5

De las rocas que habían dejado atrás salió un segundo grupo de bandoleros, también provistos de arcos y, al instante, otro diluvio de flechas cayó sobre los hombres de Daeghrefn. La implacable lluvia de proyectiles eclipsó el sol del mediodía, y los guerreros atrapados en medio del puente de piedra se arremolinaron en plena confusión, al tiempo que los hombres que se hallaban delante y detrás de Verminaard se precipitaban al abismo, algunos alcanzados por varias flechas.

Daeghrefn se revolvió en su silla de montar y gritó órdenes a sus hombres. Verminaard se esforzó por oír a su padre entre los extraños y belicosos alaridos de los arqueros nerakianos, que lanzaban una andanada de flechas tras otra sobre los cazadores acorralados. Pero los ojos del muchacho lo pusieron al corriente cuando los hombres volvieron sus escudos hacia el extremo del puente al que ya se dirigían y, enfrentándose a las saetas que silbaban y se estrellaban en las piedras junto a ellos, se abalanzaron furiosamente hacia aquel lado del barranco como una larga serpiente acorazada.

Fueron avanzando lentamente hacia los bandoleros, hacia los andrajosos hombres que ahora desechaban sus arcos y empuñaban largos cuchillos y mazas herrumbrosas. Cuando Verminaard llegó a tierra firme, había diez miembros de su grupo por delante de él, con sus espadas clavadas en adversarios nerakianos, y el fragor de la batalla ya se había desplazado hacia Daeghrefn, hacia el comandante del alcázar de Nidus.

Verminaard miró hacia atrás. Aglaca saltó del puente de piedra y buscó un terreno más seguro, dejando a su paso varios cadáveres desmadejados. Una docena de hombres de Daeghrefn yacían, muertos o moribundos, sobre el puente de piedra y otros tres habían caído al vacío. Quince en total: un golpe mortal para la guarnición del castillo.

Delante del joven, los nerakianos lanzaron otro mortífero ataque. Deslizándose, agachados como cangrejos enloquecidos, habrían resultado ridículos si no hubiesen empuñado largos cuchillos afilados y centelleantes. Los hombres de Daeghrefn retrocedieron inseguros hacia el puente, con los escudos nuevamente en alto y esgrimiendo las espadas infructuosamente. Otro hombre cayó bajo los cuchillos nerakianos: Edred, se llamaba, y gritó una sola vez cuando los bandoleros se abalanzaron sobre él como una plaga de langostas. Pronto el grupo entero, desde Daeghrefn hasta Verminaard y Aglaca, se apiñó detrás de los caballos al borde del precipicio, resbalando sobre las piedras sueltas y con sus espadas prestas al combate cuerpo a cuerpo. Se dispusieron repeler a los nerakianos, que se habían reagrupado a menos de seis metros de ellos para recomponer sus improvisadas filas, preparándose para un nuevo ataque.

Apretujado entre Aglaca por un lado y Robert por el otro, Verminaard miró por encima del hombro, más allá de la masa de caballos, en dirección al puente. Allí, entre los cadáveres tendidos en confuso desorden, los primeros arqueros nerakianos habían alcanzado el paso rocoso.

Muy por detrás de ellos, al otro lado del precipicio, una juvenil figura femenina salió bruscamente de entre las rocas a lomos de una yegua ruana, huyendo al galope de dos bandoleros a caballo. Delgada bajo la capucha, con sus livianas vestiduras rojas arremangadas a la altura de sus muslos, parecía diminuta, casi élfica, en comparación con sus dos fornidos perseguidores.

En la pierna derecha lucía el tatuaje de los prisioneros: la silueta, del tamaño de una mano, de la negra cabeza de un dragón.

La muchacha extendió los brazos en dirección al combate y Verminaard reparó en las ligaduras que sujetaban sus muñecas.

«Una cautiva —pensó—. Y adorable. Seguro que es rubia y de tez clara…».

