4

Se iba a celebrar la primera cacería de la fría y ardua primavera. Sería la primera caza del centicore en la que participarían los dos jóvenes. La costumbre ancestral ordenaba, puesto que tanto Verminaard como Aglaca habían cumplido veinte años con las nieves del invierno anterior, que ambos debían salir de caza esta primavera. Uncidos al mismo yugo por la edad, la educación y la rivalidad, habían pasado de la infancia a las puertas de la madurez, a la hora de ponerse a prueba en terreno agreste.

Desde la llegada de Aglaca al alcázar de Nidus, Verminaard creía haber acabado conociéndolo bien. Sus ocho años juntos los habían unido, si bien sus lazos no eran cálidos ni cómodos. Ninguno de ellos pensaba ya en la amistad: eran conscientes de que esa posibilidad había quedado descartada incluso antes de que se conocieran. Después de todo, Verminaard era demasiado cauteloso y desconfiado para cultivar una amistad, en especial la de alguien cuya presencia le recordaba constantemente a su hermano ausente, Abelaard. Y Aglaca era un rehén, prácticamente un prisionero, confinado en el alcázar de Nidus en contra de su voluntad. Pero los muchachos habían aprendido a llevarse bien, como viejos rivales curtidos en la inestable tregua del gebo-naud, y en esa relación, la franca hostilidad resultaba tan difícil como la amistad.

Durante las largas horas de instrucción, cuando Verminaard se sentaba en su escabel de la torre del noroeste y asistía a las conferencias de Cerestes sobre hechicería y alquimia, espiaba por la ventana a Aglaca mientras el solámnico paseaba por los jardines situados al norte de las murallas. Los jardines se conservaban inmaculados a pesar de los diez años de ausencia de Mort, el jardinero, que abandonó el lugar cuando a Daeghrefn se le agrió el carácter. En ese santuario, Aglaca se agachaba para examinar un retoño de cedro, para oler una flor, y luego desaparecía por completo detrás de un seto de arbustos de hoja perenne.

«A fe mía que, en el fondo, el chico no es más que un jardinero —pensaba Verminaard despectivamente—. Un enamorado delas flores».

Y retornaba a sus lecciones, extasiado cuando surgía humo de la palma de su mano o cuando un breve y torpe sortilegio hacía brotar agua de los oscuros muros del castillo.

No reparaba en que, desde los jardines, Aglaca también divisaba su silueta apostada frente a la ventana de la torre. Tampoco sospechaba que Aglaca conocía su secreta envidia, la envidia que todo prisionero de la erudición siente hacia aquellos que son libres. Mirara donde mirase Verminaard, Aglaca se acurrucaba detrás de la gran barrera de aeternas para dedicarse a sus diversos estudios. Allí reproducía los movimientos de la mantis, irguiéndose con los brazos flexionados ante sí en una pose grotesca, casi estúpida; y luego bajaba las manos velozmente, una y otra vez, incansablemente, asestando golpes mortalmente precisos.

Transcurrieron los meses, y sus reflejos se agudizaron.

En cuanto la mantis le hubo enseñado velocidad, empuñó la espada que había escondido bajo las ramas cubiertas de agujas azules. Y danzaba y giraba sobre sí mismo, entre las ruinas del jardín de rosas de la madre de Verminaard, apoyando los pies liviana e inofensivamente entre las flores, mientras sus diestras manos blandían la espada en un amplio molinete. De pronto, violentamente, como si llevara un millar de años aprendiendo de la naturaleza y la sangre, Aglaca asestaba un siseante mandoble sobre el borde de un pétalo. El filo metálico cortaba precisamente por la mitad el iridiscente escarabajo dañino y dejaba la flor intacta, a salvo incluso del viento producido por la hoja de la espada.

Verminaard nunca presenciaba los estudios privados de Aglaca, pero el muchacho solámnico no estaba libre de vigilancia. Por orden de Daeghrefn, el senescal Robert lo observaba desde detrás de un pequeño jardín ornamental de plantas azules, maravillándose de cómo el joven iba acrecentando su sabiduría, su talla y su gracia.

Aglaca tampoco estudiaba siempre solo. Después del segundo mes de residencia en el alcázar de Nidus, se reunía con una mujer encapuchada en la intimidad del jardín. Ella le enseñaba a distinguir y utilizar las hierbas, a defenderse y a emplear una silenciosa y rudimentaria magia. Robert alargaba el cuello entre las ramas azules para espiar lo que se decían, y la voz de la mujer, tentadora de un modo casi imperceptible, cautivaba al hombre con su melodía y su ritmo.

