CAPÍTULO 20

Me peleo con mi familiar cretino

Una lancha guardacostas nos recogió, pero estaban demasiado ocupados para retenernos mucho tiempo o preguntarse cómo tres chavales vestidos con ropas de calle habían aparecido en medio de la bahía. Había que ocuparse de aquel desastre. Las radios estaban colapsadas con llamadas de socorro.

Nos dejaron en el embarcadero de Santa Mónica con unas toallas en los hombros y botellas de agua en las que se leía: «¡Soy aprendiz de guardacostas!». Luego se marcharon a toda prisa para salvar a más gente.

Teníamos la ropa empapada. Cuando la lancha guardacostas había aparecido, recé en silencio para que no me sacaran del agua con la ropa perfectamente seca, lo que habría provocado incredulidad y preguntas. Así que me esforcé en empaparme, y vaya si mi resistencia mágica al agua me abandonó. También iba descalzo, pues le había dado mis zapatos a Grover. Mejor que los guardacostas se preguntaran por qué uno de nosotros iba descalzo que por qué tenía pezuñas.

Nos desplomamos sobre la arena y observamos la ciudad en llamas, recortada contra el precioso amanecer. Me sentía como si acabara de volver de entre los muertos; cosa que había hecho literalmente. La mochila me pesaba por el rayo maestro, pero el corazón aún me pesaba más después de haber visto a mi madre.

—No puedo creerlo —comentó Annabeth—. Hemos venido hasta aquí para…

—Fue una trampa —dije—. Una estrategia digna de Atenea.

—Eh —me advirtió.

—Pero ¿es que no lo pillas?

Bajó la mirada y se sosegó.

—Sí. Lo pillo.

—¡Bueno, pues yo no! —se quejó Grover—. ¿Va a explicarme alguien…?

—Percy —dijo Annabeth—. Siento lo de tu madre. No te puedes imaginar cuánto…

Fingí no oírla. Si me ponía a hablar de mi madre, me echaría a llorar como un crío.

—La profecía tenía razón —añadí—. «Irás al oeste, donde te enfrentarás al dios que se ha rebelado». Pero no era Hades. Hades no deseaba una guerra entre los Tres Grandes. Alguien más ha planeado el robo. Alguien ha robado el rayo maestro de Zeus y el yelmo de Hades, y me ha cargado a mí el mochuelo por ser hijo de Poseidón. Le echarán la culpa a Poseidón por ambas partes. Al atardecer de hoy, habrá una guerra en tres frentes. Y la habré provocado yo.

Grover meneó la cabeza, alucinado. Luego preguntó:

—¿Quién podría ser tan malvado? ¿Quién desearía una guerra tan letal?

—Veamos, déjame pensar —dije, mirando alrededor.

Y ahí estaba, esperándonos, enfundado en el guardapolvo de cuero negro y las gafas de sol, un bate de béisbol de aluminio apoyado en el hombro. La moto rugía a su lado, y el faro volvía rojiza la arena.

—Eh, chaval —me llamó Ares, al parecer complacido de verme—. Deberías estar muerto.

—Me has engañado —le dije—. Has robado el yelmo y el rayo maestro.

Ares sonrió.

—Bueno, a ver, yo no los he robado personalmente. ¿Los dioses toqueteando los símbolos de otros dioses? De eso nada. Pero tú no eres el único héroe en el mundo que se dedica a los recaditos.

—¿A quién utilizaste? ¿A Clarisse? Estaba allí en el solsticio de invierno.

La idea pareció divertirle.

—No importa. Mira, chaval, el asunto es que estás impidiendo los esfuerzos en pos de la guerra. Verás, tenías que haber muerto en el inframundo. Entonces el viejo Alga se hubiese cabreado con Hades por matarte. Aliento de Muerto hubiera tenido el rayo maestro y Zeus estaría furioso con él. Pero Hades aún sigue buscando esto… —Se sacó del bolsillo un pasamontañas, del tipo que usan los atracadores de bancos, y lo colocó en medio del manillar de su moto, donde se transformó en un elaborado casco guerrero de bronce.

—El yelmo de oscuridad —dijo Grover, ahogando una exclamación.

