—¿Qué haces aquí? —siseó Verminaard, blandiendo el puño a pocos centímetros del rostro de Aglaca.
—Te acompaño —susurró el muchacho, mirándolo resuelto e impávido con sus claros ojos. Jamás se había acobardado, ni cuando Verminaard lo arrojaba al suelo y lo pateaba; ni siquiera en este momento, cuando los grandes nudillos de Verminaard prometían fracturarle la nariz.
Despacio, Verminaard retiró la mano. Los caballos, desconcertados por la lucha que se desarrollaba a sus pies, relinchaban nerviosamente y coceaban sus pesebres. Los perros empezaron a ladrar en la fortaleza.
—Vuelve a la cama —instó Verminaard, abriendo la puerta del establo y atisbando con nerviosismo el edificio principal.
Las ventanas estaban a oscuras. Bien. Daeghrefn debía de haberse acostado. Había llegado el momento.
Pero ese momento se había acortado radicalmente.
Musitando un antiguo conjuro tranquilizador que Cerestes le había enseñado para las ocasiones en que debía hablar con Daeghrefn, Verminaard condujo los caballos al patio de armas. El cielo se había despejado repentina y perturbadoramente, y el recinto estaba iluminado por la plateada luz de las estrellas.
—Te acompaño —repitió Aglaca, sacudiéndose el polvo del cabello—. Me necesitas.
—¡Jamás! Alcánzame la bolsa, nada más.
Aglaca refunfuñó, pero cargó el fardo sobre el corcel. Los ladridos procedentes de la fortaleza se hicieron más recios, más insistentes, y las primeras luces —en las dependencias de Robert, al parecer— cobraron vida titilando desde el otro lado del patio.
—Ahora ayúdame tú —apremió Aglaca, cuando Verminaard se volvía para marcharse—. Sujeta esto. Llegarán en cualquier momento.
Verminaard espoleó su corcel en dirección a la puerta oriental, exponiéndose a hacer ruido y crear una conmoción, a llamar la atención de una docena de guardias. Era mejor que lo detuvieran ahora y responder ante Daeghrefn por un escándalo a media noche, que cabalgar por las montañas Khalkist con este… niño a rastras. Era su aventura, planificada, soñada y presagiada durante medio año, y Aglaca sería…
—¿Podrías reconocerla al menos, Verminaard?
—¿Qué? —gritó el otro, girándose velozmente sobre su silla de montar, con lo cual se desequilibró y tuvo que aferrarse frenéticamente a las riendas y a la perilla de la silla mientras se ladeaba, se balanceaba… y recuperaba el equilibrio, respirando agitadamente por el miedo y la ira y fulminando con la mirada a Aglaca que, de algún modo, había conseguido montar el otro caballo cargando con su equipaje.
—¿Reconocerías a esa chica si te pusieran delante diez mujeres nerakianas?
—¡Por supuesto! Y ahora déjame…
—¿De qué color tiene los ojos? —insistió Aglaca, empeñado en una embarazosa verdad.
—¡Vuelve a la cama!
—¿De qué color son sus ojos, Verminaard?
—Bueno, sé que serán del color del mar o el cielo… pero ¿quieres decir que tú los viste? —barboteó Verminaard, mientras su caballo caracoleaba, girando en apretados círculos. Quería golpear al otro muchacho, derribarlo de la silla y ponerse en marcha, pero empezaba a albergar dudas, el gran recelo que había intentado ocultarse a sí mismo…
Aquel día había mucha niebla. Vio a la chica a gran distancia.
—¿De qué color tenía los ojos? ¡Maldición! —rugió, y la fortaleza estalló en una algarabía de luces, gritos y ladridos.
—¡Vamos hacia la puerta! —bramó Aglaca.
Se hallaban en el exterior, en plena noche, antes de que la soñolienta guarnición formara para perseguirlos. Mantuvieron un paso temerario, galopando velozmente por la pedregosa senda y levantando piedras y grava con los cascos de sus caballos. Por fin, al llegar al terreno donde la senda se internaba en la llana pradera, Aglaca dio alcance a Verminaard, quien, progresivamente y muy a su pesar, redujo la marcha de Orlog al trote y luego al paso.
