18

Cuando maniobraba para lanzar su montura contra el hombre indefenso, con la maza en alto para asestar el golpe de gracia, Verminaard vio brillar algo por el rabillo del ojo.

El último de los caballeros arremetió, convertido en un borrón plateado cuando jinete y caballo cruzaron ante Verminaard. Con un penetrante silbido, el hombre se inclinó desde la silla y tendió un nervudo brazo a su compañero caído y ciego. Con un grácil e increíblemente enérgico movimiento, recogió al hombre herido, lo elevó hasta la grupa de su caballo y juntos emprendieron la retirada en dirección a las puertas abiertas del castillo. Atónito, Verminaard apremió a su caballo y corrió en su persecución.

El caballo solámnico estaba sobrecargado, pero en la carrera que se prolongó por espacio de un kilómetro y medio a través de la planicie, el cansancio de Orlog impidió a Verminaard acortar distancias. Por fin, abriéndose en un amplio arco por un flanco de los desventurados jinetes, Verminaard les cortó el paso en su trayectoria hacia el puente levadizo, y el caballero solámnico se vio obligado a frenar su montura a escasos cien metros de las murallas de la fortaleza. Con resolución, el jinete desmontó a su compañero herido y, tras erguirse en su silla, se enfrentó impávido a Verminaard.

—Buen adversario —gritó el caballero, alzando la espada en el tradicional saludo solámnico—, has demostrado ser fuerte con las armas y tenaz en el combate. Te ofrezco la oportunidad de demostrar también honor.

¡Escúchalo!, susurró la Voz mientras Nightbringer latía en la mano de Verminaard. Va a empezar la perorata solámnica sobre el honor; el Código y la Medida. Cuidado, hijo mío: te enredará con el honor.

Verminaard asintió. La Voz tenía razón. Ya conocía a los mercachifles del honor y sabía que en sus palabras había veneno y cuchillos.

—Mi amigo está herido —prosiguió el caballero solámnico—. Está ciego e indefenso. Franquéale el paso hasta el puente levadizo y la fortaleza. Sea cual fuere el pleito que tengas con nuestro país, nuestro Señor y nuestra Orden, podemos resolverlo tú y yo aquí, en las llanuras, a la vista de mis paisanos.

—¡Maldigo tu país! ¡Malditos sean tu Señor y tu Orden! —rugió Verminaard, describiendo un molinete con su maza hasta que se formó una oscura espiral en el aire de la mañana, que se fue ensanchando progresivamente hasta envolver a los caballos y a sus jinetes, ocultándolos de la vista de la guarnición que se agolpaba sobre las murallas del patio de armas en una lúgubre y densa nube—. Tal como lo veo yo, no tienes ningún derecho a regatear. Tu compañero se queda donde está.

—Que así sea —replicó escuetamente el caballero—. Ante estas murallas y ante los hombres allí reunidos, digo que eres un miserable y vil cobarde, y si los dioses me conceden el poder de derrotarte, no habrá piedad contigo.

Verminaard sonrió despectivamente.

—Ah, pero yo sí mostraré piedad contigo, señor caballero. Prolongaré tu miserable existencia hasta que el Señor del castillo en persona me suplique que ponga fin a tu sufrimiento.

—¡Bellaco! —gritó alguien desde las murallas del castillo, y el grito fue contestado por otro más lejano, ininteligible, distorsionado por la distancia.

La mano alzada del caballero detuvo un nuevo alboroto.

—El Señor del castillo no suplica a los rufianes. Si deben hablar de nuevo la espada y la maza, ¡que sea ya, por Paladine y por Huma!

—Y que sea a pie —declaró Verminaard, desmontando entre el rumor de sus vestiduras y el rechino de su coraza de cuero negro—. Pues ansiaba enfrentarme de hombre a hombre y brazo con brazo, de modo que nadie atribuya mi victoria al corcel que monto, ni tu derrota a tus deficiencias como jinete.

El caballero desmontó también, desenganchó el escudo del arzón de su silla de montar y lo descubrió para que el sol naciente bailara caprichosamente sobre la lanza blanca y el dragón negro grabados que adornaban su pulimentado centro.

Nightbringer se estremeció y zumbó en la mano de Verminaard.

