20

Un hombre acechaba en las llanuras orientales y los primeros vientos invernales soplaban desde el sur, arrastrando consigo un olor a cenizas y a descomposición.

Era Verminaard. Hasta ahí era cierto. Aglaca lo reconoció en el acto por sus anchos hombros, por el cabello rubio y la andrajosa capa negra. Y por la maldita maza que seguía empuñando con firmeza.

Avanzaba con rapidez, febrilmente, como si algo lo persiguiera. Y detrás de él, la ola de oscuridad se hinchaba y se posaba, y las colinas se desvanecían por el este en una noche abyecta y total.

—Aquí llega —anunció Cerestes, señalando con un largo y huesudo dedo al hombre que se aproximaba—. Mira a su espalda, Aglaca, y dime una cosa: ¿cómo puede semejante oscuridad traer otra cosa que aflicción para ti y para los tuyos?

Aglaca sonrió. Se volvió hacia la figura que se acercaba y empezó el segundo cántico.

La luz del este en el cielo

esta mañana está en calma

porque se debate el alma

entre la fe y el anhelo.

Con un gemido lastimero, Cerestes se abalanzó sobre el joven solámnico, quien lo apartó de un golpe con su nervudo brazo. El mago se tambaleó al borde de la almena, lanzó un grito desgarrador…

Y se aferró al parapeto, agitando las piernas frenéticamente por encima del patio de armas antes de izarse de nuevo hasta la seguridad de la galería de almenas y acurrucarse, jadeando y gimoteando, sobre el frío suelo de piedra. Aglaca se precipitó sobre él y lo empujó contra las almenas con un sólo brazo musculoso.

Verminaard, que llegaba al pie de las murallas, sintió que le quitaban de encima un gran peso. De pronto, inexplicablemente, Nightbringer aflojó la presa sobre su mano. Por un momento, anonadado, el joven contempló el arma y luego alzó la vista hacia la torre, donde sus ojos se encontraron con los de Aglaca, y asió la maza con mayor firmeza y pasión.

Recordó la visión en un fogonazo: años atrás, en el puente de Dreed, mientras permanecía a la espera de que Aglaca cruzara al otro lado. Vio de nuevo al joven rubio en unas almenas azotadas por el viento, una imagen de sí mismo, con los ojos azules. «Pero no soy yo —pensó de nuevo—. Es mi hermano…, mi imagen. No es Abelaard, pero sí mi hermano».

El joven gesticuló en su dirección. Sus labios se movieron en una muda invocación y Verminaard se sintió más débil, notó que su poder se debilitaba lentamente y luego regresaba.

Dominándose, comprobó que se hallaba junto a las murallas de Nidus. Una oscura fuerza lo empujaba hacia la galería de almenas: inexorable, casi mecánicamente, Verminaard empezó a trepar.

Al mirar hacia el rostro transfigurado de su hermano, Aglaca tartamudeó unos instantes a mitad del conjuro, tropezando con las palabras en su asombro. Pues el semblante de Verminaard era cetrino y macilento, y una luz extraviada alentaba en el fondo de sus ojos. Parecía como si no hubiera nada bajo su piel excepto aire y huesos. Y sus ojos…

Por un instante, Aglaca recordó su primera cacería, el ataque de la gran bestia en el barranco sin salida, la opaca mirada del monstruo, y se preguntó por qué recordaba todo aquello en ese momento, por qué su mente jugueteaba ociosamente con el pasado, cuando el presente se precipitaba sobre él, armado y mortífero.

Y su propia visión de una década atrás, en el puente, regresó a él en ese momento: el pálido y musculoso joven y la maza que descendía…

Así será, a menos que tomes las riendas en este asunto, Aglaca Dragonbane, lo mortificó la Voz, de nuevo grave y seductora, ni de hombre ni de mujer.

—Incluso las noches… —balbuceó finalmente Aglaca, cerrando sus oídos a la incorpórea provocación, con creciente confianza en su voz a medida que pronunciaba la segunda estrofa del cántico:

Incluso las noches mueren,

pues la luz duerme en los ojos

hasta que al fin los despojos

de la oscuridad perecen.

