Cerestes observaba desde una arboleda que creía a gran altura, desde donde se dominaba el castillo, mientras el fuego avanzaba inexorablemente hacia Nidus.
De nuevo con forma humana y cansado por el vuelo y el Cambio, estaba arrodillado entre cedros y tejos, con los hombros arropados por su túnica. Sin pestañear, con fría curiosidad, estudió a los jinetes que rebasaban el frente de las llamas portando el estandarte de Nidus —un cuervo negro sobre campo rojo— en jirones y ardiendo bajo la luz menguante.
Sólo quedaban cinco, Daeghrefn y otros cuatro. Ni rastro de Robert.
Y los ogros se aproximaban por el oeste, el este y el norte.
Cubiertos de barro, musgo y estiércol debido a un largo sueño sin recuerdos, con un ronco grito de guerra en los labios, otros monstruos surgieron como hormigas en desordenada formación de las colinas que prolongaban la montaña que le servía a él de puesto de observación. Se precipitaron ladera abajo, resbalando entre rocas y arrancando arbolitos a su paso. Sólo se detenían a recoger armas: gruesas ramas caídas, piedras para sus hondas y para arrojarlas a modo de proyectiles. Una docena de ellos se dirigió pesadamente a la llanura para unirse al avance de sus hermanos.
Cerestes dejó escapar una risita y se sacudió la ceniza del cabello. Las criaturas estaban considerablemente lejos de él, pero enfilaban resueltamente las llanuras, y la oscuridad estaba próxima. La oscuridad, cuando los ojos humanos se debilitan y fallan, cuando el fuego proyecta largas y engañosas sombras, capaces de ocultar a un ogro o hacer desaparecer un sendero.
La noche era la aliada de los monstruos.
—Y la noche es adorable, además de mi amiga —murmuró embelesado, mientras la luna roja y la plateada recorrían el paisaje desdibujado por el humo y la negra Nuitari se alzaba entre ellas. Cerestes se irguió en el soto de árboles de hoja perenne y rezó una grave plegaria a la luna negra y a Hiddukel, a Zeboim y Chemosh, y a Sargonnas…, a todos los dioses oscuros, incluida la propia Señora de las Tinieblas.
Había visto la torre de Takhisis en la lejana Neraka, la piedra negra y el andamio apoyado al pie de las murallas circundantes cuando el maleficio se rompió y los ogros escaparon. Era un revés, un retraso en los planes de la diosa, pero sólo por breve tiempo. La torre estaba casi acabada, había crecido a partir de la roca, de la tierra, de la nada. Las murallas eran una idea posterior, pues apenas serían necesarias cuando la poderosa magia gobernara Neraka.
Cerestes había visto lo suficiente para saberlo. Los recursos de la Reina de la Oscuridad estaban en movimiento, pero podían ser alterados por una mente astuta y una lengua sutil. Su propia seguridad dependía de seguir sirviéndola, por ahora, de parecer fuerte y resuelto como capitán de Takhisis en el nuevo mundo que despertaba. Ya llegaría el momento, y los secretos de las runas vendrían a él…, pero no ahora, todavía no. La idea de una rebelión manifiesta se le antojaba endeble y fútil, como las esperanzas de los jinetes que ahora recorrían la planicie sumida en sombras.
Volvió a reír ante esa perspectiva. Era como si Daeghrefn se hubiera tropezado con el desastre cuando ya tenía a la vista su propia fortaleza. Pero siempre quedaba la guarnición, cien hombres valientes a salvo tras las murallas de Nidus que, al ver a su amo y Señor en peligro…
¿Qué harían? ¿Qué, por cierto?
El mundo estaba repleto de sirvientes desleales, reflexionó irónicamente. Y a veces parecía que fueran los más fiables quienes se refugiaban acurrucados detrás de las murallas mientras sus amos salían a campo abierto y hacían frente al inminente peligro.
Hacían frente al fuego y a los ogros.