A sus espaldas, las torres del alcázar de Nidus se perdían en la distancia, tras una extraña y oscura muralla de nubes que había descendido —o debía haberlo hecho— de algún punto del despejado cielo nocturno. Tras echar un vistazo por encima de su hombro, Aglaca lanzó un quedo silbido.
—Hemos avanzado mucho de un tirón, maese Verminaard —comentó irónicamente, palmeando suavemente el flanco de su yegua para tranquilizarla.
Verminaard miró fríamente a su acompañante.
—¿Cómo te has enterado, Aglaca? —preguntó.
—¿De qué?
—De que partía esta noche rumbo a Neraka. No le había dicho a nadie cuándo.
—Eso es cierto. —Aglaca condujo su yegua hasta un área cubierta de verde hierba, donde el animal agachó la cabeza dócilmente y empezó a pastar—. Pero lo supe por tus actos. Lustraste tus botas, por primera vez en todo el mes. Había dos capas plegadas a los pies de tu cama, además de tus viejos guantes de viaje. Si alguien ha hecho alguna vez preparativos para un viaje de un modo ostensible e inequívoco, ése eres tú, Verminaard de Nidus.
Con el rostro encendido, Verminaard siguió a Aglaca, conduciendo su corcel por la tierra seca. El animal atacó la nutritiva hierba con avidez, mientras Aglaca refería los sucesos de la jornada: cómo Verminaard había afilado sus armas y tensado su arco, cómo había pasado dos veces por los establos, preocupándose por el bienestar de los caballos.
—Y por último —prosiguió el muchacho, desmontando de la yegua y sacando una tira de quith-pa, el fruto seco de los elfos viajeros—, te has mantenido más lejos de Daeghrefn y Robert que de costumbre, como si Daeghrefn fuera a prestar atención a nada de lo que se te antoje hacer.
Verminaard asintió, observando con melancolía el quith-pa. El romanticismo de la excursión ya había quedado atrás y la verdadera fiebre del viaje había calado en él.
Sabía que se estaba ablandando; apenas habían transcurrido dos horas desde que abandonaron el castillo, pero en aquel momento habría cambiado gustoso su espada por un poco del fruto desecado.
—¿Dónde está tu daga?
La pregunta de Aglaca lo sobresaltó.
Desmontó sin pronunciar palabra, dejando que el momento pasara. Masculló algo como «la olvidé», como «salida apresurada» y «prefiero mi espada, para el caso». Aglaca no dijo nada, pero lo observó en silencio.
—Espero que tu «salida apresurada» no te impidiera traer tu segunda capa —observó, indicando con un cabeceo el banco de nubes que se extendía al norte, elevándose por encima del terreno que habían dejado atrás—. Nos persigue una tormenta. Avanza deprisa, de norte a sur, con cataratas de lluvia y una oscuridad que durará todo el día. Llegará aquí hacia media mañana, por la altura con que la sobrevolaban esas aves nocturnas.
Verminaard frunció el ceño. ¿Cómo sabía tanto Aglaca sobre el tiempo que iban a tener?
Aglaca sonrió y se catapultó hasta la silla de montar, como si parte de su peso se hubiera quedado misteriosamente a las puertas del alcázar de Nidus.
—De modo que te conviene cubrir tu persona con una capa impermeable, Verminaard, a menos que encontremos pronto una cueva o un lugar seco donde esperar a que amaine el viento.
Verminaard se encaramó de nuevo a lomos de Orlog y encabezó la marcha en dirección a las colinas del pie de las montañas y el terreno rocoso que empezaba por encima del gran bosque de Neraka. Aglaca se entretuvo unos instantes, observando al compañero que cabalgaba delante de él.