Verminaard no se detuvo ni un instante. Tras encaramarse por el muro como una enorme araña, sostenido por una oscura nube giratoria, pasó una pierna por encima de la almena y saltó al interior de la galería, clavando los dedos en la piedra maciza del parapeto para trepar hasta lo alto del muro y agacharse empuñando la maza firmemente.

—¡Deténlo, Verminaard! —gritó Cerestes, mientras hurgaba en el interior de sus mangas y sacaba una larga y estrecha daga—. ¡Detén a Aglaca antes de que te hechice con su brujería solámnica!

Aglaca empujó violentamente al mago contra la pared. Conmocionado, Cerestes jadeó para recobrar el aliento.

Verminaard estudió fríamente a Aglaca, blandiendo la maza con nerviosismo como si fuera la fustigante cola de un león.

Aglaca no se arredró, ni dejó de vigilar por el rabillo del ojo a Cerestes. El mago se acercó titubeante con la daga alzada, pero la bajó torpe e inofensivamente con su delicada mano.

—¡Deténlo! —espetó Cerestes a Verminaard—. ¡De lo contrario, el hechizo te matará!

Sin perder la serenidad, Aglaca cantó la tercera de las cuatro estrofas:

Pronto el fino ojo resuelve

las discordia; de la noche

y al final de los reproches

el corazón en paz duerme.

El color regresó a la piel de Verminaard y el joven inspiró profundamente. ¿Había un olor a lilas en el aire? Sentía los brazos pesados y, de pronto, un hambre feroz.

—¿Cuál es tu respuesta, hermano mío? —preguntó Verminaard—. ¿Elegirás ser mi capitán, servirme por la dignidad y el honor de nuestra larga relación, nuestra profunda amistad, o decidirás cederme a la chica?

—Si me permites acabar, seré tu capitán.

Incómodo, Verminaard lanzó una fugaz mirada hacia el patio, que parecía bascular y mecerse a sus pies. Por un momento, tuvo la impresión de que ascendía de golpe con una velocidad cegadora, inaprensible, y creyó estar cayendo.

Cerró los ojos, en un intento de recuperar el valor y el equilibrio.

No lo escuches, lo previno la Voz, surgiendo de la reluciente cabeza de la maza. Te embaucará con sus mentiras solámnicas.

«No. Aglaca es de fiar. Por eso quiero que sea mi capitán. Hace diez años que lo conozco…, diez años…».

Compruébalo. Ponlo a prueba y compruébalo.

—¿Te he mentido alguna vez, Verminaard? —preguntó Aglaca—. ¿Te mentiría ahora? ¿Crees que te diría; «Sí, te serviré» para luego retractarme en un momento más seguro, cuando pudiera regresar a Solamnia, o que en un momento de necesidad, más peligroso, podría caer en la tentación de traicionarte?

Pero recuerda la cacería, insinuó la Voz. Recuerda las raíces de drasil y quién regresó con la chica…

Tras inspirar profundamente, Verminaard saltó sobre el parapeto y avanzó lentamente hacia Aglaca.

—Lo uno o lo otro, Aglaca. Tienes que elegir. O me sirves, aquí y ahora, o la chica será mía.

—Pero existe una tercera opción —replicó Aglaca—. No elegir ninguna de las que me propones.

—¡No lo escuches! —aulló Cerestes—. ¡Ayúdame! ¡Nos matará y se apoderará de tu castillo!

—Él es la oscuridad que cubrió la luna. Es un dragón —dijo Aglaca con voz grave, persuasiva y tranquilizadora. Dio un paso hacia Verminaard sobre la estrecha pasarela y le tendió la mano.

Un gesto de amistad. ¿O para arrebatarle la maza?

Verminaard se inclinó hacia adelante y enseguida retrocedió.

