CAPÍTULO 14

Me convierto en un fugitivo conocido

Me encantaría contarte que tuve una profunda revelación durante mi caída, que acepté mi propia mortalidad, que me reí en la cara de la muerte, etcétera.

Pero mi único pensamiento era: ¡Aaaaaaaaahhhhh!

El río se acercaba a la velocidad de un camión. El viento me arrancaba el aire de los pulmones. Torres, rascacielos y puentes entraban y salían de mi campo de visión.

Y entonces: ¡Zaaaaa-buuumm!

Un fundido en negro de burbujas.

Me hundí en el lodo, seguro de que acabaría atrapado bajo treinta metros de barro y me perdería para siempre. Sin embargo, el impacto contra el agua no me había dolido. En ese momento me hundía lentamente hacia el fondo, las burbujas me hacían cosquillas entre los dedos. Me posé suavemente sobre el lecho del río. Un siluro del tamaño de mi padrastro se ocultó en la oscuridad. Nubes de limo y basura —botellas, zapatos viejos, bolsas de plástico— giraban alrededor de mí.

En ese punto reparé en unas cuantas cosas: primero, no me había convertido en una tortita al estrellarme; segundo, no me habían asado a la parrilla; y, tercero, ni siquiera sentía ya el veneno de Quimera en las venas. Simplemente estaba vivo, y era genial.

Sin embargo, constaté algo muy curioso: no estaba mojado. Quiero decir, sentía el agua fría y veía dónde se habían quemado mis ropas. Pero cuando me toqué la camisa, parecía perfectamente seca.

Miré la basura flotante y agarré un viejo encendedor. Imposible, pensé. Le di al mechero e hizo chispa. Apareció una llamita, justo allí, en el fondo del Mississipi.

Alcancé un envoltorio de hamburguesas arrastrado por la corriente y el papel se secó de inmediato. Lo encendí sin problemas, pero en cuanto lo solté las llamas se apagaron y el envoltorio se convirtió otra vez en un desecho fangoso. Rarísimo.

Hasta el final no me di cuenta de lo más extraño: estaba respirando. Estaba debajo del agua y respiraba normalmente.

Me puse en pie, manchado de lodo hasta el muslo. Me temblaban las piernas y las manos. Debería estar muerto. El hecho de que no lo estuviera parecía… bueno, un milagro. Imaginé la voz de una mujer, una voz que sonaba un poco como la de mi madre: «Percy, ¿qué se dice?».

—Esto… gracias. —Debajo del agua mi voz sonaba a chico mucho mayor—. Gracias… padre.

No hubo respuesta. Sólo la oscura corriente de basura, el enorme siluro siguiendo su rastro, el reflejo del atardecer en la superficie del agua, allá arriba, volviéndolo todo de color caramelo.

¿Por qué me había salvado Poseidón? Cuanto más lo pensaba, más vergüenza sentía. Así que antes sólo había tenido suerte. No tenía ninguna oportunidad contra un monstruo como Quimera. Probablemente aquella pobre gente en el arco ya era sólo ceniza. No había podido protegerlos, no era ningún héroe. Quizá tendría que quedarme allí abajo con el siluro para siempre, unirme a los animales del fondo del río.

Encima, la hélice de una embarcación batió el agua, removiendo el limo alrededor. Y allí, a un metro y medio de distancia, estaba mi espada, la empuñadura brillante sobresaliendo del barro.

Volví a oír la voz de mujer: «Percy, agarra la espada. Tu padre cree en ti».

Esta vez supe que la voz no venía de mi cabeza. No eran imaginaciones mías. Las palabras parecían provenir de todas partes, transmitiéndose por el agua como el sonar de un delfín.

—¿Dónde estás? —grité en voz alta.

Entonces, a través de la oscuridad líquida, la vi: una mujer del color del agua, un fantasma en la corriente, flotando justo encima de la espada. Tenía el pelo largo y ondulado; los ojos, apenas visibles, verdes como los míos.

Se me formó un nudo en la garganta.

—¿Mamá? —musité.

«No, niño, sólo soy una mensajera, aunque el destino de tu madre no es tan negro como crees. Ve a la playa de Santa Mónica».

—¿Qué?

«Es la voluntad de tu padre. Antes de descender al inframundo tienes que ir a Santa Mónica. Venga, Percy, no puedo quedarme mucho tiempo. El río está demasiado sucio para mi presencia».

—Pero… —Seguía convencido de que aquella mujer era mi madre, o una visión de ella—. ¿Quién…? ¿Cómo…? —Tenía tantas preguntas que las palabras se me atascaron en la garganta.

«No puedo quedarme, valiente —dijo ella. Estiró una mano y fue como si la corriente me acariciara la cara—. ¡Ve a Santa Mónica! Y no confíes en los regalos de…».

Su voz se desvaneció.

—¿Regalos? —repetí—. ¿Qué regalos? ¡Espera!

