14

En manos de la druida, el senescal Robert se recuperó milagrosamente.

Robert calculaba que su curación requeriría semanas, tal vez meses, teniendo en cuenta su edad y la gravedad de la fractura; pero, al cabo de dos días, los huesos se habían soldado, y al cabo de una semana ya andaba: fatigosa, vacilantemente y apoyándose en un bastón de madera; pero, aun así, andaba.

L’Indasha lo había sacado —medio a rastras, medio a cuestas— del incendio y lo había llevado a una pequeña cueva situada al pie de las colinas, justo al este del bosque de Neraka. La cueva era luminosa, muy agradable y estaba aseada, además de bien equipada. En un rincón, rodeado por una jaula de raíces de drasil, brotaba un manantial subterráneo de burbujeante agua potable, y las reservas de la druida —barriles de frutos secos y pan del camino envuelto en hojas de vallenwood húmedas para su conservación— se habían librado de quemarse cuando los incendios de los ogros arrasaron el paraje a toda velocidad. Esas reservas fueron el único alimento disponible para L’Indasha y su huésped mientras Robert permanecía inmovilizado y las heridas del bosque empezaban a cicatrizar.

A lo largo de esa misma semana, a medida que Robert recobraba las fuerzas, L’Indasha se mostró cada vez más angustiada. Robert fue observando que el resplandeciente cabello castaño rojizo de la mujer se volvía deslustrado y pardusco, como si ella soportara una especie de lúgubre otoño interior. El brillo de sus ojos se apagó y murió; su piel pareció tensarse, volverse casi transparente, hasta que una tarde, tres días después del incendio, el senescal creyó que la druida iba a consumirse hasta desaparecer. Temía que a la mañana siguiente iba a encontrarse solo e incapacitado en la cima de la colina, y a su única compañía y guardiana tendida en el suelo como una hoja seca.

Eso había ocurrido hacía una semana y, aunque últimamente se observaban signos de que L’Indasha se estaba recuperando, Robert sólo podía hacer conjeturas sobre la dolencia, o el percance que la afectaba.

Al principio pensó que se trataba de las extrañas e irreversibles incomodidades derivadas de la intrusión de un desconocido, pues cuando L’Indasha llevó a Robert a la cueva, descubrió que alguien más había estado allí. Mientras le curaba la pierna, la druida se reconcomía por el desbarajuste que alguien había provocado en la leñera y la despensa, si bien —curiosamente, pensó el senescal— parecía aún más preocupada por un balde de madera que alguien había cambiado de sitio. Finalmente, y como insulto definitivo, descubrió que le faltaba cierta preciada joya, un medallón con una gema morada.

Transcurrieron un par de días antes de que Robert se lo preguntara amablemente y descubriera que la ira y el pesar de la mujer estaban más relacionados con el incendio del bosque y las colinas que con el robo o el allanamiento.

—Ahora lo entiendo —comentó a la druida—. Después de todo, ¿los druidas no adoran a los árboles?

—Claro que no —respondió ella—. Los amamos y cuidamos, pero sólo están bajo nuestra tutela, no son nuestros dioses; ni ellos ni todas las demás formas de vida de la tierra; mis jardines o las flores. Verás, cuando un árbol muere, su vida tarda un tiempo en extinguirse, varios días, incluso si el daño es grave y repentino. La agonía es constante hasta que las raíces perecen. Y lo que sucumbió en el incendio de la semana pasada era el resultado del trabajo de toda mi vida. ¿Cómo te sentirías tú?

Robert recordó la Morrena Sur y a los jinetes fallecidos.

—Comprendo —murmuró.

Y era cierto.

El octavo día, L’Indasha le examinó la pierna, recorriéndola desde el tobillo hasta la rodilla con sus fuertes pero cuidadosos dedos. Su propio semblante demacrado presentaba otra vez un poco de color y de vida cuando declaró que Robert estaba «arreglado».

—Arreglado no significa curado —insistió—. Tendrás que curarte tú mismo con paseos, ejercicio y un cambio interior profundo, de temor a certeza.

—¿Pasearéis conmigo, señora? —preguntó el senescal con una sonrisa—. Quiero decir, considerándolo una medida terapéutica y todo eso. Tal vez pueda seros de alguna utilidad a mi vez.

