La tercera noche siguiente a la reunión de Verminaard con Aglaca empezaron los ruidos en la torre más alta de la fortaleza. Extraños gritos y llamadas resonaban en el patio de armas, y los atónitos centinelas intercambiaron nerviosas miradas desde sus puestos. Daeghrefn gritó «traición» y «asesinato», «abandono» y «fuego», y «Laca» y «alas oscurísimas», y durante todo el interminable duelo, que se prolongó hasta el cambio de guardia de la mañana, el nombre de «Abelaard» proferido a voz en grito marcó las horas regularmente como la campana de un barco.
Verminaard se revolvía en su jergón de los aposentos del senescal, incapaz de dormir por culpa de la ensordecedora y patética batahola. Por fin, justo antes del amanecer, se levantó y salió al patio de armas, tras cubrirse los hombros con la capa de Cerestes para protegerse de la fresca mañana otoñal. La hierba crepitaba por la escarcha cuando se dirigió al pie de la torre y escudriñó las abovedadas tinieblas de las alturas, el encapotado cielo nocturno donde Solinari había menguado hasta convertirse en un fino arco.
En la galería de almenas, Daeghrefn había encendido una única vela que brillaba, valerosa y desamparada, en la calma de la mañana. Era como si el propio fuego lo citara con la sinuosa atracción de la llama, hasta que el lamento de Daeghrefn se anegaba de repente, más allá de las palabras, hasta convertirse en un simple y aterrador balido.
La noche siguiente, una segunda vela acompañaba a la primera como un par de ojos relucientes, y uno de los centinelas más jóvenes, un muchacho de Estwilde llamado Phillip, había abandonado su puesto, afirmando que la torre había cobrado vida y lo observaba a él.
Verminaard se había mofado del muchacho, diciéndole que las mazmorras tenían ojos mucho más peligrosos y ofreciéndole mostrarle dónde buscarlos. A regañadientes, Phillip volvió a su puesto y pasó allí tres noches seguidas, estremeciéndose en una tensa y tediosa guardia.
No obstante, la quinta noche de reclusión de Daeghrefn, el joven Phillip llegó sin resuello a las dependencias del senescal con la noticia de que toda la galería de almenas estaba en llamas.
En efecto, así era. En los muros superiores de la torre ardían velas, antorchas y lámparas. Era un faro visible a kilómetros de distancia, y la caballería de Verminaard, que patrullaba por la Morrena Sur atenta a la llegada de Hugin, orientó sus monturas por la luz.
Más tarde, a media noche, se levantó una brisa del sur, un frío viento que descendió en picado de la cordillera de la Muerte, y el despliegue de luces empezó a titilar y chisporrotear. Entonces, el joven Phillip, el impresionable muchacho que había visto ojos en las nubes y fuego en las almenas, miró hacia arriba…
… Y vio la negra figura que danzaba sobre el parapeto de la torre.
Una larga capa flameaba detrás de la silueta como unas alas desgarradas, cuando saltaba de almena en almena como una gran ave enloquecida. En dos ocasiones se tambaleó peligrosamente al borde de una caída de quince metros, y la segunda vez ululó y lanzó un grito hacia el arrobado patio de armas, un estridente quejido de desolación que paralizó a Phillip, a Tangaard y a los demás.
Porque el lamento era en ese momento inarticulado, una larga serie de aullidos encadenados que sobresaltó a los caballos en los establos y a los perros les erizó el pelo del bono.
Y los veteranos de la guarnición —incluso Gundling, que no conocía el miedo—, advirtieron que su pulso se alteraba y sus manos temblaban.
Pues el grito era el graznido de un cuervo, un ave carroñera, pero la voz era la de Daeghrefn.
Verminaard inclinó el torso sobre la mesa del senescal, ahora sucia, y estudió las runas.
Heredad. Carro de Batalla. Tierra.
Removió distraídamente las piedras Amarach con la mano marcada de cicatrices y volvió a tirarlas.
Heredad. Abedul. Granizo.
Llevaba una semana esperando en el alcázar de Nidus, siete días desde la oferta a Aglaca, desde el retiro de Daeghrefn. Y en ese tiempo, Aglaca había evitado encontrarse con él. El viejo de la torre estaba loco y no podía utilizarlo. Incluso Hugin, el capitán de los bandoleros de Neraka, tuvo la osadía de prometer repetidamente que vendría sin cumplirlo nunca.