No le perdones la vida, murmuró la Voz con una nueva y frenética premura. Oh, no lo perdones, lord Verminaard, porque es el peor de tus enemigos y el origen de nuestro sufrimiento. Por culpa de su linaje estamos confinados en tinieblas, y con el fin de sus descendientes ¡volveremos a respirar!

—No será perdonado —masculló Verminaard— porque se interpone entre mi persona y el Señor del castillo.

Cuando se acercó al enmascarado caballero, Verminaard supo que se enfrentaba al rival más fuerte de la jornada.

El hombre flexionó la pierna más adelantada con la pericia de un avezado espadachín y se deslizó ágilmente hacia terreno más elevado, alejándose de su compañero herido. Verminaard lo siguió con pesados pasos, ruidosos y torpes, pero confiado en su fuerza, en su arma y en el misterioso poder que recorría la pulsante maza.

Sus caminos convergían sobre una pequeña elevación situada menos de cincuenta metros del puente levadizo. Allí, a la vista de los arqueros de Laca, se movieron en círculos uno frente al otro y, a la segunda vuelta, se acercaron para el primer ataque.

El caballero embistió primero blandiendo su sable, que fustigó el aire como si se tratara de la cola de una serpiente.

En un veloz tajo de revés, la hoja alcanzó el pecho de Verminaard, hendiendo sin esfuerzo la coraza de cuero. De no haber retrocedido apresuradamente el hombre más corpulento, habría sucumbido antes de que la pelea comenzara en serio.

Reculando y jadeando, Verminaard descendió de la loma con un traspié; el caballero lo siguió sin prisas pero implacablemente. La hoja silbó cerca de su oído una vez más, dos veces, y el joven apenas pudo ahogar un gemido al parar un golpe con el mango de Nightbringer.

Fue entonces, al pie de la loma, cuando la espada se trabó con la maza, acero contra piedra antigua. El caballero se acercó de golpe a Verminaard y su rostro protegido por el yelmo quedó a escasos centímetros del otro, de modo que el joven pudo ver el color de los ojos de su adversario.

Azules. De un azul muy claro, como los suyos. Como los de Aglaca.

Algo se suavizó en aquellos ojos. Verminaard hundió los tacones en la reseca y agrietada tierra y se zafó de su oponente con un empellón. El caballero cayó de espaldas y aterrizó con gran estruendo metálico sobre el duro suelo.

En un abrir y cerrar de ojos se había puesto en pie, pero la suerte de la batalla había cambiado. En ese momento, Verminaard sabía que era más fuerte que el hombre que tenía enfrente; que, al menos por esta vez, la velocidad y la destreza de la esgrima solámnica no serían rivales para la mera fuerza bruta del músculo y la piedra.

Con un grito de júbilo, Verminaard asestó un mazazo demoledor a su apurado adversario, que esquivó el golpe por poco, si bien a costa de un escudo hecho trizas. Aturdido por el impacto, con el brazo izquierdo inerte e inservible, el espadachín retrocedió ante las tinieblas violáceas y se encaramó de nuevo al promontorio como pudo, buscando la ventaja del terreno más elevado.

¡Ahora!, apremió de nuevo la Voz mientras la cabeza provista de púas de Nightbringer giraba como un torbellino y su pétrea superficie se enturbiaba como lava negra. ¡Si golpeas ahora, es tuyo!

—¿Quién eres? —preguntó con voz ronca el caballero herido, estremeciéndose por el dolor y el esfuerzo.

No se lo digas…, no se lo digas. Te enredará con el honor…

—Verminaard de Nidus —anunció con orgullo el joven—. Vengo de muy lejos para ver al Señor de este castillo y reclamarle lo que por derecho me pertenece.

El caballero soltó su espada y cayó de rodillas. Con el brazo sano se quitó el morrión y la babera. Su cabello rubio estaba veteado de canas incipientes, pero sus ojos eran brillantes y juveniles, tan resueltos ahora, de cerca, como nueve años atrás desde la otra punta de puente de Dreed.

Verminaard se quedó sin aliento. Era su propio rostro, treinta años más viejo.

—¡Tú! —gritó—. ¡Laca Dragonbane!

El hombre sostuvo su mirada con serenidad.

—¿Qué quieres del Señor del castillo, Verminaard de Nidus?

