21

Judyth asió el fardo con más firmeza mientras bajaba los escalones de la torre oeste.

Todas las preciadas pertenencias de Aglaca no eran suficientes para que su peso la abrumara cuando emprendió el triste descenso, saliendo de la habitación del difunto. Encontró el anillo de familia que Laca entregó a su hijo, un libro de poesía y un relicario que había pertenecido a la madre. Aglaca había traído consigo a Nidus los tres objetos nueve años atrás y los guardaba en un morral junto a la cabecera de su cama.

La joven incluyó la daga entre ellas, la pequeña arma blanca que le había regalado Aglaca la noche de la Recapitulación. En una ocasión preguntó al joven su procedencia, pues su llamativa empuñadura —de ébano repujado en oro y tachonado de perlas y granates, en una bella réplica del firmamento nocturno en verano— parecía fuera de lugar, comparado con la simplicidad y el buen gusto de sus demás objetos de valor.

Aglaca le respondió de forma críptica, repitiendo que era una protección contra el Mal; luego cambió de tema y pasó a hablar de insectos —o de flores, ya no se acordaba— y así la daga continuó siendo un misterio. Judyth se llevaba el arma con la remota esperanza de que alguien la conociera y supiera la historia que sin duda explicaba el misterio. O por lo menos que supiera que perteneció a Aglaca.

Al tiempo que recogía las pertenencias del joven solámnico fue reuniendo también sus propios recuerdos. Quizás algún día regresaría a la Marca Oriental y entregaría aquellos objetos al padre de Aglaca. Tal vez el obsequio compensaría su miserable fracaso como espía de Laca. Pero, por el momento, se quedaría con las posesiones de Aglaca: el libro, el relicario, el anillo e incluso la misteriosa daga.

Al llegar al pie de la escalera, oprimió el paquete bajo su brazo y notó la afilada punta de la daga a través de la capa. Se dirigió a la puerta principal, al patio de armas bañado por la luz de la luna y al punto donde Robert la esperaba con un veloz caballo para conducirla hacia el sur.

Un repentino estruendo la detuvo en seco.

—¡Lady Judyth! —gritó una voz—. No os vayáis sin despediros afectuosamente.

Se volvió y escrutó a través del arco abierto que daba a la gran sala del castillo, donde se hallaba Verminaard, solo, sentado ante la mesa de banquetes, con un plato de pato asado humeando frente a él y una botella de vino en la mano izquierda. La copa de la que había estado bebiendo yacía hecha añicos junto al arco, donde el joven la había arrojado, y los fragmentos reflejaban la luz de las antorchas y centelleaban como cristales de hielo.

Indicó a la joven que se acercara con un movimiento de la botella.

—¡Pasa! ¡Oh, sí, pasa, Judyth de Solanthus!

Su mano derecha se mantenía oculta bajo la mesa, pero Judyth sabía que empuñaba la maza.

De nuevo, Verminaard la invitó por señas a entrar, esta vez con mayor insistencia. Con manos temblorosas, Judyth penetró en la sala, haciendo crujir los cristales rotos bajo sus recias botas.

—¿Adónde vas? —preguntó severamente Verminaard—. No te he dado permiso para salir, ya lo sabes.

—No sabía que vuestro permiso fuera necesario, lord Verminaard —replicó Judyth sin alterarse, deteniéndose a medio camino de la mesa.

—Acércate más —masculló ásperamente el nuevo Señor de Nidus, y dejó la botella de vino sobre la mesa—. Acompáñame en un brindis en honor a mi «precipitado predecesor», Daeghrefn de Nidus. Mientras hablamos lo están enterrando en el patio de armas. —Se lamió los dedos uno por uno.

—De veras tengo que marcharme, Señor —dijo Judyth, retrocediendo hacia la puerta—. Os dejaré cenar con vuestros… amigos.

Verminaard la observó malhumorado y se limpió los labios con la manga.

—¿No me acompañas, Judyth? ¿No eres amiga mía?

Se puso en pie, lentamente, con la botella de vino otra vez en la mano, mirando de soslayo a Judyth como si ella fuera el último plato, el postre de su solitaria cena.

—No, Señor —respondió la joven—. Ni es probable que nunca sea vuestra amiga. Habéis matado a demasiados seres que me eran muy queridos.

—Sólo he matado a uno —dijo Verminaard esbozando una cruel sonrisa.