Y su familiaridad. El senescal había oído antes aquella música. Cierto día soleado, a mediados de primavera, la mujer se había vuelto hacia él, lo había mirado a través de la maraña de ramas… Cabello castaño rojizo y ojos oscuros. Robert recordó el rostro en el acto.

L’Indasha Yman sonrió y le guiñó un ojo.

Después de aquello y durante toda una semana, el senescal durmió poco y mal. La druida se transportaba como por arte de magia al recinto del castillo, y Robert se preguntaba si acaso iba a traicionarlo o si era tan insensata como para arriesgar su vida y la de él con estas visitas a plena luz del día.

Sin embargo, la vio a diario y no se advertían señales de alarma en el alcázar, ni comparecencias nocturnas a requerimiento del Señor de Nidus.

Robert respiró con más tranquilidad, hasta el día en que vio al propio Daeghrefn en el jardín.

Aglaca y L’Indasha estaban examinando una rosa y la druida aleccionaba al solámnico acerca de Mort, el jardinero, un hombre fornido y bondadoso de Estwilde que había tratado de suavizar la displicencia de Daeghrefn plantando azucenas y rosas por todo el alcázar. Pero después de que Verminaard cumpliera dos años, la paciencia del jardinero se esfumó, y al cabo de poco tiempo el propio Mort desapareció.

Pero no sin antes plantar diez mil girasoles, que germinaban y florecían en temporada y fuera de ella, brotando de la noche a la mañana por doquier, desde el patio de armas hasta el estercolero de las caballerizas y mofándose del torturado Daeghrefn con la insolencia de sus vivos colores.

—Era un bromista, el jardinero Mort —murmuró L’Indasha con una risita—. Poseía cierta magia y un prodigioso sentido del humor. Lo añoro terriblemente.

Aglaca sonrió, pero en ese preciso instante, Daeghrefn entró en el jardín. Robert no se había percatado de su llegada, y el senescal contuvo el aliento mientras el Señor de Nidus se detenía junto a la druida y el muchacho.

—¿De que te ríes, Aglaca? —preguntó Daeghrefn, y el joven le devolvió la mirada con tranquilidad. La druida se puso en pie, se sacudió el polvo de sus vestiduras y retrocedió hacia el jardincito ornamental.

En ese momento se le hizo evidente a Robert que L’Indasha era invisible para Daeghrefn. La druida trabó su mirada con la del senescal, le guiñó un ojo y sonrió con embarazosa complicidad.

El sueño de Robert no volvió a verse turbado por el temor a que se descubriera su secreto.

Y así, cada muchacho recibió una instrucción diferente y ambos alcanzaron la edad adulta de maneras distintas. Verminaard aprendió de los libros, de los magos, del laborioso estudio. Su compañero —su rehén— aprendió del druidismo invisible y de una silenciosa armonía natural. Sus respectivos preceptores les enseñaron mucho sobre sus numerosas diferencias, pero nada sobre un terreno común.

La mañana de la cacería, ante las puertas del alcázar de Nidus azotadas por el viento, Verminaard se situó en un lugar de honor: asistió al mago Cerestes en el ritual. Siguiendo la antigua tradición, una representación del centicore fue dibujada sobre las gruesas puertas de madera con raíz de rubia y tintura de glasto, en una intrincada composición de remolinos formados por líneas rojas y azules que atraían y enfocaban la visión del cazador hacia la imagen pintada.

Se contaba que en la Era de la Luz, los artistas dibujaban la presa —centicores, wyverns, tal vez incluso dragones—, de un modo tan realista que las imágenes chillaban cuando las lanzas las atravesaban.

Verminaard en persona sostuvo los pinceles de Cerestes mientras éste esbozaba los primeros motivos. El joven recitaba las antiguas letanías al mismo tiempo que su mentor.

Cuando los cazadores formaron para arrojar sus lanzas a la efigie, el mago tendió a Verminaard la preciada tercera lanza, que siguió a las de Daeghrefn y Robert.

Todo había salido a la perfección: la ceremonia, los encantamientos recitados por el mago y la lanza de Verminaard al alcanzar el corazón del torbellino azul y rojo. Verminaard se irguió con genuino orgullo, musitando una oración dedicada a la Reina de la Oscuridad, tal como le había enseñado Cerestes. Mientras tanto, el resto de los cazadores, cincuenta en total, presentaron sus lanzas a la imagen por turnos, cada uno con un grito, un alarde y una plegaria, mientras la partida de caza se reunía y los mozos de cuadra preparaban los caballos… Todo fue perfecto hasta que Aglaca se negó a participar.

El taimado solámnico había declinado la invitación, arguyendo que Paladine gobernaba su lanza, así como Mishakal y Branchala, los antiguos dioses de la creación, la reconciliación y la inspiración. Se negaba a intervenir en esto, declaró, y ya no añadió nada más.