Y así iniciaron sus paseos, más largos a medida que la pierna del senescal se fortalecía y el ánimo de la druida se recobraba con las finas lluvias y el nuevo sotomonte que empezaba a regenerar la tierra.

Pero poco quedaba de las colinas cubiertas de bosques hacia el este. El fuego había remontado prácticamente toda la ladera de las montañas, y excepto en las cimas más escarpadas —el monte Berkanth, por ejemplo, y Minith Luc—, la vegetación había quedado arrasada hasta el límite de crecimiento del bosque: los grandes árboles tardarían años en recuperarse o rebrotar.

Quizá nunca había entendido a los druidas en el pasado, pensó Robert, observando de reojo a la mujer que caminada a su lado y mirando hacia otro lado cuando los atentos ojos castaños de la druida se encontraban con los suyos. Todo lo que había oído contar en Nidus sobre el culto a los árboles, los enemigos sepultados en troncos huecos, o los recién nacidos secuestrados se le antojaba ahora simples rumores y necedades. Pues lo que veía en esta mujer no era ni por asomo la mística y verde insidia contra la cual lo había prevenido una generación de magos. Por el contrario, ella era una conservadora de vida, un senescal de la tierra.

Recordó de nuevo a Daeghrefn, a los jinetes que se desvanecían en el humo, las palabras que le escupió fríamente desde su montura: ¡Lo siento, Robert! Donde ahora vas, no puedo ayudarte.

—¿Estáis sola? —preguntó insistentemente Robert a la mujer, y se lo preguntó de nuevo un día, en la cima de un desnudo promontorio de obsidiana desde donde se dominaba la llanura. Allí, apenas dos semanas antes, su comandante lo había abandonado, dándolo por muerto—. ¿Estáis sola, L’Indasha Yman?

La mujer llevaba el cabello —que volvía a ser castaño rojizo, como si los últimos días hubieran sido una incierta pesadilla nada más— atado con una rama de acebo seco. Miró al hombre con sus ojos oscuros velados y esquivos. Recordó la promesa que le hiciera el dios veinte años atrás.

—No por mucho tiempo —murmuró—. O al menos eso afirma Paladine.

Robert asintió. Se apoyó en su bastón y avanzó un paso por el sendero ascendente.

—¿Y cuándo llegará vuestro… visitante?

—Me han dicho —replicó la druida— que ella llegará cualquier día.

—¿Ella?

—Sí. Creo que mi visitante es una mujer, enviada para ayudarme en una fatigosa labor —dijo L’Indasha misteriosamente. A continuación se volvió hacia Robert y lo miró con una franqueza y una seriedad embelesadoras—. ¿Recuerdas la joven que atravesó el humo la otra tarde en la Morrena Sur, mientras tú yacías en el campo de batalla? Es ella. Por lo menos, eso creo. Pero, al parecer, sólo la encontré para volver a perderla.

—Apenas la recuerdo, señora —replicó el senescal con una irónica sonrisa. Se inclinó para rascarse la pierna—. Debo admitir que mis pensamientos se hallaban en otro lugar, en aquel momento: en el fuego y los ogros, y en qué estaba ocurriendo, por el atroz nombre de Hiddukel, en aquel humo morado. Pero tengo confianza en los jóvenes que la acompañaban. Si su intención era volver a casa, sin duda están ya en el alcázar de Nidus.

—Creo que ya estoy curado —dijo Robert a la mañana siguiente.

La druida levantó la vista del caldero que removía, con expresión alarmada.

—Curado, no simplemente «arreglado» —prosiguió el senescal con una sonrisa—. Me parece que ya he abusado demasiado tiempo de vuestra hospitalidad.

—¿Adónde irás? —preguntó L’Indasha.

—No estoy seguro. No regresaré a Nidus. —Se irguió cuidadosamente y caminó sin ayuda hasta la entrada de la caverna. Más abajo, en el lindero del bosque, había más verdor que negrura y desolación, y hacia el sur sonaba débilmente el canto de una alondra del valle. Los afanes de L’Indasha no habían sido en vano, advirtió, y más que nunca el senescal Robert deseó quedarse con ella, ayudarla a renovar un millar de cosas.

