19

Desde la cúspide de la torre podía verles el rostro a los dioses.

Daeghrefn sabía que todos estaban observando: veintiún pares de ojos depositados en la negrura del firmamento, todos eternamente fijos en este castillo, en esta torre, en este círculo de velas y antorchas.

¡Qué necio había sido por no darles crédito!

Pues cantaban en las estrellas y susurraban en las piedras de la torre. Y ninguno de ellos lo perdonaba, ya que Verminaard les había contado cosas terribles de él.

Daeghrefn había cubierto el espejo de sus aposentos, envolviendo el cristal pulimentado con un paño negro como si el alcázar estuviera de luto. Era una precaución, se dijo. Había colocado el espejo junto a la ventana años atrás, con el fin de alumbrar el desguarnecido interior de su dormitorio con luz de luna reflejada, pero su invento se había vuelto ahora peligroso. En ese momento los dioses podían espiar sus movimientos, localizar su reflejo en cualquier momento si pasaba por delante del espejo y su presencia en cualquier punto de las profundas interioridades de la torre.

Daeghrefn se estremeció y oteó en dirección al desfiladero de Eira Goch, en la negra faz de las Khalkist. Estwilde se hallaba a muchos kilómetros de distancia, en la otra vertiente de la cordillera, o por lo menos en eso insistían sus hombres. Pero Daeghrefn estaba mejor informado. De noche, cuando la luna negra brillaba sobre las laderas de las montañas, todo el país se arrastraba hacia el este y sus límites se ensanchaban hasta rebasar Jelek y las olvidadas ruinas de la Morada de los Dioses…

Las áridas estepas de Estwilde se desplazaban por la noche y Laca se situaba a la cabeza de sus ejércitos; Laca el de los ojos claros, traidor desde hacía veinte años.

Laca no se conformaba con robar hijos. También pretendía robar la herencia de Abelaard.

Daeghrefn se apoyó en el parapeto de la torre y se volvió hacia el sur, hacia el bosque ennegrecido por el fuego. Sosteniendo en alto una chisporroteante antorcha, contempló las tierras baldías iluminadas por la luna y sumidas en sombras. No recibiría ayuda alguna de esa dirección, ni de más allá. ¿Qué ayuda podía esperar de una banda de nerakianos a los que combatía desde hacía nueve años? Su cabecilla —un asesino llamado Hugin— había jurado «ensartar al Cuervo de la Tormenta en una pica y cruzar con él las puertas de su propia casa como si fuera un estandarte flameando al viento».

Había oído involuntariamente ese juramento en el transcurso de un sueño, de modo que tenía que ser verdad. Y Verminaard planeaba aliarse con los bandoleros.

Daeghrefn se tapó los oídos. El incesante gemido de las montañas —estridente y enloquecedor como un coro de cigarras— había empezado de nuevo. Los dioses se mofaban de él, estaba seguro. Pronto Nidus estaría solo en las llanuras de Neraka, aplastado entre dos ejércitos y socavado desde el interior por un ingrato muchacho.

No había escapatoria hacia el norte, donde se encontraba Gargath, sagrada para enanos y gnomos. No encontraría refugio entre los adoradores de Reorx, pues ninguno de los dioses lo perdonaba.

Pero siempre estaba el este. Las altas cumbres de Berkanth y Minith Luc, y más allá una verde altiplanicie, sin duda inviolada por los incendios de los ogros, donde un hombre podía perderse durante años, desvanecerse hasta que ni los propios dioses lograran encontrarlo. Escudriñó esperanzadamente las colinas del este, donde Solinari ascendía por el cielo otoñal.

Alguien danzaba sobre los riscos que se erguían por encima del castillo, enmarcado por la plateada luz de la luna.

Sostenía algo en alto, algo negro y refulgente.

Daeghrefn se apoyó en el parapeto y alargó el cuello para ver mejor. Por un momento creyó que se trataba de Kiri-Jolith en persona, el antiguo dios de las batallas, o tal vez la negra Nuitari surgiendo del corazón plateado de su hermana.

Entonces vio que la figura empuñaba una maza y supo quién bailaba en solitario por las montañas orientales.

—¡Verminaard! —espetó—. ¡Que los siete dioses oscuros te devoren!