Pero Verminaard no permitió que esta altanería le estropeara el día, su día. ¿Acaso no había sido su lanza la única en encontrar el corazón de la bestia pintada? Ya sólo necesitaba una última confirmación, la del trofeo que sin duda obtendría.

Daeghrefn se detuvo junto a su caballo para revisar la silla y los arneses, sin olvidarse de asegurar los correajes que lo mantendrían en la silla si empleaba su lanza. Absorto en sus cálculos, no dedicó más interés a la negativa de Aglaca que al propio ritual. Cuando el último hombre hubo arrojado su lanza, el Señor de Nidus ya había montado. Hizo caso omiso de la pintura, la invocación y la camaradería del ritual de las lanzas. Desempeñaba su papel en la ceremonia únicamente porque eso era lo que esperaban sus hombres.

Verminaard se arrodilló al lado de los caballos y lanzó las runas Amarach. Su lectura resultaba hoy confusa, como ocurría a menudo. Gigante. Carro. Granizo. Leyó algo referente a quebrar resistencias, la senda del poder, la destrucción…, aunque no consiguió encajar las piezas.

Pero las runas eran proféticas, no cabía duda, a pesar de las carcajadas de Cerestes cuando su prometedor alumno le comentó el poder que encerraban. Pues aquellas piedras rúnicas eran muy antiguas y respetadas, ¿o no? El problema era que él carecía de las habilidades oportunas. Las palabras de su padre, suaves por hallarse aún el joven absorto en su ensueño, confirmaron a Verminaard que todo lo que creía sobre runología y adivinación era cierto.

—Verminaard cabalgará a la cabeza de la cacería —anunció Daeghrefn, alzándose sobre los estribos y protegiéndose los ojos para dirigirlos hacia el norte a través de la llanura. Su mirada recorrió el horizonte hasta el lejano desnivel de las montañas, donde las nubes se encontraban con la tierra y por donde pasaban todos los caminos que cruzaban Taman Busuk hasta el ignoto y místico corazón de las Khalkist—. El será la punta de lanza de Nidus y cabalgará solo.

Eso fue todo. Con un hosco silencio y la mirada esquiva, el Señor de Nidus alineó su montura con la de Robert.

Un feroz regocijo embargó a Verminaard. Tras guardar las runas en una bolsa que colgaba de su cinturón, se encaramó de un brinco a su silla de montar. La lanza para jabalíes se estremecía y vibraba en su soporte, junto a su rodilla derecha, y el joven la asió con avidez.

¡Daeghrefn se había dado cuenta al fin! Estaba seguro de ello. Esta posición de vanguardia era una muestra de estimación, del respeto de Daeghrefn por su valor y su inteligencia.

Antes de que transcurriera una estación entera de su vigésimo año de edad, Verminaard cabalgaría al frente de un ejército veterano.

Aglaca, por otra parte, había oído de labios de su padre muchas historias sobre la caza del centicore. Se trataba de una criatura mortífera, asombrosamente astuta. Permitía que los cazadores se agotaran en su persecución y luego se revolvía y embestía cuando los lanceros habían dejado atrás al resto de la partida de caza y las fuerzas se habían reducido a uno o dos cazadores fatigados contra un enorme monstruo perfectamente acorazado. En la Marca Oriental, el hombre que cabalgaba a la vanguardia en una cacería de centicores sólo lo hacía después de haber legado sus bienes a sus parientes y amigos, rezado las Nueve Oraciones a Paladine, Mishakal y Kiri-Jolith para la caza y entonado el inveterado cántico fúnebre solámnico para él mismo.

Aglaca entornó los párpados para escrutar al alborozado Verminaard mientras se amarraba a la silla de su montura, enderezaba la espalda e intentaba ocultar una sonrisa adolescente bajo una máscara de fingida calma. Daeghrefn no se dejaba engañar: el Señor de Nidus era un experto cazador y un veterano soldado, y aunque fuera un renegado, no había olvidado su formación solámnica en cuanto a estrategia y orden de combate.

Daeghrefn sabría, mejor que nadie…

Y lo sabía. Por supuesto que sí.

—Os pido perdón, Señor —se aventuró a decir el joven solámnico. Introdujo el pie en el estribo del caballo dispuesto para él mientras Daeghrefn se volvía para mirarlo distraídamente, con indiferencia—. Ruego que me permitáis… cabalgar con Verminaard.

Robert miró nerviosamente a su Señor.

