaba lo indecible.
No obstante, indiferentes a todo, los señores policías redactaron la declaración de Casín, como la del resto, sin evitar ni siquiera poner en su boca las consabidas expresiones como «Glorioso Movimiento Nacional» o «Ejército Rojo».
Le leyeron la declaración. Casín, irreductible como el primer día, siguió negando. Tanto, que el secretario que la había redactado no pudo por menos que incluir en ella este último párrafo, que en cualquier proceso la habría invalidado: «Dada la insistente propensión a negar todo lo que se le pregunta, el señor Comisario Instructor acuerda dar por terminada esta declaración, que leída por el que depuso, la encuentra conforme y firma».