—Me ofreciste tus servicios no hace mucho —dijo L’Indasha, como si le leyera el pensamiento—. Y debo emprender un viaje; no será fácil, pero dices que ya estás curado.

Robert se apoyó en la roca y sonrió.

—¿A Nidus?

L’Indasha meneó la cabeza negativamente.

—Desde aquí puedo percibir el poder del conjuro protector que Cerestes ha levantado alrededor del castillo. Si yo fuera a Nidus, la Señora de las Tinieblas descubriría en el acto mi presencia. Me cazaría y la chica estaría perdida.

Robert asintió.

—A Nidus, a Neraka o a los confines de la tierra, mi oferta de serviros sigue en pie. ¿Y adónde iremos, si puede saberse?

—Al norte… y luego hacia arriba —anunció la druida, poniéndose en pie y sacudiéndose el polvo de su verde atuendo. Bajo la nueva luz de la mañana parecía aún más joven, como si en el transcurso de la pasada semana se hubiera quitado veinte años de encima—. A las laderas del monte Berkanth, la montaña sagrada de Paladine. Después escalaremos la roca hasta llegar a los hielos.

L’Indasha cogió el balde de madera.

—Ahora puedo llevarme esto, ya que cuento con tu brazo para ayudarme a cargarlo.

Robert se sonrojó y desvió la mirada.

—Dondequiera que se halle mi ayudante —declaró L’Indasha—, en Nidus o Neraka o en los confines de la tierra, es en el monte Berkanth donde encontraré esa ayuda. Lleva tú las provisiones, si no te importa; están en la bolsa de tela que encontrarás casi al fondo de la caverna. Y también las mantas que hay a su lado. En este viaje hará frío.

Robert obedeció dócilmente mientras la druida pasaba por su lado y tomaba el estrecho sendero que discurría por encima de la caverna. Tras encogerse de hombros, buscó y se cargó al hombro los pertrechos acordados y la siguió, cruzando el chamuscado jardín, por la pedregosa senda que serpenteaba entre riscos de obsidiana en dirección al monte Berkanth, hacia los altiplanos y horizontes más amplios.

En el norte, Cerestes también ascendía por las colinas próximas a Nidus.

Takhisis lo había convocado mientras se hallaba adormilado en su estudio. Se le presentó como una oscura presencia en los límites de su sueño, y la Voz grave y melodiosa se acompasó con su respiración hasta que el mago creyó que la diosa lo llamaba desde el fondo de su corazón.

Despertó bañado en sudor, tumbado desmadejadamente en la mesa iluminada por el sol, entre frascos y pergaminos.

Ven a la gruta, le ordenó la diosa. Te necesito.

Y por eso, en las horas previas al ocaso, se desperezó y se escabulló en dirección a las colinas, a la misma estrecha gruta que constituyó el punto de reunión del dragón y la diosa en un tiempo anterior. Allí, en la desierta cámara circular, en un silencio interrumpido sólo por el distante goteo del agua y el rumor de los murciélagos a su regreso, el mago se arrodilló sobre el suelo de piedra, aguardando el Cambio y a la diosa.

«Sobre todo, conserva la calma —se dijo, recurriendo a una sarta de conjuros para ocultar sus pensamientos a la inquisitiva diosa—. ¿Acaso he pensado algo malo de ella? No lo sabe…, por el momento. He cumplido su encargo. He salvado a Verminaard y a sus compañeros de los ogros».

¿Cómo iba a saberlo ella?

«Mis lealtades me concederán tiempo para ganarme a esa Judyth. La chica se confiará a mí, y Takhisis lo aprobará todo. ¿Quién iba a descubrir mejor el conocimiento que pueda esconder Judyth? ¿Una diosa que se oculta detrás de un velo de oscuridad, un ojo dorado y una voz siniestra, o un amable mago, un erudito, el tutor de los jóvenes del castillo? Pardiez, con el tiempo seré el único en que Judyth podrá confiar. Y utilizaré su confianza únicamente en mi propio beneficio».

