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LA VIDA SIGUE

y las pequeñas minucias que nos hacen creer que, mejorando,

todo va a seguir igual.

ABC mentía a sabiendas. El número de presos, decreciente pero elevadísimo aún, y en unas condiciones deplorables, así como el estado policial instaurado, no le permitían afirmar que España era «una nación en paz, dedicada al trabajo y a la restauración material y moral de la Patria». Ni se lo permitían las miles de ejecuciones que habían tenido lugar desde 1939 hasta 1945 (supongamos únicamente que fueron dos tercios de las ochenta mil que se llevaron a término durante el franquismo), ni el medio millón de familias a las que de una u otra manera el nuevo Estado había quebrantado moral y materialmente.

Pero no sólo mentía, sino que se equivocaba. La noticia del atentado de los Cuatro Caminos ni siquiera fue jaleada en donde más podía haberlo sido, Mundo Obrero. En un suelto, insertado en el famoso número del mes de marzo nunca distribuido, se decía: «El domingo, día 25 de febrero, el grupo N.º 17 de la Agrupación Guerrillera de Madrid, atacó y tomó por asalto el local de la Falange del distrito de Cuatro Caminos, ajusticiando en el interior del mismo al Secretario de la Falange del Distrito y a otro jerarca falangista. Cumplido su objetivo, nuestros guerrilleros se retiraron sin experimentar bajas».

Y no sólo no se alardeaba, sino que, ya lo hemos dicho, al incluirse a continuación de la gacetilla en la que se hablaba de la bomba «colocada» por el grupo 22 en la Delegación de Prensa de la calle Montesquinza, de fantasiosas consecuencias, la noticia de los Cuatro Caminos, enteramente verdadera (sólo se fantaseaba en una cosa: el grupo 22 era en realidad el grupo 2, y el grupo 17 era el 1 y el 3), hubiera corrido el riesgo de que se tomara como mentira, de no haber saltado a las páginas de los periódicos de curso legal y a las radios.

Así fue como Magdalena se enteró del suceso. Estaba en casa de vuelta ya y había metido el bolsón con las armas debajo de la cama, cuando su señorito, indignado, vino a darle la noticia: los comunistas habían asesinado a dos falangistas en la calle Ávila.

En su declaración posterior a la policía, Magdalena aseguró comprender en ese momento «la responsabilidad contraída» y la situación comprometida en que quedaba.

Cuando a los tres días apareció Merche a buscar el bolso, y no al día siguiente, como habían quedado, Magdalena, furiosa, le dijo que era una vergüenza lo que le habían hecho. Ni se habían pasado por el bolso al día siguiente, ni nadie le había advertido que se iba a asaltar un local de Falange y a matar a dos falangistas. No era verdad. Sabía perfectamente a qué habían ido allí y lo único que pasaba es que la manifestación, como a todos ellos, les había llenado de miedo el cuerpo. Merche no quería discutir y le transmitió la orden que traía de Vitini: tenía que llevarle a la una el bolsón, y dárselo a la salida del metro de Tetuán. Las dos mujeres se enzarzaron en una discusión y aunque trataron de no levantar la voz, el patrón de Magda asomó la cabeza por una puerta, y las mujeres bajaron a la calle para poder hablar con la tranquilidad que ninguna de las dos tenía. Merche pretendía que Magdalena sacara el bolso de su casa y se lo llevara a Vitini, pero Magda le dio un montón de razones por las que no lo haría: porque tenía que ponerle la comida al señorito, porque no le daba la gana y porque además quería que sacara de su cuarto inmediatamente el bolso, o lo tiraba ella a la basura. Tres razones distintas para una única causa verdadera: tenía miedo, como todos los que habían tomado partido en el asalto.

Eso era una insubordinación, pero ante la intransigencia y ofuscación de Magda, Merche se hizo cargo de las pistolas y acto seguido se fue, en metro, a Tetuán.

Cuando Vitini vio aparecer a Merche, la crucificó con la mirada y le ordenó secamente que lo siguiera. Estuvieron caminando por un dédalo de callejuelas durante quince minutos, hasta llegar a un descampado. Allí Vitini estalló. ¿Cómo se le había ocurrido traer el bolsón? Para eso estaba Magda. ¿No comprendía que era una temeridad y una falta grave contra la clandestinidad? Merche le contó lo sucedido con la mujer encargada de traerlo. A Vitini le daba igual, y sin atender a otras razones, la despidió allí mismo, no sin antes recordarle que siguiera con las viejas gestiones de información respecto de Víctor de la Serna, unas nuevas sobre Serrano Súñer, otras sobre un policía torturador que se llamaba Carlos Martín Ellacuriaga, alias Carlitos y otras sobre el mantequero del mercado de Maravillas.

Merche, a quien pareció injusta la reprimenda, se marchó disgustada con Vitini, tanto o más porque siempre se mostraba muy cariñoso con ella, y se diría que empezaba también a irse de esta historia.

Ni Carmona ni Luis ni Tomás se vieron, porque cada uno hizo su vida normal, convencidos de que ése era el primer paso hacia un deseado olvido.

Carmona no se movió de la carpintería, Tomás estuvo en el mercado de pescados y a Luis se le vio en el taller de Lope de Rueda en el que trabajaba, también como carpintero.