—Con uno basta —replicó Judyth.

—Aun así. El cuchillo de Cerestes se ocupó de eso —explicó despreocupadamente Verminaard. Salió tambaleándose de detrás de la mesa y dio un paso vacilante hacia la joven.

Judyth ya había visto antes aquella expresión en otros rostros: en los lascivos ojos de los bandoleros cuando la llevaban cautiva a La Jaula de Neraka.

—Pero vos lo cegasteis antes —susurró con un temblor casi imperceptible en la voz—. Eso me han dicho.

La botella de vino se estrelló contra el suelo y el hombre, con una celeridad increíble, se abalanzó sobre ella. Judyth se volvió y corrió hacia la puerta, pero Verminaard la sujetó con sus dedos grasientos. Ella se apartó, manteniendo el fardo apretado contra su pecho y con la tela de su vestido manchada por las toscas manos del hombre.

—Ahora debo irme, lord Verminaard —anunció en voz alta, y se dirigió a la puerta—. Quedaos aquí, si lo deseáis, y coronaos vos mismo rey en un castillo de ruinas.

—No eres bien recibida en esta corte, Judyth de Solanthus —gruñó Verminaard—. Pero cierto es que jamás fuiste como yo imaginaba. Qué decepción… Eran las sobras adecuadas para Aglaca, apostaría a que sí. Pero ahora… Bueno, ahora me servirás.

Se arrojó sobre ella con los ojos extraviados, los brazos extendidos y Nightbringer reluciendo como una oscura antorcha en su mano enguantada. Sujetando a la joven, la atrajo hacia sí con gran rudeza.

«¡El cuchillo!», pensó Judyth, alzando instintivamente el fardo. Su movimiento fue tan repentino y violento que la afilada hoja de la daga traspasó la capa verde y le rajó la cara a su agresor, dejando una fina y superficial línea desde el mentón hasta la frente.

Verminaard se alejó de ella en el acto, aullando y cubriéndose el rostro. Descargó un mazazo en el suelo de piedra que provocó una nube de chispas, y de entre sus dedos brotó humo.

Alarmada, pero lo bastante atenta para aprovechar la oportunidad, Judyth salió de la estancia al patio de armas. Al cruzar la puerta se le cayó el fardo al suelo y se agachó para recogerlo.

Y se estremeció cuando los prolongados gritos procedentes de la estancia se volvieron más agudos y terribles.

Robert la encontró esperando en el jardín, donde sabía que estaría.

Allí, en medio del círculo de aeternas amorosamente plantadas por su viejo amigo Mort, el senescal descubrió que la chica estaba llorando, con sus ojos de color malva y azul ahora enrojecidos y alicaídos.

—¡Oh, Robert! —Le dedicó una sonrisa y se puso en pie.

—Venid conmigo —la apremió el senescal en voz baja, y la cogió del brazo.

Con suavidad, Robert sostuvo a la chica mientras se deslizaban a través de los jardines ornamentales, radiantes de otoñales tonos rojos y violetas en dirección al establo, donde el senescal tenía preparado un corcel ruano, ya ensillado y listo para el viaje al monte Berkanth.

Pero cuando llegaban al final del jardín, las campanas de la torre empezaron a doblar.

—¡Es por nosotros! —siseó Robert, empujando a Judyth detrás de la puerta oculta bajo una maraña de enredaderas.

Juntos, sin resuello, esperando antorchas, hombres buscándolos y alarmas en cualquier momento, contemplaron a través del patio despejado una visión sorprendente y ominosa: el patio de armas, bañado por la espectral luminosidad roja de Lunitari, y a los soldados en formación alrededor del cuerpo amortajado de Aglaca, rezando oraciones solámnicas que apenas recordaban mientras se disponían a enterrarlo entre las aeternas de su amado jardín.

Se produjo una gran conmoción en los parapetos, donde la guarnición de Nidus se precipitaba a defender las murallas. Los arqueros se apresuraron hacia la puerta oeste, donde el grito de los centinelas se oía a pesar del tumulto.

—¡Solamnia! ¡Las fuerzas de Laca! ¡Preparaos para el ataque!

—Ahora no podemos ir a ninguna parte, mi señora —susurró Robert, indicándole con un gesto que guardara silencio—. Aunque lográramos cruzar ese patio iluminado por la luna y llegar al caballo, todas las puertas del castillo estarán ahora bien guardadas. Yo enseñé a esos muchachos cómo resistir un asedio, y si me prestaron alguna atención, Nidus será inexpugnable para el enemigo.

