16

A salvo en el jardín, oculto entre los árboles de hoja perenne y los frutales desnudos, Aglaca se arrodilló e inició las Siete Plegarias de la Conciencia, invocando a los dioses para que lo ayudaran en las difíciles decisiones inminentes. Eran oraciones largas, y el joven tuvo que esforzarse por recordarlas, pues lo embargaba una gran turbación por la noticia que le había comunicado Verminaard y porque se enfrentaba a un dilema de imposible solución.

Le habían contado, largo tiempo atrás, que las Plegarias de la Conciencia siempre recibían respuesta; que si se planteaba una pregunta a Paladine y su rutilante familia, la respuesta surgiría de las palabras del propio orador, o del viento, o de la armonía del canto de un ave. O que tal vez sonaría como una queda y serena voz en el fondo del propio corazón cuando las palabras, el aliento y la música se hubieran apagado.

Así, con devoción, dio comienzo a los rezos. Y pidió a Kiri-Jolith valor, a Mishakal compasión, a Habbakuk justicia, a Majere comprensión, a Branchala fe, a Solinari gracia, y a Paladine sabiduría. Las palabras surgieron de sus labios con fluidez, como semillas que hubieran estado allí aguardando durante años la oportunidad de florecer.

Entonó el himno que señalaba el fin del ritual, la vieja canción solámnica de bendición. Al final del himno, el jardín enmudeció. Las aves otoñales —los arrendajos y las palomas más remolonas— permanecieron en silencio, como si la canción las hubiera asustado.

El gris ramaje de un joven vallenwood que se erguía a menos de tres metros de Aglaca, relucía con una extraña luz plateada que se propagó de rama en rama como una llama blanca.

De pronto, la luz se descompuso en un millón de espejeantes fragmentos que centellearon entre los árboles del lindero del bosque hasta que todos éstos —tejos, enebros y aeternas azules, vallenwoods y robles deshojados— refulgieron como un bosque después de una tormenta y entre sus ramas sonó de nuevo la música del viento.

Aglaca inclinó la cabeza en actitud reverencial. Cerró los ojos y aguardó, hasta que una voz aguda, fina e infinitamente antigua puso fin al silencio.

—Eh, no te quedes ahí sentado. Has pronunciado las Siete Plegarias y cantado el himno. Espero que en todo eso haya incluida también una pregunta.

Un anciano descendió por las ramas del vallenwood y se sacudió el polvo de los hombros. Con un crujido y un rechinar de huesos y tendones ajados por la edad, se apartó del tronco del árbol y avanzó hacia Aglaca como una vetusta araña de pelo blanco, con su fina túnica remangada por encima de las rodillas y sujeta con un nudo.

El anciano se sacudió los restos de corteza y musgo de sus ropas casi transparentes, se sentó informalmente en el suelo delante de Aglaca y, tras quitarse el sombrero, lo golpeó contra su rodilla como un sirviente sacudiría una alfombra. El jardín se llenó de polvo flotante mientras ambos —el joven solámnico y sus inesperado visitante— se estudiaban mutuamente en medio de una oleada de estornudos.

—¿Quién sois? —preguntó Aglaca.

El anciano agitó sus largos y huesudos dedos.

—Sólo el jardinero. ¿Pedías algo en tus oraciones?

Aglaca recordó que el verdadero jardinero, un hombre avispado y decente llamado Mort, había abandonado Nidus hacía mucho tiempo, exasperado por las constantes intrigas que plagaban el castillo tras la muerte de la esposa de Daeghrefn. De repente, los ojos de Aglaca descubrieron el triángulo plateado prendido en el sombrero del anciano.

—Sabiduría —murmuró con reverencia—. La decisión correcta. Aquella luz, cuando estabais en el árbol…

—Sólo era un toque de pompa para hacer mi entrada —anunció orgulloso el anciano—. Obra prodigios con plantas faro; un rayito y florecen los días encapotados…, e incluso de noche, para el caso. —Tosió brevemente—. Parece que el polvo se está posando, por fin.

Aglaca miró de reojo al recién llegado. Llevaba una barba gris, desgalichada y rala, y era cargado de hombros, como una benigna mantis religiosa.

—No sois ningún jardinero —dijo, esbozando una sonrisa.

—Pues sí, lo soy —dijo el hombre bruscamente—. Nombrado para cuidar de esta parcela desde antes de que nacieras. Porque no creerías que los tejos se podan solos, ¿verdad?