Luis empezó a pensar que el asalto, a tenor de la repercusión social que estaba teniendo, no había sido tan buena idea, y a Tomás, bastante preocupado con lo ocurrido, no se le escapó que aquella publicidad les perjudicaba enormemente, porque pondría a toda la policía de Madrid tras de su pista. De modo que esa tarde quedó con su novia, y se fueron al cine, en un intento desesperado de recuperar la ya imposible rutina.

Es curioso, pero fue también lo que hizo Félix. De igual forma, Domingo y él comentaron el ruido que su asalto estaba levantando. El lunes por la mañana Félix tenía una cita con Vitini en la ronda de Atocha. Le informó de todo, y ambos fueron de la misma opinión: aquello no era lo normal. Vitini estaba contento, desde luego, felicitó a Félix, incluso le entregó otras mil trescientas pesetas más para que se las repartiera con Domingo, pero su inquietud fue en aumento.

Después Félix se metió en un cine de sesión matinal y luego comió solo en un restaurante barato. No podía entrar en otro mejor, con aquella ropa vieja. Ya no pensó en el asalto. Tenía otras tres mil trescientas pesetas en el bolsillo, y ni siquiera las relacionó con las muertes del día anterior. Más de dos mil setecientas en menos de quince días. Domingo y él tocaban a mil trescientas cincuenta pesetas cada uno, una cantidad considerable para un muchacho de veinticuatro años. Así que después de almorzar se pasó por aquella sastrería donde le estaban cortando el traje, para hacerse una prueba. ¿Qué eran las trescientas pesetas que le iban a pedir por él? Más adelante se mandaría tallar un buen gabán. A partir de ese momento vestiría como un señor, como Vitini, que era un tipo elegante de verdad. En un primer momento le remordió la conciencia gastarse tanto dinero en un traje tan burgués, pero la inteligencia la tienen los hombres para encontrar rápidamente los argumentos necesarios: era más fácil pasar inadvertido vestido de burgués que de proletario, y menos expuesto. Monzón, Víctor, Vitini se escudaban en el traje, porque aquélla era una España en la que el traje hacía al monje. Ya lo decía el anuncio de la sombrerería: «Los rojos no usaban sombrero». Se compraría incluso un sombrero. Se sonrió. Sus veinticuatro años estaban felices. Pensó ir a buscar a Domingo, que se había quedado en casa, pero se cruzó en la calle con mucha gente que se encaminaba en ese momento a la plaza de París y a la de las Salesas, para el entierro, de modo que volvió a meterse en el primer cine que encontró, con la esperanza de que a la salida se hubiera pasado todo.

La tarde del martes 27, subieron, él y Domingo a Carabanchel por charlar con Casín y contarle el asalto, pero éste, que, como buen castellano, no era amigo de los alardes, poco menos que se lo minimizó; creía que había que emprender acciones de mayor envergadura y no asaltos donde se mataba a dos pobres tipos.

Volvieron a casa de su hermano Ramón un tanto apenumbrados y torvos. Por si fuera poco éste, que desde luego no sospechaba las actividades en las que andaban metidos, empezaba a disgustarse viéndoles todo el día por casa sin hacer nada, aunque le dejasen dinero para ayudar, a los gastos. Peor incluso, le hacía pensar en la fuente de esos ingresos, y él no quería pensar. Era una situación incómoda para todos. En España cada cual debía salir adelante por sí mismo, y pasado un límite, nadie ayudaba a nadie. Domingo apenas se atrevió a comunicárselo a su amigo: había que cambiar de nido.

A los cuatro o cinco días volvieron a hablar con Casín, y éste, que había demostrado ya ser hombre con recursos y a quien le preocupaban de verdad los problemas de los demás, prometió encontrarles algo. Cuando se marcharon los chicos, se acordó de su amigo Dionisio Magdaleno.

Se lo había vuelto a encontrar hacía tres o cuatro meses. No se veían desde la guerra. Antes de ella vivía en Tetuán, donde tenía ya un taller de tintorería.

Hablaron de las cosas pasadas y de las del momento. Casín le pasó un manifiesto de Unión Nacional y quedaron en volver a verse.

Dionisio Magdaleno, tintorero, una de

las personas bondadosas que aparecen en

todas partes. Una buena acción le llevó

a una pena de muerte de la que le libró

una casualidad.

A los pocos días Magdaleno se dejó caer por una barbería de la calle Latoneros, en la que trabajaba el hermano de Juan Casín, Hilario, otro Hilario. En realidad lo de afeitarse en Latoneros era una excusa que esgrimió Magdaleno ante la policía, porque la calle quedaba a cuatro o cinco kilómetros de donde vivía Dionisio, en Chamartín de la Rosa, y no era demasiado verosímil ir tan lejos a afeitarse.

Casín le llevó más propaganda a la barbería, y le encargó que tratara de formar un grupo de UN en su barrio.

Unas semanas más tarde, Magdaleno se entrevistó con Casín, y le dijo que el grupo ya estaba constituido: lo formaban un chófer, que se llamaba Fernando, un pintor y alguno más, entre los que circulaba ya la propaganda que le pasaba a él.