—¿Qué hacemos entonces, Robert? —preguntó Judyth, y extrajo la daga de Aglaca con sus ojos malva relampagueando de ira.

—No lo que os gustaría hacer, señora —insistió Robert, despojándola delicadamente del arma y guardándola en su cinturón—. Esperaremos el tiempo que sea necesario. Esperemos que lord Laca haya entrenado aún mejor a sus hombres.

Verminaard se hallaba en los antiguos aposentos de Daeghrefn, sentado y mirándose tristemente al espejo.

Había dormido durante cuatro días seguidos, con un sueño extraño pero reparador, lleno de imágenes informes y oscuros paisajes. Lo supo por la posición de las lunas y los planetas en movimiento, de los que obtuvo su única noción del tiempo. Por orgullo no se aventuró a bajar a la sala principal, donde sus soldados verían la herida que le había infligido la chica.

El corte no había sangrado en ningún momento —ni siquiera una gota—, pero en ese momento, tres días después de sufrir la herida, la cicatriz estaba más fea que nunca. Irregular y negroazulada, se extendía de su barbilla a su frente y se ramificaba varias veces como un río por terreno rocoso.

«Es el final de mi gloria —pensó amargamente—. Cualquiera diría que una herida como ésta debería ser mortal, pero no duele. Ya ni siquiera la noto, y sin embargo, cada vez que me miro al espejo, la cicatriz se ha alargado más, hasta mis orejas, mis labios y hasta mis propios párpados. La piel está muerta. Esta herida me está comiendo vivo el rostro».

Tenía que encontrar a la chica.

Mientras volvía a colocar el paño negro ante el espejo, vio reflejado en él a Cerestes, que entraba por la puerta en ese momento.

En ausencia de Verminaard, el mago había asumido la defensa del alcázar. El hechizo que había anulado su magia desapareció con la muerte de Aglaca, y ahora el mago utilizaba hasta el último de los ensalmos y conjuros que conocía para someter la guarnición a su voluntad. Pero Cerestes a duras penas se había recobrado de su propia derrota y sus poderes eran todavía débiles e inciertos. Aunque mantenía a los soldados a raya por el momento, el mago aparecía demacrado y exhausto.

—Mi belleza ha muerto, Cerestes —declaró Verminaard, desolado—. Ahora aquellos a quienes conquiste me recordarán por mi cicatriz, por mi fealdad.

—No será así, lord Verminaard —replicó el mago—. Os recordarán por el poder de vuestras decisiones, por vuestras victorias y conquistas.

Verminaard rompió a reír amargamente. Con un amplio gesto de su mano enguantada indicó el balcón, la alta atalaya y su vista de las llanuras del sur.

—Mira más allá de las murallas, Cerestes, y recuerda sólo la pasada canícula. Ahora las praderas vuelven a crecer y el bosque de detrás reverdece de abetos y enebros. Pero ¿tiene lo mío arreglo, Cerestes? ¿Qué aspecto tendrá esta cicatriz la próxima estación?

Cerestes retrocedió hacia la puerta.

—Esperadme aquí, lord Verminaard —dijo con voz apremiante—. Vuestras heridas sanarán al igual que las mías, lentamente pero por completo. Aunque no puedo acelerar esa recuperación, sí sé algo sobre cambios de apariencia y disfraces.

—¿Que espere? ¿Cómo podría abandonar esta celda, señalado como estoy? ¿Y quién sabe cuando empezará la curación? —se quejó monótonamente Verminaard mientras el mago se deslizaba por la puerta de la estancia. El joven se sentó en la cama y ocultó el rostro entre las manos—. ¿Ha sufrido alguien lo que sufro yo? —gritó a la habitación vacía.

Nadie, afirmó la Voz, y la maza que reposaba junto a la cama centelleó con una luz negra. Nadie ha sufrido tanto como tú, y sin embargo eres atractivo a mis ojos, un ser de inesperada belleza, cuyas cicatrices han acentuado su esplendor; pues a mis ojos eres un espíritu de luz oscura…

Verminaard sacudió la cabeza. No quería consuelo. Todavía no.

Ve al balcón, le propuso la Voz. Mira hacia el oeste, al final de las llanuras cuyo reverdecer lamentas. Al oeste, más allá del ejército de Solamnia, hacia el paso de Eira Goch.