Pero si el fuego seguía propagándose y los ogros se desmandaban, el Señor de Nidus no moriría solo. En algún lugar, detrás de las llamas, se hallaba el portador de la maza y lo acompañaba la chica de la druida, junto con el otro muchacho.
La Voz le hablaba ahora suave e insistentemente, grave, melodiosa y dolorosamente femenina.
Esos tres no pueden perecer en las llanuras, dijo. No deben caer en las garras de los ogros.
—Lo sé —replicó Cerestes, y musitó un rápido conjuro de ocultación. Después se puso en pie en medio de la arboleda, con el rostro ensombrecido por la oscuridad que olía a chamuscado, ocultando sus pensamientos más profundos bajo una capa de hechicería—. ¿Qué queréis que haga, Señora? —preguntó en voz alta al viento y la noche.
Es la hora, proclamó la Voz, mientras las ramas susurraban, mecidas por una cálida brisa que transportaba el olor a lilas. Pero detrás del dulce y reconfortante aroma se percibía el penetrante e inquietante hedor del fuego y la carroña, por lo que Cerestes vaciló unos instantes, preguntándose si le llegaba el humo de la llanuras o si se había imaginado el horripilante olor del aire.
O si, en las alas de la noche, el aliento de la diosa había sobrevolado su posición.
Es la hora, repitió Takhisis, y él sabía a qué se refería. Es la hora de manifestarte.
—Pero ellos me temerán también —protestó—. El portador de la maza, sus compañeros…
El portador de la maza me comprende, explicó Takhisis. Y yo soy la Reina de los Dragones.
Perplejo, Cerestes asintió. Y aunque estaba harto de cambiar y deseaba fervientemente adoptar una forma definitiva, respondió a la llamada de la diosa. Concentró su voluntad más allá del dolor y del miedo, más allá de las barreras que la mente erige para señalar los límites y las limitaciones del cuerpo, y sus pensamientos se mecieron en un ardiente arrobamiento. Sus huesos se alargaron y ensancharon. Brotaron escamas de sus brazos ulcerados y gimió al reaparecer el tormento de la metamorfosis, con el recuerdo del dolor de mil años esperando este momento.
Todo lo que recorría las llanuras alzaría la vista hacia el dragón y la voluntad de la Reina de la Oscuridad por fin se cumpliría.
Daeghrefn se protegió los ojos del calor y la afluencia de humo. Uno de los hombres —Mozer, le pareció— llamó su atención tironeando de su capa y gritó algo urgente e ininteligible, porque sus palabras quedaron ahogadas por el rugido de las llamas, los relinchos de los caballos y los fieros gritos de guerra de los ogros.
Un recorrido de casi un kilómetro en dirección a Nidus los había llevado frente a otra pared de fuego. Y otra banda de ogros se había desplegado por la planicie que se extendía al sur del castillo, de modo que Daeghrefn y sus hombres estaban acorralados entre dos líneas enemigas que convergían en su posición.
—¡Lord Daeghrefn! —gritó Mozer con insistencia, tironeando otra vez de su capa.
Con el dorso de la mano, el Señor de Nidus abofeteó al gimoteante infeliz y a continuación obligó a su caballo a dirigirse hacia otro promontorio que descollaba en la llanura: un depósito de morrenas glaciares de reluciente obsidiana negra.
Los hombres lo siguieron como autómatas hasta la loma. Graaf, Mozer, Tangaard y Gundling eran los supervivientes, los únicos que quedaban de la imponente docena que había partido hacia Neraka.
—¿Y ahora qué, Señor? —aulló Graaf para hacerse oír por encima del estrépito.
Era el más sensato. El veterano.
—El norte hierve de ogros —prosiguió Graaf—. Hay al menos veinte entre nosotros y el castillo, y sólo un par de ellos ya serían demasiados para cinco hombres cansados.