Aglaca se sobresaltó. El anciano era capaz de leerle el pensamiento. Sin poder evitarlo, el joven se sintió confortado por el encorvado extravagante barbudo que se sentaba ante él. Le tendió una mano y ayudó al anciano intruso a ponerse en pie.

—Es que debo tomar una decisión difícil, Señor —empezó a explicar Aglaca, sorprendido de su propia temeridad—. El Señor de este castillo, no el antiguo Señor, comprendedme, sino el joven que gobierna ahora en todos los sentidos excepto oficialmente, quiere que yo sea su capitán. Hubo un tiempo en que hubiera aceptado de buen grado, pero Verminaard ha cambiado. Ha sellado un pacto con las Tinieblas en las cavernas que hay al sur de aquí y se ha convertido en… No estoy seguro. Sospecho lo peor.

El anciano lo miró fijamente con gran seriedad, escuchando y asintiendo.

—No es una decisión difícil. Parece que ya has rechazado su oferta.

Aglaca carraspeó.

—Si eso fuera todo, la decisión sería muy simple. Pero Verminaard es mi compañero en Nidus desde hace muchos años, creo que mi amigo más íntimo. Uno se siente muy solo aquí, Señor, cuando todo el talento que posee, cada interés, cada gozo y cada don que podría aportar a una casa, a una familia o a una amistad nunca ha sido valorado por nadie. Y no es que Verminaard lo pasara mucho mejor. Pero hay otra cosa: además es medio hermano mío.

—Verminaard es tu hermano —corroboró el anciano—. Y lo que te pide es que traiciones a tu país y a tu espíritu. Así, cualquiera de las opciones…

—Y eso no es todo, Señor —interrumpió Aglaca, olvidando la educación en su ansiedad—. Verminaard me ha amenazado. Si rechazo la oferta, se apoderará de mi amiga Judyth.

El anciano se recostó en el tronco gris de un vallenwood.

Una extraña luminosidad plateada danzaba sobre su alborotado cabello, y el triángulo de su sombrero la reflejaba en una miríada de destellos.

—Judyth —repitió—. Comprendo. Casi olvido que cuando los jóvenes rivalizan y se enfrentan, siempre hay una joven por la que rivalizar y enfrentarse.

Aglaca se encogió de hombros.

—En esencia, Señor, ésa es la cuestión. Es un error decantarse por Verminaard y sería desastroso rehusar su proposición. Sospecho que se trata de una especie de prueba.

Miró resueltamente al anciano.

—Comprendo —reiteró éste cortésmente—. Yo, por el contrario, sospecho que eres tú quien lo convierte en una prueba. Quizá sea porque todavía no has descubierto la otra opción.

—¿La otra opción? No comprendo, anciano.

El canoso personaje meneó la cabeza.

—Debe de hallarse en algún lugar. Nunca hay un sólo paso a través de las montañas. En toda confrontación existe una vía de escape, a fin de que puedas resistir todas las tentaciones.

—¿Dónde está mi otra opción, Señor?

—En algún lugar… en medio de vosotros dos —respondió misteriosamente el anciano.

—¿En el medio?

—Hace años, el poder que oculta la maza, el que oculta la Voz, caminaba por la faz de la tierra.

—¿Qué tiene eso que ver…? —empezó a protestar Aglaca, pero el anciano lo interrumpió con un gesto.

—Yo he escuchado tu conjuro, Aglaca Dragonbane. Ahora te toca a ti escucharme.

Escarmentado, el joven asintió educadamente y su interlocutor continuó:

—En la Era de la Luz, los Dragones del Mal dominaban el cielo, y su reina, cuyo nombre no mencionaré aunque soy inmune a su influjo, reclamó para sí todo Ansalon.

—Huma Dragonbane la derrotó —dijo Aglaca—. La expulsó del mundo.

El anciano lo estudió con una sonrisa.

—Era mi antepasado —musitó Aglaca, y se sumió en un avergonzado silencio.

—Lo sé perfectamente. Es la razón por la cual figuras en este intrincado embrollo. En la época en que Huma desterró a la Reina de los Dragones, fue desterrado también el secreto de las runas Amarach.

Aglaca fue a hablar, pero al anciano le impuso silencio con una simple mirada.