Se dominó con gran esfuerzo.

«¿En qué estoy pensando, en medio de tantas espadas?». Sacudió la cabeza para librarse de los pensamientos que lo distraían mientras los hombres de su alrededor avanzaban dando traspiés. En el momento en que los bandoleros iban a darle alcance, la joven obligó a su montura a dirigirse hacia las rocas. Cuando Verminaard volvió a mirar, había desaparecido.

Finalmente, los bandoleros habían reconocido su inferioridad y se retiraban ante las fuerzas de Daeghrefn; las tropas del Señor de Nidus los estaban repeliendo, empujándolos a punta de espada y gritando los nombres de los caídos. Persiguieron a los nerakianos por las rocas y la grava, alejándose del puente y adentrándose a la carrera en el desfiladero hasta que los bandoleros se esfumaron por los senderos y las grietas que fracturaban el imponente risco.

Justo enfrente de Verminaard y Aglaca, el viejo Robert alzó su espada, arrojó a un lado su escudo y reanudó la persecución de un nerakiano barbudo y greñudo que se escabulló por un estrecho pasillo y desapareció de su vista.

—¡Seguidme! —gritó el senescal, y como Aglaca titubeó, el veterano se volvió y lo regañó cómicamente—. ¡Seguidme, lord Aglaca! —tronó—. ¡¿O es que vuestra espada sólo sirve para partir escarabajos en el jardín?!

El anciano giró precipitadamente sobre sus talones y corrió en pos del nerakiano fugitivo. Verminaard y Aglaca lo siguieron, pero pronto se perdieron en el laberinto de rocas y pedruscos.

Los pensamientos de Verminaard eran más veloces que sus pasos y lo retrasaban. La chica… Debí rescatarla, debí volver al puente a la carga como un caballero andante. Podía haberme abierto paso entre los arqueros y salvarla de sus captores. Ella habría…

Parpadeó estúpidamente. Era la Voz quien le hablaba ahora, totalmente enredada con sus propios pensamientos. Más adelante, Robert se volvió, se deslizó entre dos rocas muy próximas… y enseguida oyó un clamor de voces, demasiadas; en lugar de un nerakiano, ahora había tres.

Penetrando rápidamente en el estrecho pasadizo detrás de Aglaca, Verminaard vio al viejo senescal acorralado por dos bandoleros. Uno lo había obligado a retroceder hasta el negro risco, mientras el otro, puñal en mano, se había encaramado a la roca hasta situarse sobre él y, enroscado como una víbora, esperaba su oportunidad de atacar. El tercero, acurrucado a menos de seis metros de ellos, extrajo un cuchillo de su larga manga y flexionó el brazo para lanzarlo.

Con un grito ensordecedor, Aglaca brincó hacia las rocas haciendo girar su espada y corriendo a toda velocidad. El nerakiano escalador se sobresaltó, perdió pie y trató en vano de aferrarse al risco, pero cayó y se partió el cuello. La corta espada de Aglaca describió un arco e interceptó el cuchillo en pleno vuelo y, al instante, el joven se abalanzó sobre su dueño. Verminaard rodeó a la pareja de combatientes, con la espada en alto pero por alguna razón incapaz de participar en la lucha. Robert abatió al segundo hombre con un limpio tajo en el tendón de una de sus corvas.

Aglaca forcejeó denodadamente con el bandolero, que era mucho más corpulento y fuerte que él. El solámnico no encontraba el modo de utilizar su espada. En todo ese tiempo, la siniestra Voz continuaba agitando las ensoñaciones más profundas de Verminaard…

Déjalos en paz. ¿Y qué, si ganan los bandoleros? Sin duda, Laca no le hará nada a Abelaard si su hijo sucumbe en un… lance del combate. Y Aglaca se lo ha buscado, con su arrogante negativa a usar la lanza ceremonial…

Verminaard se detuvo, bajando la espada con incertidumbre. El bandido se zafó de su adversario rodando sobre sí mismo, apoyó la espalda contra el risco de obsidiana y golpeó con los pies el pecho de Aglaca, catapultándolo por los aires de un seco y enérgico empujón con las piernas.