Con renuencia, Verminaard se levantó y se dirigió a la balaustrada del balcón.

—Luz —dijo, protegiéndose los ojos del rojo resplandor del atardecer—. Veo luz y crestas montañosas.

Sueña con lo que se extiende detrás, sugirió la Voz. Estoy reclutando para ti un ejército en Estwilde, un millar de hombres fuertes y bien entrenados. Y tú, Verminaard, eres lo bastante apuesto para dirigirlos.

—No permitiré que vean esta cicatriz —insistió Verminaard—. Es una herida, un signo de debilidad.

De debilidad no. Pues Cerestes prepara una máscara de misterios, forjada con el peto roto de Daeghrefn. Eres atractivo y espléndido, pero la mascara lo es más. Ya nadie te conocerá como te conozco yo. Nadie más que yo contemplará tu semblante. Cuando recibas la máscara, ve a la arboleda de hoja perenne, a la cueva de las transformaciones. Allí hablaremos y yo haré que se cumpla la primera de mis promesas. Tu ejército esperará. Tu destino no te abandonará.

Laca inspeccionó la distribución de las débiles luces a lo largo de las almenas de Nidus. Corría el décimo día de asedio y todavía no había noticias de Verminaard.

Las acampadas largas no sentaban bien a los solámnicos, al igual que la espera.

Incluso en ese momento, la idea de derrotar a Verminaard bastaba para colmar sus sueños de dicha y anhelo. En el fondo, Laca deseaba vengarse en su propio hijo, en el frío y joven cuervo de Nidus que había cegado a un hermano con su irascibilidad y su despecho, para luego asesinar al otro en las almenas donde las luces parpadeaban ahora en la creciente oscuridad.

Pero habían llegado noticias sorprendentes del alcázar. El emisario, un canoso nerakiano llamado Gundling, comunicó las nuevas a Laca. Verminaard, que según muchos era ahora un clérigo de considerable poder, había desaparecido del castillo dos noches atrás. Corrían rumores de que se hallaba en algún punto de las montañas, conferenciando con la diosa y preparándose para la gran empresa. Y en su ausencia, la guarnición había recobrado el juicio, explicó Gundling. Apresaron al mago, que se encontraba al borde de la extenuación, lo encerraron en las mazmorras y votaron que un hombre abriera las puertas a los solámnicos, votaron rendir el castillo.

Como todo señor solámnico, Laca había oído antes historias como aquélla: las típicas promesas de las ciudades asediadas, las mentiras de los cabecillas de los bandoleros. Una magia poderosa podía esperarles en el interior de aquellos muros, además de mil emboscadas menores.

—Esperaremos —dijo Laca— hasta que tu comandante tenga el valor de salir a parlamentar.

El Señor de la Marca Oriental no era el único que abogaba por la paciencia. Sus caballeros apoyaron su decisión, un millar de ellos, y ni un solo miembro de la Orden cuestionó su decisión. Pero los arqueros murmuraron y la infantería empezó a luchar entre sí cuando las legiones exploraban el territorio y no encontraban apenas nada para alimentarse en un país tan recientemente asolado por el fuego.

Laca durmió poco esa noche, con sueños confusos de incendios y traiciones.

A la mañana siguiente, antes del alba, se alzó una neblina en las mazmorras de la torre oriental. Pasó desapercibida recorriendo el piso del castillo, sorteando a los atentos centinelas de Nidus como una sutil emanación, y salió a las llanuras a través de la igualmente atenta infantería de Solamnia.

Uno de los solámnicos —un muchacho de las llanuras, de una aldea próxima al viejo castillo Di Caela— creyó ver una silueta en la niebla, recortada contra el resplandor del fuego de campaña. Pero cuando parpadeó había desaparecido, retrocediendo de nuevo hacia la niebla, que atravesó el campamento y remontó las colinas hasta detenerse en un punto donde las rocas se elevaban en la dirección de un promontorio y de un abigarrado bosquecillo de hoja perenne que crecía en una ladera umbría y pedregosa.

Allí, fuera de la vista de los ejércitos, en medio de los árboles, la niebla adoptó forma humana. Cerestes salió de la arboleda y se dirigió a la gruta de la montaña, donde lo esperaba Verminaard.

A mediodía apareció una repentina nube por el este.

