Cebra hasta Las Vegas
El dios de la guerra nos esperaba en el aparcamiento del restaurante.
—Bueno, bueno —dijo—. No os han matado.
—Sabías que era una trampa —le espeté.
Ares sonrió maliciosamente.
—Seguro que ese herrero lisiado se sorprendió al ver en la red a un par de críos estúpidos. Das el pego en la tele, chaval.
Le arrojé su escudo.
—Eres un cretino.
Annabeth y Grover contuvieron el aliento.
Ares agarró el escudo y lo hizo girar en el aire como una masa de pizza. Cambió de forma y se convirtió en un chaleco antibalas. Se lo colocó por la espalda.
—¿Ves ese camión de ahí? —Señaló un tráiler de dieciocho ruedas aparcado en la calle junto al restaurante—. Es vuestro vehículo. Os conducirá directamente a Los Ángeles con una parada en Las Vegas.
El camión llevaba un cartel en la parte trasera, que pude leer sólo porque estaba impreso al revés en blanco sobre negro, una buena combinación para la dislexia: «AMABILIDAD INTERNACIONAL: TRANSPORTE DE ZOOS HUMANOS. PELIGRO: ANIMALES SALVAJES VIVOS».
—Estás de broma —dije.
Ares chasqueó los dedos. La puerta trasera del camión se abrió.
—Billete gratis, pringado. Deja de quejarte. Y aquí tienes estas cosillas por hacer el trabajo.
Sacó una mochila de nailon azul y me la lanzó. Contenía ropa limpia para todos, veinte pavos en metálico, una bolsa llena de dracmas de oro y una bolsa de galletas Oreo con relleno doble.
—No quiero tus cutres… —empecé.
—Gracias, señor Ares —saltó Grover, dedicándome su mejor mirada de alerta roja—. Muchísimas gracias.
Me rechinaron los dientes. Probablemente era un insulto mortal rechazar algo de un dios, pero no quería nada que Ares hubiese tocado. A regañadientes, me eché la mochila al hombro. Sabía que mi ira se debía a la presencia del dios de la guerra, pero seguía teniendo ganas de aplastarle la nariz de un puñetazo. Me recordaba a todos los abusones a los que me había enfrentado: Nancy Bobofit, Clarisse, Gabe el Apestoso, profesores sarcásticos; todos los cretinos que me habían llamado «idiota» en la escuela o se habían reído de mí cada vez que me expulsaban.
Miré el restaurante, que ahora tenía sólo un par de clientes. La camarera que nos había servido la cena nos miraba nerviosa por la ventana, como si temiera que Ares fuera a hacernos daño. Sacó al cocinero de la cocina para que también mirase. Le dijo algo. Él asintió, levantó una cámara y nos sacó una foto.
«Genial —pensé—. Mañana otra vez en los periódicos». Ya me imaginaba el titular: «Delincuente juvenil propina paliza a motorista indefenso».
—Me debes algo más —le dije a Ares—. Me prometiste información sobre mi madre.
—¿Estás seguro de que la soportarás? —Arrancó la moto—. No está muerta.
Todo me dio vueltas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la apartaron de delante del Minotauro antes de que muriese. La convirtieron en un resplandor dorado, ¿no? Pues eso se llama metamorfosis. No muerte. Alguien la tiene.
—¿La tiene? ¿Qué quieres decir?
—Necesitas estudiar los métodos de la guerra, pringado. Rehenes… Secuestras a alguien para controlar a algún otro.
—Nadie me controla.
Se rió.
—¿En serio? Mira alrededor, chaval.
Cerré los puños.
—Sois bastante presuntuoso, señor Ares, para ser un tipo que huye de estatuas de Cupido.
Tras sus gafas de sol, el fuego ardió. Sentí un viento cálido en el pelo.
—Volveremos a vernos, Percy Jackson. La próxima vez que te pelees, no descuides tu espalda.
Aceleró la Harley y salió con un rugido por la calle Delancy.
—Eso no ha sido muy inteligente, Percy —dijo Annabeth.
—Me da igual.
—No quieras tener a un dios de enemigo. Especialmente ese dios.
—Eh, chicos —intervino Grover—. Detesto interrumpiros, pero…
Señaló al comedor. En la caja registradora, los dos últimos clientes pagaban la cuenta, dos hombres vestidos con idénticos monos negros, con un logo blanco en la espalda que coincidía con el del camión: «amabilidad internacional».
—Si vamos a tomar el expreso del zoo —prosiguió Grover—, debemos darnos prisa.
No me gustaba, pero no teníamos opción. Además, ya había tenido suficiente Denver. Cruzamos la calle corriendo, subimos a la parte trasera del camión y cerramos las puertas.