Aglaca se estrelló contra la pared opuesta del pasadizo; la espada salió despedida de su mano y rebotó contra el suelo de roca con estrépito metálico. Aturdido por el golpe, buscó a tientas el largo cuchillo que colgaba de su cinturón, pero no tuvo tiempo de extraerlo. El nerakiano se puso en pie de un brinco, resbalando sobre la grava, y se abalanzó bramando sobre el muchacho solámnico, buscando su garganta con otro cuchillo.

Los sentidos de Aglaca se despejaron al punto y el joven encontró la empuñadura de su cuchillo. En la fracción de segundo anterior al salto del bandolero, Aglaca desenfundó el arma, la levantó rauda y certeramente…

Y recibió la última embestida del bandolero, que se precipitó fieramente contra la hoja de acero. La mandíbula del moribundo se aflojó y sus ojos se abrieron desmesuradamente. Aglaca lo miró a los ojos, fría y directamente, hasta que el nerakiano se desplomó como un fardo.

Entretanto, Robert había despachado a su oponente herido en la corva. Estaba arrodillado entre los pedruscos, aturdido, pero se recuperó y se puso en pie tambaleándose y buscando con ojos de asombro al joven que había acudido en su ayuda.

Verminaard, con su arma vergonzosamente impoluta, se encogió entre las sombras, esperando que la oscuridad lo engullera de algún modo, que lo escondiera de las miradas acusadoras…

—No cabe duda de que me habéis quitado de encima a ese par, maese Aglaca —masculló el senescal.

Aglaca sonrió y se sacudió el polvo del peto y la ropa. Sudando copiosamente y rasguñado por su pelea entre las rocas, se apoyó en una gran piedra suelta hasta que recobró la serenidad y el aliento.

—No eran muy distintos que cualquier otra plaga, Robert —replicó con una risita. También Robert rompió a reír al recordar sus anteriores chanzas. Cuando se relajaron de la tensión de la batalla, repararon en que Verminaard estaba en pie entre las apretadas rocas, con la espada desenvainada aún inmóvil en su mano.

No digas nada, le instó la Voz. Hagas lo que hagas, no lo digas… No saben que estabas presente. No tienen ni idea…

Verminaard obedeció.

El muchacho solámnico escrutó atentamente a Verminaard y luego se secó la frente.

—Por fin nos has encontrado, Verminaard —dijo con curiosidad—. Hemos librado un violento combate. Nos habría venido bien tu espada.

—Sin duda alguna —refunfuñó Robert, estudiándolo con escepticismo. Habría jurado que vio a Verminaard en medio de la lucha. Cojeando un poco por la paliza recibida a manos de los nerakianos, caminó delante de los jóvenes por la pista de montaña, en dirección al puente y el resto de sus compañeros.

—No importa —añadió rápidamente Aglaca con voz animada y cantarina—. No importa porque, como ves, tu retraso no ha causado daños, ni tu espera contusiones.

Se encontraron con Daeghrefn, no lejos del puente, reuniendo a sus tropas y procediendo al recuento de bajas.

De los cuarenta hombres que habían participado en la cacería del Señor de Nidus, sólo quedaban con vida dos docenas. Osman, por descontado, había perecido en el tropiezo con el centicore. En la emboscada de los nerakianos habían caído quince de los mejores soldados de Daeghrefn.

Cuando dos de los servidores, toscos y rústicos jóvenes de Kern, regresaron de la persecución con dos cabezas de nerakianos clavadas en sendas picas, Daeghrefn desvió la mirada y guardó silencio, pues compartía su amargura y su ira. Aparte de aquel par de bandoleros especialmente desafortunados y de los tres abatidos por Aglaca y Robert, la escaramuza no había proporcionado otra recompensa a las fuerzas de Daeghrefn. Los nerakianos se habían desvanecido entre las rocas, dejando cadáveres y desorden en los caminos que utilizaban.