—Deja la maza, hermano mío —apremió Aglaca—. Te retiene en el fondo de los hechizos. Ya está suelta en tu mano. Lo notaste cuando te aproximabas al alcázar. Lo sé. Déjame acabar y serás libre para siempre.

—¡Déjalo acabar y ambos moriremos! —gritó Cerestes, y se abalanzó sobre Aglaca. Ágilmente, con la gracia de un bailarín, el joven solámnico se apartó y le lanzó una patada a modo de respuesta. Cerestes se estrelló contra las almenas de piedra. Aglaca se enderezó entre su antiguo compañero y el aturdido mago.

Lentamente, volviéndose hacia Verminaard con una sonrisa en el rostro, Aglaca inició la última estrofa:

Como ángeles las alondras…

La imagen de Abelaard cruzó como un relámpago por la mente de Verminaard, los claros ojos en blanco y desorbitados, las pálidas manos buscando a tientas la empuñadura de una espada rota.

Eso es lo que te ha proporcionado el solámnico, lo martirizó la Voz cuando los ojos de Abelaard se posaron en los de su hermano en las retorcidas profundidades de la imaginación de Verminaard. Te ha robado a tu hermano y sus mentiras te han hecho lastimar al ser más querías…, el más querido… Las palabras arrancaron ecos en el interior del cráneo de Verminaard.

hacia el firmamento asciendan…

La Voz prosiguió, apremiante, instigadora. Recuerda la cueva y la intensa oleada de poder. También te arrebatará eso, como su padre te arrebató a tu madre y a quien debía ser tu padre…, como te arrebató a tu verdadero hermano, Abelaard, y a la chica con la que soñabas hasta que se transformó en Judyth. Se los llevó a todos y ahora me apartará de ti… A mí, que soy tu única confidente, tu amiga y amante y también tu pariente. ¿Recuerdas aquella vez, cuando ambos hablabais de mí? Él dijo: «He decidido no creer» y tú pensaste: «He decidido no creer a Aglaca…, no creer a Aglaca…,». Ya has elegido, lord Verminaard. No hay vuelta atrás. Eres mío, por siempre y para siempre. Tú lo has dicho.

«He visto luchar a Aglaca —pensó Verminaard—. Es rápido y peligroso. No puedo vencerle aunque…».

Es tuyo, le aseguró la maza. Déjate guiar por mí.

Aglaca tocó el brazo de Verminaard y fue a recitar el penúltimo verso. El joven más corpulento retrocedió como si se le hubiera adherido algo repulsivo.

—¡Medianoche! —rugió, y descargó la maza, relampagueante de negra y fría energía y de una maldad antigua como el pensamiento, sobre el inocente rostro de su compañero y hermano.

Aglaca apenas tuvo tiempo de protegerse la cabeza cuando la maza golpeó sus brazos con toda su fuerza.

Gundling, que se halla en el rastrillo de la fortaleza, oyó el chirrido de Nightbringer al hender el aire y el ruido del impacto, el chasquido de los huesos del joven. El anciano guardia corrió hacia el borde del patio de armas y miró hacia las almenas, donde Aglaca se tambaleó y cayó de rodillas, pronunciando en voz baja los últimos versos del conjuro

de las fuentes luminosas

al final de las tinieblas.

Gundling se precipitó hacia el cuerpo de guardia.

Cuando el encantamiento finalizó, Verminaard sintió que la maza se desprendía de su mano y que la piel de ésta se alisaba y sanaba. Soltó a Nightbringer sobre la piedra del parapeto mientras Cerestes se incorporaba lentamente, todavía aferrando su larga daga.

El tiempo pareció detenerse durante un largo instante.

Aglaca, con el rostro contraído en una mueca de dolor, miró directamente a los ojos de Verminaard sin pestañear, sin ver. Cerestes se puso en pie, inmerso en el oscuro resplandor de la luna, y Nightbringer adoptó exactamente el mismo aspecto de la fría roca de la cueva, formada sólo por piedra caliza, libre de toda presencia, de toda magia. Un lento gemido empezó a brotar del fondo de la garganta de Verminaard y fue aumentando de volumen en medio de aquella inmovilidad.