A Casín le pareció que Magdaleno podía asilar a Félix y a Domingo, y fue a verle. Entonces Chamartín de la Rosa era un pueblecito al norte de Madrid, tranquilo y solitario.

Casín encontró a Magdaleno en casa de éste y le contó lo de los chicos, pero no le descubrió la razón principal por la que buscaban un lugar seguro donde esconderse.

Dionisio tenía el taller en la calle General Margallo, en Tetuán, relativamente cerca de la calle Ávila, y se avino a que se los trajera. El guardia prometió pagar los gastos de mantenimiento que originara la estancia de los muchachos, pero el tintorero dijo que tratándose de un caso como ése, no le iba a cobrar nada.

A los dos días apareció Casín con Félix y Domingo. Hicieron las presentaciones. Félix seguía llevando el mismo y viejo traje azul con el que había entrado en Zaragoza, tres meses antes, y Domingo el mismo pantalón marrón a rayas y la americana oscura a cuadros.

La tintorería era un tendejón destartalado, al borde de unos solares en los que la gente tiraba las basuras. El olor de la porquería, mezclado con el de los tintes, era pestilente, y el colorido general, muy triste: se llevaba el negro, porque en aquellos barrios no había nadie que no tuviera en la familia alguien por el que llevar luto. El frío que hacía dentro de la tintorería multiplicó los sabañones que ensortijaban las manos de Domingo. Al fondo había un cuartucho sin ventilación, con un somier tirado en el suelo que apenas cabía entre las cuatro paredes, un colchón y cuatro mantas viejas y malolientes. Félix y Domingo se acoplaron como mejor pudieron para pasar la noche.

Al día siguiente fue a verle a Casín un tipo que se dedicaba a la venta de artículos de perfumería por las casas.

Puede pensarse que la vida de Casín estaba recorrida por la ambulancia revolucionaria, primero con el fotógrafo y ahora con este perfumero. Pero no. Era el país. Todos los depurados se echaron a la calle para ganarse la vida, por la misma razón que todos los maestros y profesores que sufrieron depuraciones montaron sus academias, se pasaron a las contadurías o abrieron sus negocios. En unos años el país se llenó de comisionistas, aventureros, charlatanes de esquina, inventores, criadores de canarios y de chinchillos, cultivadores del champiñón, chatarreros industriales y cantineros, y cientos de viudas de guerra empezaron a realquilar las habitaciones de sus casas o las ponían enteras como pensión.

El nuevo personaje, a quien conocía Casín igualmente del partido, un tipo de unos cuarenta años y con el pelo blanco, trajeado como un verdadero inventor de crecepelos, hacía tres o cuatro semanas le había hablado de un muchacho a quien había conocido en una de sus correrías comerciales. El chico se llamaba Mariano Ruiz Antón, había estado en la cárcel y se escondía en casa de su madre, sin atreverse a salir, por si le reconocía alguien. El perfumero le sondeó, le pasó algunos periódicos y folletos de Unión Nacional, habló con él y acabó trayendo a Casín para que le examinara. Casín cambió impresiones con el chico, y prometió enviarle a la sierra encuadrado en la guerrilla del monte, pero, mientras, se lo llevaría a una casa donde estuviese seguro.

A Mariano Ruiz Antón quizá le salvara

la vida su mala suerte. Dudó en irse

a la guerrilla del monte, o a Guinea.

Y así fue. Hacia el 10 de marzo, a la una de la mañana bajó Casín a casa de Mariano, que vivía en Alejandro Morán, una bocacalle de General Ricardos, no muy lejos de Carabanchel. Llegó vestido de uniforme, porque a las doce había terminado el servicio. Le dijo, despídete de tu madre, que nos vamos. Antes se pasaron por casa de Casín. Allí éste le entregó un abrigo y una boina, porque adonde iban hacía frío y porque no quería que nadie le reconociera, y a continuación se marcharon hacia el taller del tintorero, en la otra punta de Madrid, de sur a norte. Tomaron un par de tranvías y a las dos estaban frente al tendejón de General Margallo. En aquella parte del barrio la oscuridad era total. Ladró un perro cerca, y otro le respondió a lo lejos. Con el frío el olor de aquellos basureros se ensordecía algo. De noche era difícil imaginarse el lugar. Estaba helando. Casín se acercó a la puerta y la golpeó con los nudillos suavemente, para no hacer ruido. Félix y Domingo, que estaban despiertos, hacía rato que habían oído los pasos, y estaban listos con las pistolas en la mano. Vitini se las había devuelto hacía un par de días; en la de Félix, incluso, repuestas las balas que se habían ido con el conserje. Oyeron nuevos golpes, como si arañaran el cristal. Desde dentro se vieron recortadas las dos siluetas en negro, la del guardia con su gorra, y otra a su lado. Eso fue lo que les alarmó. No esperaban que pudiera ser Casín. Aquella luz sucia se desbordaba en el suelo como si hubieran roto una cántara de leche. No respondieran. Casín volvió a golpear la puerta, algo más fuerte, y con voz queda les llamó por su nombre. Abrieron. No quisieron encender la luz por no llamar la atención. Casín les informó: de aquella visita nocturna ya estaba al corriente el tintorero, y al despedirse se metió la mano en la cartera y le entregó al nuevo diecisiete pesetas, para que tuviese algo.