Cerestes sonrió, mientras sus pensamientos se enterraban y desaparecían debajo de una docena de intrincados velos de magia.

Empezó como de costumbre, con la voz de Takhisis resonando grave en los oscuros rincones de la cueva y con el solitario ojo reluciendo en el centro de la oscuridad.

Vuelve a ser tú mismo, Ember, ordenó una vez más la diosa. Muéstrate ante tu Reina.

Lo que siguió fue la conocida tensión en el aire, los primeros cambios del conjuro, suaves y electrizantes, por sus piernas y hombros. Sintió, como siempre, el dolor y gritó como siempre, pero no duraría mucho, pronto volvería a ser Ember. Y entonces empezó a crecer, a comprimir las paredes de la caverna, a llenar la estancia con sus escamas y alas y su enormidad, obstruyendo el paso de la luz por el pasillo que conducía a la entrada de la caverna…

De repente advirtió que algo iba mal. O bien seguía creciendo, o bien las paredes se estrechaban, o…

Notó el chasquido de tendones y huesos en su espina dorsal retorcida bajo la fría presa de la roca. Aterrorizado y asfixiado, el dragón tensó los músculos para resistir toneladas de roca, para resistir los estratos y las presiones del planeta entero, que se abatían sobre él, aplastándolo, triturándolo…

¡Por fin!, exclamó la diosa con una voz desprovista ahora de toda suavidad. La vibración del suelo propagó sus palabras, que se transmitieron al instante a través de las hendidas paredes de roca que envolvían al dragón, hasta que alcanzaron algún lugar interior de Ember y hablaron a las profundidades de su mente y su corazón.

Todo este tiempo, mi querido Ember has creído ocultar tus tentaciones de rebelión.

«No —pensó el dragón—. No es verdad. Eso no es…».

Las rocas lo comprimieron más aún y boqueó, intentando respirar.

¡Silencio!, ordenó la diosa. Tú, que seguiste a los hermanos hasta Neraka sólo para espiar los progresos de mi torre. Tú, que has conspirado recurriendo a lo que fuera, desde runas hasta gemas, desde una druida basta un rehén solámnico y quienquiera que sirva a tus propósitos…

«Así es como lo sienten —pensó el dragón histérica e irracionalmente—. Así es como se sienten cuando ella penetra en sus mentes, cuando ella…».

¡Atiende, Ember!, le ordenó Takhisis, y las escamas del dragón se vidriaron y ampollaron. Ember aulló de dolor y el ruido sacudió las montañas, pero las rocas seguían reteniéndolo con firmeza.

¿De veras crees que eres el último de tu especie?

Ember no pudo responder. Sus patas delanteras oprimían su propio pecho, el aire de la cámara ya era insuficiente…

¿Te imaginabas ni por un momento que yo no podría convocar a una docena de los tuyos para sustituirte?

El dragón aulló de nuevo, pero el sonido se perdió en la roca y el envolvente eco de la voz de la diosa.

Ahora te aplastaré. Dentro de mil años a partir de este día, cuando mis seguidores excaven en estas colinas, encontrarán tu esqueleto y harán conjeturas…, se maravillarán… Y tú flotarás en un Abismo sin viento para ti solo, devorado diariamente por las fauces de Hiddukel y abrasado eternamente por los terribles juicios de Sargonnas y Morgion…

«¡No! —pensó el dragón—. ¡Por favor, no! ¿Qué quieres que yo…?».

Limítate a obedecer, instó la diosa, adoptando rápidamente una amortiguada voz musical. Es lo único que te he pedido siempre, simple obediencia. A cambio de eso, te concedo mi favor ilimitado.

«¡Oh, sí! ¡Oh, sí, Señora inmortal, dueña de mis pensamientos y de mi corazón y de todas mis acciones inmutables! Te obedeceré hasta el fin. Tu fiel servidor seré ahora y por los siglos de los siglos, y…, y…».

Ember contuvo el aliento. ¿Había empezado a ceder de repente, a soltarse, la roca que lo rodeaba?

Pues si sigues mis indicaciones, y si acompañas a lord Verminaard en el azaroso camino que va de novicio a Señor del Dragón…

«¿Sí? ¿Sí? Lo que desees, Infinita Majestad…».