—Estoy al corriente de ello, sargento —respondió acaloradamente Daeghrefn, concentrado en el fuego que asolaba implacablemente las llanuras. Lo habían atravesado en dos ocasiones, y, la segunda, Aschraf había caído de su montura. Mientras las llamas lo rodeaban, el soldado intentó levantarse, pero tropezó y su rostro se cubrió de sangre, al tiempo que extendía lastimeramente una mano moribunda hacia su comandante, y de la punta de sus dedos brotaban pequeñas llamaradas.
Daeghrefn meneó la cabeza y desterró aquel pensamiento.
Gundling tomó la palabra, una recia voz a su izquierda con el acento de Estwilde aún muy acusado tras doce años de estancia en Nidus. Dijo algo sobre «más» y «única esperanza».
Daeghrefn contempló a su interlocutor. Por un breve instante de pesadilla, vio el rostro de Aschraf, manchado y abrasado por el fuego. Después parpadeó, y Gundling lo miró fijamente, con la barba socarrada y ennegrecida.
El soldado señalaba el alcázar de Nidus, que otros veinte monstruos rodeaban amenazadoramente, arrojando piedras como posesos contra las viejas murallas negras.
Daeghrefn dirigió la vista a las colinas del este. Tal vez existiera todavía un modo de llegar a las tierras altas, rodear el castillo y aproximarse por el norte. Recordó que había una elevación, un bosquecillo de hoja perenne.
Mientas oteaba en dirección a las irregulares siluetas de los árboles que se recortaban contra la blanca faz de Solinari, Daeghrefn distinguió las oscuras alas del dragón elevándose por encima de las negras aeternas, y toda la ladera se estremeció y los altos pinos chisporrotearon como leña seca.
—Lord Daeghrefn, ¿qué hacemos? —gritó Gundling, sin despegar la vista de su comandante—. ¿Lord Daeghrefn? ¡Lord Daeghrefn!
Daeghrefn se había quedado petrificado sobre su silla de montar ante las llameantes praderas, mas no por miedo a ogro o fuego algunos, sino debido a una causa superior. Nunca recordaría al dragón propiamente dicho —la oscura membrana de sus alas pasando ante la luna—, pero jamás olvidaría el miedo que experimentó.
Y pensaría, como todo hombre que no cree en monstruos ni en dioses, que el miedo, una vez más, se lo había provocado él mismo.
Verminaard galopaba por la ennegrecida llanura y la luz de la luna refulgía en la maza que sostenía en alto.
A lo lejos distinguió ogros congregándose alrededor de un grupo de soldados que se habían apostado sobre la Morrena Sur. Su posición era fácilmente defendible y los hombres iban provistos de arcos, pero los ogros se acercaban lentamente, desviando las flechas como podían. Los hombres eran pocos y sus armas resultaban ridículamente inútiles contra semejantes monstruos. Los soldados no aguantarían mucho más.
—¡Verminaard! —gritó Aglaca—. ¡Es el escuadrón de tu padre!
Verminaard se fijó con más atención en el estandarte desgarrado a pedradas que ondeaba sobre los soldados de a caballo, un cuervo negro sobre un campo rojo.
La negra maza silbó y vibró en su mano abrasada, y de pronto el joven experimentó una intensa sensación de seguridad y poder. ¡Por fin, un enemigo al que podía combatir!
Con un grito, obligó a Orlog a volverse hacia el tropel de ogros y levantó la maza por encima de su cabeza. Eufórica y salvajemente, blandió el arma describiendo un amplio arco. Un fuego negro brotó de la cabeza de la maza y su estela trazó un amplio arco de oscuridad, una negrura comparada con la cual las profundidades del cielo en una noche sin estrellas parecerían arder en llamas.
Dos corpulentos ogros que pretendían sumarse a la batalla en la morrena se volvieron al oír el ruido de los cascos de Orlog. Verminaard galopó hacia ellos con la maza en alto y, antes de que el primero de los ogros pudiera alzar su garrote, le asestó un veloz mazazo en el hombro.