Tenía que salir bien, pensaba Aglaca. A pesar del extraño desinterés que demostraba por su hijo, Daeghrefn no arriesgaría la vida de Aglaca en un alocado juego de azar. Si Laca recibía noticias de que su hijo había muerto en la cacería, la vida de Abelaard estaría sujeta al gebo-naud.

Aglaca era la mejor protección con que podía contar Verminaard.

Daeghrefn no se amilanó ante la petición del joven. Por el contrario, miró de hito en hito al advenedizo como si estudiara el terreno o una armadura antes de un torneo.

—No olvidéis, maese Aglaca —respondió el Señor de Nidus, en tono de suave y calmosa reprimenda—, que no os halláis entre nosotros tanto en calidad de huésped como de… cautivo de un pacto entre Nidus y la Marca Oriental. No puedo permitir que cabalguéis en la vanguardia, pues podríais aprovechar la ocasión para escapar. O peor aún, podríais sufrir algún daño.

—Tengo veinte años, Señor —insistió Aglaca—. Veinte, y soy diestro con las armas que vos, en vuestra amabilidad, me habéis permitido manejar.

—Eso es cierto —concedió Daeghrefn—, sois mejor que esa masa de músculos que tenéis por compañero, según me han contado.

Verminaard dio un respingo, pero su rostro recuperó velozmente su calculada inexpresividad.

—En cuanto a vuestros recelos de que pueda escapar, lord Daeghrefn… —prosiguió Aglaca—, ¿y si os doy mi palabra como hijo de un Caballero de Solamnia?

Daeghrefn sonrió despectivamente.

—No os imagináis lo poco que tales promesas significan para mí, muchacho. Pero si insistís en cabalgar al frente, Osman os acompañará, además de un escuadrón de doce hombres. Por si la atracción de la Marca Oriental se os hace irresistible.

Aglaca reprimió una sonrisa de satisfacción. Esta vez se había salido con la suya. Daeghrefn había accedido por miedo a que los espías —pues sospechaba que algunos se infiltraban constantemente en la guarnición— refiriesen la decepción de Aglaca a su padre. Si Verminaard hubiera ido solo a la vanguardia, no le habría escoltado nadie. Situándose al frente de la columna, Aglaca garantizaba la seguridad de Verminaard: Osman era un veterano cazador y un hombre leal, y sus doce soldados de caballería los protegerían a ambos.

A medida que los jóvenes y su escolta avanzaban a la cabeza de la cacería, el castillo y sus dependencias disminuían con la distancia hasta convertirse en un punto lejano en los campos del sur. Cerestes alzó las manos para proceder a la Letanía de las Despedidas. Al poco rato, una bruma roja se levantó a su alrededor y el mago se desvaneció en un torbellino de vapores descoloridos y jirones de luz. En dirección al alcázar de Nidus, supusieron todos.

El curtido Osman, de rostro tan oscuro como el roble viejo, cabalgaba taciturno entre ambos jóvenes. Sus ojos, negros y brillantes, inspeccionaban el terreno en busca de rastros y huellas de pezuñas.

Verminaard, consumido por la impaciencia a la derecha del cazador, se acurrucó en su silla de montar cuando se toparon con un gélido viento de cara. Había sido traicionado por este blandengue occidental que cabalgaba a la izquierda de Osman: el pérfido Aglaca, que primero se negaba a compartir la camaradería del ritual de las lanzas y luego reclamaba la gloria de la cacería.

Su esperada cacería, su lugar de honor, su oportunidad de mostrarse noble y valeroso, de distinguirse ante Daeghrefn. ¡A Aglaca y las niñeras que lo acompañaban no les correspondía estar aquí, a su lado! Por un momento, deseó que sólo Aglaca estuviera presente. Las mesetas de Taman Busuk eran una tierra traicionera, plagada de grietas y barrancos sin salida, donde un caballo podía tropezar, un joven podía caerse…

Verminaard se obligó a despertar de su sanguinaria ensoñación. Con el paso de los meses, los pensamientos asesinos se presentaban cada vez con mayor frecuencia y eran más descabellados: un millar de contratiempos aguardaban al solámnico, un millar de engaños y enemigos. Verminaard soñaba con esos atroces momentos, los saboreaba hasta que el sueño se disolvía ante la fría realidad del gebo-naud: cualquier desgracia que le sobreviniera a Aglaca le sería infligida a Abelaard en Solamnia.

Y él jamás permitiría que a su hermano le sucediera una desgracia.

Meditabundo y alicaído, Verminaard obligaba a su gran corcel negro a mantener el paso del caballo ruano de Osman. El paisaje que iban dejando atrás estaba cubierto por una hosca y monótona niebla.