—Exacto —repuso Ares—. A ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, Hades se pondrá hecho un basilisco tanto con Zeus como con Poseidón, ya que no sabe cuál le robó el yelmo. Muy pronto habremos organizado un bonito y pequeño festival de mamporros.

—¡Pero si son tu familia! —protestó Annabeth.

Ares se encogió de hombros.

—Los enfrentamientos dentro de una misma familia son los mejores, los más sangrientos. No hay como ver reñir a tu familia, es lo que digo siempre.

—Me diste la mochila en Denver —dije—. El rayo maestro ha estado aquí todo el tiempo.

—Sí y no —contestó Ares—. Quizá es demasiado complicado para tu pequeño cerebro mortal, pero debes saber que la mochila es la vaina del rayo maestro, sólo que un poco metamorfoseada. El rayo está conectado a ella, de manera parecida a esa espada tuya, chaval. Siempre regresa a tu bolsillo, ¿no?

No estaba seguro de cómo Ares sabía aquello, pero supongo que un dios de la guerra suele estar informado sobre las armas.

—En cualquier caso —prosiguió Ares—, hice unos pequeños ajustes mágicos a la vaina para que el rayo sólo volviera a ella cuando llegaras al inframundo. De ese modo, si hubieses muerto por el camino no se habría perdido nada y yo seguiría en posesión del arma.

—Pero ¿por qué simplemente no conservaste el rayo maestro? —pregunté—. ¿Para qué enviarlo a Hades?

De repente Ares se quedó absorto y pareció estar escuchando una voz interior.

—¿Por qué no…? Claro… con ese poder de destrucción… —Seguía absorto. Intercambié una mirada con Annabeth, pero de pronto Ares salió de su extraño trance—. Porque no quería problemas. Mejor que te pillaran a ti con las manos en la masa, llevando el trasto.

—Mientes —dije—. Enviar el rayo maestro al inframundo no fue idea tuya.

—¡Claro que sí! —De sus gafas de sol salieron hilillos de humo, como si estuvieran a punto de incendiarse.

—Tú no ordenaste el robo —insistí—. Alguien más envió a un héroe a robar los dos objetos. Entonces, cuando Zeus te envió en su busca, diste con el ladrón. Pero no se lo entregaste a Zeus. Algo te convenció de que lo dejaras ir. Te quedaste los objetos hasta que otro héroe llegara y completara la entrega. La cosa del foso te está mangoneando.

—¡Soy el dios de la guerra! ¡Nadie me da órdenes! ¡No tengo sueños!

Vacilé.

—¿Quién ha hablado de sueños?

Ares parecía agitado, pero intentó disimularlo con una sonrisa.

—Volvamos a lo nuestro, chaval. Estás vivo y no permitiré que lleves ese rayo al Olimpo. Ya sabes, no puedo arriesgarme a que esos imbéciles testarudos te hagan caso. Así que tendré que matarte. Nada personal, claro.

Chasqueó los dedos. La arena estalló a sus pies y de ella surgió un jabalí, aún más grande y amenazador que el que colgaba encima de la cabaña 5 del Campamento Mestizo. El bicho pateó la arena y me miró con ojos encendidos mientras esperaba la orden de matarme. De inmediato me metí en el agua.

—Pelea tú mismo conmigo, Ares —lo desafié.

Se rió con cierta incomodidad.

—Sólo tienes un talento, chaval: salir corriendo. Huiste de Quimera. Huiste del inframundo. No tienes lo que hace falta.

—¿Asustado?

—Qué tonterías dices. —Pero las gafas habían comenzado a fundírsele por el calor que despedían sus ojos—. No me implico directamente. Lo siento, chaval, no estás a mi nivel.

—¡Percy, corre! —exclamó Annabeth.

El jabalí gigante cargó con sus afilados comillos. Pero yo ya estaba harto de correr delante de monstruos. O de Hades, o de Ares, o de quien fuera. Así que destapé el boli y me aparté a un lado un segundo antes de que la bestia me atropellase, al tiempo que le lanzaba un mandoble. El colmillo derecho del jabalí cayó a mis pies, mientras el desorientado animal chapoteaba en el agua.

—¡Ola! —grité.