»¿Dónde está tu daga, al final? —susurró. Con tristeza, extrajo la pequeña y reluciente arma de debajo de su capa y la sostuvo en alto bajo la pálida luz de Solinari—. Te protegerá del Mal, Verminaard —declaró el joven solámnico—, aunque tenga que empuñarla yo mismo.
La tormenta prometida no los alcanzó, pero las oscuras nubes sí.
Durante aproximadamente una hora, los muchachos cabalgaron a la cabeza de un frío y húmedo viento, perseguidos y rebasados por tentáculos de niebla cenicienta. La temperatura descendió rápidamente y pronto su aliento humeaba y los ijares de los caballos, que ahora iban al trote, desprendían vapor a causa del nuevo y desapacible tiempo.
Pero seguía sin llover, y un sombrío mediodía quedó atrás mientras Verminaard y Aglaca continuaban dirigiéndose al sur, donde el bosque lindaba con una escarpada cadena montañosa, al otro lado de la cual se extendían, como prometió Aglaca, las llanuras de Neraka y la propia ciudad.
A su alrededor, las nubes se espesaron por todos lados, cubriendo los riscos y descendiendo en una densa niebla que ocultó por completo el sol. Cabalgaron a través de un mar gris, sin ver el camino ante sí, hasta que Verminaard cedió la iniciativa a Orlog, dejando sueltas las riendas mientras el corcel avanzaba con pasos inseguros por el estrecho paso. Aglaca lo seguía de cerca, manteniendo el hocico de su yegua a escasos centímetros de la cola bamboleante de Orlog.
Se contaban relatos sobre los bandoleros de las montañas, sobre cómo se entrenaban para agudizar su vista y seguir a los viajeros desprevenidos a través de las tormentas y la niebla. Cómo llamaban a sus pretendidas víctimas desde los lados del camino. Ocultos en la bruma y la oscuridad, gritaban engañosamente como hombres heridos o niños perdidos.
Verminaard se irguió en su silla de montar, apoyando la mano en su espada, inquieto. En dos ocasiones se sobresaltó al oír ruidos entre la niebla, primero el repentino y agitado batir de alas de unos grajos y luego algo grande que chocaba ciegamente con las altas y frondosas aeternas que crecían al pie de las montañas. Trató de convencerse de que los ruidos no significaban nada —de hecho, no eran más que los vaivenes de su miedo y su imaginación— cuando la Voz regresó a él, como si se levantara para recibirlo saliendo del frío y la niebla…
… o como si la propia niebla le hablase.
Excelente, lord Verminaard, dijo, con el familiar acento almibarado por el orgullo. Verminaard echó una rápida ojeada a su espalda, pero Aglaca miraba en otra dirección y parecía relajado.
No oía la Voz. Bien.
Por supuesto que no oye, lord Verminaard, irrumpió la Voz, grave y musical, ni masculina ni femenina, como siempre. ¿Por qué debo dejar que oiga lo que ocurre entre tú y yo? No lo entendería. Él es diferente, pero eso no es todo, en absoluto. Tú lo comprendes, ¿verdad? Entiendo que lo único que yo podía hacer era… elegirte a ti.
Verminaard asintió vagamente y luego volvió la vista atrás con inquietud para observar a su compañero a través de la niebla.
Fíjate en él, prosiguió incitante la Voz, y la bruma pareció juguetear con las angulosas facciones de Aglaca, moldeándolas hasta que adoptaron la suave rotundidad del rostro de un bebé. No tiene ni la menor idea. Tampoco posee los instrumentos ni las facultades.
Verminaard pestañeó repetidamente. Aglaca siempre le había parecido bastante listo. El muchacho poseía cierto don, cierto arte similar al de los maestros trazadores de runas, que transforman una humilde piedra en un objeto mágico mediante una rápida incisión con el cuchillo de trazar. Y Aglaca podía tomar una derrota —en el combate, en la caza, dondequiera que la sufriera— y convertirla en algo grácil, de modo que la derrota ya no fuera humillante y la victoria no revistiera tanta importancia.