«Y la chica —pensó Verminaard desde un segundo plano, mientras Robert refería a Daeghrefn el temple y la celeridad que había demostrado Aglaca en la lucha contra los bandoleros—. Fuera quien fuese, atada, cautiva y… en graves apuros, lo sé».

Daeghrefn asintió con brusquedad tras el relato de Robert. Aglaca podía ser hijo de Laca, pero a pesar de la antigua disputa, el muchacho se había comportado con una gallardía excepcional. Su mirada se trasladó del desgreñado y afable solámnico a la otra presencia más morena, más corpulenta y decididamente más descansada que ahora se sentaba sobre su caballo, perdido en un laberinto de pensamientos.

Verminaard no advirtió que Daeghrefn lo observaba porque su mente se hallaba en otro lugar, al borde del encumbrado y lejano puente de piedra bañado de sol.

De haber tenido ocasión de demostrarlo, ella…, ella habría…

No lograba imaginarse qué habría ocurrido.

Enfrascado en sus meditaciones, conversando con la sombría Voz que surgía de su mente, regresó al alcázar de Nidus siguiendo los pasos de la columna.

Desde las almenas del alcázar de Nidus, los centinelas vieron llegar a la derrotada fila de jinetes de Daeghrefn. Casi en el acto, el de vista más aguda de entre ellos empezó a contar, y luego volvió a contar las dos docenas de hombres que entraban a caballo, procedentes de la menguante luz de las laderas montañosas, con antorchas encendidas y en alto para combatir la llegada de la noche.

Rápidamente, con creciente inquietud, los centinelas alertaron al resto del alcázar. Pronto, entre rumores y cuchicheos, todos se congregaron en el patio de armas. Allí, el mozo que barría la cocina se apoyaba alternativamente en uno y otro pie al lado del viejo astrólogo de Estwilde, y el halconero se recortaba, incómodo, contra la pared del torreón, intercambiando susurros con el cocinero. Nadie había previsto esta luctuosa noticia. Nunca una cacería rutinaria había resultado tan catastrófica, y sólo en dos ocasiones hasta ahora habían atacado los nerakianos a alguien tan cerca de Nidus.

Aglaca repasó mentalmente los infaustos acontecimientos del día y supo que transcurriría mucho tiempo antes de que pudiera regresar a su hogar, a la Marca Oriental. Habían pasado ocho largos años…, ¿cuántos más faltaban para que alguna paz lo liberara de su encierro en Nidus? Su juventud se desperdiciaba en el gebo-naud; en otras circunstancias, a estas alturas ya habría sido nombrado caballero. O quizás incluso se habría cumplido su deseo más secreto: servir a Paladine con todo su ser.

Quizá Daeghrefn tenía razón al decir que Aglaca necesitaba guardia para impedir que respondiese a la llamada de la Marca Oriental. Como los muertos de aquel día, Aglaca no había elegido su destino ni a sus compañeros.

En la entrada de una cueva de alta montaña, a un kilómetro y medio de las tres descollantes torres del castillo, se hallaba alguien que comprendía mejor al joven solámnico. Cerestes se protegía los ojos dorados del rojizo sol del atardecer y contaba las tropas entrantes. Al cabo, sus párpados se entornaron y su mirada se concentró, y las aves que moraban cerca de la entrada de la cueva callaron, en una suerte de temerosa expectación.

Esta vez pudo contar hasta los agujeros del desgarrado estandarte que encabezaba la comitiva. Su ávida mirada recorrió la columna a toda prisa.

Bien. Aglaca y Verminaard estaban entre los jinetes.