Había dejado ciegos a sus dos hermanos.

Cuando Aglaca se esforzó por incorporarse sin conseguirlo, mareado y ciego entre las almenas, con ambos brazos rotos, Verminaard lo miró de hito en hito y, por un momento, algo semejante a la compasión recorrió su rostro como el breve titilar de una llama.

«Todo eso he hecho —pensó—, de modo que no hay salvación para mí. No hay esperanza. Yo lo he elegido».

Su aullido se extinguió y Verminaard se arrodilló para recoger la maza. Nightbringer despertó con un chasquido, y esta vez él no sintió dolor alguno en la mano. La cicatriz era ya demasiado profunda. Se irguió imperturbable ante su hermano caído, que buscaba a tientas el parapeto en un vano intento de incorporarse mientras Cerestes, entre un rumor de tela oscura, se deslizaba detrás de Aglaca y le clavaba la daga una vez, dos veces, una tercera vez, en la espalda.

Por un momento, los dos hombres permanecieron inmóviles. Verminaard miraba inexpresivo al mago, que le devolvió la mirada con una taimada sonrisa de regocijo.

—Su conjuro también se ha roto —susurró Cerestes, alzando las manos empapadas, y la sangre y la luz roja de la luna refulgieron sobre unas escamas recién formadas.

A ochenta kilómetros de allí, en la enfermería del alcázar de la Marca Oriental, Abelaard se incorporó en su cama y gritó desaforadamente.

Había soñado con una canción —unos versos, una invocación—, palabras tranquilizadoras sobre el día y la luz, sobre alondras y ángeles…

Se llevó las manos a las vendas que cubrían sus ojos y luego se desplomó en su lecho otra vez, desconsolado. No había música en esta oscuridad absoluta.

Recordó el final de la canción de su sueño y susurró la letra para sí mismo. La puerta del extremo opuesto de la enfermería se abrió y Abelaard supo por las pisadas y la vacilante luz de la vela que el cirujano estaba efectuando su ronda nocturna.

¡La vela!

Abelaard se incorporó de un brinco y llamó al médico, llamó con inmensa alegría a los guardias apostados en las almenas del patio de armas, al Señor del castillo.

—¡La vela! ¡Puedo ver!

Saltó de la cama y se abalanzó hacia la fuente de luz, arrancándose el vendaje mientras corría.

—¡Gracias sean dadas a Paladine! —susurró, y levantó del suelo al atónito cirujano.

Y a quienquiera que hubiese cantado la canción olvidada de sus sueños, también le manifestó su agradecimiento.

Judyth aguardaba en el jardín, pero Aglaca no se presentó.

Hasta mucho después de la hora acordada permaneció sentada en el reducido claro bordeado por árboles de hoja perenne, calculando el tiempo por la posición de las lunas en el cielo. Una lechuza ululó ominosamente desde las ramas desnudas del vallenwood, y cuando Judyth levantó la vista, estaba allí posada, enmarcada por la luz roja de Lunitari como un ser monstruoso avistado sobre una planicie en llamas.

En ese momento se sintió vacía y sola. Pero no asustada. Ya había atravesado el territorio del miedo. Aglaca se había encargado de ello.

Se habían aficionado a reunirse cada noche en el jardín, y cada encuentro era una confirmación. Aglaca se mostraba animado, risueño y confiado, firme en sus afectos y amable. Aunque los mayores peligros acechaban más adelante, la fe de Aglaca los había sostenido a ambos. Él confiaba en Verminaard, pero creía en cosas mucho más profundas: que, aun en el caso de que Verminaard le fallara, existía un poder eterno y benévolo que socavaba todas las debilidades y traiciones de los habitantes de Nidus y del resto del mundo. Y que, al margen de los fracasos de los mortales, ese poder jamás fracasaría.