Una ola repentina surgió de ninguna parte y envolvió al jabalí, que soltó un mugido y se revolvió en vano. Al instante desapareció engullido por el mar.

Me volví hacia Ares.

—¿Vas a pelear conmigo ahora? —le espeté—. ¿O vas a esconderte detrás de otro de tus cerditos?

Ares estaba morado de rabia.

—Ojo, chaval. Podría convertirte en…

—… ¿una cucaracha o una lombriz? Sí, estoy seguro. Eso evitaría que patearan tu divino trasero, ¿verdad?

Las llamas danzaban por encima de sus gafas.

—No te pases, niño. Estás acabando con mi paciencia y te convertiré en una mancha de grasa.

—Si ganas, conviérteme en lo que quieras y te llevas el rayo —propuse—. Si pierdes, el yelmo y el rayo serán míos y tú te apartas de mi camino.

Ares resopló con desdén y esgrimió su bate de béisbol.

—¿Cómo lo prefieres? ¿Combate clásico o moderno?

Le mostré mi espada.

—Para estar muerto tienes mucha gracia —contestó—. Probemos con el clásico.

Entonces el bate se convirtió en una enorme espada cuya empuñadura era un cráneo de plata con un rubí en la boca.

—Percy, no lo hagas… —me advirtió Annabeth—. Es un dios.

—Es un cobarde —repuse.

Ella tragó saliva y dijo:

—Por lo menos lleva esto, para que te dé suerte. —Se quitó el collar de cuentas y el anillo de su padre y me lo puso al cuello—. Reconciliación —añadió—. Atenea y Poseidón juntos.

Me ruboricé un poco, pero conseguí sonreír.

—Gracias.

—Y toma este amuleto de la suerte —terció Grover, y me tendió una lata aplastada que llevaba en el bolsillo—. Los sátiros estamos contigo.

—Grover… no sé qué decir.

Me dio una palmada en el hombro. Me metí la lata en el bolsillo trasero.

—¿Ya has terminado de despedirte? —Ares avanzó hacia mí. El guardapolvo negro ondeaba tras él, su espada refulgía como el fuego al amanecer—. Llevo toda la eternidad luchando, mi fuerza es ilimitada y no puedo morir. ¿Tú que tienes?

«Menos ego», pensé, pero no dije nada. Mantuve los pies en el agua y me adentré un poco hasta que me llegó a los tobillos. Volví a pensar en lo que Annabeth me había dicho hacía ya tanto tiempo: «Ares tiene fuerza, pero nada más. Y a veces la fuerza debe doblegarse ante la inteligencia».

Un mandoble dirigido a mi cabeza silbó en el aire, pero yo ya no estaba allí. Mi cuerpo pensaba por mí. El agua me hizo botar y me catapultó hacia mi adversario, y cuando bajaba descargué mi espada. Pero Ares era igual de rápido: se retorció y desvió con su empuñadura el golpe que debería haberle dado directamente en la cabeza.

Sonrió socarrón.

—No está mal, no está mal.

Volvió a atacar y me vi obligado a volver a la orilla. Intenté regresar al agua, pero Ares me cortó el paso y me atacó con tal fiereza que tuve que concentrarme al máximo para no acabar hecho trizas. Seguí retrocediendo, alejándome del agua, mi único territorio seguro. No encontraba ningún resquicio para atacar, pues su espada era más larga que Anaklusmos.

«Acércate —me había dicho Luke una vez en nuestras clases de esgrima—. Cuando tu espada sea más corta, acércate».

Me metí en su campo de acción con una estocada, pero Ares estaba esperándolo. Me arrancó la espada de las manos con un brutal mandoble y me dio un golpe en el pecho. Salí despedido hacia atrás, ocho o diez metros. Me habría roto la espalda de no haber caído sobre la blanda arena de una duna.

—¡Percy! —chilló Annabeth—. ¡La policía!

Veía doble y sentía el pecho como si acabaran de atizarme con un ariete, pero conseguí ponerme en pie.

No dejé de mirar a Ares por miedo a que me partiera en dos, pero con el rabillo del ojo vi luces rojas parpadear en el paseo marítimo. Se oyeron frenazos y portezuelas de coche.