Por tercera vez recogió las piedras rúnicas. Se estaban convirtiendo en un juego de salón, arrojadas e interpretadas constantemente con la pasión de los necios y los adivinos. Con expresión indignada, Verminaard las empujó sin contemplaciones hasta que cayeron de la mesa y repiquetearon sonoramente contra el duro suelo de piedra.
Fue entonces cuando la maza le habló.
Verminaard sabía que iba a hablarle desde la primera vez que la tocó en la cueva excavada por encima de las llanuras de Neraka. Cuando el oscuro fuego saltó sobre él y le quemó la mano con el dolor de la transformación, y al mismo tiempo el alma con la visión y la súbita comprensión, supo que era sólo cuestión de tiempo que la Voz regresara, transformada también por el negro fuego.
Porque, después de lo sucedido en los ominosos recovecos de la caverna, ¿cómo podía la Voz volver a ser jamás la misma?
Por eso, cuando le habló —cuando la cabeza de la maza refulgió con un fuego de ébano y la habitación entera se sumió en la oscuridad y el silencio más absolutos, hasta el punto de que Verminaard no veía nada más que la maza, ni oía nada más que las suaves insinuaciones de la Voz—, se quedó aturdido de pavor, pero no sorprendido.
Sorprendido, jamás. Ya nunca le ocurriría.
No desdeñes tus oráculos, muchacho, dijo la Voz, grave y femenina, derramándose sobre él como una cálida y fragante lluvia. El temor de Verminaard se disipó en el acto, transformado en una dicha inconmensurable y prohibida, y el joven se retrepó en su silla cerrando los ojos, con alivio y un sentimiento de liberación.
No era consciente de cuánto la había echado de menos.
No los desdeñes, pues aunque hablen sólo a unos pocos, en estos tiempos profanos y sin novedades, te hablan con claridad a ti…, con claridad y sabiduría, si fueras capaz de escuchar lo que dicen.
—Heredad. Carro de Batalla. Tierra —murmuró el joven—. Heredad. Abedul. Granizo.
Observas demasiado de cerca, profundizas demasiado en las cosas, lord Verminaard, incordió la Voz.
Verminaard abrió los ojos. La habitación se había replegado sobre sí misma y las paredes más alejadas se hallaban ahora al alcance de su mano, extrañamente iluminadas por la pulsante luz negra. La maza, que antes estaba apoyada contra la chimenea, reposaba ahora a su lado.
Verminaard parpadeó y murmuró los nombres de las runas una vez más.
—Heredad. Dos veces la runa de la heredad.
La Voz no replicó, pero el aire crepitó. El vello del brazo de Verminaard se erizó y se meció con un viento cálido; el joven dejó escapar el aliento mientras empuñaba la maza con la mano cubierta de cicatrices.
¿Qué significa?, le preguntó la Voz, o por lo menos él creyó que se lo preguntaba, pues ya no sabía si las palabras surgían de la habitación, del arma o de su propio corazón desbocado.
—Heredad. Patrimonio ancestral. Espiritualidad antigua —dijo con voz insegura.
Una risa grave inundó la habitación usurpada y las piedras rúnicas chocaron entre sí en el suelo.
Necedad. Palabras engañosas. ¿Dónde está tu heredad lord Verminaard?
—En el alcázar de Nidus —respondió Verminaard confiadamente—. Es mío por derecho y también por la fuerza de las armas.
Nidus es tuyo, en efecto, confirmó la Voz, pero no por herencia. ¿Dónde está tu heredad?
Una siniestra sonrisa distendió las facciones del joven.
—En la Marca Oriental. Soy el hijo de Laca Dragonbane, Caballero de la Espada de Solamnia.
Ve solo, le aconsejó la Voz. No lleves escolta ni compañía algunas. Yo estaré a tu lado y Nightbringer descansará al oscuro abrigo de tu mano.
Verminaard partió solo, como la Voz le había ordenado. No miró atrás al salir a caballo, embozado y encapuchado, por la puerta secreta próxima a la parte trasera de la torre de Daeghrefn, y se dirigió silenciosamente al abrigo de la noche de las montañas. «¿No es una locura? —se preguntó—. ¿Perderé Nidus por falta de atención, cuando mis ambiciones me arrastran hacia la Marca Oriental? ¿Qué hará Daeghrefn en mi ausencia? ¿Y Aglaca, qué? ¿Dónde está Cerestes?».