Los solámnicos lanzaron reniegos y se desperdigaron hacia sus respectivas tiendas, y los hoscos centinelas se alzaron la capucha ante la perspectiva de lluvia.

—Verminaard tiene la culpa de todo —masculló enojado el muchacho de las llanuras—. ¡Ni siquiera un clérigo me hará esperar al raso un aguacero!

Pero la anunciada lluvia no cayó. En su lugar, la oscura nube se instaló sobre el bosquecillo atrasado y las colinas se esfumaron detrás de una densa niebla. La infantería —plebeyos de Coastlund y de las tierras fronterizas del este— lo consideraron un mal presagio. La oscuridad, afirmaban, estaba devorando a Verminaard y a su mago, y muchos de sus hombres levantaron el campamento para regresar a Estwilde. Laca encontró a la mitad de ellos preparados para la marcha y a los demás empaquetándolo todo, desde arcos a botellas.

Se necesitaron cuatro escuadrones de caballeros armados para invitar a la infantería a que esperara hasta que remitiese la oscuridad.

Aquella noche, tres lunas ocupaban el cielo: la oscura Nuitari en medio de sus luminosas hermanas, eclipsándolas a ambas en el curso de una portentosa víspera. Los caballos se llamaban unos a otros con inquietud y los soldados de infantería murmuraban sobre profecías y el Segundo Cataclismo.

De pronto, de la arboleda cubierta de nubes surgió un ruido de fuego y madera astillada. Una bandada de estorninos emprendió el vuelo abruptamente y, detrás de ellos, entre gloriosas tinieblas, un dragón se elevó por los aires con sus anchas y poderosas alas.

Cuando Laca consiguió dominarse, el campamento había enmudecido.

Por un momento creyó que la bestia se había abatido sobre ellos y había diezmado su ejército con el flamígero aliento y las afiladas garras. Todas las historias sobre dragones de su infancia se agolparon en su mente mientras salía a rastras, cautelosamente, de la tienda derribada y recorría con la vista el desolado paisaje.

Quinientos soldados, calculó, yacían conmocionados o aletargados. Otros —caballeros, arqueros e infantería por un igual— se precipitaban hacia las colinas del oeste a través la alta hierba del norte del castillo y desde el ennegrecido altiplano de la Morrena Sur, de cuyo campamento habían huido cuando la monstruosa bestia pasó por encima y todos fueron poseídos por el sobrenatural temor a los dragones. Estaban cubiertos de barro, desaliñados y sucios de hierba y hojas secas.

«Nos ha puesto en fuga —pensó Laca, enfurecido—. Nos ha puesto en fuga ese monstruo y mi hijo… Él y su abominable mago».

Después dirigió la mirada hacia el castillo y vio al dragón virar describiendo un lento arco y dirigirse al único hombre que quedaba en pie sobre las llanuras de Nidus.

El aliento de Laca ardió antes de que pudiera expulsarlo con la maldición que fue su último pensamiento.

Las torres del alcázar de Nidus parecían bascular a sus pies, coronadas de fuego y soldados arremolinándose, víctimas del pánico, cuando el dragón se lanzó en picado por el gélido y enrarecido aire.

Era exactamente como había prometido la Señora de las Tinieblas en la cueva cuando él se llevó a Nightbringer. Ella se lo había mostrado entonces: un castillo, sus almenas en llamas, sus torres desmoronándose. Un millar de castillos, las últimas luces del día extinguiéndose por el oeste, absorbidas y consumidas por la oscuridad creciente.

Por encima de ellos volaría, a lomos del dragón de anchos hombros estriados de potentes músculos, con el grave latido de su corazón palpitando bajo sus pies.

«Ahora, Ember —pensó Verminaard—. Dejemos que los solámnicos se dispersen. ¿Qué me importan, en realidad? Mi ejército me aguarda en Estwilde; ya me encargaré de los solámnicos, pero antes ocupémonos de la guarnición de Nidus».

El dragón onduló suavemente bajo la silla de montar, respondiendo a los pensamientos de Verminaard, quien sintió el calor que recorría las escamas de la criatura cuando sus rojas alas se desplegaban con todo su poder.

«No nos seguirán voluntariamente, con bravura… Eran la guarnición del Cuervo de la Tormenta, no la nuestra, y no usaremos parte alguna de ella. Que la chica muera con ellos, nosotros iremos hacia el este. Pero antes, querido Ember, arrasemos ese infausto castillo».