—Sí, Aglaca. Las mismas runas que tu hermano Verminaard emplea en un necio juego de adivinación. Sin embargo, las runas Amarach no son necedades, ocurre que están incompletas. Sólo falta una piedra para acceder a su inconmensurable poder.

El anciano se puso en pie, paseó por el claro, y las ramas brillaron a su paso con una extraña luz plateada.

—Ahora la Reina de los Dragones busca el secreto de esa piedra. Para desentrañar las runas. Para encontrar la llave que le permitiría entrar en el mundo y hacerse con el poder antes de que las fuerzas desplegadas contra ella sean lo suficientemente poderosas para detenerla.

Hizo una pausa. En el claro reinaba un silencio absoluto.

—Pero de nuevo —prosiguió el ilusionista—, la sangre de Huma se interpone en sus planes. Ambos sois necesarios, Verminaard y Aglaca, la fuerza oscura y el conocimiento iluminador. Tu compasión equilibra su fuerza, y su juicio equilibra tu piedad. Sois las dos caras opuestas de la runa, Aglaca. Cuando el símbolo de la piedra sea revelado, y ese momento está próximo, ambos podréis usar el poder de la runa…

—¡Para detener a la Reina de los Dragones antes de que penetre en el mundo! —exclamó Aglaca.

Una alondra del valle aleteó hasta las ramas del resplandeciente vallenwood. El jardín volvió a enmudecer mientras el joven asimilaba la gravedad del secreto que le acababa de ser confiado.

—¿Cómo…? ¿Cómo la usaremos? —preguntó con humildad—. ¿Cómo utilizaremos la runa?

—Lo sabrás cuando el símbolo sea revelado —le dijo el anciano—. Cada uno de vosotros guarda la mitad de la historia en su corazón.

—El corazón de Verminaard ha cambiado —protestó Aglaca—. Pero permaneceré a su lado. Buscaré el modo de ayudarlo a deshacer el cambio. Pero no puedo hacerlo solo.

El anciano ilusionista asintió.

—Lo sé. Tengo algo que te resultará muy útil. Es peligroso, y para ti será aun más peligroso después de que lo uses. Pues entonces deberás confiarte al juicio de Verminaard y la decisión final será sólo suya. Tu decisión debes tomarla ahora, Aglaca. Puedes arriesgar tu vida o la existencia del mundo.

Aglaca inspiró profundamente.

—Entonces la elección es simple. Por el bien de todo lo que amo, por el bien de todo, permaneceré en Nidus. Utilizaré lo que queráis que utilice. Verminaard cambiará. Sé que lo hará.

Con una afable sonrisa, el anciano indicó a Aglaca que se aproximara.

—Esto tal vez te ayude. Te contaré cosas de Cerestes, y cosas sobre cómo constreñir y cómo liberar. Palabras volátiles son —lo previno— y sólo puedes usarlas una vez. Después las olvidarás, jamás las recordarás y tu oportunidad de ayudar a Verminaard habrá pasado.

Aglaca inspiró de nuevo.

—Estoy preparado para escucharlas.

Y allí, en el jardín, el anciano las susurró al oído expectante del joven.

Aglaca no se percató de la marcha del jardinero. Miraba ensimismado aquellos beatíficos ojos, con la mente repleta con los versos de las dos poderosas canciones que acababa de aprender, cuando, de improviso, el anciano desapareció, dejando tras de sí los últimos destellos de luz en la rama más baja del vallenwood.

—Gracias —musitó Aglaca—. Os agradezco vuestras palabras, y el viento, y el canto de los pájaros. Y que me hayáis revelado el pasaje oculto en las montañas, por peligroso que éste sea.

Robert se hallaba al borde del jardín, observando al muchacho que balbuceaba y gesticulaba.

Le producía una extraña sensación ver al joven Aglaca en medio de los árboles de hoja perenne, conversando sobre un tema u otro con la intangible vacuidad del jardín. Robert siempre había creído que cuando un hombre hablaba solo, era hora de que intervinieran los cirujanos.

Y sin embargo, éste le había salvado la vida aún no hacía dos años. Aglaca era un muchacho sensato y cabal, no un candidato a los desvaríos o la locura.

Quizá el loco era él por volver al castillo del traidor simplemente porque la druida le había pedido que la ayudara a buscar a la chica. Una víctima de aquellos ojos pardos y el cabello castaño rojizo, eso era él, y su determinación de soldado se derretía ante los deseos de L’Indasha Yman.