Lo primero que me llamó la atención fue el olor. Parecía la caja de arena para gatos más grande del mundo.
El interior del camión estaba oscuro, hasta que destapé a Anaklusmos. La espada arrojó una débil luz broncínea sobre una escena muy triste. En una fila de jaulas asquerosas había tres de los animales de zoo más patéticos que había visto jamás: una cebra, un león albino y una especie de antílope raro.
Alguien le había tirado al león un saco de nabos que claramente no quería comerse. La cebra y el antílope tenían una bandeja de polispán de carne picada. Las crines de la cebra tenían chicles pegados, como si alguien se hubiera dedicado a escupírselos. Por su parte, el antílope tenía atado a uno de los cuernos un estúpido globo de cumpleaños plateado que ponía: «¡Al otro lado de la colina!».
Al parecer, nadie había querido acercarse lo suficiente al león, y el pobre bicho se removía inquieto sobre unas mantas raídas y sucias, en un espacio demasiado pequeño, entre jadeos provocados por el calor que hacía en el camión. Tenía moscas zumbando alrededor de los ojos enrojecidos, y los huesos se le marcaban.
—¿Esto es amabilidad? —exclamó Grover—. ¿Transporte zoológico humano?
Seguro que habría salido otra vez a sacudirles a los camioneros con su flauta de juncos, y desde luego yo le habría ayudado, pero justo entonces el camión arrancó y el tráiler empezó a sacudirse, así que nos vimos obligados a sentarnos o caer al suelo.
Nos apiñamos en una esquina junto a unos sacos de comida mohosos, intentando hacer caso omiso del hedor, el calor y las moscas. Grover intentó hablar con los animales mediante una serie de balidos, pero se lo quedaron mirando con tristeza. Annabeth estaba a favor de abrir las jaulas y liberarlos al instante, pero yo señalé que no serviría de nada hasta que el camión parara. Además, me daba la sensación de que teníamos mucho mejor aspecto para el león que aquellos nabos.
Encontré una jarra de agua y les llené los cuencos, después usé a Anaklusmos para sacar la comida equivocada de sus jaulas. Le di la carne al león y los nabos a la cebra y el antílope.
Grover calmó al antílope, mientras Annabeth le cortaba el globo del cuerno con su cuchillo. Quería también cortarle los chicles a la cebra, pero decidimos que sería demasiado arriesgado con los tumbos que daba el camión. Le dijimos a Grover que les prometiera a los animales que seguiríamos ayudándolos por la mañana, después nos preparamos para pasar la noche.
Grover se acurrucó junto a un saco de nabos; Annabeth abrió una caja de nuestras Oreos con relleno doble y mordisqueó una sin ganas; yo intenté alegrarme pensando que ya estábamos a medio camino de Los Angeles. A medio camino de nuestro destino. Sólo estábamos a 14 de junio. El solsticio no era hasta el 21. Teníamos tiempo de sobra.
Por otro lado, no tenía idea de qué debía esperar. Los dioses no paraban de jugar conmigo. Por lo menos Hefesto había tenido la decencia de ser honesto: había puesto cámaras y me había anunciado como entretenimiento. Pero incluso cuando aquéllas aún no estaban rodando, había tenido la impresión de que mi misión era observada. Yo no era más que una fuente de diversión para los dioses.
—Oye —me dijo Annabeth—, siento haber perdido los nervios en el parque acuático, Percy.
—No pasa nada.
—Es que… —Se estremeció—. ¿Sabes?, las arañas…
—¿Por la historia de Aracne? —supuse—. Acabó convertida en araña por desafiar a tu madre a ver quién tejía mejor, ¿verdad?
Annabeth asintió.
—Los hijos de Aracne llevan vengándose de los de Atenea desde entonces. Si hay una araña a un kilómetro a la redonda, me encontrará. Detesto a esos bichejos. De todos modos, te la debo.
—Somos un equipo, ¿recuerdas? —dije—. Además, el vuelo molón lo ha hecho Grover.
Pensaba que estaba dormido, pero desde la esquina murmuró:
—¿A que he estado total?
Annabeth y yo nos reímos. Sacó una Oreo y me dio la mitad.
—En el mensaje Iris… ¿de verdad Luke no dijo nada?
Mordisqueé mi galleta y pensé en cómo responder. La conversación del arco iris me había tenido preocupado durante toda la tarde.
—Luke me dijo que él y tú os conocéis desde hace mucho. También dijo que Grover no fallaría esta vez. Que nadie se convertiría en pino.
Al débil resplandor de la espada era difícil leer sus expresiones.
Grover baló lastimeramente.