Satisfecho, se internó en la oscuridad creciente hasta una enorme estancia circular, sin luz ni viento, silenciosa, excepto por un perpetuo goteo de agua en algún punto todavía más profundo de la caverna.

Era el lugar elegido. Ella se lo había revelado en un sueño, cuando él le suplicó de nuevo que le confiara el propósito de encontrarse en este lugar. Aunque los años al servicio de Daeghrefn no constituían un período largo, según el cómputo del tiempo de los suyos, ella ponía a prueba su paciencia con tanta reserva.

Con suavidad al principio, insinuándose con el lento ritmo de la música del agua, se presentó la Reina de la Oscuridad, Takhisis, la primera en el panteón del Mal, con una voz tan íntima como sus propios pensamientos.

«De modo que así es como lo experimentan ellos —reflexionó Cerestes—, Aglaca y Verminaard, a quienes ella habla desde que eran niños. Así es como escuchan la voz, en su imaginación».

Esto no es un juego —le recordó la diosa, ahora en voz más alta, como el sonido de la noche en la Morada de los Dioses—. ¿Qué te importa lo que oigan, la sutil persuasión que los acerca a mí? Es asunto mío y suyo. ¿Acaso tienen algo que ver contigo?

—Por supuesto que no —respondió Cerestes, consciente de que la pregunta no era tal pregunta, sino un siniestro recordatorio de los límites del joven mago.

En los profundos recovecos de la cueva cesó el ruido del agua. Ahora Cerestes se hallaba a solas con sus pensamientos y con la queda y tortuosa voz de la diosa.

Sé tú mismo, clérigo, lo apremió Takhisis. Revela tu verdadera naturaleza ante tu reina.

Cerestes tosió y dirigió una inquieta mirada hacia la débil luz plateada que brillaba a sus espaldas.

Sí, estamos solos, lo tranquilizó ella. Los de abajo están demasiado ocupados en la emboscada y el accidente, absortos en el recuento de sus insignificantes muertos. Nadie te ha seguido hasta aquí.

—¿Estás segura? —preguntó él, y en el acto se arrepintió de sus palabras.

En las profundidades de la caverna, la oscuridad se condensó en nuevas turbulencias.

No es el momento de las preguntas, replicó la Reina de la Oscuridad, y sus tinieblas avanzaron como una ola hasta rodear a Cerestes. El vacío intentó absorberlo, moldearlo, arrancarlo de su cuerpo para darle una forma más antigua, más familiar, olvidada durante años. Las paredes empezaron a rezumar un tenue resplandor verde y el mago distinguió por fin el suelo de la cámara, las hileras de estalagmitas que se erguían como dientes mellados, los fragmentos de huesos y carbón esparcidos por doquier.

Se vio también las manos, que iniciaban la dolorosa metamorfosis que la Señora de las Tinieblas había ordenado: la roja membrana que crecía entre sus dedos, que a su vez se transformaban en largas garras, acompañado de espeluznantes crujidos de huesos y chasquidos de tendones. Una sola vez gritó, como siempre le ocurría cuando la primera oleada del Cambio lo recorría de arriba abajo, pero el grito ya había dejado de ser humano para convertirse en un terrible alarido, como el ruido del metal al desgarrarse. Los músculos de sus piernas se apelotonaron y combaron, sus costillas se alargaron y abombaron, al tiempo que unas alas brotaban de su dorso. Estaba creciendo. Sí, Cerestes cambiaba, volvía a ser lo que siempre había sido, lo que siempre sería. El carmesí de sus escamas se ennegrecía bajo la verde luz de la estancia, adoptando el familiar color de la sangre y las quemaduras, indicador de esta metamorfosis. Y la risa de Takhisis retumbó con tanta fuerza en su mente que se cubrió las orejas, en ese momento más retrasadas, imaginando que el ruido había escapado de sus pensamientos y reverberaba en las paredes de la caverna.