—¡Medianoche! —gritó, como le había enseñado la Voz en la cueva.
Del aire llovió sangre y fuego negro. El ogro lanzó un alarido al sentir que su piel se ampollaba y ennegrecía e hincó las sarnosas rodillas en el suelo, entre la alta hierba. Puso los ojos en blanco, aterrorizado al sentirse repentina y misteriosamente cegado, y los elevó hacia el cielo pizarroso, donde las estrellas de Morgion brillaban indiferentes a la sanguinaria carnicería que tenía lugar en la tierra.
El segundo ogro se apartó de un salto y, con un grito, cruzó como una exhalación ante la yegua de Judyth lanzada a la carga y se alejó tropezando y resbalando entre la hierba sembrada de piedras, de regreso al humo y la seguridad. Verminaard viró para perseguirlo, espoleando a Orlog hacia campo abierto. El ogro giró en redondo y trató de usar su arma, pero la maza descendió otra vez con un crujido demoledor y el monstruo bramó mientras la oscuridad lo envolvía.
Verminaard lanzó otro grito, sostuvo en alto su arma empapada de sangre y a continuación guió el corcel negro hacia el promontorio, hacia los ogros y hacia su padre. Atrapada en el enloquecido tumulto, los rugientes molinetes de la maza, el caos de fuego y el estrépito, Judyth emitió un penetrante silbido y la yegua siguió a Orlog, limitando sus pasos a los escasos puntos de suelo que las llamas habían perdonado.
En ese momento los ogros se distinguían confusamente, como robustas figuras cubiertas de ceniza que aparecían bamboleándose entre el humo, con las armas alzadas en su ataque al maltrecho destacamento. Judyth había oído las historias que contaban los caballeros en Solamnia: que los monstruos extraviados bajaban de las montañas y causaban estragos en el ganado, las caravanas y los pueblos desprevenidos. Afirmaban que uno solo de ellos era un digno rival para cinco hombres, y diez ogros equivalían a toda una compañía de caballeros.
Pero en la llanura había veinte, treinta, hasta cuarenta ogros contra sólo ocho hombres.
Judyth miró hacia el castillo, donde otra veintena avanzaba golpeándose el pecho con los puños y rugiendo, aporreando el suelo con piedras, hachas y garrotes.
Eran demasiados, en cualquier circunstancia. La masacre era inminente.
La joven refrenó la yegua hasta que se detuvo a veinte metros de los monstruos, y dos de ellos, surgiendo del humo, acortaron rápidamente la distancia que los separaba; sus pétreos dientes rechinaban de ira. Al verlos, Aglaca se arrojó de la grupa de la montura, a pesar del vano intento de la chica por retenerlo. Se contorsionó en pleno vuelo como un ciclón, gritando desaforadamente, y propinó una patada al ogro más cercano, que se derrumbó como un árbol, tosiendo por el efecto del demoledor golpe a su tráquea. Aglaca saltó sobre el hombro del segundo ogro, un ejemplar enorme provisto de un garrote del tamaño de una estaca de valla, que intentó sacudírselo infructuosamente de encima, como un oso que tratara de ahuyentar una avispa enfurecida. Aglaca asestó un codazo en un lado del rostro del chasqueado ogro y rápidamente volvió a montar de un brinco. El ogro trastabilló y cayó de rodillas, con la cabeza y el hombro formando un nuevo y grotesco ángulo.
—¡Judyth! ¡Ve hacia esos tres! —gritó Aglaca, señalando un trío de ogros que surgieron del humo, que era cada vez más espeso.
Judyth no se detuvo a preguntar. Lanzando un agudo silbido y propinando un azote con las riendas a los ijares de la yegua, azuzó al pequeño pero voluntarioso animal que, al punto, emprendió el galope.