—Debería haberte contado la verdad desde el principio. —Le tembló la voz—. Pensaba que si sabías lo bobo que era, no me querrías a tu lado.
—Eras el sátiro que intentó rescatar a Thalia, la hija de Zeus.
Asintió con tristeza.
—Y los otros dos mestizos de los que se hizo amiga Thalia, los que llegaron sanos y salvos al campamento… —Miré a Annabeth—. Erais tú y Luke, ¿verdad?
Annabeth dejó su Oreo sin comer.
—Como tú dijiste, Percy, una mestiza de siete años no habría llegado muy lejos sola. Atenea me guió hacia la ayuda. Thalia tenía doce; Luke, catorce. Los dos habían huido de casa, como yo. Les pareció bien llevarme. Eran… unos luchadores increíbles contra los monstruos, incluso sin entrenamiento. Viajamos hacia el norte desde Virginia, sin ningún plan real, evitando monstruos hasta que Grover nos encontró.
—Se suponía que tenía que escoltar a Thalia al campamento —dijo Grover entre sollozos—. Sólo a Thalia. Tenía órdenes estrictas de Quirón: no hagas nada que ralentice el rescate. Verás, sabíamos que Hades le iba detrás, pero no podíamos dejar a Luke y Annabeth solos. Pensé… que podría llevarlos a los tres sanos y salvos. Fue culpa mía que nos alcanzaran las Benévolas. Me quedé en el sitio. Me asusté de vuelta al campamento y me equivoqué de camino. Si hubiese sido un poquito más rápido…
—Ya basta —lo interrumpió Annabeth—. Nadie te echa la culpa. Thalia tampoco te culpaba.
—Se sacrificó para salvarnos. Murió por mi culpa. Así lo dijo el Consejo de los Sabios Ungulados.
—¿Porque no pensabas dejar a otros dos mestizos atrás? —dije—. Eso es injusto.
—Percy tiene razón —convino Annabeth—. Yo no estaría aquí hoy de no ser por ti, Grover. Ni Luke. No nos importa lo que diga el Consejo.
Grover siguió sollozando en la oscuridad.
—¡Menuda suerte tengo! Soy el sátiro más torpe de todos los tiempos y voy a dar con los dos mestizos más poderosos del siglo, Thalia y Percy.
—No eres torpe —insistió Annabeth—. Y eres más valiente que cualquier otro sátiro que haya conocido. Nómbrame alguno que se atreva a ir al inframundo. Seguro que Percy también se alegra de que estés aquí.
Me dio una patada en la espinilla.
—Sí —contesté, aunque lo habría dicho incluso sin la patada—. No fue la suerte lo que hizo que nos encontraras a Thalia y a mí, Grover. Eres el sátiro con más buen corazón del mundo. Eres un buscador nato. Por eso serás el que encuentre a Pan.
Oí un hondo suspiro de satisfacción. Esperé que Grover dijera algo, pero sólo volvió más pesada su respiración. Cuando empezó a roncar, me di cuenta de que se había dormido.
—¿Cómo lo hará? —me asombré.
—No lo sé —repuso Annabeth—. Pero ha sido muy bonito eso que le has dicho.
—Hablaba en serio.
Guardamos silencio varios kilómetros, zarandeados contra los sacos de comida. La cebra comía nabos. El león lamía lo que quedaba de carne picada y me miraba esperanzado.
Annabeth se frotó el collar como si estuviera concentrada pensando.
—Esa cuenta del pino —le pregunté—, ¿es del primer año?
Miró el collar. No se había dado cuenta de lo que estaba haciendo.
—Sí —contestó—. Cada agosto, los consejeros eligen el evento más importante del verano y lo pintan en las cuentas de ese año. Tengo el pino de Thalia, un trirreme griego en llamas, un centauro con traje de graduación… Bueno, ése sí que fue un verano raro…
—¿Y el anillo universitario es de tu padre?
—Eso no es asunto… —Se detuvo—. Sí. Sí que lo es.
—No tienes que contármelo.
—No… no pasa nada. —Inspiró con dificultad—. Mi padre me lo envió metido en una carta, hace dos veranos. El anillo era… En fin, su mayor recuerdo de Atenea. No habría superado su doctorado en Harvard sin ella… Bueno, es una larga historia. En cualquier caso, dijo que quería que lo tuviera. Se disculpó por haber sido un estúpido, dijo que me quería y me echaba de menos. Quería que volviera a casa y viviera con él.
—Eso no suena tan mal.