Mientras el estruendo se apagaba, Cerestes se enroscó lentamente en el centro de la estancia. Su tamaño fue aumentando y sus vértebras arañaron y empujaron la pared más alejada de la entrada de la cueva. Pronto la luz que penetraba quedó completamente obstruida por su enorme y musculoso cuerpo.

La severa voz de la Señora de las Tinieblas resonaba por todas partes, mientras el dolor se apoderaba de sus alas, de sus enormes ancas, de la larga cola que había brotado de la base de su espinazo. En el techo de la cámara, reflejándose entre legiones de murciélagos perplejos, en medio de refulgentes estalactitas colgantes, un ojo dorado observaba implacablemente al Dragón Rojo enroscado que antes era Cerestes.

Ya no eres Cerestes, comentó Takhisis con voz tranquilizadora, sino que vuelves a ser Ember; una criatura enteramente mía…

—Este Cambio es doloroso, Majestad —se quejó Ember con voz seca y ronca, hablando ahora en el lenguaje dragontino de siseos y consonantes explosivas. Su voz recordaba el batir de alas de los murciélagos.

¿Doloroso? La voz de la Reina de los Dragones era fría, burlona. ¿Cuán doloroso crees que fue para Speratus, el Túnica Roja, cuando arreglé tu… ascenso a mago de Daeghrefn? Si eres remilgado en lo referente al dolor; Ember; y el Cambio es siempre doloroso, quizá no deberías volver a cambiar jamás.

Ember se retorció con incomodidad. La forma de Cerestes era su disfraz, su camuflaje protector en un mundo donde los dragones no podían revelar todavía su presencia. Durante ocho años había caminado con forma humana.

Oh, sí, prosiguió Takhisis, captando sus pensamientos como si oliese una débil vaharada de sangre. Imagina que fueras siempre tú, aquí enroscado como una serpiente gigante, como el gusano gigante de siglos atrás, incapaz de escapar. Víctima de tus propios apetitos, tal vez, o de las lanzas de caballeros ávidos por hacerse un nombre.

—Haz conmigo lo que desees, mi Señora —rugió el dragón, cerrando su mente a ella con un breve y poderoso conjuro de ocultación. Se agitó sobre el suelo de la estancia y sus movimientos refrenados desplazaron rocas y guano añejo sobresaltando a los murciélagos, que se zambulleron en la oscuridad entre gritos agudos, rozando a Ember con sus correosas alas en su tumultuoso vuelo.

Muy bien. Ocúltame tus pensamientos. Que no se diga que la Reina de la Oscuridad… se entromete, concedió irónicamente Takhisis. No seguiré hurgando, aunque si lo deseara, ese conjuro tuyo sería tan endeble como…, como…

—¿Gasa? —preguntó Ember con una torva sonrisa, toda dientes. Bien estaba que ella se detuviera ante el conjuro de ocultación. No percibía la menor intrusión, ni intento alguno por parte de la misteriosa y aguda visión de la diosa de traspasar los velos creados por la magia del dragón.

Quizá ni siquiera ella era capaz de eso. No mientras permaneciera al acecho en el Abismo, aguardando una oportunidad de entrar en este plano de la realidad.

Sí. Hasta que encontrara la Joya Verde, la diosa esperaría al otro lado del Portal, reducida a una triste versión de lo que aún tenía que ser.

Has vuelto a preguntar por qué te envié aquí. Bueno, debes provocar algunos incendios por mí, dijo ella. Y todos los fuegos empiezan con esos dos.

—¿Verminaard y Aglaca? —preguntó Ember, mientras sus pensamientos ocultos se aceleraban—. ¿Qué pretendes que haga yo?

Continúa con tu papel de mago. No reveles a nadie que eres clérigo mío…, todavía no, al menos. Sigue siendo tutor de Aglaca y Verminaard; instrúyelos bien. Pero conviértete en algo más que su maestro. Sé ahora su confidente, los ojos que modelan este mundo. Uno será tu compañero en años venideros, cuando seamos más fuertes y más numerosos en este territorio hostil. Uno será tu compañero.