Serénate, lo invitó la Voz. Sosiega tu mente y endereza tu rumbo, lord Verminaard. Nidus es tuyo, estés cerca o lejos, pues tengo ojos en el castillo de Daeghrefn y nada puede hacerse para perjudicarte u obstaculizarte sin que yo me entere.
«Te creo —pensó Verminaard—. Estamos unidos por el más fuerte de los pactos, el juramento que nos hicimos mutuamente en la cueva. Pero necesito una señal. Muéstrame la visión que ponga fin a mi incertidumbre».
Un prolongado silencio dominó el aire nocturno, y al cabo la maza gimió y chisporroteó en su mano.
Sigues sin confiar en mí. Pero está bien. Fíjate en las almenas.
Verminaard giró el torso sobre su silla de montar y volvió la vista hacia el alcázar de Nidus. Vio una oscura silueta que recorría la muralla bañada por la luz de la luna, el resplandor —rojo como la sangre— de Lunitari.
«¿Quién es? —preguntó—. ¿Quién es, Señora?».
Eres tú, querido, por cierto, exclamó la Voz. Eres tú, para los ojos de los mortales. Pues ¿quién te ha dicho que Cerestes sólo posee una forma, una apariencia? Gobierna con tu rostro y tu voz, y con mi magia. Esto es una muestra de lo que ha de suceder.
Verminaard sonrió malévolamente.
«Estoy convencido, Señora. Estoy seguro, a salvo de la incredulidad».
Bien, concluyó la Voz, mientras el alcázar de Nidus desaparecía en la noche que avanzaba a pasos agigantados. No es momento de preguntas y temores. Parte como un hombre para llegar como un hombre.
Al oeste de Nidus, una noche a caballo por la trillada calzada de Jelek condujo a Verminaard hasta la misma ciudad. El joven dio un rodeo por el sur y luego giró al oeste por las estribaciones remotas de Taman Busuk, en dirección a Estwilde y los puestos más avanzados del este de Solamnia. Armado únicamente con su maza, guiado por la estrellas, por la Voz y por los esporádicos augurios de las piedras rúnicas, sólo se había provisto de pan del camino para siete días, convencido de que al cabo de una semana estaría en la Marca Oriental, a salvo en casa de su padre.
Y cuando llegara allí…
Bueno, la Voz le indicaría qué hacer, qué decir. Y cómo reclamar sus derechos al padre que sólo había visto en una ocasión, gris y distante, al otro extremo de un puente arqueado.
Verminaard viajó de noche, encapuchado y embozado para protegerse del viento y ocultarse de los ojos curiosos.
Además viajó deprisa. Orlog era infatigable y elástico bajo la silla de montar y devoraba los kilómetros como si tuviera alas. Quienes se tropezaron con él por el camino —caravanas rumbo a Sanction y peregrinos con destino a Gargath y la Morada de los Dioses— tuvieron dudas de si efectivamente había pasado alguien por su campamento, oscuro y raudo, de camino al horizonte occidental, o si la noche, el viento y las nubes cambiantes habían conspirado para crear el sueño de un jinete cubierto por una capa negra y montado en un enorme corcel de ébano.
Durante cinco largas noches, Verminaard sólo habló consigo mismo y con la Voz que surgía de la maza. Balbuceaba en su silla de montar mientras Orlog dejaba atrás las afueras de Jelek y se internaba en las grises colinas que se alzaban al norte de la ruinas de la antigua Morada de los Dioses, y luego más al norte, a través del estrecho y pedregoso paso de Chaktamir, escenario de una importante victoria solámnica un siglo entero atrás, y descendía por las rocas de las inexpugnables fronteras de Estwilde.
Estwilde era un país riguroso, una región de vastos y desolados paramos rara vez visitados por la lluvia y con menor frecuencia aún por vientos suaves y templados. Verminaard cabalgó infatigablemente, y la visión de la cueva de los dioses se le presentaba de nuevo mientras avanzaba: cómo volaba a lomos de la enorme y orgullosa bestia, bajo cuyo ancho lomo abultaban los poderosos músculos…
Y supo con toda certeza que éste era el momento que había profetizado su visión, el relato del joven que regresaba para reclamar su herencia.
Al alba de la sexta mañana, caballo y jinete descansaban sobre una loma rocosa desde la que se dominaba toda la Marca Oriental. Orlog pastaba cansinamente mientras Verminaard estiraba las piernas sobre la corta y recia hierba, sin dejar de observar el lejano castillo desde su atalaya.