Félix y Domingo hicieron un hueco en el somier al recién llegado. A la pestilencia las pituitarias se habitúan, pero allí no se podía dormir de frío. La sospecha de que hubiera piojos en las mantas estaban fundadas. Y los muchachos empezaron a hablar. El recién llegado estaba excitado y locuaz, porque hacía semanas que no hablaba con nadie, y se descosió en detalles.

Les contó que aunque en 1933 ya había pasado tres meses en la Prisión Provincial de Madrid, cuando le de tuvieron llevando una bandera roja, en una manifestación de apoyo a la URSS, no se afilió al PCE hasta 1935.

Cuando estalló la guerra trabajaba en una fábrica de cemento que había enfrente de su casa, lo dejó todo y se alistó como voluntario en el batallón de milicias Primero de Mayo. Luego le pasaron a la 33 Brigada Mixta, y en ella llegó a capitán. Cuando terminó la guerra lo detuvieron en el puerto de Alicante, esperando el barco que les prometieron y que nunca llegó. Pasó por varios campos de concentración, y cuando salió en libertad, se fue a vivir a Barcelona. Allí lo detuvieron. Fue una cosa muy rara, porque en Barcelona no le conocía nadie, pero le denunciaron y lo detuvieron en diciembre de 1942. Le llevaron a juicio y sobreseyeron su causa, pero en ese tiempo había pasado cinco meses más en la cárcel. Cuando salió, siguió viviendo en Barcelona hasta septiembre de 1944, pero en Barcelona le costaba adaptarse y decidió venirse a Madrid. Sin embargo, en Madrid se despertó en él lo que en tantos se despertaba un día: el miedo. No salía a la calle y cuando lo hacía, creía que todo el mundo le miraba. Así que empezó a hacer vida de topo. Primero estuvo viviendo en casa de una hermana suya, pero no encontraba trabajo, y se mudó a casa de otro hermano, donde se ocultó cuatro meses, ya sin salir, neurótico, recelando de todo. Tenía miedo de que volvieran a denunciarle. Y después se mudó a casa de su madre. A ella no le dijo adónde iban; pero ella prefería cualquier cosa a que se volviese loco por no salir de casa. Ahora, les comunicó a Félix y a Domingo, esperaba que su suerte cambiara, porque Casín le había prometido llevarlo a la sierra, con la guerrilla del monte.

Esa noche hablando y con el frío apenas pegaron ojo. A la mañana siguiente, más temprano de lo habitual, apareció Magdaleno. Le presentaron al nuevo, y comprendió que no podía tener a aquellos tres chicos durmiendo allí, porque si ya para dos no había espacio, para tres, mucho menos. Y llamarían la atención.

Salió a continuación, advirtiéndoles de que no abrieran a nadie, y se fue a ver a uno de los hombres que tenía encuadrado en su troika, el chófer que se llamaba Fernando.

Éste era un buen hombre. Había perdido a su mujer en la guerra. Fue de los pocos que al terminarla regresó a casa sin pasar por campos ni cárceles. Había conocido al tintorero hacia el mes de febrero, éste le habló de la Unión Nacional, le dio unos cuantos periódicos y panfletos, y le propuso entrar a formar parte de un grupo.

Esa mañana del 11 de marzo el tintorero le preguntó si podía tener escondido en su casa unos días a un muchacho, y Femando respondió que sí.

Dos o tres días después Vitini llamó a Félix y le planteó colocar un petardo en el diario Informaciones, pero Félix puso algunos reparos. Se estaba empezando a cansar de Domingo. Seguramente fue entonces cuando Vitini le preguntó si Domingo era «chungo», y Félix se lo confirmó.

Fernando Rodríguez fue una sombra en

esta historia, pero no por ello dejó

de llevar su condena.

Vitini quitó importancia al asunto, y lo del Informaciones se lo adjudicó a Dalmacio, a quien le pareció de perlas, porque le habían sobrado unos cuantos cartuchos del atentado de la delegación de Prensa y Propaganda, así que le tocó a Vitini citarse otro día con el dinamitero triste de la boina para que le facilitara algunos cartuchos más, y el mismo día 13 Dalmacio y Pantaleón pusieron el petardo. En esa ocasión no les acompañó el Paleto. Éste debía de serlo menos de lo que su nombre puede dar a entender, porque sospechándose la hecatombe, había huido de Madrid. Dalmacio y Pantaleón, después de marcar durante cinco días el periódico, pusieron el explosivo una noche, y se largaron sin esperar ni siquiera a que estallase. La cosa no fue grave, pero al día siguiente el periódico no salió a la calle, y al otro tampoco dieron explicaciones de por qué no habían salido.

Mientras tanto, Carmona seguía reuniéndose con Luis y Tomás. Ya les había transmitido las felicitaciones que le dio para ellos Vitini, dos o tres días después del asalto. Pero no les contó nada de las mil pesetas que le habían dado para repartir con ellos, al contrario, les dijo que el jefe le había pedido que fuesen pensando ya en un atraco con el que allegar fondos.