—Sí, bueno… El problema es que me lo creí. Intenté volver a casa aquel año académico, pero mi madrastra seguía como siempre. No quería que sus hijos corrieran peligro por vivir con un bicho raro. Los monstruos atacaban. Peleábamos. Los monstruos atacaban. Peleábamos. No llegué a las vacaciones de Navidad. Llamé a Quirón y volví directamente al Campamento Mestizo.
—¿Crees que podrás vivir con tu padre otra vez?
No me miraba a los ojos.
—Por favor. Paso de autoinfligirme daño.
—No deberías desistir —le dije—. Deberías escribirle una carta o algo así.
—Gracias por el consejo —me dijo fríamente—, pero mi padre ha escogido con quién quiere vivir.
Guardamos silencio durante unos cuantos kilómetros.
—Así que si los dioses pelean —dije al cabo—, ¿se alinearán del mismo modo que en la guerra de Troya? ¿Irá Atenea contra Poseidón?
Annabeth apoyó la cabeza en la mochila que Ares nos había dado y cerró los ojos.
—No sé qué hará mi madre. Sólo sé que yo lucharé en tu bando.
—¿Por qué?
—Porque eres mi amigo, sesos de alga. ¿Alguna otra pregunta idiota?
No se me ocurría qué decir. Afortunadamente no tuve que hacerlo. Annabeth se había dormido.
Yo tuve problemas para seguir su ejemplo, con Grover roncando y un león albino mirándome hambriento, pero al final cerré los ojos.
La pesadilla se inició como algo que había soñado antes un millón de veces: me obligaban a realizar un examen oficial metido en una camisa de fuerza. Los demás chicos estaban saliendo al patio y el profesor no paraba de decir: «Venga, Percy. No eres tonto, ¿verdad? Agarra el lápiz».
Y entonces el sueño se desviaba de su camino habitual.
Miraba hacia el pupitre de al lado y veía a una chica sentada allí, también con camisa de fuerza. Tenía mi edad, el pelo negro y revuelto, peinado a lo punk, los ojos verdes y tormentosos pintados con lápiz oscuro, y pecas en la nariz. De algún modo, sabía quién era: Thalia, hija de Zeus.
Ella forcejeaba con la camisa de fuerza, me lanzaba una airada mirada de frustración y espetaba:
—Bueno, sesos de alga. Uno de los dos tendrá que salir de aquí.
«Tiene razón —pensaba yo en el sueño—. Voy a volver a esa cueva. Voy a darle a Hades mi opinión».
La camisa de fuerza se desvanecía. Caía a través del suelo de la clase. La voz del maestro se volvía fría y malvada, resonando desde las profundidades de un gran abismo.
—Percy Jackson —decía—. Sí, veo que el intercambio ha funcionado.
Estaba otra vez en la caverna oscura, los espíritus de los muertos vagaban alrededor. Oculta en el foso, la cosa monstruosa hablaba, pero esta vez no se dirigía a mí. El poder entumecedor de su voz parecía dirigido hacia otro lugar.
—¿Y no sospecha nada? —preguntaba.
Otra voz, una que me resultaba conocida, respondía a mi espalda:
—Nada, mi señor. Está totalmente en la inopia.
Yo miraba, pero no había nadie. El que hablaba era invisible.
—Un engaño tras otro —musitaba la cosa del foso—. Excelente.
—En serio, mi señor —decía la voz a mi lado—, hacen bien en llamaros el Retorcido, pero ¿era esto realmente necesario? Podría haberos traído lo que robé directamente…
—¿Tú? —se burlaba el monstruo—. Has mostrado tus límites con creces. Me habrías fallado por completo de no haber intervenido yo.
—Pero, mi señor…
—Haya paz, pequeño sirviente. Estos seis meses nos han rendido mucho. La ira de Zeus ha aumentado. Poseidón ha jugado su carta más desesperada. Ahora la usaremos contra él. Pronto obtendrás la recompensa que deseas, y tu venganza. En cuanto ambos objetos me sean entregados… Pero espera. Está aquí.
—¿Qué? —El sirviente invisible de repente parecía tensarse—. ¿Lo habéis convocado, mi señor?
—No. —El monstruo centraba toda la fuerza de su atención en mí, dejándome inmóvil en el sitio—. Maldita sea la sangre de su padre: es demasiado voluble, demasiado impredecible. El chico ha venido solo.
—¡Imposible! —gritaba el sirviente.
—¡Para un débil como tú, puede! —rugía la voz. Entonces su frío poder se volvía hacia mí—. Así que… ¿quieres soñar con tu misión, joven mestizo? Pues te lo concederé.
La escena cambiaba.
Estaba de pie en un enorme salón del trono con paredes de mármol negro y suelos de bronce. El trono, vacío y horrendo, estaba hecho de huesos humanos soldados. De pie, junto al pedestal, estaba mi madre, helada en una luz dorada reluciente, con los brazos extendidos.