Aglaca, por su parte, rezaba larga y silenciosamente a Paladine, a Mishakal y a Kiri-Jolith por la caza, como le enseñó su padre, Laca, antes de que tuviera edad de empuñar una lanza. «Que la caza sea propicia —imploraba a los dioses—, y la captura limpia y noble. Y que todos los cazadores regresen a su hogar y con su familia al final de la jornada».

Tras dirigir una melancólica sonrisa al solámnico, Verminaard contempló a la imponente compañía. «Sólo se interpondrán en mi camino», pensó, y en su mente se formaron imágenes del centicore. La bestia era estúpida, irascible y corta de vista, pero si se revolvía gruñendo, aprestando los colmillos y tomando carretilla para embestir de frente, neciamente, la cacería cambiaba radicalmente. Entonces sus compañeros serían un estorbo, su armadura inadecuada y su caballo demasiado lento; y lo único que se interpondría entre él y el gigantesco jabalí de grueso pellejo sería su lanza enristrada, un brazo fuerte y nervios de acero.

Era un encuentro que Verminaard esperaba ansiosamente. Espoleó a su montura para que se adelantara a las de Aglaca y Osman. A sus veinte años, Verminaard era fornido y musculoso, y el coraje formaba parte de su naturaleza. Y, aparentemente en reconocimiento de ello, su padre lo había colocado en un lugar de honor, en la vanguardia de la cacería, donde con toda probabilidad sería el primero en entrar en acción.

Una fría lluvia se abatió sobre la columna de jinetes que se dirigía al norte, en dirección a Taman Busuk, por las agostadas llanuras que empezaban a verdear. Las puntas de sus largas lanzas subían y bajaban con los desniveles del terreno. Cuando alcanzaron los altos llanos, los jinetes se desplegaron en abanico, dividiéndose en escuadrones de cuatro o cinco hombres, en línea, cuidadosamente elegidos por lord Daeghrefn.

Cabalgando en el escuadrón más adelantado y reducido, Verminaard se recostó en el arzón de hierro de su silla de montar y aspiró el húmedo y frío aire. La atmósfera era la clásica de las tierras bajas, más densa y fragante que el aire de montaña, a la altura de la última línea de vegetación, donde montaba guardia el formidable alcázar de Nidus. Aglaca cabalgaba a su lado y pareció animarse de repente, sentirse de pronto más cómodo en su silla y en el trayecto.

Concedieron un descanso a los caballos en una estrecha garganta que se abría entre dos riscos verticales, un pasillo resplandeciente por el sol del mediodía que caía a plomo, sobre la porosa escoria volcánica de obsidiana, e iluminaba un pequeño estanque de montaña todavía cubierto por una capa de hielo invernal.

Tras desmontar, Verminaard bebió un gran trago del frasco de drus que colgaba de su cinturón: la poción de los visionarios que, según Cerestes, abría las puertas al don de la profecía en los servidores de la Reina de los Dragones.

A continuación, extrajo una vez más la bolsita de runas. Le exasperaba la insistencia del mago en que era imposible predecir el futuro de uno mismo, pero Verminaard estaba convencido de lo contrario. Sobre todo ahora, vivificado por la poción de drus: los grabados de las piedras parecían relucir como venas de luz.

—¡Osman! —gritó, y el cazador, que estaba amolando su cuchillo en un tronco caído, lo miró frunciendo el ceño.

—Las runas no, por favor, joven Señor. No soy partidario de los augurios, y aún menos de ese mago vuestro.

—Las runas no tienen nada que ver con él —mintió Verminaard. El mago le había regalado las piedras cuando reparó en la curiosidad que el muchacho sentía por ellas—. Han sido recogidas con la luna roja, Lunitari. Se hace así con todos los oráculos, pues todos son neutrales.

Al menos eso era verdad. La profecía era un don neutral. Su interpretación era buena o mala. Y al interpretar las piedras para otra persona…, bueno, a veces se descubrían cosas preocupantes para el intérprete, que le atañían directamente.

Con renuencia, Osman se aproximó al joven. Desconfiaba de la superstición de Verminaard, de su obsesión por los rituales y las ceremonias lúgubres. Siendo un hombre de natural rudamente franco y dotado de sentido común, Osman sentía poco aprecio por los desconcertantes augurios que Verminaard le imponía con avidez a cada momento.

Mejor el padre, que no creía en nada, que este muchacho hechicero que cabalgaba ante él.

—Pregunta por la cacería, Osman —apremió Verminaard—. Pregunta cómo se portará tu compañía.

Osman se aclaró la garganta y miró a Aglaca en busca de socorro. El otro muchacho se arrodilló junto a su caballo, sonrió y sacudió la cabeza mientras apretaba la cincha lateral de la silla. No estaba dispuesto a intervenir en una discusión sobre símbolos y profecías.