—¡Están allí! —gritó alguien—. ¿Lo ve?

Una voz malhumorada de policía:

—Parece ese crío de la tele… ¿Qué diantres…?

—Va armado —dijo otro policía—. Pide refuerzos.

Rodé a un lado mientras la espada de Ares levantaba arena.

Corrí hacia mi espada, la recogí y volví a lanzar una estocada al rostro de Ares, quien volvió a desviarla. Parecía adivinar mis movimientos justo antes de que los ejecutara.

Corrí hacia el agua, obligándolo a seguirme.

—Admítelo, chaval —gruñó Ares—, no tienes ninguna posibilidad. Sólo estoy jugueteando contigo.

Mis sentidos estaban haciendo horas extra. Entendí entonces lo que Annabeth me había dicho sobre que el THDA te mantenía vivo en la batalla. Estaba totalmente despierto, reparaba en el más mínimo detalle. Veía cómo se tensaba Ares e intuía de qué modo atacaría. Asimismo, en todo momento era consciente de que Annabeth y Grover se hallaban a diez metros a mi izquierda. Un segundo coche de policía se acercaba con la sirena aullando. Los espectadores, gente que deambulaba por las calles a causa del terremoto, habían empezado a arremolinarse. Entre la multitud me pareció ver algunos que caminaban con los movimientos raros y trotones de los sátiros disfrazados. También distinguía las formas resplandecientes de los espíritus, como si los muertos hubieran salido del Hades para presenciar el combate. Oí un aleteo coriáceo por encima de mi cabeza.

Más sirenas.

Me metí más en el agua, pero Ares era rápido. La punta de su espada me rasgó la manga y me arañó el antebrazo.

Una voz ordenó por un megáfono:

—¡Tirad las escopetas! ¡Tiradlas al suelo! ¡Ahora!

¿Escopetas?

Miré el arma de Ares, que parecía parpadear: a veces parecía una escopeta, a veces una espada. No sabía qué veían los humanos en mis manos, pero estaba seguro de que, fuera lo que fuese, no iba a ganarme muchas simpatías.

Ares se volvió para lanzar una mirada de odio a nuestro público, lo que me dio un respiro. Había ya cinco coches de policía y una fila de agentes agachados detrás de ellos, apuntándonos con sus armas.

—¡Esto es un asunto privado! —aulló Ares—. ¡Largaos!

Hizo un gesto con la mano y varias lenguas de fuego hicieron presa en los coches patrulla. Los agentes apenas tuvieron tiempo de cubrirse antes de que sus vehículos explotaran. La multitud de mirones se desperdigó al instante.

Ares estalló en carcajadas.

—Y ahora, héroe de pacotilla, vamos a añadirte a la barbacoa.

Atacó. Desvié su espada. Me acerqué lo suficiente para alcanzarlo e intenté engañarlo con una finta, pero paró el golpe. Las olas me golpeaban en la espalda. Ares estaba ya sumergido hasta las rodillas.

Sentí el vaivén del mar, las olas crecer a medida que subía la marea, y de repente tuve una idea. «¡Retrocede y aguanta!», pensé, y el agua detrás de mí así lo hizo. Estaba conteniendo la marea con mi fuerza de voluntad, pero la presión aumentaba como la de una botella de champán agitada.

Ares se adelantó, sonriendo y muy ufano de sí mismo. Bajé la espada fingiendo agotamiento. «Espera, ya casi está», le dije al mar. La presión ya parecía incontenible. Ares levantó su espada y en ese momento dejé ir la marea. Montado en una ola, salí despedido bruscamente por encima del dios.

Un muro de dos metros de agua le dio de lleno y lo dejó maldiciendo y escupiendo algas. Aterricé detrás de él y amagué un golpe a su cabeza, como había hecho antes. Se dio la vuelta a tiempo de levantar la espada, pero esta vez estaba desorientado y no se anticipó a mi truco. Cambié de dirección, salté a un lado y hendí Anaklusmos por debajo del agua. Le clavé la punta en el talón.