Carmona se puso a estudiar la cuestión y decidió que podrían asaltar el almacén de maderas Piera. Vitini se lo consultó a Víctor, y éste, no se sabe por qué, dijo que no se asaltara aquel almacén. Entonces a Carmona se le ocurrió que podían asaltar el de la calle General Ricardos, también de maderas, en el que trabajaba su suegro.

Aunque Carmona era viudo desde hacía seis años, se llevaba bien con su suegro y le veía de vez en cuando. Era un hombre mayor, con un nombre insigne, Pablo Iglesias, y como él, cajista e impresor. Con habilidad, Carmona le fue sacando algunos datos preciosos relativos al dinero que podían guardar en la caja y el día en que aquello estaba más tranquilo, y de ese modo llegó a la conclusión de que el sábado por la tarde no sólo era el día más adecuado, por tranquilo, sino en el que más dinero había, por juntarse los pagos de toda la semana.

Carmona calculó que podían sacar entre quince mil o veinte mil pesetas. Vitini lo consultó con Víctor, y éste dio el visto bueno, pero cuando Carmona expuso el asunto a Luis y a Tomás se encontró con una negativa que no esperaba.

Éstos oyeron el plan, pero lo recibieron con desconfianza y ninguno de los dos quiso sumarse a él, Luis porque a él la idea de convertirse en un atracador no le seducía, y Tomás, porque como iba a casarse en breve, ya no quería comprometerse con nada.

Carmona encajó como pudo la negativa, y dio por terminada la reunión, aunque en un momento en que se quedó a solas con Tomás le dijo, de manera muy enigmática, que ya sabía, y, si no lo sabía, podía figurárselo, lo que le pasaba al que se quedaba atrás, así con estas mismas palabras.

Tomás era quien peor lo llevaba de todos. Después del asalto trató de apartarse de sus amigos, pero tampoco olvidaba aquella amenaza, que se agravó cuando a los dos días vino a buscarle su novia llorando. Había recibido en su casa un anónimo. Se lo mostró. Iba dirigido a ella, Angelita Martín, y el sobre, que llevaba un matasellos del 16 de marzo, estaba remitido por un tal Luis Salamanca, de la calle Olid, 16, todo falso.

En un papelito ruin, tamaño recordatorio, podía leerse escrito a máquina: «No nos hemos olvidado que eres una fascista y como todos te llegará la hora de pagar todo lo que as echo, y aunque tienes por novio a un cornudo que es de los nuestros, ya le arrearemos, también si se pone tonto hasta que llegue ese día te vigilamos. X».

Tomás no tuvo más remedio que contárselo todo. La angustia, a partir de ese día, no fue menor, sino completa, porque la compartía con la muchacha.

Cuando Carmona vio a Vitini le dijo, mintiéndole como un intrigante, que no había podido localizar a sus hombres, a lo cual Vitini le dijo que no era problema, porque él aportaría otros guerrilleros, y de allí a dos días le presentó a Dalmacio. Carmona reconoció en él al que le había llevado la pistola a Tomás en las barcas–columpio. Dalmacio confirmó que le acompañaría otro guerrillero, y Carmona se comprometió a traerle un arma, porque ese nuevo no tenía.

Quedaron citados los tres para el sábado 24 de marzo. A este último Carmona era la primera vez que lo veía. Le entregó la FN de Luis, y se dirigieron al almacén de maderas.

En esos años General Ricardos era una calle que se adentraba en el campo como un espigón en el mar, sin ninguna casa cerca, sin un alma viviente por los alrededores, sin coches, sin tranvías, sólo, dispersos, algunos viejos almacenes y desolados corrales para guardar no se sabía qué. Llegaron allí, Carmona se puso antes un pañuelo por la cara, como había visto en el cine que hacían los del Oeste. Era la prueba de que, a diferencia del asalto a la subdelegación, no buscaban matar a nadie, y quiso proteger su identidad. A continuación entró en la oficina Carmona, encañonó metiendo la mano por la ventanilla al empleado que llevaba las cuentas, y Dalmacio y Pantaleón se apoderaron del dinero. Luego amordazaron a aquel contable, y huyeron de allí, campo a través, hasta el río. Se metieron bajo el puente de la Princesa y contaron el dinero. El escenario era como el que sale en las novelas de La lucha por la vida, tendederos de ropa, golfos, mendigos, mujeres de la vida. Ese día dos viejos, habituales de la zona, cocían en botes unas achicorias que llenaban aquellos líricos parajes de efluvios pestilentes. Fueron los mismos viejos que vieron caminar deprisa a los tres hombres, como declararon tres horas después a la policía, cuando ésta les preguntó si habían notado algo extraño. El botín fue de siete mil cuatrocientas pesetas. Se repartieron ochocientas cada uno, y las otras cinco mil se las llevó Dalmacio para entregárselas a Vitini. Después, se separaron.