Intentó volver a hablar, pero tanto el sonido como la imagen habían desaparecido. Si era realmente mi madre, había vuelto a perderla. Quise ahogarme, pero era inmune al ahogamiento.

«Tu padre cree en ti», había dicho. También me había llamado valiente… a menos que hablara con el siluro.

Me acerqué a la espada y la así por la empuñadura. Quimera aún podía seguir ahí arriba con la bicha gorda de su madre, esperando para rematarme. Como mínimo, estaría llegando la policía mortal, intentando averiguar quién había abierto el agujero en el arco. Si me encontraban, tendrían algunas preguntas que hacerme.

Tapé la espada y me metí el boli en el bolsillo.

—Gracias, padre —volví a decirle al agua oscura.

Después me sacudí el barro con dos patadas y subí nadando a la superficie.

Salí al lado de un McDonald’s flotante.

Una manzana más allá, todos los vehículos de emergencias de San Luis estaban rodeando el arco. Los helicópteros de la policía daban vueltas en círculo. La multitud de curiosos me recordó Times Square la noche de Fin de Año.

—¡Mamá! —dijo una niña—. Ese chico ha salido del río.

—Eso está muy bien, cariño —dijo su madre mientras estiraba el cuello para ver las ambulancias.

—¡Pero está seco!

—Eso está muy bien, cariño.

Una mujer de las noticias hablaba para la cámara:

—Probablemente no ha sido un ataque terrorista, nos dicen, pero la investigación acaba de empezar. El daño, como ven, es muy grave. Intentamos llegar a alguno de los supervivientes para interrogarlos sobre las declaraciones de testigos presenciales que indican que alguien cayó del arco.

«Supervivientes». Me sentí súbitamente aliviado. Quizá el guarda y la familia habían salvado la vida. Confié en que Grover y Annabeth estuvieran bien.

Intenté abrirme paso entre el gentío para ver qué estaba pasando dentro del cordón policial.

—…un adolescente —estaba diciendo otro reportero—. Canal Cinco ha sabido que las cámaras de vigilancia muestran a un adolescente volverse loco en la plataforma de observación, y de algún modo consiguió activar esta extraña explosión. Difícil de creer, John, pero es lo que nos dicen. Sigue sin haber víctimas mortales…

Me aparté, intentando mantener la cabeza gacha. Tenía que recorrer un buen trecho para rodear el perímetro policial. Había agentes de policía y periodistas por todas partes.

Casi había perdido la esperanza de encontrar a Annabeth y a Grover cuando una voz familiar baló:

—¡Peeeercy! —Al volverme, el abrazo de oso (más bien de cabra) de Grover me atrapó en el sitio—. ¡Creíamos que habías llegado al Hades de la manera mala!

Annabeth estaba de pie tras él tratando de parecer enfadada, pero también ella sentía alivio por verme.

—¡No podemos dejarte solo ni cinco minutos! ¿Qué ha pasado?

—Más o menos me he caído.

—¡Percy! ¿Desde ciento noventa y dos metros?

Detrás de nosotros, un policía gritó:

—¡Abran paso!

La multitud se separó, y un par de enfermeros salieron disparados, conduciendo a una mujer en una camilla. La reconocí inmediatamente como la madre del niño que estaba en la plataforma de observación. Iba diciendo:

—Y cuando aquel perro enorme, un chihuahua que escupía fuego…

—Vale, señora —decía el enfermero—. Usted cálmese. Su familia está bien. La medicación empieza a hacer efecto.

—¡No estoy loca! El chico saltó por el agujero y el monstruo desapareció. —Entonces me vio —¡Ahí está! ¡Ése es el chico!

Me volví de inmediato y tiré de Annabeth y Grover. Nos mezclamos entre la multitud.

—¿Qué está pasando? —quiso saber Annabeth—. ¿Estaba hablando del chihuahua del ascensor?

Les conté la historia de Quimera, Equidna, mi zambullida y el mensaje de la dama subacuática.

—¡Uau! —exclamó Grover—. ¡Tenemos que llevarte a Santa Mónica! No puedes ignorar una llamada de tu padre.

Antes de que Annabeth pudiera responder, nos cruzamos con otro periodista que daba una noticia y casi me quedo helado cuando dijo:

—Percy Jackson. Eso es, Dan. El Canal Doce acaba de saber que el chico que podría haber causado esta explosión coincide con la descripción de un joven buscado por las autoridades en relación con un grave accidente de autobús en Nueva Jersey, hace tres días. Y se cree que el chico viaja en dirección al oeste. Aquí ofrecemos una foto de Percy Jackson para nuestros telespectadores.

Nos agachamos junto a la furgoneta de los informativos y nos metimos en un callejón.

—Primero tenemos que largarnos de la ciudad —le contesté a Grover.

De algún modo, conseguimos regresar a la estación del Amtrak sin que nos vieran. Subimos al tren justo antes de que saliera para Denver. El tren traqueteó hacia el oeste mientras caía la oscuridad y las luces de la policía seguían latiendo a nuestras espaldas en el cielo de San Luis.