Su acción pilló a los ogros desprevenidos. El más bajo blandió su garrote y lanzó un berrido, pero Aglaca ya saltaba de la grupa antes de que el arma descendiera y rodeaba con sus brazos nervudos la cintura de la bestia, empujándola con todo su peso. El ogro giró sobre sí mismo, se balanceó y de pronto, sorprendentemente, salió volando por los aires, cuando el joven solámnico lo lanzó por encima de su hombro tras desequilibrarlo con un rápido movimiento de defensa personal que le había enseñado L’Indasha Yman. El monstruo se estrelló contra sus dos compañeros, que llegaban en ese momento, y los tres cayeron aturdidos sobre la tierra ennegrecida por el fuego. El primer ogro lanzó un rugido, luego un gemido y se quedó inmóvil.
—¡Llévate el caballo, Judyth! ¡Corre hacia el castillo! Han salido en socorro de Daeghrefn. Quizá logremos contenerlos hasta que…
—¡Será demasiado tarde! —protestó ella.
Aglaca asintió.
—Razón de más para unirse a los soldados —declaró con calma.
La joven lo miró fijamente, le tendió la mano, intentó hablar…
De pronto, por encima de ellos, una negra sombra eclipsó la luna blanca y la llanura entera se oscureció durante un fugaz momento. Judyth palideció.
—¡No mires hacia arriba! —gritó a Aglaca, protegiéndose los ojos con la mano. Frente a ellos, Verminaard, los ogros y los soldados de caballería de Nidus alzaron la vista hacia el cielo nocturno. Ante sus estupefactos ojos, el dragón descendió en picado y luego desapareció entre el humo y las nubes. Transcurrió un largo momento.
—¿Qué…, qué era eso? —tartamudeó Aglaca, mirando de hito en hito a la joven.
—No estoy segura —respondió Judyth—, pero sé que no debemos contemplarlo directamente.
—Pero observa ahora —dijo Aglaca—. En nombre de Paladine, ¿qué…?
En su mayoría, los ogros huían en desbandada, aterrorizados, en dirección a las laderas o al propio fuego, cubriéndose la cabeza, gruñendo y aullando. Los demás se quedaron paralizados de miedo, como un círculo de piedras alrededor de los petrificados jinetes de Nidus.
Todos permanecían inmóviles excepto Verminaard. Su mente giró vertiginosamente por unos instantes al sentir el mágico pavor que infunden los dragones, pero se mantuvo erguido en su silla de montar aferrándose a la crin de Orlog hasta que dejó de darle vueltas la cabeza. Entonces blandió su maza y la descargó con fuerza sobre la cabeza de un ogro conmocionado por el pánico, y un negro viento sofocó los alaridos del monstruo moribundo.
Gritando salvajemente, Verminaard asestó un nuevo mazazo a un ogro que se cruzó en su camino, uno grande que se agachó y esquivó el golpe. La criatura se abalanzó contra el jinete de la maza y atravesó el remolino de oscuridad que seguía el trayecto del arma por el aire. En el acto, el ogro cayó de rodillas, se llevó las manos a los ojos y luego las extendió ante sí, tanteando a ciegas y farfullando incoherencias mientras se arrastraba hacia la pared de fuego y desaparecía, engullido por las infernales llamas.
Palmeando excitadamente su ancho muslo con la maza, Verminaard condujo su caballo entre los aturdidos monstruos y se situó al lado del Señor de Nidus.
—¿Lord Daeghrefn? —lo llamó, tirándole de la manga chamuscada—. ¿Padre?
De cara al norte, Daeghrefn contemplaba el cielo con expresión ausente.
Recostado en un joven y robusto vallenwood que crecía al pie de las colinas, Robert observaba la llanura a través de los remolinos de humo y los rayos de luna. Gracias a la roja luz de Lunitari, sus ojos siguieron el recorrido de Verminaard entre los ogros hasta Daeghrefn; el portador de la maza no había sido alcanzado por ninguna de las armas de los desperdigados monstruos. Y en cuanto la druida hubo reducido la fractura y entablillado la pierna de Robert, el senescal pudo presenciar el inicio de la nueva batalla, el oscurecimiento de la luna y el vuelo de la más intensa de las sombras sobre el campo de batalla.