Al día siguiente Vitini quedó con Dalmacio. Éste le dio cuenta del atraco. No habían sido las quince mil o veinte mil pesetas que decía Carmona. Vitini comprendió entonces por qué a aquel campanero le apodaban el Fantasma. Pero tampoco había estado mal, le contentó Dalmacio: cinco mil cien pesetas. Las sacó de su cartera y se las entregó. Justificó las cien que faltaban diciendo que se las gastaron los tres en merendar y celebrarlo. Fue una maniobra maestra de pícaro, como si con esas cien distrajera a Vitini de las otras dos mil cuatrocientas. Vitini tomó el dinero, y de esta cantidad le entregó dos mil, para que las repartiera con Pantaleón. Y a continuación marchó a la cita con Carmona. Éste le contó lo del asalto y le confirmó lo de las cinco mil cien pesetas de botín, y lo de la merienda, todo. Vitini le entregó a él mil y le devolvió la FN, que acababa de pasarle Dalmacio. Las otras dos mil se las quedó él, que con otras mil doscientas que recibió de Víctor le servirían para pagar la mensualidad de abril a Dalmacio, y se reservó ochocientas para manutención, alojamiento y gastos generales, de general; las restantes mil doscientas estaban destinadas para Félix y Domingo.

Después de ese día Carmona aún volvió a citarse con Dalmacio alguna vez, como cuando éste vino en vez de Vitini a una cita en Felipe II y le pasó propaganda alusiva a la República que había que repartir antes del 14 de abril. Pero con quien seguía viéndose era con Vitini.

En cambio éste había dejado de citarse con Merche, y empezaba a hacerlo con Zoroa, en quien la muchacha, por orden de Víctor, delegó la mayor parte de los asuntos. Para todos los efectos, Merche dejaba de ser responsable del Servicio de Información y procuraría ponerse a resguardo cuanto antes. Pero aún tuvo tiempo de comentar con Víctor un asunto que le preocupaba. Acababa de leer en uno de los pocos ejemplares que circularon del Mundo Obrero de ese mes de marzo una noticia muy extraña, referente a una muy buena amiga suya. ¿Qué era eso de acusar a Magda Azzati y a su marido de provocadores? Ella les conocía, podía dar fe de que eran igualmente buenos comunistas.

Estaba furiosa. A Víctor esas escenas no le impresionaban y le atajó secamente diciendo que también él conocía a la Azzati y a su marido, y era buen amigo de ellos, pero cuando una noticia como ésa salía en Mundo Obrero era por algo, y entre ella y el periódico del partido cualquier militante responsable no debía tener la menor duda a la hora de elegir. Y no sólo no acabó la cosa ahí, sino que le pasó la dirección donde sabían que paraban, en la calle Fernán González, 72, y le ordenó que se hiciese una información sobre sus movimientos para conocer la verdadera finalidad de su venida y su estancia en la capital.

Merche se quedó atónita y aunque no lo dijo, en su fuero interno se negó a vigilar a una amiga como la Azzati. Quizá lo hiciese Isabel la Guapa, que el propio Víctor le presentó por aquellos días y que le pidió a Merche que buscase una persona de confianza para utilizarla de buzón.

Zoroa, mientras tanto, empezó a pasar a Vitini la información que Merche había preparado para atentar contra el mantequero del mercado de Maravillas, un tipejo mezclado en asuntos de estraperlo. Incluso un día le siguieron los tres, Vitini, Carmona y Dalmacio, hasta Ciudad Lineal, donde vivía. Pero las relaciones entre Zoroa y Vitini no eran buenas, ni lo eran con el hermano de éste, el otro Zoroa, el enviado de Carrillo, Agustín, que en esos meses iba y venía de Francia con cómoda frecuencia, y con el que las discusiones políticas se sucedían de continuo: estaba en juego el control del partido en el interior. Carrillo ya había purgado a Monzón y las discusiones de Zoroa con Vitini preparaban el camino a lo que a éste y a Monzón les deparaba el futuro, cuando el futuro se llamó Carrillo: exaltación a los altares de Zoroa y precipitación de Vitini en los infiernos. Uno era el héroe (lo detuvieron, no obstante, sólo tres meses después que a Vitini, y con él cayó todo el aparato del partido en el interior; es decir, una caída mucho más grave que la de Vitini y los suyos), y otro, el villano, sólo porque uno fue el enviado de Carrillo.

No obstante, y de momento, la guerrilla estaba en marcha. Paco Zoroa también le entregó a Vitini el papelito donde venían los detalles de la vida de Víctor de la Serna, y Vitini se la entregó a Dalmacio, para que procediera a ejecutarlo cuando le viniera bien. Era bastante minucioso: «Vive en la calle Goya, 65, donde acude a acostarse desde las diez y media en adelante. Comer no lo hace ningún día en casa, muchos ni cenar, pues suele hacerlo muchos días con sus amistades que tiene de periodistas, literatos y artistas, retirándose a su domicilio tarde. Donde mejor se le puede localizar es en la calle San Roque, 7, pues aquí está la mayoría de las horas del día: el vermut suele hacerlo la mayoría de los días de una a una y media en el Bar Palentina en la calle del Pez con dos o tres amigos. Algún domingo a última hora de la tarde va con su familia a tomar café al Bar Príncipe de la calle del General Mola N.º 16. Este individuo utiliza un coche que tiene a su servicio marca Fiat matrícula M 67 224 de cuatro plazas. Es conveniente tener cuidado de no llamar la atención de él, porque es persona hábil y está sobre aviso, con alguna vigilancia que tiene debido a lo que pasó [el petardo] en Informaciones».