Intentaba acercarme a ella, pero las piernas no me respondían. Estiraba los brazos para alcanzarla, pero sólo para comprobar que se me estaban secando hasta los huesos. Esqueletos sonrientes con armaduras griegas se cernían sobre mí, me envolvían en una túnica de seda y me coronaban con laureles que olían como el veneno de Quimera y me quemaban la piel.
La voz malvada se echaba a reír.
—¡Salve, héroe conquistador!
Desperté con un sobresalto.
Grover me sacudía por el hombro.
—El camión ha parado —dijo—. Creemos que vendrán a ver los animales.
—¡Escóndete! —susurró Annabeth.
Ella lo tenía fácil. Se puso la gorra de invisibilidad y desapareció. Grover y yo tuvimos que escondernos detrás de unos sacos de comida y confiar en parecer nabos.
Las puertas traseras chirriaron al abrirse. La luz del sol y el calor se colaron dentro.
—¡Qué asco! —rezongó uno de los camioneros mientras sacudía la mano por delante de su fea nariz—. Ojalá transportáramos electrodomésticos. —Subió y echó agua de una jarra en los platos de los animales—. ¿Tienes calor, chaval? —le preguntó al león, y le vació el resto del cubo directamente en la cara.
El león rugió, indignado.
—Vale, vale, tranquilo —dijo el hombre.
A mi lado, bajo los sacos de nabos, Grover se puso tenso. Para ser un herbívoro amante de la paz, parecía bastante mortífero, la verdad.
El camionero le lanzó al antílope una bolsa de Happy Meal aplastada. Le dedicó una sonrisita malévola a la cebra.
—¿Qué tal te va, Rayas? Al menos de ti nos deshacemos en esta parada. ¿Te gustan los espectáculos de magia? Éste te va a encantar. ¡Van a serrarte por la mitad!
La cebra, aterrorizada y con los ojos como platos, me miró fijamente.
No emitió sonido alguno, pero la oí decir con nitidez: «Por favor, señor, liberadme». Me quedé demasiado conmocionado para reaccionar.
Se oyeron unos fuertes golpes a un lado del camión.
El camionero gritó:
—¿Qué quieres, Eddie?
Una voz desde fuera —sería la de Eddie—, gritó:
—¿Maurice? ¿Qué dices?
—¿Para qué das golpes?
Toe, toe, toe.
Desde fuera, Eddie gritó:
—¿Qué golpes?
Nuestro tipo, Maurice, puso los ojos en blanco y volvió fuera, maldiciendo a Eddie por ser tan imbécil.
Un segundo más tarde, Annabeth apareció a mi lado. Debía de haber dado los golpes para sacar a Maurice del camión.
—Este negocio de transporte no puede ser legal —dijo.
—No me digas —contestó Grover. Se detuvo, como si estuviera escuchando—. ¡El león dice que estos tíos son contrabandistas de animales!
«Es verdad», me dijo la voz de la cebra en mi mente.
—¡Tenemos que liberarlos! —sugirió Grover, y tanto él como Annabeth se quedaron mirándome, esperando que los dirigiera.
Había oído hablar a la cebra, pero no al león. ¿Por qué? Quizá se debiera a otra disfunción cognitiva… Quizá sólo podía entender a las cebras. Entonces pensé: caballos. ¿Qué había dicho Annabeth sobre que Poseidón había creado los caballos? ¿Se parecía una cebra lo suficiente a un caballo? ¿Por eso era capaz de entenderla?
La cebra dijo: «Ábrame la jaula, señor. Por favor. Después yo me las apañaré por mi cuenta».
Fuera, Eddie y Maurice aún seguían gritándose, pero sabía que volverían en cualquier momento para atormentar otra vez a los animales. Empuñé la espada y destrocé el cerrojo de la jaula de la cebra. El pobre animal salió corriendo. Se volvió y me hizo una reverencia con la cabeza. «Gracias, señor».
Grover levantó las manos y le dijo algo a la cebra en idioma cabra, una especie de bendición.
Justo cuando Maurice volvía a meter la cabeza dentro para ver qué era aquel ruido, la cebra saltó por encima de él y salió a la calle. Se oyeron gritos y bocinas. Nos abalanzamos sobre las puertas del camión a tiempo de ver a la cebra galopar por un ancho bulevar lleno de hoteles, casinos y letreros de neón a cada lado. Acabábamos de soltar una cebra en Las Vegas.
Maurice y Eddie corrieron detrás de ella, y a su vez unos cuantos policías detrás de ellos, que gritaban:
—¡Eh, para eso necesitan un permiso!