El alarido que siguió convirtió el terremoto de Hades en un hecho sin relevancia. Hasta el mismo mar se apartó de Ares, dejando un círculo de arena mojada de quince metros de diámetro. Icor, la sangre dorada de los dioses, brotó como un manantial de la bota del dios de la guerra. Su expresión iba más allá del odio. Era dolor, desconcierto, imposibilidad de creer que lo habían herido.

Cojeó hacia mí, murmurando antiguas maldiciones griegas, pero algo lo detuvo. Fue como si una nube ocultase el sol, pero peor. La luz se desvaneció, el sonido y el color se amortiguaron, y entonces una presencia fría y pesada cruzó la playa, ralentizando el tiempo y bajando la temperatura abruptamente. Me recorrió un escalofrío y sentí que en la vida no había esperanza, que luchar era inútil.

La oscuridad se disipó.

Ares parecía aturdido.

Los coches de policía ardían detrás de nosotros. La multitud de curiosos había huido. Annabeth y Grover estaban en la playa, conmocionados, mientras el agua rodeaba de nuevo los pies de Ares y el icor dorado se disolvía en la marea.

Ares bajó la espada.

—Tienes un enemigo, diosecillo —me dijo—. Acabas de sellar tu destino. Cada vez que alces tu espada en la batalla, cada vez que confíes en salir victorioso, sentirás mi maldición. Cuidado, Perseus Jackson. Mucho cuidado.

Su cuerpo empezó a brillar.

—¡Percy, no mires! —gritó Annabeth.

Aparté la cara mientras el dios Ares revelaba su auténtica forma inmortal. De algún modo supe que si miraba acabaría desintegrado en ceniza.

El resplandor se extinguió.

Volví a mirar. Ares había desaparecido. La marea se apartó para revelar el yelmo de oscuridad de Hades. Lo recogí y me dirigí hacia mis amigos, pero antes de llegar oí un aleteo. Tres ancianas con caras furibundas, sombreros de encaje y látigos fieros bajaron del cielo planeando y se posaron frente a mí.

La furia del medio, la que había sido la señora Dodds, dio un paso adelante. Enseñaba los dientes, pero por una vez no parecía amenazadora. Más bien parecía decepcionada, como si hubiera previsto comerme aquella noche y luego hubiese decidido que podía resultar indigesto.

—Lo hemos visto todo —susurró—. Así pues, ¿de verdad no has sido tú?

Le lancé el casco, que agarró al vuelo, sorprendida.

—Devuélvele eso al señor Hades —dije—. Cuéntale la verdad. Dile que desconvoque la guerra.

Vaciló y la vi humedecerse los labios verdes y apergaminados con una lengua bífida.

—Vive bien, Percy Jackson. Conviértete en un auténtico héroe. Porque si no lo haces, si vuelves a caer en mis garras…

Estalló en carcajadas, saboreando la idea. Después las tres hermanas levantaron el vuelo hacia un cielo lleno de humo y desaparecieron.

Grover y Annabeth me miraban flipados.

—Percy… —dijo Grover—. Eso ha sido alucinante…

—Ha sido terrorífico —terció Annabeth.

—¡Ha sido guay! —se obstinó Grover.

Yo no me sentía aterrorizado, pero tampoco me sentía guay. Estaba agotado y me dolía todo.

—¿Habéis sentido eso… fuera lo que fuese? —pregunté.

Los dos asintieron, inquietos.

—Deben de haber sido las Furias —dijo Grover.

Pero yo no estaba tan seguro. Algo o alguien había evitado que Ares me matara, y quienquiera que fuese era mucho más fuerte que las Furias. Observé a Annabeth, y cruzamos una mirada de comprensión. Supe entonces qué había en el foso, qué había hablado desde la entrada del Tártaro.

Le pedí la mochila a Grover y miré dentro. El rayo maestro seguía allí. Vaya menudencia para provocar casi la Tercera Guerra Mundial.

—Tenemos que volver a Nueva York —dije—. Esta noche.

—Eso es imposible —contestó Annabeth—, a menos que vayamos…

—… volando —completé.

Se me quedó mirando.

—¿Volando?… ¿Te refieres a ir en un avión, sabiendo que así te conviertes en un blanco fácil para Zeus si éste decide reventarte, y además transportando un arma más destructiva que una bomba nuclear?

—Sí —dije—. Más o menos eso. Vamos.