Pero estas circunstancias son nuevas, insistió la Voz, subiendo de tono y de volumen, sofocando todo pensamiento benévolo. Y esta vez, la victoria importa mucho, más que nadie y que nada. Sí, porque es esta victoria lo que puede encumbrar tu nombre.
—¿Verminaard? Ve más despacio —instó Aglaca—. Esta pequeña yegua no está acostumbrada a seguir el ritmo de Orlog.
Todos tus errores y faltas, persistió la Voz en un tono más alto y más penetrante, serán enmendados si regresas con la chica. Recuperarás el favor de tu padre, sí, y la estima de la guarnición…, de Robert, del mago y de los demás. ¿Qué necesidad tendrás entonces de runas, una vez afianzado tu futuro, perfecto y dichoso?
Las riendas temblaron en las manos de Verminaard. Era demasiado bueno, esta profecía era demasiado buena…
Demasiado buena si no consigues hacerlo solo, continuó la Voz, un débil zumbido al límite de la audición, pues si el niño te ayuda, ¿a quién atribuirá tu padre el mérito del rescate? ¿Y a quién el mago? ¿Y a quién la chica, para el caso?
—¡Espera! —gritó Aglaca cuando Verminaard espoleó a Orlog, que aceleró bruscamente por el sendero y desapareció en la gris neblina.
La voz de Aglaca se desvaneció a sus espaldas mientras los tensos gritos de «¡Verminaard!» resonaban en el laberinto de riscos, peñascos y frondoso bosque. A veces parecía como si fueran dos o tres las voces que clamaban en la niebla.
«Bien —pensó Verminaard, guiando a Orlog a través de la precaria bruma—. Que encuentre solo el modo de regresar a Nidus. O que no lo encuentre, poco me importa. Neraka es mía y la chica también. No lo necesito para encontrar el camino».
¿Eran sus pensamientos o se trataba de la Voz, que retornaba a él, amortiguada por las tinieblas y la distancia hasta el punto de no poder distinguirla de sus propias cavilaciones?
Metió la mano en la bolsa de runas que pendía de su cinturón. Las piedras repiquetearon tranquilizadoramente cuando Orlog atravesó un pasadizo cubierto de piedras y pinos; el sendero se estrechaba y descendía serpenteando por la ladera en dirección sureste, ensombrecido por la borrosa masa negra del monte Berkanth.
Verminaard acercó instintivamente la mano a su espada. Veía mejor. Se hallaba en el corazón del territorio de los bandoleros, en las rocosas alturas patrulladas por la excelente caballería nerakiana, muchísimo peor que los bandoleros de a pie y el horror de los cazadores y soldados de caballería que poblaban desde Nidus hasta las praderas de Estwilde y Throt. En un tiempo, a duras penas habían sido bandidos competentes, pero en ese momento estaban disciplinados y resultaban mucho más mortíferos, pues su número aumentaba a medida que un enorme e insondable poder los empujaba a efectuar incursiones cada vez más osadas y cada vez más beneficiosas para ellos.
El joven tosió nerviosamente. En aquel momento deseó tener compañía. La Voz guardaba un silencio sepulcral.
Orientándose por instinto, obligó a su caballo a sortear los obstáculos del terreno en pendiente sin dejar de dedicar oraciones a los dioses de la Oscuridad. A Takhisis le pidió llegar sano y salvo, y a Sargonnas, su consorte, y a Hiddukel, a Chemosh, a Zeboim y a los demás, hasta que se le agotaron los nombres. Después, siguiendo un instinto más básico y profundo, desenvainó su espada y la depositó cruzada, sobre la perilla de su silla de montar.
Al instante, casi como una perversa respuesta a sus oraciones, unas sombras revolotearon a su alrededor entre la neblina, oscuros jinetes que se movían en el límite de su visión, algunos a menos de diez metros de donde se hallaba él, temblando a lomos de Orlog. Verminaard oyó caballos resollando y relinchando, junto con una sofocada retahíla de lo que parecían órdenes e instrucciones en una jerga que mezclaba el Común y un idioma que no comprendió, carente de inflexiones y repleto de consonantes explosivas y guturales.
