Nos asesora un caniche
Esa noche nos sentimos bastante desgraciados.
Acampamos en el bosque, a unos cien metros de la carretera principal, en un claro que los chicos de la zona al parecer utilizaban para sus fiestas. El suelo estaba lleno de latas aplastadas, envoltorios de comida rápida y otros desechos.
Habíamos sacado algo de comida y unas mantas de casa de la tía Eme, pero no nos atrevimos a encender una hoguera para secar nuestra ropa. Las Furias y la Medusa nos habían proporcionado suficientes emociones por un día. No queríamos atraer nada más.
Decidimos dormir por turnos. Yo me ofrecí voluntario para hacer la primera guardia.
Annabeth se acurrucó entre las mantas y empezó a roncar en cuanto su cabeza tocó el suelo. Grover revoloteó con sus zapatos voladores hasta la rama más baja de un árbol, se recostó contra el tronco y observó el cielo nocturno.
—Duerme —le dije—. Te despertaré si surge algún problema.
Asintió, pero siguió con los ojos abiertos.
—Me pone triste, Percy.
—¿El qué? ¿Haberte apuntado a esta estúpida misión?
—No. Esto es lo que me entristece. —Señaló toda la basura del suelo—. Y el cielo. Ni siquiera se pueden ver las estrellas. Han contaminado el cielo. Es una época terrible para ser sátiro.
—Ya. Debería haber supuesto que eres ecologista.
Me lanzó una mirada iracunda.
—Sólo un humano no lo sería. Tu especie está obstruyendo tan rápidamente el mundo… Bueno, no importa. Es inútil darle lecciones a un humano. Al ritmo que van las cosas, jamás encontraré a Pan.
—¿Pan? ¿En barra?
—¡Pan! —exclamó airado—. P-a-n. ¡El gran dios Pan! ¿Para qué crees que quiero la licencia de buscador?
Una brisa extraña atravesó el claro, anulando temporalmente el olor de basura y porquería. Trajo el aroma de bayas, flores silvestres y agua de lluvia limpia, cosas que en algún momento hubo en aquellos bosques. De repente, sentí nostalgia de algo que nunca había conocido.
—Háblame de la búsqueda —le pedí.
Grover me miró con cautela, como temiendo que pudiera estar gastándole una broma.
—El dios de los lugares vírgenes desapareció hace dos mil años —me contó—. Un marinero junto a la costa de Éfeso oyó una voz misteriosa que gritaba desde la orilla: «¡Diles que el gran dios Pan ha muerto!». Cuando los humanos oyeron la noticia, la creyeron. Desde entonces no han parado de saquear el reino de Pan. Pero, para los sátiros, Pan era nuestro señor y amo. Nos protegía a nosotros y a los lugares vírgenes de la tierra. Nos negamos a creer que haya muerto. En todas las generaciones, los sátiros más valientes consagran su vida a buscar a Pan. Lo buscan por todo el mundo y exploran la naturaleza virgen, confiando en encontrar su escondite y despertarlo de su sueño.
—Y tú quieres ser un buscador de ésos.
—Es el sueño de mi vida. Mi padre era buscador. Y mi tío Ferdinand, la estatua que has visto ahí atrás…
—Ah, sí. Lo siento.
Grover sacudió la cabeza.
—El tío Ferdinand conocía los riesgos, como mi padre. Pero yo lo conseguiré. Seré el primer buscador que regrese vivo.
—Espera, espera… ¿El primero?
Grover sacó la flauta del bolsillo.
—Ningún buscador ha regresado jamás. En cuanto son enviados, desaparecen. Nunca vuelven a verlos vivos.
—¿Ni uno en dos mil años?
—No.
—¿Y tu padre? ¿Sabes qué le ocurrió?
—Lo ignoro.
—Pero aun así quieres ir —dije asombrado—. Me refiero a que… ¿en serio crees que serás el que encuentre a Pan?
—Tengo que creerlo, Percy. Todos los buscadores lo creen. Es lo único que mantiene la esperanza cuando observamos lo que han hecho los humanos con el mundo. Tengo que creer que Pan aún puede despertar.
Miré el resplandor naranja del cielo polucionado y me asombré de que Grover persiguiese un sueño que a simple vista parecía un imposible.