Aterrado, fascinado, Daeghrefn se asomó todavía más al vacío, hasta que el patio de armas pareció girar vertiginosamente a sus pies. Se estiró más allá de la luz de las antorchas, hacia la gélida oscuridad, y observó que la sombra se elevaba hasta cubrir la luna, ocultando su luz con sus negras y correosas alas…

De pronto recordó la profecía de la druida: Este niño eclipsará tu propia oscuridad.

Y la luna fue engullida por la sombra de Verminaard.

A solas en la galería de almenas, bañado por la débil luz de las antorchas y velas, el Señor de Nidus se encogió contra los muros de piedra con manos temblorosas. A la luz del fuego no proyectaba sombra alguna y se le ocurrió que su sombra no regresaría, que no le quedaba sustancia para convocarla.

«Me estoy volviendo transparente —pensó, y una risa enloquecida afloró a sus labios—. Transparente, como los escarabajos de las profundidades de las cavernas». Alzó las manos y se las examinó atentamente. Estaban azules, cadavéricas, y palidecían a ojos vistas.

Daeghrefn recorrió sus aposentos dando traspiés, gritando mientras propinaba empellones al espejo. Giró sobre sus talones, arrancó el paño que lo cubría y miró con expresión ceñuda su propio reflejo.

Su cabello era del color de la paja y sus ojos, azul claro, del color de los cielos despejados.

—Es un placer para mí acudir a la llamada del Señor de Nidus —empezó a decir Judyth formalmente, y los atormentados ojos de Daeghrefn se volvieron en su dirección—. Y ofrecerle tónico y bálsamo para su dolencia.

—¿Así, te envía Verminaard? ¿Y tienes tratos con él? Porque él es el Señor de Nidus. O al menos eso es lo que dicen todos.

Judyth no respondió. Empezó a manosear nerviosamente el medallón que pendía de su cuello.

Daeghrefn carraspeó y se levantó de su asiento con gran esfuerzo. Cubría su cabeza con una capucha y se apartó de la luz mientras hablaba. Judyth tuvo la sensación de que estaba conversando con un espectro, con un muerto viviente.

—Te ves con Verminaard a menudo —dijo Daeghrefn—. ¿Estabas presente cuando nació?

—¿Señor? —preguntó Judyth, de pronto desconcertada. Pero respondió con cautela—: Lo veo muy poco, últimamente.

Eso al menos era cierto. En dos ocasiones había visto a Verminaard desde la ventana de las dependencias de Aglaca paseando por el adarve bajo la luz de la luna: una sombra encapuchada que aferraba aquella infernal maza negra. En ese momento el joven guardaba las distancias, según Aglaca, con la guarnición de la fortaleza, con los soldados, con todos sus antiguos camaradas de armas, y Judyth había empezado a preguntarse si el nuevo Señor de Nidus no estaría tan loco como el anterior, que ahora se erguía ante ella farfullando acerca de incendios y conspiraciones.

—Aun así —replicó Daeghrefn inesperadamente, como si le hubiera leído el pensamiento. Se volvió hacia el fuego y se apoyó en el respaldo del asiento, que crujió y se inclinó bajo su peso—. ¿Qué quiere él, druida?

—Yo… no comprendo, Señor. Y mi nombre es Judyth.

—Es una pregunta sencilla, en realidad. ¿Qué quiere Verminaard?

Judyth se revolvió con incomodidad sobre su banqueta.

—No lo sé, Señor.

—¿Estás con él?

—¿Cómo? —Las preguntas de Daeghrefn eran ambiguas y acuciantes. Judyth sintió de repente una ola de calor y un hormigueo, como si llevase alguna prenda de lana bajo un sol de justicia.

—¿Formas parte del motín, maldita sea?

Habló demasiado alto. Las voces del corredor enmudecieron bruscamente y Judyth imaginó a los soldados que la habían escoltado hasta los aposentos de Daeghrefn encorvados ahora al otro lado de la puerta, escuchando a su comandante desvariar cada vez más.

—No, Señor. Nunca conspiraría contra vos.

—De modo que existe tal conspiración. ¡Lo sabía! ¿Qué has oído, entonces?

«Debo retirarme de su presencia —pensó Judyth—. Debo hacer llegar la noticia al oeste, a pesar de los soldados, los magos y los dragones. Nidus se está convirtiendo en un manicomio a marchas forzadas».

Fue a ponerse en pie, pero la amenazadora mirada de Daeghrefn la mantuvo clavada en su asiento. El hombre se deslizó hasta las sombras y se agachó detrás de una estatua que representaba al gran Zivilyn, un ramoso vallenwood tallado en mármol jaspeado.