En algún punto del patio de armas gritó un soldado, y luego otro, y el silencio del jardín se vio interrumpido por el rumor de pasos apresurados que se dispersaban más allá de los árboles: guardias que llamaban a Gundling, al sargento Graaf, un barullo de voces ahogadas que pronunciaban veladas palabras, veladas noticias.

—Almenas —oyó la joven, y—: Mago.

—Asesinato.

Judyth se puso en pie, se alisó la falda, se acarició el pelo distraídamente con los dedos y aferró el medallón que lucía al cuello. Verminaard la mandaría llamar, sin duda alguna, puesto que, en la confusión de ruidos y luces, lo supo al instante:

Aglaca había muerto.

Sabía que ocurriría desde que encontraron a Nightbringer en la caverna, cuando Verminaard acercó la mano por primera vez a la execrable maza. Y más tarde, cuando Aglaca resolvió liberar a Verminaard de las siniestras ataduras del arma, Judyth supo que fuerzas inmensas e incontrolables se habían puesto en movimiento, que llegaría la hora en que su propio destino y el de Aglaca dependerían de una sola decisión.

Y la decisión no sería de ninguno de ambos.

Al cabo de un rato, alguien se aproximó; la débil luz de su lámpara parpadeaba evasivamente entre los árboles. El portador de la lámpara salió al círculo de troncos. Era el senescal Robert, armado, solemne y con ojos turbios por haber despertado bruscamente.

—¿Quién eres tú? —preguntó Judyth—. Creo que traes la peor de las noticias.

—Oh, ni siquiera es la peor, mi señora —replicó Robert con voz seria y apesadumbrada—, por terrible que sea esta noticia. Esta noche abandonaremos este alcázar de pesadilla y nos dirigiremos a la seguridad de las montañas. Al monte Berkanth y al hogar de la druida L’Indasha. Has sido llamada a su servicio, dice, pues todavía no ha llegado lo peor de Verminaard y Cerestes.

Judyth bajó la vista, apartándola de los preocupados ojos de Robert, y luchó para dominar una oleada de ira y dolor.

«Sabía que esto iba a ocurrir —pensó—. Aglaca sabía que éste sería el resultado, pero no obstante eligió permitir que Verminaard eligiera de nuevo.

»Y ahora estoy sola, sin él. ¿Cuándo me toca a mí elegir? Desde que me marché de Solanthus, he ido a la deriva entre conspiraciones, voluntades y planes ajenos, y estaban todos convencidos de que era lo que más me convenía. He seguido sus pasos y sus banderas, y el camino ha cambiado tan a menudo que jamás podré volver a Solanthus. Al menos no al lugar que recuerdo».

Un incontenible suspiro brotó de su pecho.

«Entonces apareció Aglaca y, aunque no solicitó partir, se ha ido y es irrecuperable; y Robert decide ahora por mí. Pero Aglaca tenía derecho a hacerlo. Ambos teníamos depositadas nuestras esperanzas en su manera de afrontar el resultado de su decisión…».

—Con valor y en silencio —dijo en voz alta. Después miró nuevamente a Robert—. Todavía me queda algo por hacer aquí.

—¿Mi señora? —susurró Robert, esperando aún su respuesta.

Ella volvió a mirarlo y unas lágrimas de triunfo resbalaron por sus mejillas. Estaba sonriendo.

—Iré contigo, Robert —respondió Judyth—. Pero todavía no. Debo ocuparme de un asunto.

Daeghrefn oyó el grito desde el balcón de su torre. Vio las antorchas agrupándose desordenadamente en el patio de armas y los destellos irregulares del fuego sobre las armaduras.

«Es el motín —pensó—. Ha empezado el levantamiento».

Retrocedió tambaleándose por la habitación y se arrojó sobre la cama. Con la roja luz de la luna deslizándose por sus hombros a través de la ventana abierta, se sentó en el lecho y apagó las velas. Se vistió lentamente en la penumbra, con la mirada fija en la puerta de la estancia y se detuvo cuando estuvo completamente ataviado con la túnica y el tabardo ceremonial.