La fortaleza se hallaba donde le había asegurado la Voz, enclavada en un otero que se erguía en medio de una planicie yerma, un paraje óptimo para los cazadores que, además, proporcionaba una visión perfecta de cualquier ejército que se aproximara.
Con todo, la Marca Oriental era una simple arboleda en medio de la llanura y una fortaleza de aspecto modesto, casi mezquino, comparada con las encumbradas almenas y las cuatro torres del alcázar de Nidus. Verminaard esperaba algo más grandioso e impresionante, y por un momento sospechó que se había perdido, sólo para tropezarse con la barbacana del castillo de algún aristócrata menor o de un cabecilla de bandoleros, extraviada y olvidada en mitad de Estwilde.
Pero era el castillo de Laca, sin duda. Lo supo por la divisa de las banderas: el martín pescador plateado de la Orden solámnica, revoloteando al lado del dragón negro y la lanza blanca de la estirpe de Huma Dragonbane.
—Éste es mi hogar —susurró con inseguridad.
Éstas son tus posesiones, corrigió la Voz con inflexiones suaves, apremiantes y musicales. Ve hasta allí y reclámalas.
La maza vibró en su mano y una extraña e imprevista confianza recorrió todo su ser.
—Que así sea —murmuró—. La Marca Oriental es mía.
Verminaard se arropó con la capa mientras cabalgaba hacia el castillo. La vieja prenda negra mostraba sus deficiencias tras el duro e inclemente viaje. Deshilachada y rasgada, ofrecía escasa protección de las frías ráfagas de viento del sur y el joven jinete temblaba de frío en la silla de montar.
No se había imaginado que vendrían a recibirlo.
Las puertas del castillo de Laca se abrieron a la gris mañana y cinco hombres salieron a caballo bajo el estandarte de Dragonbane. Tras cruzar el puente levadizo y el foso exterior, se desplegaron por la llanura y se aproximaron al joven, cada uno armado con la lanza corta de caballería preferida por los ejércitos de montaña. Morriones y baberas enmascaraban los rostros de los jinetes, que además iban bien preparados para el frío viento. Por el martín pescador plateado que lucían en el peto, Verminaard supo que eran miembros de la Orden de Solamnia y por lo tanto excelentes luchadores.
«Bien, hablaré con ellos —pensó—. Les diré quién soy y exigiré que me escolten hasta lord Laca en persona».
¿Hablar?, lo incitó la Voz. ¿Crees que vienen a hablar? ¡Se interponen entre tu herencia y tú!
La maza se balanceó en su mano, parpadeando con un súbito resplandor de azabache. Antes de que pudiera protestar, hablar o siquiera pensar en otra acción, Verminaard sintió que el arma lo arrastraba hacia el abanderado, el hombre que ocupaba el centro de la formación solámnica. Era como si Nightbringer lo llamara al combate y él se viera obligado a responder.
Recordó las palabras de Aglaca en las cámaras más recónditas de la cueva de Nightbringer: Si eliges eso ahora, te olvidarás de cuando aún eras capaz de elegir.
El abanderado refrenó su caballo y se detuvo en la monótona llanura, con la bandera alzada en el venerado signo solámnico de la tregua y el parlamento. Verminaard cabalgó hacia él tras bajar Nightbringer y cruzarla ante sí sobre la silla de montar, de modo que ninguno de los solámnicos pudiera ver con qué tensión aferraba el arma. Obligó a Orlog a situarse al lado del abanderado, un joven pecoso de ojos verdes y pelirrojo. El muchacho observó a Verminaard con gran atención y nerviosismo, y con los dedos crispados alrededor del asta de la bandera.
Nightbringer tomó la decisión. Inadvertidamente, con tanta rapidez que Verminaard creyó que había sido su propio brazo, su propia obra, la maza relampagueó en el aire y hendió la cabeza del hombre con un chasquido escalofriante.
Con el crujido del hueso y el metal, el abanderado cayó del caballo. Los demás caballeros se revolvieron en sus monturas y arremetieron contra el invasor vestido de negro.
Verminaard miró en derredor. Estaba rodeado, atrapado entre cuatro caballeros en plena carga. Órlog relinchó nerviosamente y se encabritó, pero la Voz tranquilizó al caballo y a su jinete.
¿Y qué, si son cuatro? ¿Habrían amilanado cuatro hombres a lord Soth? ¿A mis campeones de hace un milenio, dos milenios? Nada temas, lord Verminaard, pues estoy contigo, y tu maza es el consuelo que te envío.