Ember abrió un ojo dorado, contemplando la luz del techo de la cámara con una mezcla de curiosidad y espanto.

—¿Cuál de ellos, Majestad? —preguntó con voz ronca, cargada de desconfianza.

Ellos elegirán. Aglaca y Verminaard. En este mundo sólo hay sitio para uno de ellos. Y es posible que ya hayan elegido. El corpulento es el más manejable, el pequeño es más brioso. Verminaard será la victoria más fácil, Aglaca el trofeo más preciado. Pero elegirán ellos. Yo propiciaré la ocasión.

—¿Por qué estos dos? —preguntó Ember, y en el prolongado silencio que siguió, oyó el zumbido y el crepitar del aire, como el ruido del cielo justo antes del relámpago. Temió haberla enojado, ofendido, y sin embargo, tras una larga pausa, ella decidió contárselo.

Por Laca. Tengo una antigua deuda pendiente con Laca. Es la mejor manera de hacerle pagar, a él y a la maldita Orden…

—Y si el elegido es el otro —añadió taimadamente Ember—, no habría peor golpe para la Orden que si el padre de tu sirviente fuera el gran rebelde Daeghrefn.

Takhisis no replicó. En las profundidades de la caverna, Ember oyó el eco de sus últimas palabras, rebotando y alcanzándose a sí mismas hasta que un eco se solapó con el siguiente y las oscuras rendijas de la montaña se llenaron de voces y palabras entremezcladas: el otro…, elegido…, padre…

Yo propiciaré la ocasión, insistió Takhisis, rompiendo el largo silencio. Primero la chica. Después el resto de… las circunstancias.

—¿Qué chica? —preguntó Ember ansiosamente, sacando la larga lengua bífida una y otra vez en la oscuridad con vehemente excitación—. No me habías hablado de chica alguna, mi Señora.

¿Qué chica? La que Paladine ha elegido. La que envía a la druida… a causa de las runas. Al menos, eso creo.

—¿Las runas? —preguntó Ember cerrando los ojos y esforzándose por imprimir a su voz un tono de indiferencia, de desinterés—. Creí que no eran más que un juego. De hecho, he mantenido ocupado a Verminaard con ellas cuando sus preguntas me irritaban.

En efecto, no son más que un juego, respondió Takhisis. Es decir; por ahora. Hasta que la runa en blanco sea descifrada.

Ember abrió el otro ojo de doble párpado. Bajo la amortiguada luz de la estancia, su áurea mirada era calculadora.

—¿La runa en blanco? —preguntó—. ¿Entonces la antigua leyenda es cierta?

Paladine la esconde desde hace mucho tiempo. Desde los tiempos de… Huma.

Ember disimuló una sonrisa. La Señora de las Tinieblas seguía trabándose con el nombre del héroe solámnico cuya lanza la había devuelto al Abismo.

La mantiene oculta desde hace tanto tiempo, continuó Takhisis, que ya enseñan a los magos que la piedra en blanco es un sustituto, un recambio por si otra piedra se pierde o sufre daños.

—En efecto —corroboró Ember—. Es lo que he contado a Verminaard, que constantemente está hurgando en la tradición rúnica.

Ya me he percatado, dijo Takhisis. Tal vez llegue el momento en que todas las runas se desplieguen ante él, con la runa en blanco adornada con sus símbolos…

—¿Y entonces qué? —El dragón estaba ansioso, ávido de conocimientos prohibidos—. ¿Qué ocurrirá entonces, Señora?

Entonces desentrañaremos el mayor de los oráculos, ronroneó Takhisis. El augurio que ha permanecido en silencio e interrumpido porque la runa estaba en blanco y su símbolo había sido olvidado. Todo este tiempo, al parecer L’Indasha Yman ha guardado el secreto.