El fuego azotó las almenas de la torre como si se tratara de un vendaval. Precipitándose sobre almenas y parapetos, sobre los sorprendidos y condenados defensores, el aliento del dragón abrasó cabello y huesos, madera y metal, hasta calcinar la mismísima piedra.

La torre oeste explotó en una inmensa llamarada, entre los gritos de los centinelas achicharrados. La torre sur también ardió y el fuego serpenteó a través de las ventanas superiores con un terrible olor de carne quemada en el aire.

En el jardín, Robert arrastró a Judyth, tosiendo, para apartarla de la trayectoria de un vallenwood que se desplomó envuelto en llamas, mientras la amorosa labor de una docena de jardineros se consumía en pocos minutos por el fuego del dragón.

—¿Podéis…, podréis montar? —gritó Robert.

Judyth tosió, lo miró valerosamente y asintió.

—¡Entonces que arda la guarnición! —exclamó el anciano senescal—. ¡Seguidme! —Salió apresuradamente al patio de armas y cruzó a campo abierto entre el fuego y el sofocante humo; Judyth se mantenía pegada a sus talones.

Pero el establo también ardía en llamas; los aterrorizados caballos habían abierto las puertas a coces y escapado al galope, relinchando y resollando entre remolinos de humo.

Sin ellos, Judyth y Robert se encontraron en medio del patio de armas, mientras las garitas de madera y los edificios anexos se desplomaban a su alrededor y las murallas de granito de Nidus crepitaban por el infernal calor.

El dragón viró en redondo, guiado por la mano segura de Verminaard, y realizó una última pasada por encima del castillo. Judyth dejó de respirar cuando los centelleantes ojos dorados de Ember se encontraron con su mirada, y allí, en el último de los momentos, la joven se aferró al anciano que se encogía a su lado mientras el dragón bramaba y de su hocico brotaba fuego. Robert pensó en la druida y cerró los ojos cuando el fuego los alcanzó, engulléndolos como un Segundo Cataclismo.

Será como prometí, lord Verminaard, lo tranquilizó la Voz mientras el dragón y el siniestro clérigo sobrevolaban el castillo en dirección a las montañas Khalkist y las fértiles tierras del oeste.

Ember descendió sobre el abandonado campamento solámnico; después la gran bestia se ladeó en el oscuro cielo y remontó el vuelo, cada vez a mayor altura, hasta que las cimas cubiertas de nieve se redujeron a pequeños puntos blancos bajo su cuerpo y Verminaard cabalgó solo entre el gélido aire y las indiferentes estrellas.

Solo, de no ser por la Voz. Pues la Señora de las Tinieblas continuaba seduciéndolo, incitándolo, prometiéndole…

Te prometo un millar de castillos, las últimas luces del oeste extinguiéndose lentamente, consumidas por la oscuridad creciente. Por encima de ellos volarás en tu dragón de anchos hombros estriados de potentes músculos, con el grave latido de su corazón bajo tu cuerpo. Y a tu alrededor, habrá más: Negro y Azul y Verde y Rojo y Blanco, colores vivos en movimiento, rielando como la luz de la luna sobre las montañas, negros como la sangre seca, el cielo oscurecido por el movimiento de oscuras alas…

La Voz era ahora más cautivadora que nunca.

Y en su vuelo recorrerá un país asolado, donde sólo los muertos caminan musitando nombres de dragones. Y los hombres de las torres, rodeados y acosado: por dragones, por los gritos de los moribundos, y el rugido del aire voraz, todos aguardarán tu inenarrable silencio.

Y con el viento nocturno a su espalda y Nidus convertido en una lejana hoguera en el horizonte por el este, Verminaard se entregó a la Voz. Sabía que la diosa respiraba a través de él y que, juntos, causarían una devastación mucho mayor que la de Nidus.

Llevaría siempre la máscara, mucho después de que su rostro cicatrizara. Sería su máscara de guerra, se juró, y lo protegería de los espejos, donde su semblante se reflejaría con el cabello rubio, y los ojos claros… Las facciones exactas del difunto Aglaca. Un rostro que no deseaba volver a contemplar jamás.

Pero eso quedaba atrás, abajo. Indicó al dragón que se dirigiera al horizonte. Ante él, en su imaginación, aguardaba un gran caos de fortalezas aplastadas e indefensas por obra de su mano, su corazón y su voluntad.

Y él se deleitaría con la magnífica y salvaje desolación.