—Este sería un buen momento para marcharnos —dijo Annabeth.
—Los otros animales primero —intervino Grover.
Rompí los cerrojos con la espada. Grover levantó las manos y les dedicó la misma bendición caprina que a la cebra.
—Buena suerte —les dije a los animales. El antílope y el león salieron de sus jaulas con ganas y se lanzaron juntos a la calle.
Algunos turistas gritaron. La mayoría sólo se apartaron y sacaron fotos, probablemente convencidos de que era algún espectáculo publicitario de los casinos.
—¿Estarán bien los animales? —le pregunté a Grover—. Quiero decir, con el desierto y tal…
—No te preocupes —me contestó—. Les he puesto un santuario de sátiro.
—¿Que significa?
—Significa que llegarán a la espesura a salvo —dijo—. Encontrarán agua, comida, sombra, todo lo que necesiten hasta hallar un lugar donde vivir a salvo.
—¿Por qué no nos echas una bendición de ésas a nosotros? —le pregunté.
—Sólo funciona con animales salvajes.
—Así que sólo afectaría a Percy —razonó Annabeth.
—¡Eh! —protesté.
—Es una broma —contestó—. Vamos, salgamos de este camión asqueroso.
Salimos a trompicones a la tarde en el desierto. Debía de haber cuarenta y cinco grados, así que seguramente parecíamos vagabundos refritos, pero todo el mundo estaba demasiado interesado en los animales salvajes para prestarnos atención.
Pasamos junto al Monte Casio y el MGM. Dejamos atrás unas pirámides, un barco pirata y la estatua de la Libertad, una réplica bastante pequeña pero que me provocó la misma añoranza.
No estaba seguro de qué íbamos buscando. Tal vez sólo un lugar donde librarnos del calor por unos instantes, encontrar un sandwich y un vaso de limonada y trazar un nuevo plan para llegar a Los Ángeles.
Debimos de girar en el lugar equivocado, porque de repente nos encontramos en un callejón sin salida, delante del Hotel Casino Loto. La entrada era una enorme flor de neón cuyos pétalos se encendían y parpadeaban. Nadie salía ni entraba, pero las brillantes puertas cromadas estaban abiertas, y del interior emergía un aire acondicionado con aroma de flores: flores de loto, quizá. Jamás las había olido, así que no estaba seguro.
El portero nos sonrió.
—Ey, chicos. Parecéis cansados. ¿Queréis entrar y sentaros?
Durante la última semana había aprendido a sospechar. Suponía que cualquiera podía ser un monstruo o un dios. No se podía saber. Pero aquel tipo era normal. Saltaba a la vista. Además, me sentí tan aliviado al oír a alguien que parecía comprensivo que asentí y le dije que nos encantaría entrar. Dentro, echamos un vistazo y Grover exclamó:
—¡Uau!
El recibidor entero era una sala de juegos gigante. Y no me refiero a los comecocos cutres o las máquinas tragaperras. Había un tobogán de agua que rodeaba el ascensor de cristal como una serpiente, de una altura de por lo menos cuarenta plantas. Había un muro de escalar a un lado del edificio, así como un puente desde el que hacer puenting. Y cientos de videojuegos, cada uno del tamaño de una televisión gigante. Básicamente, tenía todo lo que se te pueda ocurrir. Vi a otros chicos jugando, pero no muchos. No había que esperar para ningún juego. Por todas partes se veían camareras y bares que servían todo tipo de comida.
—¡Eh! —dijo un botones. Por lo menos eso me pareció. Llevaba una camisa hawaiana blanca y amarilla con dibujos de lotos, pantalones cortos y chanclas—. Bienvenidos al Casino Loto. Aquí tienen la llave de su habitación.
—Esto, pero… —mascullé.
—No, no —dijo sonriendo—. La cuenta está pagada. No tienen que pagar nada ni dar propinas. Sencillamente suban a la última planta, habitación cuatro mil uno. Si necesitan algo, como más burbujas para la bañera caliente, o platos en el campo de tiro, lo que sea, llamen a recepción. Aquí tienen sus tarjetas LotusCash. Funcionan en los restaurantes y en todos los juegos y atracciones.
Nos entregó a cada uno una tarjeta de crédito verde.
Sabía que tenía que tratarse de un error. Evidentemente pensaba que éramos los hijos de algún millonario. Pero acepté la tarjeta y pregunté:
—¿Cuánto hay aquí?
—¿Qué quiere decir? —inquirió con ceño.
—Quiero decir que… ¿cuánto se puede gastar aquí?
Se rió.