—No he oído gran cosa, Señor —replicó inquieta Judyth—. Retazos sueltos de conversaciones, pero nada más. En realidad, no estoy segura. Apenas acabo de conocer a Verminaard.

—Lo conociste una noche que nevaba, hace veinte años, en una cueva situada al sur de aquí. No me mientas. Y entonces dijiste, druida, entonces dijiste que su oscuridad eclipsaría la mía. ¡Contempla tu maldición, mujer! —Salió de detrás del árbol de mármol y echó hacia atrás su capucha.

Judyth observó silenciosamente la piel morena, aunque un poco más pálida ahora debido a la reclusión en la torre, el cabello oscuro y los ojos negros y enloquecidos.

—¿No ves lo que ha hecho? —insistió Daeghrefn—. ¿Lo que has hecho? Debí mataros a los dos esa noche. De no haber sido por Abelaard…

Daeghrefn lanzó un bufido y se volvió de cara al fuego.

Tras un largo y embarazoso silencio, Judyth se puso en pie rápidamente.

—Quisiera retirarme, Señor. Es decir, si no tenéis más preguntas.

—Sabes mucho más de lo que dices —declaró el Señor de Nidus tranquila y solemnemente—. ¿Recuerdas que hacía mucho frío?

—¿Mucho frío, Señor?

—La noche en que nació. En las montañas, al sur de aquí. Antes del incendio.

Judyth miró de reojo la puerta, muy nerviosa. Daeghrefn iba saltando de una época a otra, de un lugar a otro. Por un breve instante de pesadilla, la joven lo perdió de vista entre las sombras. De pronto se hallaba junto al pequeño altar de la capilla con una vela en la mano. Sus ojos brillaban como ascuas, como llamas gemelas.

—Oh, ya sé quién eres. Esa inocencia, ese «lord Daeghrefn, Señor» no te servirá de nada, druida. Creí que habías muerto hacía mucho tiempo, pero no. Robert me traicionó. Era despreciable y me alegro de haberlo abandonado en las llanuras. Aunque tal vez lo engañaste también a él. Sé que los de tu ralea pueden cambiar de apariencia, variando como las estaciones o como las nubes del cielo en verano, si bien te reconocí en el acto por el medallón que cuelga de tu garganta.

—Sigo sin comprender, Señor. —Judyth cubrió con la mano la joya que pendía de su cuello.

—Las viejas leyendas eran ciertas —proclamó Daeghrefn, de cara al altar—. Las druidas secuestran niños, efectivamente.

—¿Secuestrar niños, Señor?

—Se llevan el hijo prometido, el segundo hijo cuyo nacimiento esperas con alegría durante siete largos meses, y en su lugar dejan a… un impostor que se ha formado durante la noche. —Rompió a reír amargamente.

—No com…

—¡Eso ya lo has dicho! —rugió Daeghrefn. Acto seguido, suavemente y casi con admiración, prosiguió—: Lo vi bailando anoche en las colinas orientales, donde los árboles de hoja perenne… Donde la noche del incendio…

Enmudeció. Judyth carraspeó y aguardó unas palabras que no fueron pronunciadas en todo un largo minuto, seguido de otro. Finalmente salió de la estancia, dejando al Señor de Nidus ensimismado junto al fuego.

Mientras contemplaba las llamas en movimiento, Daeghrefn recordó otro fuego, otras quemaduras. De pronto, como si el Abismo se abriera para recibirlo, sus pensamientos se consumieron de nuevo con la visión de unas oscuras alas extendidas.

Dos figuras recorrían el adarve del alcázar de Nidus aquella noche.

En el bastión del suroeste, un solitario Aglaca se mantenía en vela observando las murallas, las torres y el patio de armas en busca de una señal de su antiguo compañero. Se había escabullido de los soldados que lo vigilaban cerca de los establos, pero eso no era nada nuevo. Aquel par de haraganes sin duda esperaría a que regresara, sabiendo que no iría a ninguna parte sin Judyth, sin todas sus pertenencias, guardadas en la habitación donde se alojaba desde que tenía doce años.

Descansando un momento, recostado en el parapeto de piedra, el joven solámnico forzó la vista en dirección a Eira Goch, cubierto por una intensa oscuridad al oeste, y sonrió al recordar cómo había señalado el paso para Verminaard desde la ventada de su dormitorio hacía diez años, la noche siguiente al gebo-naud.