—Confío en que lo averiguaremos muy pronto, maese Verminaard —replicó el cazador, y volvió a concentrarse con indiferencia en el tronco caído.

Furioso, Verminaard lanzó las runas para sí mismo. Las piedras planas e irregulares, se esparcieron por el suelo. Salió una antigua configuración nerakiana: tres piedras en secuencia que determinaban el presente, el futuro inmediato y el resultado de la consulta. Las crípticas líneas plateadas parecieron dispersarse y relumbrar como ígneos surcos grabados al ácido en la tierra.

Aglaca se incorporó y condujo uno de los caballos hasta el pequeño estanque. Al inclinarse para romper el hielo y dar de beber al animal, se sobresaltó al ver otro rostro, adusto y sereno, que lo miraba desde la superficie del agua helada.

—¡Por el gran Paladine! —exclamó, estupefacto.

Era la mujer de ojos oscuros quien lo miraba serenamente. De su cabello castaño rojizo colgaban hojas, y una curiosa luz ambarina se reflejaba sobre su frente, como si se hallara de cara al sol poniente.

La mujer abrió los ojos desmesuradamente, sonrió brevemente al reconocer al joven y se desvaneció en un turbio remolino de hielo. Ahora Aglaca observaba su propia imagen, con la espada desenvainada en medio de una hendidura en el granito sembrado de pedruscos. En la visión, Verminaard se erguía a su espalda, con la espada enfundada y ociosa.

Aglaca dio un paso atrás y jadeó, intentando adivinar el sentido de la revelación.

Fue entonces cuando los caballos se sobresaltaron y piafaron, ensanchando los ollares para identificar un olor acre y rancio arrastrado por el viento que empezaba a levantarse. Osman montó de un salto, seguido al instante por Aglaca y el resto de los soldados de caballería. Irguiéndose sobre los estribos, el cazador exploró con la vista el desolado terreno. Por fin, como un viejo visionario de las llanuras, Osman indicó un punto donde la hierba alta se agitaba y se estremecía como la superficie de un lago cuando un gran ser ignoto surge de las profundidades y surca las mansas aguas.

—Allí —anunció con calma Osman, señalando el surco que se desplazaba por el horizonte—. Es pequeño, pero será una digna presa.

Verminaard recogió las runas y se encaramó a la silla de montar. Sus compañeros ya se habían puesto en marcha, espoleando sus caballos al trote vivo hacia el norte, donde encontraría a su ruidoso centicore y su gloria se presentaría abriéndose paso violentamente entre la alta hierba.

Habían elegido buenos caballos, ágiles e infatigables. A media mañana, el centicore se hallaba a la vista. Avanzaba pesadamente en su misma dirección sobre sus robustas patas, impulsadas por una energía lenta pero incesante.

Era verdaderamente feo, tal como le habían explicado y Verminaard pudo comprobar. Su gruesa piel estaba recubierta por un blindaje de lodo seco y algas; su cola era larga como un brazo humano y presentaba innumerables protuberancias y púas, como si fuera una maza. Sin duda se trataba de un centicore joven, puesto que tenía los cuernos lisos y sin marcas de lucha; pero, aun así, de las pezuñas a la cruz alcanzaba la altura de un hombre. Una antigua leyenda popular afirmaba que sostener su mirada ocasionaba la muerte, que las mismísimas rocas acumuladas en forma de colinas al pie de las montañas Khalkist eran los restos de cazadores que el animal había convertido en piedra al mirarlos.

Naturalmente, Daeghrefn opinaba que las leyendas eran pura superchería. Él había matado personalmente dos centicores, y afirmaba que ambas veces miró a la bestia directamente a la cara mientras le daba muerte. Daeghrefn insistía en que aquella criatura no poseía magia ni poder algunos, excepto el miedo inducido por la imaginación desbocada de los montañeses.

Sin embargo, Osman era uno de esos montañeses y, cuando los jinetes se aproximaron al centicore, ordenó a los jóvenes que se situaran uno a cada flanco de la pesada y torpe criatura. Con un gruñido, el monstruo se internó en un estrecho barranco sin salida que se abría entre dos riscos. Después de todo, Daeghrefn había asignado al cazador la función de guardián, y si el centicore giraba en redondo para atacar, los jóvenes se mantendrían en los flancos, a una prudente distancia de los veloces cuernos y la legendaria mirada: el blanco de su ira se reduciría a Osman y los soldados de a caballo.

Tras dar un rodeo para situarse a la derecha de la bestia, obligando a su montura a arrimarse al risco, Verminaard bajó su lanza. El caballo se revolvía nerviosamente debajo de él, consciente del fétido olor que impregnaba el aire húmedo del barranco resguardado del viento. Verminaard se alzó sobre los estribos, tensó las piernas y las rodillas para afianzarse y se inclinó sobre su silla.