L’Indasha le propuso entonces que cerrara los ojos y él obedeció. Pero notaba todavía un mareo y unos sudores que le cortaban la respiración, unas náuseas abrumadoras y el repentino y breve impulso de echar a correr.
En efecto, habría salido corriendo si su pierna herida se lo hubiera permitido, pensó amargamente el viejo y rudo senescal.
—¿Qué era esa sombra, señora? —masculló, pero la druida meneó la cabeza. Su cabello castaño rojizo relucía a la luz de la luna y, por un momento, Robert volvió a quedarse sin aliento.
—Todavía no —lo previno—. El mundo todavía no está preparado para saberlo, ni siquiera para oír de nuevo historias y rumores.
—Pero… ¡si ha acabado con la mitad de los ogros! —protestó el senescal—. ¡Y ha puesto en fuga a la mayoría! ¿Qué diablos…?
—Su arma es el miedo —explicó crípticamente L’Indasha Yman—. Esa criatura inspira un temor insoportable para la mayoría de los mortales. Casi todos se desmoronan, víctimas del pánico, y corren para salvar la vida o se quedan completamente paralizados.
—Entonces el hijo de Daeghrefn debe de ser un dios —replicó Robert, perplejo—. No es que me lo haya parecido nunca, pero ¿visteis que no huyó ni se quedó petrificado? ¡Vaya, se enfrentó a ellos en solitario!
—No es un dios —replicó L’Indasha con una sonrisa irónica—, pero la maza que empuña le crea la ilusión de que lo es.
Robert se dejó caer lentamente al suelo con grandes dolores y apoyó la pierna fracturada en la camilla que la druida había improvisado con ramas caídas y enredaderas.
—Ya se hacía ilusiones antes, señora. Y bastante curiosas, sobre runas y pases mágicos.
La druida emitió una suave risa musical.
—Descansa ahora, fiel Robert. Te has ganado estas breves vacaciones.
—Necesitamos ayuda, Verminaard —insistió Aglaca—. Desmonta y ayúdanos a levantar a Tangaard.
Judyth y Aglaca forcejearon con el aturdido caballero, un hombre notorio por su fuerza y corpulencia. Entre los dos apenas reunían el vigor necesario para conseguir que el enorme soldado se pusiera en pie, y mucho menos para subirlo a un caballo.
Los demás, por su parte, estaban listos para regresar a Nidus. Daeghrefn y los soldados supervivientes yacían de través y bien sujetos sobre sus respectivas sillas de montar, y la pequeña y prodigiosa yegua de Aglaca, que no había dejado de temblar a causa de las sombras que cruzaban por delante de Solinari, piafaba ansiosamente, dispuesta a guiarlos a todos hasta Nidus.
—¿Verminaard? —volvió a llamar Aglaca, pero el muchacho seguía sentado a horcajadas sobre Orlog contemplando el incendio que empezaba a extinguirse, como si también él se hubiera quedado paralizado por alguna causa interna—. ¡Verminaard!
El aludido se volvió y dedicó a Aglaca una enloquecida y exultante mirada.
—¿Ayuda? —preguntó, y sus fuertes manos temblaban alrededor de las riendas—. Oh, pierde cuidado que ayudaré, Aglaca. Mientras tú los conduces al castillo, yo protegeré vuestra huida.
—¿Proteger nuestra…? No comprendo.
—Deprisa, Aglaca —lo apremió Judyth—. Antes de que los ogros reaccionen.
Miró de soslayo y nerviosamente el círculo de monstruos.