Había entrado fácilmente por las puertas que daban al sur, donde los centinelas, dos muchachos a los que él mismo había entrenado, miraron de soslayo y con suspicacia la hojas que cruzaron el portal formando un veloz remolino y penetraron en el castillo revoloteando en una enérgica racha de brisa. Por un momento, el tropel de hojas pareció adoptar la forma de un hombre, pero los centinelas apenas tuvieron tiempo de parpadear y la imagen ya se había desvanecido, como L’Indasha había asegurado a Robert que ocurriría. Cuando el soldado llegó al jardín ya había recuperado su forma habitual y, oculto tras las hojas vivas de un modo que nada tenía que ver con la magia, se dispuso a vigilar el alcázar de Nidus.

Daeghrefn montaría en cólera si lo descubría, pensó Robert alegremente. Pero no había venido a vengarse. Se hallaba aquí para encontrar a la ayudante de la druida y llevarla de vuelta a las montañas.

Por lo menos, había encontrado a Aglaca e imaginó que la chica no estaría lejos. Después de todo, L’Indasha la había visto con el fibroso muchacho solámnico.

Y aun así, en medio del jardín, mientras hablaba con el tejo, Aglaca parecía haber perdido parte de su grácil equilibrio, y en sólo alrededor de un mes.

Robert se frotó los ojos y escrutó entre los matorrales. Tal vez fuera mejor que L’Indasha le hubiera pedido que le llevase ala joven. Quizá se trataba de algún tipo de rescate.

El chasquido de una rama seca al quebrarse lo hizo enterrarse aún más en la aeterna. Con cautela, como si estuviera espiando un campamento enemigo, separó las azules ramas.

Era la chica. No había tenido que esperar mucho.

—No podemos irnos —sostenía Aglaca—. Aunque nos fuera posible despistar a los guardias, no pienso marcharme.

Judyth lo miró con desconfianza.

—Resulta chocante que conserves tu honor en relación a Daeghrefn y Verminaard, cuando ninguno de ellos conoce esa palabra —declaró fieramente, y Aglaca se sobresaltó por la vehemencia de la réplica.

Ambos se hallaban sentados tranquilamente en el jardín, mientras los luceros vespertinos se encendían en el cielo otoñal. Con la cabeza apoyada en el regazo de Judyth, Aglaca contemplaba las constelaciones en su girar y observaba a Solinari emergiendo por el cielo, al este.

La luna plateada estaba en su fase de plenitud y poder. La magia que imprimía a la noche era ahora positiva, de buen agüero.

—No es por Daeghrefn y Verminaard. Es… por otra cosa —dijo Aglaca—. Algo de lo que me he enterado esta tarde.

Pero no comentó nada de lo que había descubierto.

—Comprendo —dijo Judyth al cabo de un largo silencio, apoyando la mano en el hombro de Aglaca—. Pero por muy hermano, amigo o… lo que sea tuyo, me parecería una temeridad por tu parte creer que Verminaard te protegerá. Piensa aliarse con los nerakianos, Aglaca. ¿Crees que sus demás tratados correrán mejor suerte? No, porque sólo está en su mano que cumpla o incumpla lo pactado.

—Sí. Mmmm. No sé.

Judyth se recostó de nuevo en el muro y cerró los ojos.

—Ha venido a buscarme. Intenta cortejarme, Aglaca.

—¿Cortejarte? —Aglaca se puso en pie de un brinco.

—Hace una semana —explicó Judyth—. Al principio fue desconcertante. Se plantó en la puerta que conduce a tus aposentos y alardeó de sus hazañas con los ogros, como si yo no tuviera ojos ni juicio para reconocer una mentira semejante. El número de monstruos que mató se multiplicaba a medida que lo iba contando, y cada vez se metía más en la habitación.

—¿Se metía en la habitación? ¿Y se lo permitiste? —preguntó gélidamente Aglaca, saltando del banco.

—Sólo hasta que le ordené detenerse —respondió apresuradamente Judyth, desviando la mirada—. Y entonces vinieron los regalos. Siempre joyas: brazaletes, un anillo, camafeos…

—¿Qué es un camafeo?

Haciendo caso omiso a la pregunta, Judyth le mostró un objeto que pendía de su cuello.