«¿L’Indasha Yman? ¿Una de los druidas? —pensó Ember—. ¿Y no ha utilizado ese poder? Takhisis está mintiendo. O bien se reserva algo».

La chica, dijo Takhisis, su profunda voz remoloneando con las palabras, tiene algo que ver con las runas…, con la revelación. Lo sé.

Ember se agitó incómodamente en la cámara, demasiado estrecha para él, esperando conocer la relación entre la chica y las runas que Takhisis parecía a punto de confiarle.

Cuando yo… llegué aquí, había cosas prohibidas para mí. Cosas que él me ocultó como parte de la prohibición. También cosas que he olvidado. Por eso debes seguir informándote por mí, actuando por mí…, por ahora.

«Hay hielo en su voz —pensó Ember—. Sabe más de lo que dice. Pero con esas runas…».

Los nerakianos tienen ahora a la chica, le notificó Takhisis. Pretenden ofrecérmela como primer sacrificio en mi templo, a causa de sus ojos de color malva. Pero no la matarán, ni la retendrán eternamente.

—Supongamos que descubren los secretos de la chica antes…, antes que nosotros, mi Señora. Los nerakianos saben cómo sonsacar secretos.

La voz de la diosa se dejó oír suavemente tras otro largo y embarazoso silencio. Los nerakianos son mis servidores. No se rebelarán. Pero si lo hacen, y si osan descifrar la runa…, todos los dioses lo sabrán en el acto. ¿Y a quién, mi querido Cerestes, adoran centenares de clérigos? ¿Quién controla ejércitos en Sanction y en Estwilde? Lo único que los nerakianos profetizarían con las runas sería su propia muerte.

—Esta… disputa con Laca… —intervino el dragón, cambiando el tema de la conversación.

Le costará un hijo, lo interrumpió Takhisis. De eso estoy segura.

—Pero ¿y el otro? Ese Verminaard…

¡No es menos hijo de Laca Dragonbane, necio!, anunció cortante la Reina de la Oscuridad. Las paredes de la caverna parecieron retroceder y el dragón inició la lenta transformación de regreso a su forma humana, hasta ser de nuevo el siniestro mago Cerestes.

Debió haber caído en la cuenta mucho antes. El silencio en cuanto al nacimiento de Verminaard; la crueldad de Daeghrefn y los acusados prejuicios contra el muchacho; la ausencia de parecido físico entre padre e hijo…

Aturrullado por las nuevas de la Señora de las Tinieblas, Cerestes se sintió repentinamente frágil, desconcertado y yerto, como si se hubiera urdido una turbia historia de engaños y traiciones más allá de su comprensión, algo que necesitaba saber, que necesitaba utilizar.

Utilizaré a uno, dijo Takhisis con una risita cascada. El otro es… prescindible. Lord Laca me ha proporcionado hijos en abundancia y sólo necesito a uno de ellos. Pues la sangre de Huma corre por las venas de Laca Dragonbane y el linaje de Huma esta ligado a la revelación de la rana. Sólo necesito a un descendiente de Huma. Será su último superviviente.

—Pero…, pero ¿cómo, Majestad? ¿Dónde encaja la joven? —preguntó Cerestes. Pero la diosa se negó a responder. El oscuro ojo que lo escrutaba desde las alturas se desvaneció y el exhausto mago permaneció tendido en el centro de la cámara; debido al Cambio, sus negras vestiduras estaban desgarradas en jirones esparcidos por los rincones más alejados de la caverna. De nuevo, el radiante haz oblicuo de luz gris y plateada penetraba, libre de todo obstáculo, por la entrada de la caverna, y el mago se incorporó pese a su confusión y se acuclilló al borde de la luz para coser su ropa a base de conjuros.

Venceré, profetizó Takhisis con una voz que no era más que el susurro de un recuerdo o una idea, al margen de las decisiones de nadie, yo seré quien venza. Vete ya y cumple mis órdenes, Cerestes.