Nueve de los ogros permanecían donde se hallaban cuando la luna se oscureció y sus camaradas huyeron, presa del pánico. Fulminados por el temor sobrenatural al dragón, yacían rígidos y dispersos como monumentos funerarios en un campo olvidado.
—Llevad a nuestros camaradas al castillo, lady Judyth —ordenó Verminaard con una extraña nota humorística en su voz— y que empiecen los preparativos del banquete para celebrar nuestra victoria sobre los ogros y los poderes del enemigo.
Aglaca y Judyth intercambiaron miradas de inquietud.
—Como tú quieras, Verminaard —murmuro Aglaca—. Por ahora.
Verminaard levantó la maza una vez más y la sostuvo con delicadeza, casi con cariño, amoldando el hueco de la palma de su mano surcada de cicatrices a las dimensiones del mango.
—Hazlo, yo me ocuparé de la retaguardia, del último y despreciable intento de aguarnos la victoria.
Aglaca meneó la cabeza y empezó a hablar, pero Judyth apoyó una mano en su hombro. Sin despegar los labios, indicó con un gesto a los soldados inconscientes, cuidadosamente amarrados a los caballos que ellos conducían por las riendas, y Aglaca comprendió. Rápida, casi vergonzosamente, tras una fugaz mirada a su espalda, montaron a caballo, Judyth en la yegua y Aglaca en el corcel de Daeghrefn, que transportaba al petrificado Señor de Nidus cruzado sobre la grupa.
Era una extraña caravana la que enfiló hacia las puertas del castillo. Avanzando en la oscuridad, dejando atrás los fuegos moribundos, el grupo de siete se aproximó a las murallas, y los centinelas del adarve empezaron a reaccionar y a agitarse en sus puestos.
Gundling fue el primero en erguirse sobre la silla de montar. Con ojos turbios escrutó las almenas; los centinelas gesticularon y las puertas se abrieron.
—¡Por los dioses! —gritó en un arrebato—. ¡Por el Libro de Gilean, por Zivilyn y por el gran Kiri-Jolith, hemos repelido a toda la banda!
A su lado, la misteriosa chica sujetaba con delicadeza las riendas de su caballo y los conducía a todos hacia la seguridad, a una buena comida, por descontado, y a un baño caliente.
Gundling se pasó por la cabeza una mano tiznada de hollín. Tenía el cabello un tanto chamuscado y le sangraba la oreja izquierda. Por lo demás, pensó, había salido bien librado. Y, sin embargo, tenía la sensación de haber visto…, sin duda se lo había imaginado…
¿Qué era? No lograba recordarlo, y los impenetrables y turbados ojos de la joven que cabalgaba a su lado no le proporcionaron ayuda alguna.
Con un gruñido, Graaf se irguió en su montura, al otro lado de la chica, bamboleándose peligrosamente hasta que Aglaca se adelantó y lo sostuvo con firmeza.
—Tranquilízate —le dijo el solámnico con una débil sonrisa muy poco tranquilizadora—. Descansa y procura no moverte. Antes casi te caes del caballo, sargento Graaf, y sería una lástima haber acabado con tres ogros para luego romperse la crisma por un simple accidente de equitación.
Los ogros. ¿Dónde estaban los ogros? Gundling se serenó y se volvió dolorosamente en su silla.
Detrás de él, en sombras a la luz del incendio menguante, Verminaard se erguía inmóvil en la llanura. Gritaba palabras atropelladas incomprensibles y elevaba una maza negra hacia el cielo. A su alrededor yacía una docena de ogros inertes y el joven se hallaba junto al último, gritando; la maza subió, giró en el aire y descendió en un único movimiento, silencioso y letal.
Doce ogros, se maravilló Gundling, y una extraña sensación, mezcla de temor, respeto y admiración, recorrió su cuerpo entumecido. Doce ogros, por los dioses; si hasta entonces no alababan a Verminaard las canciones, a partir de ahora no lo olvidarían más.
«No mientras me quede aliento y voz para cantar».