En cambio Félix y Domingo, que seguían en el taller del tintorero, no sabían muy bien en qué gastar el tiempo. Félix salía temprano y se pasaba el día dando vueltas por Madrid, montado en los tranvías, en el metro, sus citas con Vitini, el cine, el sastre, el almuerzo, la barbería. La del revolucionario profesional, con la cartera llena, no era una mala vida. Domingo, un espíritu abúlico, se quedaba sin embargo por allí, sin hacer nada, ganduleando todo el día. A veces venía a verle el muchacho que les había traído Casín, Mariano, y salían los dos a darse una vuelta por los desmontes, a tomar el sol y estirar las piernas, y luego a beber unos vinos en una cantina próxima. Dos almas de cántaro. También para Domingo era una buena vida, pero a los pocos días se presentó Casín. Venía con una no disimulada irritación ante lo que creía una desfachatez. De manera no muy amable, y sin sospechar que con ello estaba dando el primer paso que les llevaría a todos al paredón, le ordenó a Domingo que mientras no hiciera otra cosa, tenía que volver a trabajar y ayudar a Anselmo en la imprenta, y Domingo, por lo mismo que era un abúlico, era bien mandado, y a partir del día siguiente volvió a vérsele por Mataderos. No había nacido, quizá, para guerrillero, pero sí para un modesto y servicial militante.

Se acostumbró incluso a la nueva vida, y tampoco le pareció mala, del trabajo a la tintorería y de la tintorería al trabajo, con algunas citas como la que tenía esa tarde con Félix en la misma sastrería de la calle Mesón de Paredes, donde le estaban haciendo el traje a su amigo, y donde él quería que le hiciesen otro.

Pero no acudió ni tampoco fue adormir esa noche del 20 de marzo a casa del tintorero.

Por la mañana, Félix, lleno de inquietud, se acercó a la peluquería de Hilario Casín.

La vida de Hilario Casín era también para contada, sobre todo por él, como cuando me la contó, en la primavera de 1999, en su pisito de Carabanchel.

Era el menor de los veinticuatro hermanos, y Juan, que era el mayor, se lo había traído del pueblo como había hecho antes con otros, porque el jornal de su padre, el carromatero, no daba para mucho. En Madrid le puso con otro hermano para que le enseñara el oficio de barbero. La guerra le sorprendió en zona nacional, y en ella, encuadrado en la Primera Brigada Mixta de Flechas Azules, estuvo un año pasándole la navaja por la cara a un general italiano, que le cobró cierta ley. Cuando llevaba un año con los fascistas, Hilario, harto ya, se las ingenió para pasarse, y llegó a Madrid sin muchas dificultades. Al final de la guerra les metieron a los dos en la cárcel, al guardia, en Porlier, y a él, en Torrijos. Allí, en capilla, se pasó un año, pero logró salir y rehacer como todos, poco a poco, su vida. El trabajo en la calle Latoneros era bueno, gustándole a uno cortar el pelo y rapar barbas.

Félix preguntó al aprendiz dónde estaba Hilario Casín y el chaval dijo que no sabía, que iba a preguntárselo al otro oficial, que había salido a hacer un recado allí mismo.

Plaza creía que Hilario pertenecía también al PCE, aunque no habían hablado nunca de ello. En cambio a mí, en 1999, seguía negándomelo. Lo negó todo. No conoció a nadie, no sabía nada, no trató a ninguno de los amigos de su hermano (pero Plaza sabía dónde vivía). Temía Hilario Casín que quizá las cosas volvieran de nuevo a aquellos años, y era mejor ser discreto. Era simpatizante, desde luego, de esas ideas, y hablaba mucho con su hermano de la Unión Nacional. Pero también creía Hilario que exponerse como se exponía Juan a ser de tenido, cuando las divisiones de Leclerc y de Patton iban a cruzar los Pirineos de un momento a otro y a restablecer aquí la democracia, era una temeridad absurda. Y así se lo había estado diciendo el pequeño al mayor muchas veces. Sin ir más lejos, el día anterior.

Llegaron el aprendiz y el oficial juntos, y éste le dijo que no sabía qué habría podido suceder, porque le extrañaba que Hilario, que era muy formal, no hubiera venido esa mañana a trabajar.

Félix no receló nada malo, y se personó en casa de Hilario Casín, que conocía de otras veces, cerca del puente de Segovia.

Allí se encontró con una hija de Juan Casín. Tenía unos dieciocho o diecinueve años. Estaba muy nerviosa. Le informó de que el día anterior la policía había llegado a casa, habían detenido a su madre, luego se habían ido a por su padre, que estaba de servicio, y les habían llevado a los dos a Gobernación, y le dijo también que habían descubierto la imprenta. Cuando ella llegó, vio de lejos a la policía, receló y corrió en busca de su tío Hilario. Éste y su tía acababan de dejar la casa del guardia y habían vuelto a la suya porque su tía tenía que dar de mamar a su hijo. Pero cuando la muchacha preguntó allí, le dijeron que Hilario y la tía, después de amamantar al niño, habían marchado al cine.