—¿Cómo vamos a entrar en el inframundo? —le pregunté—. Quiero decir, ¿qué oportunidades tenemos contra un dios?
—No lo sé. Pero en casa de Medusa, mientras tú rebuscabas en el despacho, Annabeth me dijo…
—Oh, se me había olvidado, claro. Annabeth ya debe de tener un plan.
—No seas tan duro con ella, Percy. Ha tenido una vida difícil, pero es una buena persona. Después de todo, me ha perdonado… —Le falló la voz.
—¿Qué quieres decir? Te ha perdonado ¿qué?
De repente, Grover pareció muy interesado en tocar la flauta.
—Un momento —insistí—. Tu primer trabajo de guardián fue hace cinco años. Y Annabeth lleva en el campamento también cinco años. ¿No sería ella… tu primer encargo que fue mal…?
—No puedo hablar de eso —repuso él, y el temblor de su labio inferior me indicó que se echaría a llorar si lo presionaba—. Pero como iba diciendo, en casa de Medusa, Annabeth y yo coincidimos en que está pasando algo raro en esta misión. Hay algo que no es lo que aparenta.
—Vale, lumbrera. Me culpan por robar un rayo que se llevó Hades, ¿recuerdas?
—No me refiero a eso. Las Fur… las Benévolas parecían contenerse. Igual que la señora Dodds en la academia Yancy… ¿Por qué esperó tanto para matarte? Y después, en el autobús, no estaban tan agresivas como suelen ponerse.
—A mí me parecieron agresivas de sobra.
Grover meneó la cabeza.
—Nos gritaban: «¿Dónde está? ¿Dónde?».
—Os preguntaban por mí —le dije.
—Puede… pero tanto Annabeth como yo tuvimos la sensación de que no preguntaban por una persona. Cuando preguntaron dónde está, parecían referirse a un objeto.
—Eso es absurdo.
—Ya lo sé. Pero si hemos pasado por alto algo importante, y sólo tenemos nueve días para encontrar el rayo maestro… —Me miró como si esperara respuestas, pero yo no las tenía.
Pensé en las palabras de Medusa: estaba siendo utilizado por los dioses. Lo que tenía ante mí era peor que la petrificación.
—No he sido sincero contigo —admití—. No me importa nada el rayo maestro. Accedí a ir al inframundo para rescatar a mi madre.
Grover hizo sonar una nota suave en la flauta.
—Ya lo sé, Percy, pero ¿estás seguro de que es el único motivo?
—No lo hago por ayudar a mi padre. No le importo, y a mí él tampoco me importa.
Grover me miró desde su rama.
—Oye, Percy, no soy tan listo como Annabeth ni tan valiente como tú, pero soy muy bueno en analizar emociones. Te alegras de que tu padre esté vivo. Te hace sentir bien que te haya reclamado, y parte de ti quiere que se sienta orgulloso. Por eso enviaste la cabeza de Medusa al Olimpo. Querías que se enterara de lo que has hecho.
—¿Sí? A lo mejor las emociones de los sátiros no funcionan como las de los humanos. Porque estás equivocado. No me importa lo que él piense.
Grover subió los pies a la rama.
—Vale, Percy. Lo que tú digas.
—Además, no he hecho nada meritorio. Apenas hemos salido de Nueva York y ya estamos aquí atrapados, sin dinero ni posibilidad de ir al oeste.
Grover miró el cielo nocturno, como meditando en nuestros problemas.
—¿Qué tal si yo hago el primer turno? —propuso—. Duerme un poco.
Quería protestar, pero comenzó a tocar Mozart, muy suavemente, y me di la vuelta. Los ojos me escocían. A los pocos compases del Concierto para piano N.° 12, me quedé dormido.
En mis sueños, me encontré en una oscura caverna frente a un foso insondable. Criaturas de niebla gris se arremolinaban alrededor de mí susurrando jirones de humo, de modo que sabía que eran los espíritus de los muertos.
Me tiraban de la ropa, intentando apartarme, pero yo me sentía obligado a caminar hasta el borde mismo del abismo.
Mirar abajo me mareaba. El foso, ancho y negro, carecía de fondo. Aun así, tenía la impresión de que algo intentaba alzarse desde el abismo, algo enorme y malvado.