Verminaard conocía el nombre del lugar y su historia, pero no fue capaz de localizarlo en la oscuridad. Aglaca le había regalado la daga entonces, y aunque la pequeña arma blanca reposaba, bruñida y bien cuidada en la habitación del primer piso, la promesa de su amistad había sufrido mucha peor suerte a lo largo de los años.

En cierto modo parecía adecuado. Adecuado y cíclico. Aglaca tendría que encontrar el camino para Verminaard una vez más; otra clase de camino, a través de otra clase de oscuridad.

Durante las últimas tres semanas, Verminaard se había mostrado muy reservado. Nadie sabía dónde se alojaba, ni nadie de la guarnición —del avejentado Graaf abajo, hasta Tangaard y el joven Phillip— había hablado con el nuevo Señor de Nidus. Todos ellos, no obstante, lo habían vislumbrado al crepúsculo, recorriendo aquellas mismas almenas.

Paseando a la luz de la luna. Aferrando la maza.

Los hombres tenían miedo de acercársele.

Aglaca no tenía miedo; pero también aguardaba cuando la oscura silueta acechaba en las almenas, pues no le entusiasmaba la perspectiva de nuevas entrevistas con Verminaard, ni que le pidiera otra vez que fuera el nuevo gobernador de Nidus, el segundo al mando de una sombría legión de bandoleros y mercenarios.

No. Su participación en esta historia no incluía guerras y conquistas.

Aquella noche, en pie entre las frías almenas de Nidus, Aglaca había comprendido por fin que la historia en la que se hallaba inmerso no era en realidad la suya. No era fácil admitirlo, ni siquiera para un alma buena y generosa como la de Aglaca, pero después de hablar con el anciano en el jardín, se le ocurrió sin sobresaltos que él sólo desempeñaba un modesto papel en un gran relato inconcluso. Mientras su vida transcurría en Nidus, rehén de un pacto de aristócratas menores, grandes fuerzas ingobernables habían pugnado y guerreado en las montañas de todo el continente de Ansalon, de todo Krynn, para el caso. Se jugaban en su vasta contienda la propia historia, pues fuera cual fuese el bando que se alzara con la victoria en esta lucha, el mundo que Aglaca conocía cambiaría irreversiblemente en un instante.

Sabía también, con una extraña serenidad y un sentimiento de alivio, que su papel en la historia futura, de un modo un otro, pronto habría acabado. Pronto llegaría la hora de las canciones que el anciano le había enseñado. Eran palabras peligrosas y volátiles, la magia de un dios para distraer al mago y salvar a su amigo; una vez agotada esa magia, Aglaca no podría volver a utilizarlas. Después, recorrería un sendero todavía más peligroso y delicado cuando Verminaard tomara su decisión.

Pero Aglaca probaría el conjuro y arrostraría el peligro para liberar a Verminaard de su gebo-naud particular con Nightbringer y la diosa que daba vida al arma.

—Que así sea —susurró Aglaca, y un cálido e inoportuno viento se elevó desde las laderas occidentales—. Casi tengo ganas de que empiece.

Pero ¿dónde estaba el mago Cerestes? ¿Y dónde estaba Verminaard?

Una extraña sombra se proyectó sobre su hombro e hizo volverse al joven hacia la torre oeste. Allí, en lo alto de las almenas, una figura encapuchada se situó bajo la luz de la luna. Reconoció en el acto las zancadas, los anchos hombros y el cabello rubio como el suyo.

Aglaca se agachó de inmediato, ocultándose entre las sombras del almenaje.

En el momento en que los rayos de luna incidieron sobre las vestiduras de Verminaard, el joven empezó a resplandecer con una espectral luz negra. Las prendas parecieron expandirse, doblarse unas sobre otras, replegándose y bullendo como un lejano océano en plena tempestad. Por un momento, su rostro pareció alargarse y su piel, cubrirse de vivas manchas y relucientes escamas.

A continuación, en medio de un mareante torbellino de luz y color, se transformó en el mago Cerestes. Levantó las manos hacia el este, hacia las colinas que se erguían más altas que el castillo, donde la antigua arboleda de hoja perenne había resistido al fuego.

Aglaca sacudió la cabeza. Había contemplado el Cambio fascinado, como un animalito indefenso observa los sinuosos e hipnóticos movimientos de una serpiente neir. De modo que el hombre que había visto entre las almenas no era en absoluto Verminaard, sino el siniestro mago Cerestes disfrazado.