Era lo único que se podía hacer en España, ver cine. Lo único que le hacía olvidarse a todo el mundo durante dos horas de su propia vida, de la escasez, del frío, de los recuerdos, de la tristeza. El cine, cualquier cine que no fuese español, salvó a España en esos años, de eso no hay duda. La muchacha encontró a sus tíos en la cola del Goya, en el paseo de Extremadura. Echaban El forastero, de Gary Cooper. La muchacha contó a sus tíos lo sucedido. Hilario, preocupado, se despidió allí mismo de su mujer, y, no sin antes advertir a la muchacha que no se le ocurriera ni volver a casa de sus padres ni asomarse a la de él, desapareció para una fuga que duraría meses, durmiendo aquí y allá, a salto de mata. Y esa misma noche, después de que la mujer de Hilario recogiese a sus sobrinas pequeñas, que pasaron la tarde en la DGS, se presentó la policía en su casa preguntando por el peluquero, y al no encontrarlo, furiosos, se llevaron a su suegro, un hombre viejo y enfermo, al que acababan de devolver hacía unas horas, cuando la paliza salvaje que le propinaron les convenció de que en verdad no sabía dónde podía haberse escondido su yerno Hilario.

Félix Plaza escuchó todas estas noticias anonadado. Y supuso que a Domingo hubieran podido detenerle también.

En un minuto había cambiado todo en su vida. De momento descartó aparecer por casa del tintorero. A esas horas estaría ya vigilada. Así que fue a ver a una hermana suya, que vivía en la Cava de San Miguel. Félix había ido a comer por allí algunas veces, y su hermana le fue facilitando alojamiento por algunas noches en diversas casas, en las que desde luego no podían sospechar ni por asomo que había sido uno de los del asalto a la subdelegación. Pero tampoco le preguntaron nada, porque eso de andar escondiéndose en Madrid era algo muy corriente.

Dos o tres días más tarde Vitini se encontró a Félix verdaderamente desesperado. Éste le contó que creía que habían detenido a Domingo, y suponía, y suponía bien, que le estarían buscando a él. Ni siquiera tenía una buena documentación ni dinero. Vitini explotó de ira. ¿Cómo que no tenía dinero? ¿Qué había hecho con todo el que les había dado? Félix Plaza reconoció avergonzado que se había ido, no sabía en qué, y empezó la numeración por el traje, unos zapatos, dos camisas que había encargado a una camisera, alguna mujer. Vitini le atajó, y le despidió secamente allí mismo, aunque le garantizó que le proporcionaría una documentación y algo de dinero.

Félix se impacientaba cada vez más. No podía esperar tanto, y buscó de nuevo a Vitini al día siguiente: exigía que se le encontrase una salida. Vitini acudió a la cita con Dalmacio, que le estaba ayudando esos días como lugarteniente. Félix lo conocía ya de habérselo presentado Hilario Pérez. Vitini le dijo que a partir de ese momento Dalmacio iba a ser su contacto y, en efecto, al día siguiente le entregó a Félix una documentación a nombre de Rafael Jiménez, doscientas pesetas y un anuncio del periódico, en el que se ofrecían habitaciones para alquilar, en la calle General Pardiñas.

A los dos días Félix se encontró con Manzanares, su viejo amigo de la 46 División Mixta. Tampoco le llegaba la camisa al cuerpo. Después de la caída de Casín y el descubrimiento de la imprenta tenía miedo a ser detenido en cualquier momento, y le confirmó que se había desatado una verdadera cacería. Las caídas se contaban por docenas. Estaba cayendo todo el mundo, así que antes de despedirse le sugirió a Félix que rompiera todo contacto con la organización de guerrilleros. La sugerencia se convirtió horas después en una orden de Vitini. Para cualquier cosa le buscarían en la pensión de General Pardiñas.

Estaban llegando al final, pero nadie quería darse cuenta. Incluso el propio Vitini, al tiempo que preparaba la retirada a los cuarteles de invierno, encargaba a Hilario Pérez la formación de otro grupo guerrillero, y de una manera distraída sacó unos billetes y se los tendió. Hilario Pérez al principio no entendía qué significaba aquello. Vitini le ofrecía dinero, como se lo había estado ofreciendo a Dalmacio, a Félix y a Carmona, es decir, como se lo ofrecía a todos los jefes de grupo. Hilario se indignó, porque él hacía todo aquello por unos ideales, no era un mercenario. Entre los dos hombres se cruzaron miradas de incomprensión y un abismo ante el cual ambos sintieron vértigo, pero ninguno se atrevió a abrir una discusión en ese momento. Vitini se guardó el dinero y siguió con su conversación como si no hubiese sucedido nada, prometiéndole para su nuevo grupo tres hombres más, dos de unos treinta años y otro de unos cincuenta, que ni siquiera tuvieron tiempo de entrar en acción, como tampoco el grupo número 6, capitaneado por un chófer gordo, con gafas, que se llamaba Joaquín Álvarez Mena, a todos los cuales les armó Vitini. Los últimos días que les quedaban de libertad los dedicaron a preparar alguna panfletada y la pegada de pasquines para conmemorar el aniversario de la República.

Mientras, Dalmacio, que seguía viviendo en casa de Isabel Alvarado, utilizó a ésta para algunos camelleos de propaganda, que cuando tuvo en casa, guardó debajo de la cama, así como detrás de un cuadro de la Virgen camufló malamente el papelito con la información sobre Víctor de la Serna, quien salvó su vida porque tres días después los hombres que iban a acabar con ella serían detenidos.