—Y luego fue esto.

—Acércalo a la luz, Judyth. No lo veo bien.

La joven salió de las sombras al frío resplandor de Solinari y le presentó la joya. La luz de la luna brilló sobre una solitaria piedra triangular de color malva y azul, engarzada en el centro de una flor plateada de seis pétalos.

—¿Qué es? —preguntó Aglaca—. ¿Y por qué…?

—Tenía que aceptarla —explicó Judyth—. Verminaard no podía regalar algo que no era suyo.

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé —confesó ella, guardando de nuevo el medallón—. O por lo menos no estoy segura de cómo lo sé. Pero en cuanto lo vi…, bueno, algo me dijo que debía aceptarlo, que debía devolvérselo a su legítimo propietario.

—Y ahora Verminaard cree que aceptas regalos suyos —dijo Aglaca—. Y creerá que eso significa… Por eso cree… —El joven se contuvo y sus ojos se apartaron de los de Judyth.

—¿Te pones de parte de tu hermano? —le esperó la chica, y la pareja se miró hoscamente entre las sombras, mientras una lechuza sobrevolaba las murallas con un tenue murmullo de alas.

Judyth estuvo a punto de contárselo todo a Aglaca allí mismo, de hablarle de las órdenes que la habían impulsado a abandonar la seguridad de su hogar dos años atrás, la orden que la había empujado a recorrer las Llanuras de Solamnia en dirección al peligroso este, cruzando Throt y Estwilde hasta llegar a las colinas situadas al pie de las Khalkist, donde los bandoleros…

Se frotó el aborrecido tatuaje de su pierna. No habían sido nada amables.

Estuvo a punto de contárselo, pero no estaba segura de si él lo entendería. Debía admitir que parecía una locura: que el padre del muchacho, su secreto comandante, hubiera enviado a una chica sola por un territorio infestado de bandidos y goblins, armada únicamente con una daga y guiada por…

Guiada por la vieja inteligencia militar. Por las antiguas reglas del espionaje solámnico. Pero guiada por algo más, y de un modo que Laca no imaginaba. Por el instinto. Por la intuición y los sueños.

¿De qué otro modo podía Judyth explicar que hubiera accedido a una peligrosa e imprudente empresa: partir con escasas indicaciones añadidas a sus conocimientos exclusivamente teóricos sobre las montañas y una extraña y secreta sensación de que, fuera cual fuese su objetivo, se hallaba justo delante de ella, o pasaba por allí cerca, en la encapotada y misteriosa noche?

Sonaba demasiado frívolo y alocado para expresarlo en palabras. Pero de una forma tortuosa había llegado finalmente al lugar adonde la habían mandado, a las obligaciones que le impusiera años atrás el padre de Aglaca.

Estudia la situación en Nidus, le había encomendado Laca Dragonbane. Y mándame noticias de mi hijo. Pero algo la había enviado mucho antes de las órdenes solámnicas, y cuando Laca dio la orden, ella percibió en el acto que su viaje hacia el este era el inicio de algo que llevaba toda la vida esperando hacer.

Todo era demasiado oscuro y confuso. Se sintió inmensamente aliviada cuando Aglaca habló por fin.

—Judyth, no deberíamos discutir —dijo, acariciándole suavemente el hombro—. No deberíamos ni empezar a discutir, estando el castillo repleto de intrigas y conspiraciones por todas partes.

La joven le pasó un brazo alrededor del cuello y asintió.

—Supongo que tienes tu sentido del honor. Y ese misterio que has descubierto. Y yo… En fin, yo creo que mi destino es algo importante, bueno y necesario. Es sólo… Es sólo que el alcázar de Nidus hace que estas cosas parezcan totalmente absurdas.

—Tienes razón, Judyth —admitió Aglaca—. Por eso debo encontrar el modo de resolver este dilema. Verminaard no se halla bajo su propio control. Apostaría mi vida a que no. Y últimamente me he enterado de algo que quizá me ayude en esa apuesta.

—¿De qué? —preguntó la joven, apoyando la frente en la nuca del muchacho. Aglaca notó el fresco contacto de aquella piel suave sobre la suya.

—Hay otra alternativa —respondió el muchacho solámnico con suavidad—. Otro paso entre montañas. Porque en lugar de decidirme por una de las opciones planteadas por Verminaard y traicionaros a ti y a mi padre, y a él de paso, elegiré una tercera vía.