—Ah, estaba bromeando. Bueno, eso mola. Disfruten de su estancia.
Subimos al ascensor y buscamos nuestra habitación. Era una suite con tres dormitorios separados y un bar lleno de caramelos, refrescos y patatas. Línea directa con el servicio de habitaciones. Toallas mullidas, camas de agua y almohadas de plumas. Una gran pantalla de televisión por satélite e internet de alta velocidad. En el balcón había otra bañera de agua caliente y, como había dicho el botones, una máquina para disparar platos y una escopeta, así que se podían lanzar palomas de arcilla por encima del horizonte de Las Vegas y llenarlas de plomo. Yo no creía que aquello fuera legal, pero desde luego molaba. La vista de la Franja, la calle principal de la ciudad, y el desierto era alucinante, aunque dudaba que tuviera tiempo para admirar la vista con una habitación como aquélla.
—¡Madre mía! —exclamó Annabeth—. Este sitio es…
—Genial —concluyó Grover—. Absolutamente genial.
Había ropa en el armario, de mi talla. Puse cara de extrañeza.
Tiré la mochila de Ares a la basura. Ya no iba a necesitarla. Cuando nos marcháramos, podría apuntar otra a mi cuenta en la tienda del hotel. Me di una ducha, que me sentó fenomenal tras una semana de viaje mugriento. Me cambié de ropa, comí una bolsa de patatas, bebí tres Coca-Colas y acabé sintiéndome mejor que en mucho tiempo. En el fondo de mi mente, algún problemilla seguía incordiándome. Habría tenido un sueño o algo… tenía que hablar con mis amigos. Pero estaba seguro de que podía esperar.
Salí de la habitación y descubrí que Annabeth y Grover también se habían duchado y cambiado de ropa. Grover comía patatas con fruición, mientras Annabeth encendía el canal del National Geographic.
—Con todos los canales que hay —le dije—, y tú pones el National Geographic. ¿Estás majara?
—Emiten programas interesantes.
—Me siento bien —comentó Grover—. Me encanta este sitio.
Sin que reparara siquiera en ello, las alas de sus zapatillas se desplegaron y por un momento lo levantaron treinta centímetros del suelo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Annabeth—. ¿Dormimos?
Grover y yo nos miramos y sonreímos. Ambos levantamos nuestras tarjetas de plástico verde LotusCash.
—Hora de jugar —dije.
No recordaba la última vez que me lo había pasado tan bien. Venía de una familia relativamente pobre. Nuestra idea de derroche era salir a comer a un Burger King y alquilar un vídeo. ¿Un hotel de Las Vegas de cinco estrellas? Ni hablar.
Hice puenting en el recibidor cinco o seis veces, bajé por el tobogán, practiqué snowboard en la ladera de nieve artificial y jugué a un juego de realidad virtual con pistolas láser y a otro de tiro al blanco del FBI. Vi a Grover unas cuantas veces, pasando de juego en juego. Le encantó el cazador cazado: donde el ciervo sale a disparar a los sureños. Vi a Annabeth jugar a juegos de trivial y otras cosas para cerebritos. Tenían un juego enorme de simulación en 3D en el que construías tu propia ciudad y, de hecho, veías los edificios holográficos levantarse en el tablero. A mí no me pareció gran cosa, pero a ella le encantó.
No sé en qué momento me di cuenta de que algo iba mal.
Probablemente fue cuando reparé en el chico que tenía a mi lado en el tiro al blanco de realidad virtual. Tendría unos trece años, pero llevaba ropa muy rara. Pensé que sería hijo de algún imitador de Elvis. Vestía vaqueros de campana y una camiseta roja con estampado de tubos negros, y llevaba el pelo repeinado con gomina como un chico de Nueva Jersey en la fiesta de principio de curso.
Jugamos una partida juntos y dijo:
—Cómo enrolla, colega. Llevo aquí dos semanas y los juegos no dejan de mejorar.
«¿Cómo enrolla?».
Más tarde, mientras hablábamos, dije que algo «desentonaba» y me miró sorprendido, como si nunca hubiera oído la palabra. Se llamaba Darrin, pero en cuanto empecé a hacerle preguntas, se aburrió de mí y regresó a la pantalla.
—Eh, Darrin.
—¿Qué?
—¿En qué año estamos? —le pregunté.
Puso ceño.
—¿En el juego?
—No. En la vida real.
Tuvo que pararse a pensarlo.
—En mil novecientos setenta y siete.
—No —dije, y empecé a preocuparme—. En serio.
—Oye, tío, me das malas vibraciones. Tengo una partida que atender.
Después de eso, me ignoró por completo.