Y, en ese caso, ¿dónde estaba Verminaard?

Por el este, una sombra negra cruzó el cielo a baja altura ante la faz de Lunitari.

—La luna nueva —dijo Cerestes, y su voz flotó en el aire nocturno de una forma sobrenatural. El mago empezó a cantar, agitando grácilmente las manos, gesticulando en dirección a las colinas, la zona de oscuridad que reverberaba bajo la luz de la luna y avanzaba velozmente hacia el castillo.

Deslizándose a lo largo de las sombras del parapeto, Aglaca se acercó cada vez más al mago. Se detuvo, boquiabierto, junto a los muros de la torre cuando una voz se unió al cántico, grave y femenina, familiar para él desde la infancia, cuando combatía sus suaves insinuaciones.

Era la Voz de la cueva, la provocativa burla de la diosa. Cerestes pronunciaba las palabras, pero era la Voz quien hablaba a través de él.

Y a campo abierto, en las colinas, la oscuridad que se aproximaba adoptó una forma sólida: los anchos hombros…, el cabello rubio… Verminaard se acercaba y una siniestra magia estaba a punto de recibirlo.

El joven inspiró profundamente. Era mejor neutralizar a Cerestes en ese momento, mientras su mente se hallaba ocupada en otro lado y sus energías se concentraban en la oscura y distante colina. Era mejor hacerlo rápido, además, pues su propio encantamiento era muy largo, una estrofa para cada una de las lunas. Rezó una veloz plegaria a Paladine, pidiéndole que estas oraciones no lo consumieran a él, pues ¿acaso no había hablado el anciano de su peligroso y volátil poder?

Aglaca no era ningún hechicero. Pero por esta vez, tenía todo el derecho a recitar aquellas palabras:

De Paladine las luces,

de Solinari la plata,

con la canción adecuada

sendos poderes conjuren

velas, candiles y arañas,

por Paladine y sus luces.

Cerestes se irguió al punto cuando su prolongada meditación sobre la Señora de las Tinieblas —sobre los cantos que atarían a Verminaard a su regreso— fue interrumpida bruscamente.

Le ardían las yemas de los dedos, como siempre le ocurría cuando los dioses de la luz amenazaban, y Cerestes reconocía una perturbación en cuanto la detectaba.

Rápida y ansiosamente, se volvió y olfateó el aire, saboreando con sus agudizados sentidos el olor a moho de la torre, el patio de armas y su humo de otoño, el acre tufo animal de los establos.

¿Dónde estaba el cantante?

Su fino oído captó el chirrido de un grillo cerca de los aposentos del senescal, la llamada de una lechuza en el jardín, algo que correteaba por las almenas de la torre oeste.

¿Dónde? ¿Dónde?

Sus sentidos empezaban a amortiguarse, ya sujetos a las limitaciones humanas, y su aguda vista dragontina menguaba hasta que tuvo que conformarse con distinguir borrosas sombras distantes a medida que las paredes más alejadas parecían desvanecerse ante su mirada forzada.

De pronto, oyó por fin la voz procedente la muralla. Entonaba el principio de la segunda estrofa.

Que bajo el rojo resplandor de Gilean

la luz del ayer se acompase con la del mañana,

y que Lunitari llene la noche entera

de humanas sombras prisioneras.

Que los ojos encuentren la mirada hermana

bajo el rojo resplandor de Gilean

Algo se movía entre las sombras de la muralla oeste.

Cerestes se protegió los ojos con la mano y miró hacia abajo, pero la oscuridad se había entrometido y no logró ver al cantante. Le ardían los dedos de una forma horrible y se precipitó hacia la escalera; un frío pánico gobernaba sus pies.

Deprisa. Antes de la tercera estrofa.

Se tambaleó, en precario equilibrio por el estrecho adarve, tropezando y apoyándose en las almenas en su carrera hacia la voz.

Llegó demasiado tarde. La canción había empezado.

Que Nuitari y su luz negra

con su sombría magia partan…

Cerestes musitó un antiguo encantamiento maligno y un negro fuego cobró vida en sus manos. Con una imprecación mascullada entre dientes, arrojó la bola ardiente contra la voz y avanzó trastabillando cuando el canto prosiguió…

Aglaca sintió el tórrido viento rozarle la cara y oyó explotar la muralla a sus espaldas. Pero no se interrumpió y retuvo en la memoria el final de la letra de la canción, inmune al calor y las llamas negras que lo envolvían, se alzaban y bruscamente empezaban a desvanecerse.