Silencio. Si obedeces mis órdenes, te permitiré gobernar a ese hombre.

«¿Gobernar?».

Él no debe saberlo. Como Señor del Dragón, creerá que debes obedecerle. Pero que no se diga que tu astucia me ha pasado desapercibida a causa de tu traición. No soy ninguna estúpida, mi querido Ember, y veo que debajo de esa falsa apariencia solícita, servil, intentas manipularme. Ya lo has intentado una vez. De modo que no volverás a intentarlo. Y sin embargo no es una ambición descabellada, en lo referente a gobernar al hombre. Puedo utilizarlo…, puedo utilizarte, querido. Vivirás bajo la máscara de sirviente de Verminaard, pero sólo responderás ante mí.

«Sí, sí. La idea me entusiasma. ¿Debo atarlo aún más estrechamente a tu servicio?».

Hablo con él a través de Nightbringer. Ya es mío. Pero sí, puedes atarlo más. Al máximo, irrevocablemente, más allá de toda elección, de manera que jamás vuelva a la incertidumbre, sino que sea completa y eternamente mío.

«Sí, lo haré. Enséñame los conjuros. Cumpliré tu encargo».

Pero está también el asunto de la chica. Cuando llegue el momento, te diré lo que debes hacer. Ella es el faro que me guiará basta L’Indasha Yman. Y a cambio de tu obediencia, Verminaard seguirá tus órdenes solapadas y hará lo que tú desees. Pues de hoy en adelante, tu voluntad es mi voluntad, tu deseo es el mío…

Claramente, las rocas lo apretaban menos en ese momento. Lenta y dolorosamente, el dragón se escurrió de su tosco sepulcro farfullando histéricas plegarias de gratitud a la diosa, a su cohorte de seis del panteón del Mal y a los dioses olvidados, deidades de piedra que regían la locura de los hombres y las bestias, mientras que los verdaderos dioses habían desaparecido de la faz del planeta. Pero siempre volvían a Takhisis sus balbucientes palabras, y el frío aire se precipitaba por su garganta, y Ember cayó dormido de dolor y extenuación, olvidando todos sus planes y rebeliones.

Volvía a estar en poder de Takhisis.

Cerestes despertó a mediodía con el retumbar de un trueno. Avergonzado, pero agradecido por haber salvado la vida, recogió los jirones de sus vestiduras, los remachó con hechizos y salió furtivamente de la caverna para escabullirse por los pedregosos senderos bajo una gélida cortina de lluvia otoñal. A las puertas del castillo, los centinelas apenas lo reconocieron, pues el cabello se le había vuelto blanco y el tono dorado de sus ojos había sido engullido por un gris apagado y monótono, el color de la roca madre y el miedo constante.

Y en la caverna de la montaña, la Reina de la Oscuridad estalló en carcajadas.

Servidumbre y servilismo. Era una expresión que la deleitaba y una estrategia que adoraba, como que un esbirro mantuviera vigilado a otro.

Había dicho la verdad a Ember, que aunque tratara con Verminaard, el dragón sólo respondería ante ella.

Y ahora le tocaba el turno al joven, el supuesto Señor del Dragón, que oiría la misma historia.

Con el frío de media tarde, la druida encontró el lugar. La entrada era poco más que un gran agujero en la superficie de una antigua formación de lava, pero del tamaño suficiente para permitir a L’Indasha introducirse a gatas y salir con su balde lleno de hielo. Había partido un buen pedazo, limpio que ocupaba casi por entero el recipiente de roble, y Robert la ayudó a retornar a la luz y al aire libre.

—¿Qué vais a hacer con eso? —preguntó el senescal.

—El hielo presenta un cierto reflejo de la realidad. A veces es turbio y siempre está distorsionado, pero este tipo de oráculo resulta útil para buscar, para ver… posibilidades —respondió la druida—. Observa ahora y piensa en el alcázar de Nidus. Mi ayudante tiene que estar allí, como has dicho.

Al inclinarse sobre la estriada superficie del bloque de hielo, Robert advirtió que L’Indasha le cogía la mano. En el fondo de las corrientes heladas se inició un lento movimiento, y el hombre pudo ver las siluetas de las torres y murallas, de los estandartes al viento y los parapetos.