Verminaard sonrió y con determinación se enfrentó al primero de sus atacantes.
El caballero se inclinó sobre la silla, disponiendo la lanza corta en la postura de ataque clásica de las justas. Cargó y Verminaard se contorsionó en el momento en que la lanza perforaba los pliegues de su capa negra. Girando sobre sí mismo con una fuerza bruta desproporcionada, Verminaard descargó un atronador mazazo sobre la espalda encorvada del caballero, que se desplomó de su caballo tras una riada de luz negra y cayó sin hacer ruido sobre la reseca planicie.
Quedan tres, proclamó la Voz. Te acometerán uno a uno, por cuestión de honor. Sólo tres y el castillo será tuyo.
El siguiente caballero se aproximó describiendo un círculo y amenazando a su adversario como un soldado de la caballería nerakiana, hiriendo el aire con la corta lanza, a la espera de un hueco por donde atacar. Los otros dos se quedaron atrás, borrosos espectadores al límite de su campo visual. Con un rugido, Verminaard espoleó a Orlog y lo lanzó contra el desafiante jinete, el cual empuñó la lanza y se la arrojó.
Verminaard detuvo el arma con su maza, y el negro fuego recorrió su brazo y su hombro cuando la lanza se astilló en pleno vuelo.
Aguanta, apremió la Voz. Aguanta. Ah, ¿no te parece una delicia?
Acto seguido, Verminaard se enzarzó con el caballero, quien levantó su escudo mientras buscaba a tientas la empuñadura de su espada. Verminaard se irguió sobre los estribos y descargó la maza con todo su peso y fuerza. El bello Martín pescador plateado explotó en el centro del escudo solámnico y el hombre se tambaleó violentamente en su silla de montar. Con un grito de triunfo, Verminaard se dispuso a rematarlo, pero el caballero inclinó flácidamente la cabeza y apoyó una mano inerte sobre la empuñadura de su espada medio desenvainada. Las cuerdas que lo sostenían en la silla se quebraron debido al peso muerto y el jinete cayó del caballo, aniquilado por la pura fuerza del golpe.
Quedan dos, lo instigó la Voz, aguda y fina por la emoción y el placer. Esto te acabará gustando, amor mío, amor mío…
Y era verdad. Exultante, Verminaard galopó hacia los últimos solámnicos supervivientes. Uno de ellos —el más corpulento— desmontó, repentina y sorprendentemente, e invitó por señas a Verminaard a hacer lo propio.
—¡Quiere un combate mano a mano y de hombre a hombre! —masculló Verminaard, deteniendo a Orlog antes de que se pusiera al alcance de la lanza del valiente y honorable caballero—. Si es lo bastante osado para desafiarme a un duelo, ¡que así sea!
Cuando se disponía a atacar, la Voz resonó desde la maza, aturdiéndolo, ofuscando sus pensamientos. ¡Necio! Son dos. Cuando te haga desmontar, el otro aprovechará…
«Pero no luchan así —pensó Verminaard—. ¡Son solámnicos! Ellos jamás…».
A menos que las cosas hubieran cambiado mucho.
Inclinó el torso sobre la silla, escrutando desconfiadamente al caballero enmascarado que esperaba su embestida. Sería muy propio de la traicionera Orden de Solamnia provocarlo con un pretexto de honor y luego tenderle una celada cuando hubiera renunciado a su ventaja. Y sin embargo, algo de este hombre…
La Voz regresó inmediatamente, arrebatándole la idea antes de que se formara.
¡Ahora!, apremió. ¡Tienes el sol a la espalda! ¡Ahora!
Verminaard miró por encima de su hombro la salida del sol, rojo como la sangre y cegador.
¡Ahora!
Con un grito, precipitó su corcel contra el caballero, quien se quedó momentáneamente cegado por el sol y enseguida se apartó de un brinco, justo en el momento en que Verminaard descargaba la maza sobre su cabeza.
—¡Medianoche! —gritó Verminaard, y la negra luz que dejaba tras de sí Nightbringer envolvió al otro jinete. El desconocido lanzó un único alarido, cayó de rodillas entre convulsiones y se cubrió la cara con las manos.
—¡Estoy ciego! —gritó, buscando a tientas el arma que había dejado caer entre la hierba seca.
¡Ahora!, insistió la Voz. La maza lo ha cegado. ¡Ahora!