A su izquierda, el centicore llegó al final del callejón sin salida de roca y patinó sobre los negros residuos volcánicos.

Lentamente, la lerda criatura dio media vuelta para enfrentarse a Verminaard. En ese tiempo —dos segundos, acaso tres—, sus miradas se encontraron a la sombra de los riscos y el muchacho contempló los ojos opacos y deslustrados como pizarra mojada.

«Apenas si sabe que estoy aquí —pensó exultante Verminaard—. Aprovecharé mientras se vuelve para embestir y…».

De pronto, algo parpadeó en el fondo de los ojos del monstruo. Verminaard se tambaleó sobre su silla de montar.

Por un instante, creyó haber imaginado aquella extraña y fría luz que parecía emanar del corazón de la bestia, aterrorizándolo y al mismo tiempo atrayéndolo con una fuerza profundamente maligna. Y sin embargo no eran imaginaciones suyas, no era la sugestión inducida por sus propias supersticiones, pues de ser así, ¿cómo podría su propia mente dejarlo petrificado, confuso y fascinado hasta tal punto?

Verminaard parpadeó y asió la lanza con más firmeza. El lenguaje de aquella luz le resultaba casi conocido, como si los pensamientos de la bestia se proyectaran hasta el centro del barranco y a través de un millar de años, englobando sus propios pensamientos e iniciando una larga y desapasionada instrucción. Pero el joven no estaba seguro de su significado. La mirada de la bestia era demasiado nebulosa, demasiado esquiva, tan indescifrable, en definitiva, como las runas que había intentado en vano interpretar.

«Atacaré ahora —pensó—. Lo empujaré hacia el valioso Aglaca».

Se obligó a pensar en el momento presente y espoleó a su corcel. La bestia se volvió y huyó de él a la carrera por el abrupto y pedregoso terreno en dirección a la otra pared del barranco, donde aguardaba Aglaca con la lanza baja y el caballo tranquilo e inmóvil.

«¡Ahora! —pensó Verminaard, galopando en persecución del veloz centicore—. ¡Ahora, mientras esa cosa está distraída con Aglaca!».

Era una presa muy dura para un muchacho inexperto. El centicore se abalanzó contra Aglaca con las fauces abiertas de par en par y balanceando los cuernos como si fueran guadañas. Aglaca parpadeó nerviosamente y sujetó con fuerza su temblorosa lanza, recurriendo una vez más a su extraordinario valor, mientras el monstruo reducía a la mitad la distancia que los separaba con zancadas cada vez más amplias, hasta que adquirió una velocidad sorprendente sobre el terreno pedregoso del cerrado barranco.

Inesperadamente, Osman se interpuso entre el muchacho y el agresivo animal. El hombre había observado el inminente desastre desde la entrada del barranco y comprendió en el acto que su posición, elegida por ser la de mayores probabilidades de recibir la embestida del animal, se hallaba a la distancia justa para permitirle acudir al rescate del joven solámnico amenazado. Espoleó su montura sobre la grava, gritando y silbando para atraer la atención del monstruo, y se situó ante Aglaca en el último momento, volviéndose para hacer frente al centicore y levantando la lanza para detener la embestida. La blanda carne del pecho del animal había quedado expuesta en su atolondrado ataque. Lo único que tenía que hacer el veterano cazador era sujetar la lanza, mientras la criatura se ensartaba ella misma en la afilada punta, y luego regresar con su séptimo trofeo. Sus hazañas se cantarían en el alcázar de Nidus, en los pueblos de las laderas de las montañas y entre los cazadores de lugares tan distantes como Sanction y Zhakar.

Así habría concluido la cacería, si el acoso de Verminaard no hubiera distraído a la bestia.

Girando torpemente sobre sus patas delanteras y lanzando tierra y grava en todas direcciones al volverse, el centicore se precipitó hacia el joven atacante. Alarmado al ver el peligro que corría el hijo de su Señor, Osman espoleó de nuevo a su caballo y se colocó junto a la bestia, buscando una zona blanda, un punto vulnerable en la mugrienta coraza de escamas que recubría el lomo del monstruo.

De improviso, la bestia blandió su gruesa cola como si fuera una maza. Las púas hendieron el aire con un silbido y se estrellaron contra el yelmo de Osman con un estruendo metálico que se oyó en la columna de Robert, que venía tras ellos, a casi cien metros de la entrada del barranco.