Y siglos de oscuras tramas

yazgan por fin bajo tierra…

El bastión retumbó y se estremeció bajo sus pies. Aglaca corrió hacia la torre, se aferró a la piedra enlucida de mortero y empezó a escalar el paramento. El mago se asomó desde una almena y un fuego rojo salió despedido de sus manos.

Aglaca se encogió al pie de una ventana de la torre y, dando un salto mortal que la druida le había enseñado en el jardín, se catapultó ágilmente hasta el alféizar. Dejó que el fuego pasara como una exhalación por encima de su cabeza, saltó al interior de la estancia, una habitación de huéspedes desocupada, y subió a la carrera las escaleras que conducían al tejado.

Al llegar arriba abrió la puerta de roble; fuera, lo recibieron el firmamento henchido de estrellas y el abrazo del frío viento. En el adarve, el mago Cerestes giró sobre sus talones, con ojos llameantes de rabia y las manos alzadas para lanzar otro conjuro.

«Recuerda los últimos versos —se dijo Aglaca, apartándose de la trayectoria de un rayo negro que destrozó la puerta detrás de él—. ¡Por todos los dioses, acuérdate!».

Y de pronto oyó la Voz por última vez, suave, seductora y cargada de promesas.

Es todo tuyo, Aglaca Dragonbane. Interrumpe tu cántico, libera a mi servidor y todo será tuyo…

Los muros parecieron alejarse precipitadamente, pero Aglaca sabía que se trataba de una alucinación. Ante él se extendía un continente, esperándolo, desde Kern en los confines orientales hasta Estwilde y Throt, hasta Solamnia y Coastlund; y luego al oeste, hasta Ergoth y Sancrist, los reinos isleños…

Es todo tuyo, lord Aglaca. Todo este poder te daré, y la gloria que lo acompaña…

Aglaca se echó a reír.

—Ya he oído antes ese cuento —masculló— y no me conmovió entonces. ¡No puedes detenerme! —Desairadas por las risas, las lúgubres insinuaciones huyeron de su mente. Con voz firme ahora por la fe y el convencimiento, Aglaca pronunció el final de la canción en medio de la estridente y martilleante oscuridad creada por el fútil hechizo de Cerestes.

Y huya la vil nigromancia

tras Nuitari y su luz negra.

El mago jadeó entre él y las almenas. A la luz de la luna parecía más pequeño; sus atractivas facciones estaban demacradas y extenuadas, sus ojos, en un tiempo dorados, se veían empañados y hueros como los de un muerto.

—¡No cantes victoria, solámnico! —amenazó Cerestes con voz extrañamente aguda, fina y sin resonancia—. El dragón está confinado en mi interior, pero yo no he permanecido ocioso en mi forma humana. Ante ti se yergue un mago formidable, y un millar de ensalmos esperan que los utilice.

—Prueba uno de ellos —lo provocó Aglaca—. Prueba tu conjuro más poderoso, Cerestes.

El mago alzó una mano, dispuesto a arrojar una bola de fuego, y pronunció el antiguo conjuro.

No ocurrió nada.

—No puedes —replicó Aglaca con calma—. Es así de simple. Tu magia te ha abandonado, nigromante, y ahora nos enfrentamos de hombre a hombre.

—Pero el que se acerca tiene el poder, solámnico —dijo Cerestes—. No has tenido en cuenta a Verminaard, ni la maza Nightbringer, que empuña como si fuera su propio y negro corazón. Serás derrotado, Aglaca. Mis hechizos pueden fallar, mi magia flaquear, pero tú serás derrotado.

—Eso lo decidirá él —replicó Aglaca—. Verminaard decidirá.

—Ah, muy bien, solámnico. —El mago sonrió maliciosamente—. Yo no lo hubiera preferido de ningún otro modo. Y no tendremos que esperar mucho.

Señaló hacia el este, donde Verminaard avanzaba rápidamente desde las colinas iluminadas por la luna, dejando tras de sí una estela de negrura en su regreso al alcázar de Nidus.

—Ya no poseo la vista de un dragón —siseó Cerestes—. También me has arrebatado eso. Pero Verminaard puede devolvérmela. Aquí llega, cabalgando en la cresta de la noche absoluta, y veo a bastante distancia para reconocerlo.