Verminaard dio un paso inseguro en dirección a su verdadero padre, seguido de otro. Laca se puso en pie lentamente, dio la espalda al guerrero que se aproximaba y avanzó calmosa, casi despreocupadamente hasta situarse junto al caballero herido.

—Quiero el castillo —respondió Verminaard—. Quiero el resto de mi herencia, Laca. Y quiero vengarme de ti por tu silencio de tantos años, por mi sufrimiento a manos de Daeghrefn a causa de tu hazaña.

Laca se arrodilló en silencio junto al hombre ciego y le acunó la cabeza en sus delgadas manos de largos dedos. Levantó la vista para mirar con despecho al abominable joven que se erguía ante él y le habló fríamente, como si los separara un gran abismo.

—Ahora eres un ser totalmente distinto, Verminaard de Nidus —sentenció—. Y has tomado tus propias decisiones. —Levantó el yelmo de la cara del herido. El desventurado tenía los ojos en blanco y gemía, aturdido, en brazos de Laca.

—¡Abelaard! —rugió Verminaard—. ¡No! ¡Noooo!

El herido parpadeó patéticamente al oír la voz e hizo un vago ademán con el brazo lastimado.

—¡No! —gritó de nuevo Verminaard, y cayó de rodillas sin soltar la negra y reluciente Nightbringer.

Quería descargarla contra algo: contra la roca y el viento…, contra Laca…, contra sí mismo. Pondría fin a todo allí mismo, en los confines de Estwilde, y ya no habría nada más que noche, y noche sobre la noche…

Se sumergió en la oscuridad y ya no vio ni recordó nada.

Laca vio al joven esfumarse en medio de un torbellino de fuego negro. Las nubes se separaron sobre el paisaje y, por primera vez en muchas horas, el sol brilló sobre las murallas del patio de armas del alcázar de la Marca Oriental. Exhausto, el Señor de la Marca Oriental tomó las riendas del tembloroso Orlog y condujo al corcel hasta el herido Abelaard.

—¿Quién…, quién era, tío Laca? —preguntó el joven, frotándose los ojos inexpresivos e inútiles.

—No lo sé —respondió Laca.

En las montañas Khalkist, desde donde se dominaban las llanuras de Neraka, Nidus y el bosque arrasado hacia el sur, Verminaard recibió una nueva y dura lección por parte de la naturaleza.

Despertó en una gruta situada por encima del alcázar de Nidus en la que penetraba la luz del sol. El chillido de una rapaz había interrumpido su sueño, y el joven se desperezó, confundido y dolorido, sobre el suelo de piedra de la pequeña caverna, respirando el húmedo aire, el olor a guano y a moho, y un indefinido hedor inhumano subyacente a los demás, algo profundo, feroz y dragontino.

No conseguía imaginarse cómo había llegado hasta allí, pero sabía que se encontraba muy lejos de la Marca Oriental y cerca de su hogar.

Nightbringer reposaba a su lado, reluciendo con un frío fuego de azabache. Verminaard se estremeció al recordar las llamas que consumían su brazo, el negro olvido y, sobre todo, la perspectiva de empuñar de nuevo el arma.

—Nunca más —susurró con una voz tan áspera y desolada como las ahora lejanas llanuras de Estwilde—. No te empuñaré más, no lucharé más.

Y, sin embargo, mientras pronunciaba estas palabras, extendió el brazo y su mano se cerró alrededor del mango de la maza.

No sabía cómo había llegado a aquel lugar. Se había arrodillado en Estwilde, furioso y acongojado a un tiempo, y la oscuridad se había abatido sobre él. En ese momento se hallaba a muchos kilómetros de los campos de la Marca Oriental, en algún lugar desde donde podía contemplar el humo que brotaba de las chimeneas encendidas en el hogar de su infancia.

Aunque Nidus estaba a plena vista, Verminaard tardó una semana en decidirse a regresar. Permaneció en la gruta, en sus rincones más profundos, acercándose a la entrada de la cueva sólo de noche y únicamente cuando el hambre se hacía insoportable. Aunque el sol no iba a hacerle daño, la luz le resultaba ahora muy extraña, ajena y descorazonadora, como la oscuridad para un niño.