Las figuras se agruparon a una distancia intimidadora. Si hubieran portado antorchas, como solía hacer la caballería regular cuando caía la niebla, habrían detectado su presencia en el acto.
Otra vez bandoleros. No cabía duda de que eso eran quienes lo rodeaban en la oscuridad, al estilo de los salteadores, dirigiéndose hacia el oeste a través del bosque y luego hacia el norte, hacia los altiplanos de Taman Busuk. Pronto se cruzarían sus caminos y la niebla, por densa que fuera, no ocultaría que él era un extraño allí, que estaba solo y que lucía el emblema del alcázar de Nidus.
Por un momento se quedó petrificado en su silla de montar, paralizado por el miedo y la indecisión. Clavarían su cabeza en una pica o lo torturarían y lo dejarían allí, en los altos llanos, dándolo por muerto.
¿Dónde estaba Aglaca cuando se necesitaba su ingenio?
Presa de la desesperación, Verminaard desanduvo el camino. Si volvía atrás y cabalgaba entre ellos, indiscernible por la oscuridad y la distancia, los bandoleros quizá supusieran que era uno de ellos. Era menos probable que quisieran investigar, y la niebla podía concederle el tiempo suficiente para idear un modo de escapar.
Los bandoleros se internaron en el bosque de negras siluetas de espigados vallenwoods y altos árboles perennes recortados contra el fondo de niebla. Cabalgando entre ellos, Verminaard se acurrucó en su silla de montar, con la capucha alzada hasta ocultar sus ojos.
¿Había empezado a disiparse la niebla? Vio una oscura sombra a su izquierda. Un jinete se había detenido a esperarlo. Empuñó su espada con más fuerza.
Había llegado el momento. ¿Lucharía como su padre, como Robert… o como Aglaca, para el caso? ¿O emprendería la retirada como en el puente de piedra, dos estaciones atrás, cuando el valor y la destreza podían haberle reportado la conquista de la chica de buen comienzo?
Con ánimo lúgubre, decidió acabar con todos ellos o morir en el intento. Su mano temblaba sobre la empuñadura de la espada cuando se preparó para agredir al otro jinete.
En ese momento, la niebla se disolvió alrededor de la figura y Verminaard vio que no era un jinete, sino un elevado aflojamiento rocoso, un monolito erigido hacía cinco mil años por los habitantes primigenios de las altas llanuras de Neraka. Se estremeció de alivio.
Los bandidos prosiguieron la marcha hasta dejar atrás la roca, sumergiéndose en el cada vez más estrecho laberinto del bosque. Sus voces remolineaban alrededor de Verminaard como la pesadilla de un navegante; el ruido degeneró en confusión y el muchacho siguió avanzando a ciegas, aterrorizado, guiado sólo por una esperanza de huir que se desvanecía a toda prisa.
«Es como el Abismo —pensó—, donde el alma es desentrañada y devorada».
Tonterías, lo confortó la Voz, surgiendo de las negras rocas e inundándolo en un refrescante y tranquilizador torrente de palabras. Pues no existe Abismo alguno más allá de los negros rincones del propio ser, ninguno excepto en tu imaginación. ¡Sé un hombre! ¡Sé tu padre y endurécete frente a este puñado de hombres! Pues llegará la hora de…
—¿Dónde estás? —gritó alguien frente a él. Los caballos se detuvieron a su alrededor.
¿Lo ves? Ya te he enviado ayuda…, tu salvación.
—¿Dónde estás, Verminaard? —sonó de nuevo el grito.
Era Aglaca, perdido y errante.
Un bandolero que se hallaba a unos veinte pasos de él se irguió en su silla de montar y olfateó el aire. Pronunciando una ronca y queda maldición en nerakiano, tironeó del brazo del hombre que tenía más cerca.