—El pequeño héroe —reverberaba una voz divertida desde la lejana oscuridad—. Demasiado débil, demasiado joven, pero puede que sirvas. —La voz sonaba muy antigua, fría y grave. Me envolvía como un pesado manto—. Te han engañado, chico —añadía—. Haz un trato conmigo. Yo te daré lo que quieres.
Se formaba una imagen sobre el abismo: mi madre, congelada en el momento en que se había disuelto en aquel resplandor dorado. Tenía el rostro desencajado por el dolor, como si el Minotauro siguiera retorciéndole el cuello. Me miraba fijamente y sus ojos suplicaban «¡Márchate!».
Yo intentaba gritar, pero no me salía la voz.
Una risotada fría sacudía el abismo. Una fuerza invisible me empujaba, pretendía arrastrarme hacia el abismo. Debía mantenerme firme.
—Ayúdame a salir, chico. —La voz sonaba más insistente—. Tráeme el rayo. ¡Juégasela a esos traicioneros dioses!
Los espíritus de los muertos susurraron alrededor de mí:
—¡No lo hagas! ¡Despierta!
La imagen de mi madre empezaba a desvanecerse. La cosa del foso se aferraba aún más a mí. No pretendía arrastrarme al abismo, sino valerse de mí para salir fuera.
—Bien —murmuraba—. Bien.
—¡Despierta! —susurraban los muertos—. ¡Despierta!
Alguien me estaba sacudiendo.
Abrí los ojos y era de día.
—Vaya —dijo Annabeth—. El zombi vive.
El sueño me había dejado temblando. Aún sentía el contacto del monstruo del abismo en el pecho.
—¿Cuánto he dormido?
—Suficiente para darme tiempo de preparar un desayuno —Me lanzó un paquete de cortezas de maíz del bar de la tía Eme—. Y Grover ha salido a explorar. Mira, ha encontrado un amigo.
Tenía problemas para enfocar la vista.
Grover, sentado con las piernas cruzadas encima de una manta, tenía algo peludo en el regazo, un animal disecado, sucio y de un rosa artificial. No, no se trataba de un animal disecado. Era un caniche rosa.
El chucho me ladró, cauteloso.
Grover dijo:
—No, qué va.
Parpadeé.
—¿Estás hablando con… eso?
El caniche gruñó.
—Eso —me avisó Grover— es nuestro billete al oeste. Sé amable con él.
—¿Sabes hablar con los animales?
Grover no me hizo caso.
—Percy, éste es Gladiolus. Gladiolus, Percy.
Miré a Annabeth, convencido de que empezaría a reírse con la broma que me estaban gastando, pero ella estaba muy seria.
—No voy a decirle hola a un caniche rosa —dije—. Olvidadlo.
—Percy —intervino Annabeth—. Yo le he dicho hola al caniche. Tú le dices hola al caniche.
El caniche gruñó.
Le dije hola al caniche.
Grover me explicó que había encontrado a Gladiolus en los bosques y habían iniciado una conversación. El caniche se había fugado de una rica familia local, que ofrecía una recompensa de doscientos dólares a quien lo devolviera. No tenía muchas ganas de volver con su familia, pero estaba dispuesto a hacerlo para ayudar a Grover.
—¿Cómo sabe Gladiolus lo de la recompensa? —pregunté.
—Ha leído los carteles, lumbrera —contestó Grover.
—Claro —respondí—. Cómo he podido ser tan tonto.
—Así que devolvemos a Gladiolus —explicó Annabeth con su mejor voz de estratega—, conseguimos el dinero y compramos unos billetes a Los Ángeles. Es fácil.
Pensé en mi sueño: en las voces susurrantes de los muertos, en la cosa del abismo, en el rostro de mi madre, reluciente al disolverse en oro. Todo aquello podría estar esperándome en el oeste.
—Otro autobús no —dije con recelo.
—No —me tranquilizó Annabeth.
Señaló colina abajo, hacia unas vías de tren que no había visto por la noche en la oscuridad.
—Hay una estación de trenes Amtrak a ochocientos metros. Según Gladiolus, el que va al oeste sale a mediodía.