«Es mucho mejor quedarse un rato a oscuras —se decía mientras la luna roja recorría, taciturna, el firmamento durante su segunda noche en la cueva—. Es mejor permanecer aquí, hasta que me reponga y recobre las fuerzas».

Detestaba las escasas raíces amargas que lograba encontrar en la mezquina tierra de las montañas: knol y dioscor y repugnante betys de color morado, o «raíz de castigo», como la llamaba el viejo Speratus. Y de noche, los escarabajos pardos eran lentos de reflejos y se hallaban desprevenidos. Su carne era fría y viscosa, pero bastante nutritiva, siempre que no se comiera la cola venenosa.

Una vez se situó al borde de un precipicio bañado por el espectral resplandor rojo de Lunitari y trató de arrojar a Nightbringer a las invisibles y escarpadas tinieblas. Le pareció adecuado, como si arrojándola a la oscuridad fuera imposible recuperarla en caso de que le flaqueara la voluntad y regresara en busca de la maza. Pero el arma se aferró a su mano, reluciendo y vibrando, retorciéndose como una monstruosa sanguijuela negra, y Verminaard se dijo: «Todavía no, puedo librarme de ti en cualquier momento, en cuanto haya recuperado mis fuerzas. Pero todavía no».

Con todo, desconfiaba de sus propios pensamientos, y por eso lo intentó de nuevo más tarde. En el extremo más bajo de la caverna se había formado un lóbrego estanque, tan alejado de la luz que sólo el verdoso resplandor de los murciélagos vespertinos iluminaba tenuemente sus negras aguas. Los escarabajos que moraban en sus orillas se habían adaptado a lo largo de generaciones a vivir en la más absoluta oscuridad y ahora carecían de ojos sobre sus pálidos, casi translúcidos caparazones rosados. Parecía el lugar indicado para dejar a Nightbringer, y por un momento el corazón de Verminaard se aceleró. Allí encontraría el descanso de todo esto: del hambre y el frío y de la presencia de la maza que lo consumía. Hallaría la paz en las profundidades de esta oscuridad.

Pero aunque Verminaard introdujo el brazo en las gélidas aguas y trató de soltar el arma dentro del tranquilo y hondo estanque, la maza siguió adherida a su mano. Relucía bajo el agua —la palabra era relucía— con una intensa negrura aterciopelada entre las abyectas sombras del estanque.

Después de aquello probó métodos más drásticos, pero el fuego no consiguió hacer mella en el arma, y el endeble conjuro que pronunció Verminaard no obtuvo resultado alguno. Al parecer, no podía desprenderse de ella, no podía destruirla; pero la verdad más profunda se le fue revelando a medida que los días transcurrían en vano.

Tardó una semana en reconocer que no podía librarse de Nightbringer porque no quería.

Pero para entonces tenía otras preocupaciones, otros imperativos. Porque el alcázar de Nidus también ejercía su atracción sobre él, y supo que su larga noche de soledad estaba a punto de concluir. Pronto las puertas del castillo se abrirían ante él, y entraría siendo un hombre completamente transformado, en total acuerdo con la voluntad de la Señora de las Tinieblas.

Él era el Brazo de Takhisis, su paladín armado con la negra y fluctuante luz.

Verminaard descubrió los frutos de drus a primera hora de la mañana. Triturados para preparar una poción, eran la sustancia que tomaban los visionarios y que llevaban en frascos los chamanes y druidas, así como los dispersos clérigos oscuros de la Reina de los Dragones. Si crecían silvestres, no diluidos por las aguas o las artes de los alquimistas, aquellas bayas crudas proporcionaban visiones aún más caprichosas. A veces más profundas.

Al menos eso le había contado Cerestes en el transcurso de los largos estudios sobre magia de su infancia.

Después una larga meditación vespertina hasta que la luz del día declinó casi por completo, comió un puñado de las bayas violáceas y se arrastró de nuevo hasta la gruta. Ya en su interior, se puso en cuclillas y, tensando sus gruesos muslos, esperó el inicio de las visiones y los augurios.

Sacó las piedras rúnicas. En ese momento conocería los deseos de la diosa. Las runas los revelarían.