Osman salió despedido de su silla de montar y cayó al suelo como un fardo. Al principio intentó incorporarse extendiendo los brazos débilmente por encima de su cabeza bamboleante, pero de pronto se estremeció y cayó exánime, en el momento en que la lanza de Verminaard se clavaba profundamente, con un siniestro rechinido de cartílago y hueso, en el pecho del centicore.

El impacto de la lanza contra el cuerpo del monstruo arrojó al joven hacia atrás, hacia las sujeciones de su silla de montar, y el aliento escapó de sus pulmones mientras el aire se llenaba de chispas rojas ante sus ojos. Fue consciente de que se desplomaba, hasta que lo detuvieron las correas. Después no fue consciente de nada en absoluto.

Aglaca estaba arrodillado junto a Verminaard cuando el muchacho recuperó el sentido. El enorme centicore yacía a unos diez metros de distancia, con la rota lanza profundamente enterrada en las entrañas. Se encontró rodeado de sombras de jinetes, y cuando trató de levantarse, el senescal Robert lo sujetó por las axilas, lo izó hasta su pecho y lo abrazó.

—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó la cortante voz de Daeghrefn, como un distante zumbido en sus oídos.

—El centicore está muerto, Señor —se apresuró a explicar Aglaca—. Y fue el valiente ataque de Verminaard lo que acabó con su vida.

—Y no sólo con la del centicore —comentó glacialmente Daeghrefn—. Osman ha caído en el mismo atolondrado ataque. Curad a ese chico y dejad al centicore aquí, para los cuervos y los milanos. Esa bestia es un trofeo vergonzoso.

Verminaard no podía creer que tuviera tanta mala suerte. Apenas pudo disfrutar de un segundo de exaltación, apenas de un instante para contemplar, sobre la tierra agrietada y removida, el voluminoso y humeante cadáver de la bestia, para regocijarse por su valeroso acto.

Ha sido culpa de Aglaca, lo tranquilizó la Voz, deslizándose hasta los pensamientos más íntimos que él iba desgranando sombríamente desde su silla de montar. Podía haber participado en la ceremonia, haber cerrado el círculo de la cacería, simplemente arrojando una lanza. Se negó, por una estúpida y ciega lealtad a su dios extinto… Osman ha muerto por culpa del orgullo de Aglaca y por su incapacidad de defenderse. Si hubiera sido lo bastante hombre para matar al centicore…

Verminaard regresó a casa cabalgando en el centro de la columna, con Aglaca a su lado. En el recorrido de dos kilómetros y medio entre el barranco sin salida y el límite de la llanura, el muchacho de menor estatura permaneció completamente silencioso; pero cuando llegaron a las colinas del pie de las montañas y al estrecho desfiladero que conducía hacia el sur y al alcázar de Nidus a través de Taman Busuk, Aglaca le dirigió la palabra finalmente. El fuerte viento que se levantó de repente había borrado todo recuerdo de las praderas, el rancio olor del centicore y el sudor de los caballos aterrorizados.

—Tu padre recapacitará, Verminaard —lo consoló Aglaca—. Está destrozado por la muerte de Osman, pero pronto reconocerá que tu acto fue muy valeroso, que sólo intentabas sacarme del apuro.

Verminaard dio un respingo ante esta nueva espina que se clavaba en su ánimo, pero permaneció en silencio y mantuvo la mirada fija en el camino que serpenteaba delante de ellos. En una ocasión, quizá dos, Aglaca creyó que su compañero iba a hablar, pero en ambas, Verminaard sacudió la cabeza y regresó a su melancólico mutismo.

Cruzaron un puente de piedra, mucho más ancho que el de Dreed, por el que los caballos podían avanzar de tres en fondo y los jinetes, obligados a desmontar y conducir los animales por la brida, siguieron cansadamente a pie sobre la pasarela de roca y grava, conversando en murmullos y contando anécdotas sobre el arrojo de Osman.

—¿Cómo se llama este puente, Verminaard? —preguntó Aglaca.

—«El Hueso del Bandolero» —fue la respuesta, mascullada con sequedad.

—¿Hay por aquí alguna fosa común?

Verminaard estaba a punto de soltarle una diatriba a Aglaca, de reprenderlo con vehemencia por su orgullo, su presunción y su actitud farisaica y macabra, cuando de pronto el aire se pobló de flechas. Surgiendo de entre las rocas del extremo opuesto del puente, una docena de arqueros apuntaron, dispararon y recargaron sus armas frente a ellos, mientras el jinete que encabezaba la columna de Daeghrefn se caía del puente y se precipitaba al abismo, con la negra asta de una flecha nerakiana traspasándolo de parte a parte.

—¡Nerakianos! —rugió Daeghrefn—. ¡Es una emboscada!