—Va por la pista de Jelek, apostaría yo —siseó el bandolero, gesticulando teatralmente para indicar el ancho sendero que se ramificaba hacia el oeste entre los árboles, frente a ellos—. Sea quien sea, la niebla ha hecho desviarse a ese pobre infeliz, que se va a llevar lo peor de nosotros.
Su compañero soltó una malévola risita, y de todas partes por detrás de Verminaard surgieron caballos del laberinto de niebla y sombras, avanzando hacia el oeste en dirección al extremo del desfiladero y a la vulnerable y desesperada voz que los atraía como lobos de cacería.
Verminaard obligó a Orlog a detenerse cuando el último de los bandoleros pasaba a escasos cuatro metros de él, por su derecha. Susurrando una plegaria a Hiddukel y Sargonnas, el joven permaneció inmóvil hasta que el jinete se introdujo en la niebla y desapareció.
La Voz había conducido a Aglaca de nuevo hasta él. Verminaard estaba seguro de eso. Y el grito del joven solámnico había alejado a los bandidos entre la bruma y por el bosque.
Quizá derrotaran a Aglaca. Quizás él lograra huir. Bueno, Aglaca era listo y no carecía de recursos. Quizá sobreviviera.
Verminaard reprimió una maliciosa sonrisa. Y entonces, por un instante, el recuerdo de Abelaard cruzó por su mente: el pacto de su padre con Laca y las represalias que se tomarían si Aglaca no regresaba. Intentó no pensar en ello.
El peñasco del tamaño de un caballo que lo había sobresaltado tanto se erguía de nuevo ominosamente a su izquierda. Verminaard sonrió una vez más. Otros cien metros y saldría del bosque, a las colinas despejadas.
De pronto, lo que había tomado por una roca dio un paso al frente y alzó una mano enguantada. Verminaard jadeó, buscó a tientas su espada y…
—¡Gracias a los dioses que eres tú, Verminaard! —exclamó Aglaca.
—¡Aglaca! ¿Qué…, cómo…?
El muchacho solámnico rió jovialmente y dio una cariñosa palmada en el hombro a Verminaard.
—Cuando Orlog se asustó y te arrastró en su huida, creí que transcurrirían días antes de que volviéramos a encontrarnos. Y entonces… ¡por Paladine! ¡Bandoleros! Oculté mi yegua detrás de una piedra, a unos cien metros al este de aquí, y la calmé. Es un buen animal, tranquilo y afable: apenas resolló cuando la columna entera pasó a un tiro de piedra de mí. —Aglaca hizo una pausa para tomar aliento y prosiguió—: Te vi delante de ellos y me pareció que necesitabas ayuda. Así, cuando todos se alejaron, grité tu nombre por el bosque y… En fin, el curioso eco que hay aquí ha debido dar mejores resultados de lo que me esperaba, porque tú estás aquí y ellos están…, bueno, en otra parte.
Se arrellanó en su silla de montar y le dedicó una gran sonrisa de satisfacción.
Incapaz de pronunciar ni una palabra debido a la sensación de culpa, la ira y la simple perplejidad que se enredaban en su mente, Verminaard hizo un mohín de disgusto y asintió. Todo volvía a ser como antes de la niebla, antes de la profecía de la Voz, antes de su tentativa de abandonar a Aglaca en la terrible soledad de las Khalkist.
No podía deshacerse de él, ni de su irritante jovialidad y su aún más irritante ingenio… y el camino hacia Neraka estaba despejado ante él.
Al menos por el momento.
Lentamente, los caballos remontaron la ladera en dirección este y un viento se levantó del sur, dispersando la niebla de su camino.
—¡Mira el cielo! —comentó Aglaca, señalando una gris abertura entre las nubes—. Hasta ahora pensaba que era por la niebla. Pero además está anocheciendo. Hemos pasado todo el día de un lado a otro, tú y yo. ¡Loado sea Paladine por habernos encontrado antes de la noche!