Se puso su armamento de batalla: primero las viejas grebas y guanteletes solámnicos y luego las piezas más modernas, la coraza que había adoptado cuando descartó la armadura solámnica con sus rosas y martines pescadores repujados.

«No me verán hasta que crucen esa puerta —declaró Daeghrefn para sí, jugueteando nerviosamente con el peto y el yelmo—. Y me verán como caballero, como el señor de la guerra del castillo. Estaré esperándolos. En el último momento, cuando todos se alían en mi contra, acabaré como empecé: bajo mi propio estandarte, enfrentado a la infame y execrable Orden».

Se atavió ceremoniosamente con la larga capa negra adornada con la enseña de Nidus.

La armadura le quedaba demasiado holgada a Daeghrefn.

Robert lo advirtió al punto en cuanto entró en la estancia silenciosamente, dejando a los dos guardias inconscientes y tendidos en el pasillo, al otro lado de la puerta.

El demacrado hombre de ojos enloquecidos que le hacía frente era apenas una sombra del robusto joven que había accedido a la titularidad del alcázar veinticinco años atrás: el hombre a quien el senescal Robert había jurado defender y seguir. Era como si se estuviera reduciendo como el arco de la luna menguante.

Cuando Daeghrefn vio de quién se trataba, se puso en pie como un resorte y reculó hasta una esquina echando fuego por los oscuros ojos de rabia y miedo.

—¡Tú! —gritó con una ronca voz gutural—. ¡Cuando te abandoné en las llanuras sabía que sólo era cuestión de tiempo que vinieras a esta habitación, arma en mano! Así que cumple tu venganza y márchate. Si eres lo bastante hombre.

Daeghrefn desenvainó su espada. La hoja vaciló en su mano y descendió lánguidamente.

«Está agotado —pensó Robert—. Está exhausto hasta la extenuación».

—No —replicó en voz alta, cerrando la puerta—. No vengo por venganza, sino a rescataros. He venido a sacaros del castillo, lord Daeghrefn. Ya no es un lugar seguro. Hay un motín en ciernes.

—Eso ya lo sé. —Los ojos de Daeghrefn lo miraban obsesivamente, desesperados.

Robert se aclaró la garganta.

—En ese caso, tal vez estéis informado también de que vuestro antiguo… conocido, lord Laca de la Marca Oriental, viene desde Estwilde a la cabeza de un millar de soldados de caballería.

Daeghrefn aferró su espada con más fuerza. En su mente vio una llanura ardiendo, la Morrena Sur humeante y calcinada… Vio a Robert alejándose a caballo entre el humo…

—Venid conmigo, Señor —apremió Robert—. Yo cuidaré de vos.

—Muy astuto, Robert —dijo Daeghrefn con una sonrisa burlona—. Engañarías a un centinela o a un halconero con tu palabrería engañosamente tranquilizadora, pero no eres lo bastante astuto para el Señor del castillo. Me quedaré aquí, gracias. Puedes retirarte.

Robert estudió a su antiguo Señor desde el otro extremo de la estancia sumida en sombras. «Creo que donde ahora vas, no puedo ayudarte —pensó—. Pero lo intentaré, lord Daeghrefn. Lo intentaré».

—Tenéis que acompañarme, Señor —imploró con voz calmada y sombría—. Verminaard ha matado a Aglaca y ¿quién sabe qué…?

Daeghrefn se irguió a la velocidad del rayo, con la mirada extraviada y distante.

—El gebo-naud —exclamó histéricamente con la voz quebrada—. Mi hijo… Y su mano borrará tu nombre, dijo la druida.

Girando en redondo con un estridente alarido, Daeghrefn se abalanzó hacia el balcón. Robert corrió desesperadamente detrás de él.

—¡Laca! ¡Abelaard! —gritó Daeghrefn—. ¡Abelaard!

Y se precipitó de cabeza desde la balaustrada, en un extraño y pavoroso silencio, con la capa flameando detrás de él como un ala rota.