—¿Una tercera vía?

—Lo haré desistir de su idilio con Nightbringer, ese matrimonio con la oscuridad. Pero existen fuerzas opuestas a mí, fuerzas que operan en este castillo, Judyth, que pretenden atarlo a un amargo pacto. Ha sido instruido por el peor de los maestros.

—¡El mago! —exclamó Judyth—. ¡Lo he sabido desde el principio! Hay algo siniestro en el corazón de Cerestes.

—Y también algo inhumano —añadió Aglaca—. Pues la humana no es su forma natural. Aunque resulte difícil creerlo, el mago Cerestes…

—¡Es un dragón! —siseó Judyth, oprimiendo el brazo de Aglaca—. Oh, Aglaca, la noche del incendio, cuando aquellas oscuras alas cruzaron ante la faz de la luna, supe que los dragones habían regresado, que las leyendas y los rumores eran ciertos. Pero ¿qué esperanzas podemos albergar contra un dragón?

Aglaca sonrió.

—Existe un paso también entre esas montañas. Y me ha sido entregado el salvoconducto.

Acercando su rostro al de Judyth, le habló del anciano del jardín y de las canciones que había aprendido de él: cánticos mágicos de constreñimiento y liberación, compuestos largo tiempo atrás, en la Era de la Luz, para desenmarañar los hilos de la hechicería. El primero constreñiría a Cerestes a su forma humana, vedándole sus poderes mágicos, y el segundo liberaría el poder que Nightbringer ejercía sobre Verminaard, si éste deseaba liberarse.

—Es una ardua tarea, ese deseo —observó Judyth, mirando directamente a los ojos a Aglaca.

—Y un mayor riesgo, además —replicó el joven—. Sólo puedo utilizar cada canción una sola vez. El aliento de Paladine pasará a través de mí y mis labios pronunciarán las palabras. Debo recordarlas todas, debo cantarlas con el ritmo y en el tono adecuados, exactamente como el anciano las cantó para mí. Y eso no es todo. Después de cantar, debo confiar en que Verminaard todavía conserve algo de luz y de bondad, y en que, liberado de los poderes del mago y de la maza, se apartará de las Tinieblas.

Sonrió cálidamente a Judyth, y un presentimiento nació en el corazón de la joven.

—Verminaard me dijo una vez que confiaba en mí —dijo Aglaca—. Debo demostrarle mi confianza para que él pueda apelar a la suya.

Robert permaneció acuclillado y silencioso en medio de los árboles que lo ocultaban mientras la joven pareja se ponía en pie, se besaba y se separaba. Sólo entonces se incorporó y se dirigió al centro del jardín entre los círculos concéntricos de tejos y aeternas, el laberinto de cedros, enebros y frutales en reposo. Sus pisadas eran casi inaudibles sobre el blando suelo, y el otro único sonido presente era el agudo canto de un ruiseñor inopinadamente tardío.

«Lo ha cambiado todo —pensó Robert—, este encuentro, este idilio». Había visto el medallón en manos de la chica y supo que era el que había perdido L’Indasha, que había regresado por suerte y por las circunstancias —tal vez incluso por obra del destino— a la mujer enviada para ayudar a la druida. Por un momento, cuando la luz de Solinari centelleó sobre la flor plateada del medallón, Robert estuvo a punto de salir de su escondite, de llamar a la pareja, explicarles su misión y llevarse a la chica en aquel mismo instante.

En las montañas, la joven estaría a salvo, lejos de la mano corruptora de Verminaard.

Y sin embargo, Robert sabía cómo debía sentirse esta Judyth, sabía que los lazos que la unían al muchacho solámnico eran más fuertes que el deber, quizá más fuertes que cualquier destino que los oráculos y las profecías pudieran imaginar. Sabía cómo era aquello y sabía también cómo se sentía el muchacho, que su difícil enredo entre el honor y el deber parecería imposible sin Judyth a su lado para darle fuerzas.

—Que los dioses y L’Indasha me perdonen —susurró quedamente—, pero ella debe seguir el rumbo hasta que tome su decisión.

Se escabulló del jardín siguiendo las sombras a lo largo de la muralla occidental de Nidus, donde el ruiseñor cantó una última nota antes de volar hacia el norte con el amanecer. Al norte, hacia un tiempo más seguro y clemente.