Empecé a hablar con los demás, y descubrí que no era fácil. Estaban pegados a la pantalla del televisor, o al videojuego, o a su comida, o a lo que fuera. Encontré un tipo que me dijo que estábamos en 1985; otro, que en 1993. Todos aseguraban que no llevaban demasiado tiempo, sólo unos días, como mucho unas semanas. En realidad ni lo sabían ni les importaba.
Entonces se me pasó por la cabeza: ¿cuánto tiempo llevaba yo allí? Parecía sólo un par de horas, pero ¿cuánto había sido? Intenté recordar por qué estábamos allí. íbamos a Los Ángeles. Teníamos que encontrar la entrada del inframundo. Mi madre… Por un horrible instante me costó recordar su nombre. Sally. Sally Jackson. Tenía que dar con ella. Tenía que evitar que Hades causara la Tercera Guerra Mundial.
Encontré a Annabeth aún construyendo su ciudad.
—Venga —le dije—. Nos marchamos.
No hubo respuesta. La sacudí por los hombros.
—¿Annabeth? —Pareció molestarse.
—¿Qué?
—Tenemos que irnos.
—¿Irnos? ¿De qué estás hablando? Si acabo de construir las torres…
—Este sitio es una trampa.
No respondió hasta que volví a sacudirla.
—¿Qué pasa?
—Escucha. Tenemos una misión, ¿recuerdas?
—Oh, Percy, sólo unos minutos más.
—Annabeth, aquí hay gente desde mil novecientos setenta y siete. Niños que no han crecido más. Te inscribes y te quedas para siempre.
—¿Y qué? —replicó—. ¿Te imaginas un lugar mejor?
La agarré de la muñeca y la aparté del juego.
—¡Eh! —me gritó, e intentó pegarme, pero nadie se molestó siquiera en mirarnos. Estaban demasiado absortos.
La obligué a mirarme a los ojos.
—Arañas. Enormes arañas peludas —le dije.
Eso la estremeció y le aclaró la mirada.
—Oh, santo Olimpo —musitó—. ¿Cuánto tiempo llevamos…?
—No lo sé, pero tenemos que encontrar a Grover.
Tras buscar un buen rato, lo vimos jugando al cazador cazado virtual.
—¡Grover! —llamamos.
Él contestó:
—¡Muere, humano! ¡Muere, asquerosa y contaminante persona!
—¡Grover!
Se volvió con la pistola de plástico y siguió apretando el gatillo, como si sólo fuera otra imagen en la pantalla.
Miré a Annabeth, y entre los dos lo agarramos por los brazos y lo apartamos. Sus zapatos voladores desplegaron las alas y empezaron a tirar de sus piernas en la otra dirección mientras gritaba:
—¡No! ¡Acabo de pasar otro nivel! ¡No!
El botones del Loto se acercó presuroso.
—Bueno, bueno, ¿están listos para las tarjetas platino?
—Nos vamos —le dije.
—Qué lástima —repuso él, y me dio la sensación de que era sincero, como si nuestra partida le doliese en el alma—. Acabamos de abrir una sala nueva entera, llena de juegos para los poseedores de la tarjeta platino.
Nos mostró las tarjetas. Sabía que si aceptaba una, jamás me iría. Me quedaría allí, feliz para siempre, jugando para siempre, y pronto olvidaría a mi madre, mi misión e incluso mi propio nombre. Jugaría al francotirador virtual con Darrin el Enrollado por los siglos de los siglos.
Grover tendió un brazo hacia la tarjeta, pero Annabeth le pegó un tirón y la rechazó.
—No, gracias.
Caminamos hacia la puerta y, a medida que nos acercábamos, el olor a comida y los sonidos de los videojuegos parecían más atractivos. Pensé en nuestra habitación del piso de arriba. Podíamos quedarnos sólo por esa noche, dormir en una cama cómoda y mullida por una vez…
Salimos a toda prisa del Casino Loto y corrimos por la acera. Era por la tarde, aproximadamente la misma hora del día que habíamos entrado en el casino, pero algo no cuadraba. El clima había cambiado por completo. Había tormenta y el desierto rielaba por el calor.
Llevaba la mochila que me había dado Ares colgada del hombro, cosa rara, pues estaba seguro de que la había desechado en la habitación 4001, pero de momento tenía otros problemas de que preocuparme.
Fui hasta el quiosco más cercano, miré la fecha de un periódico. Gracias a los dioses, seguía siendo el mismo año en que habíamos entrado. Después reparé en la fecha: 20 de junio. Habíamos pasado cinco días en el Casino Loto.
Sólo nos quedaba un día para el solsticio de verano. Un día para llevar a buen puerto nuestra misión.