En sus días de soledad, las piedras representaban una compañía tan constante como Nightbringer. Sentía su firme seguridad en la bolsa que pendía de su cinturón y, de día, cuando añoraba la oscuridad y la serenidad que le proporcionaban, se retiraba a las profundidades de la cueva. Allí, entre las sombras protectoras, se aferraba a las piedras como si fueran amuletos. Pero no las lanzaba, ni siquiera las miraba.

Pero esta noche era distinto. Bajo la roja luz de la luna, cuyos bordes resplandecían como filones de oro, Verminaard apeló a las runas Amarach en busca de presagios y profecías.

—Decidme la verdad, piedras —susurró—. No importa la risa de los soldados, el escarnio de los magos.

Con los ojos cerrados, recitó una breve oración a los siete dioses oscuros, a la Señora de las Tinieblas y al Espíritu de las runas y arrojó las tres piedras frente a sí.

—Lo que ha sido —murmuró—. Lo que es. Lo que aún ha de ser.

Abrió los ojos y a continuación la boca, estupefacto.

En blanco. En blanco. En blanco. La misma runa en las tres posiciones.

Verminaard se frotó los ojos y volvió a mirar. No se lo había imaginado. La cruda vacuidad de la runa en blanco lo observaba desde el pasado, el presente y el futuro.

—En blanco —masculló—. La ausencia de oscuridad y de luz.

¡Pero sólo había una runa en blanco en todo el juego de piedras! ¿Cómo podía…?

Rebuscó a toda prisa entre las demás runas descartadas. En blanco… En blanco… En blanco. La lisa superficie de cada piedra lo miraba burlonamente.

Esa noche, entre los pedruscos que se amontonaban al pie la caverna, Verminaard danzó bajo la llena luna roja, y sus andrajosas vestiduras negras brillaron con reflejos de sangre.

El efecto de los drus no se desvanecería hasta la mañana siguiente y por eso el joven había guardado las runas y rendía culto a las siluetas de los dioses oscuros inscritas en las estrellas del firmamento. Levantó la maza apuntando a las arqueadas constelaciones e invitó a los antiguos poderes a penetrar en su arma e introducirse en su sangre anhelante.

«Que el pacto sea renovado —se dijo—, como ocurrió en la cueva de la Señora de las Tinieblas cuando cogí esta maza. Mañana por la noche puedo regresar a Nidus. Aglaca y yo tenemos asuntos que resolver. Pues Lunitari está llena y él será mi general. O le arrebataré la chica y los destruiré a ambos».

Verminaard parpadeó ebriamente y contempló el movimiento delas estrellas por encima de su cabeza.

La Balanza de Hiddukel se curvaba airadamente en el cielo, en recuerdo de las antiguas injusticias, de las traiciones que lo habían conducido a Nidus en su infancia y de su fría y desatendida adolescencia. La Calavera Amarilla de Chemosh convocó a los muertos de las llanuras y las montañas, y Verminaard se sintió exultante al ver a los derrotados ogros que desfilaban ante él, a los caballeros ataviados aún con sus armaduras abolladas y ensangrentadas que le devolvían una mirada lechosa y vacía.

Se rió también de la Capucha de Morgion, la gran máscara de la enfermedad y la putrefacción, pues conocía por experiencia propia la falsedad de las máscaras, y también los ojos de su hermano Abelaard estaban ciegos y vacíos.

Se regocijó con el terrible Cóndor Cobrizo de Sargonnas, dios del fuego, y recordó el incendio en el bosque y las llanuras del sur de Nidus.

Pero, finalmente, la Señora de las Tinieblas se elevó en el cielo negro: la Reina de los Dragones, la de las Mil Caras.

Verminaard se arrodilló y la adoró; la negra maza vibraba en su mano, insistente, abrasadora. Y en presencia de la constelación de la diosa, Verminaard de Nidus se incorporó y empezó a bailar.

O tal vez Nightbringer lo puso en pie y lo transformó en un acelerado movimiento de espiral, en medio de los negros pedruscos y el paisaje calcinado a la entrada de la gruta. No sabía si eran sus pensamientos o los del arma los que gobernaban su cuerpo y su voluntad.

Pero bajo la luz de las lunas en movimiento, sobre las mismas colinas que los hombres llamarían un día Atalaya del Dragón, la Voz volvió a hablarle desde el corazón de la maza.

Baila, mi amor, invitó. Baila, milord Verminaard, mi gran capitán…, mi amor.