—Prueba con el interior —invitó, sonriente.

También él sonrió forzadamente, y el jardín interior de Nidus tomó forma en el remolino de una nube de hielo. Al final vio a la chica y, junto a ella, a uno de los jóvenes.

—¡Es Aglaca! —exclamó Robert, y en su entusiasmo casi volcó el balde colina abajo—. Miradlo: la está cortejando.

En la visión era patente que Aglaca abrazaba a la joven, dispuesto a besarla. L’Indasha desvió la mirada rápidamente y la fijó en Robert, pues no deseaba invadir la intimidad de la pareja. También él apartó la vista del balde con brusquedad y se encontró el rostro de L’Indasha a menos de diez centímetros del suyo. Con el corazón martilleándole el pecho y sin soltar las manos de la mujer, le abrió de golpe su corazón.

—L’Indasha, desearía estar siempre a tu lado, compartir tu vida en todo momento —susurró—. Tu misión es cuidar de la tierra, pero yo cuidaría de ti, te amaría, me preocuparía por ti y te entregaría mi vida, ahora que aún dispongo de ella. ¿Qué me respondes?

La mujer lo miró larga y profundamente a los ojos. No vio engaño en ellos, ni impostura, ni propósitos ocultos. Robert sostuvo su mirada hasta que ella empezó a hablar tropezando con las palabras, sabiendo desde el principio que con cada segundo transcurrido retrasaba un poco más el momento de destrozarle el corazón. Durante tres mil años había deseado esta clase de compañerismo, esta sinceridad y este amor. Y Robert estaba contemplando todos esos tres mil años, sus recuerdos de soledad y esperanza, pasar ante ella en cuestión de segundos.

Pero ¿y su promesa a Paladine? Ella era algo más que cualquier guardián que hubiera conocido Robert. Era la única custodia de la runa desaparecida, y sería inmortal hasta que rompiera su promesa o Paladine la liberara de esa responsabilidad. Robert no sabía lo que le estaba pidiendo y ella necesitaba tiempo para pensar.

—Te respondo que no sé qué decir —contestó finalmente—. Pero aléjate un poco y déjame reflexionar. Porque yo también te amo, Robert.

El senescal no se arredró. Cuando se levantó para marcharse, la obligó suavemente a ponerse en pie y le besó la mano.

—He esperado mucho tiempo por ti, druida, desde aquella noche de nieve en las montañas. Esperaré un poco más.

El limpio cielo de aquel día de otoño se tiñó lentamente de morado con el gélido crepúsculo, y la primera de las estrellas contestó con un guiño a L’Indasha cuando la druida la miró. La soledad de la que se había quejado a Paladine años atrás en el jardín de primavera se había evaporado definitivamente al oír las palabras de Robert. ¿Cuánto tiempo hacía que lo amaba?, se preguntó. Acaso desde el primer día, el día del que él hablaba, cuando bajó su espada y le dijo que no podía obedecer la orden del Señor de Nidus, que no podía matarla, que su honor retrocedía de espanto ante tales monstruosidades.

Justo en ese momento, una mano tocó su hombro. Se volvió rápidamente y se encontró frente, no a Robert, como suponía, sino a un anciano que se tocaba con un raído sombrero, y el triángulo plateado que lo coronaba resplandecía bajo la radiante luz de las estrellas.

—Mi Señor Pal…

—Calla, muchacha. Recuerda quién está siempre a la escucha. ¿Tienes algo en mente?

—Oh, sí. Y vos sabéis qué es.

—La decisión sigue siendo tuya, como siempre. Sabes que no exijo a mis amigos lo que no ofrecen voluntariamente. Y si crees que no has cambiado en tres mil años, piénsalo bien, pues todavía estás viva. Y los seres vivos crecen y cambian constantemente. Él se quedará hasta que vuelvas a elegir. —Tras una breve pausa, Paladine prosiguió—: Ocúpate ahora de la suerte de tu ayudante. Por su propia seguridad, ignora por completo mi propósito y su misión. Quiero que Robert la conduzca hasta ti y que los tres os reunáis de nuevo conmigo aquí.