A gran altura, en las sinuosas colinas donde crecían aulagas espinosas en tupidas matas que los pastores tenían que sortear, a veces dando un rodeo de varios kilómetros, L’Indasha Yman avanzaba con destreza entre la maraña de espinos y flores amarillas en dirección al monte Berkanth, donde el hielo jamás se fundía.
En los últimos tiempos, el hielo de sus oráculos, que se conservaba todavía gracias al esmero de la druida y a la profundidad del pozo de su caverna, mostraba una torre negra que crecía, casi como si estuviera dotada de vida propia, ayudada por decenas de ogros encadenados. Y esa mañana había descubierto a alguien cerca de esa torre, apenas visible y sólo por un instante, oculta de las miradas por algún tipo de escudo protector.
La persona que había enviado Paladine.
En su excitación, L’Indasha había contemplado la visión demasiado tiempo y sus posibilidades de localizar el paradero exacto de la chica se habían derretido. Vaciando el balde y recogiendo en su lugar una liviana escudilla de roble, había salido de su cueva a la carrera en dirección a los hielos perennes del árido monte Berkanth, con la intención de captar otra visión profética en el hielo y encontrar a su ayudante de ojos violeta.
Fatigada por la intensa concentración y la velocidad que requería el trayecto, el precario sendero y los caprichosos vientos de las cumbres, la druida se detuvo a descansar y a comprobar su avance. En ese momento se hallaba justo encima del límite de los árboles, donde el bosque daba paso a la baja y resistente vegetación de alta montaña. Si bien la ladera era más empinada, el paisaje se revelaba al fin en toda su extensión. L’Indasha exhalaba vaharadas de vapor en el frío y enrarecido ambiente. Había una larga caída casi vertical por la falda de aquella elevación sin nombre, la más alta de las colinas que se erguían al pie de las montañas de Neraka. Las llanuras se prolongaban en todas las demás direcciones bajo los árboles como voluptuosas olas verdes. A varios kilómetros hacia el sur, el humo danzaba sobre tiendas y banderas. L’Indasha observó con asombro y conmocionada cómo una nube que se deshizo en jirones dejó al descubierto la retorcida forma espiral de la torre negra de su visión, en medio de cobertizos, barracones y pocilgas.
La druida se arropó en su verde túnica y contempló largamente el humo y las llamas que se elevaban por encima de la población. El cielo estaba oscuro casi por completo. La torre no era un artefacto nerakiano, sino la obra de fuerzas más oscuras y poderosas. Tomó una rápida decisión. Debía llegar allí como fuera, en secreto, y liberar a la chica. Sin duda, la cautiva estaría rodeada por un conjuro de custodia, pero atravesarlo no sería un obstáculo en cuanto L’Indasha descifrara su configuración. El viaje requería cierta reflexión y planificación, además de provisiones; la jornada ya había sido bastante larga.
Al escarbar en su bolsillo en busca de un poco de comida, sólo encontró la última de las azucenas que había separado para plantar el día anterior. Parecía un abanico demasiado pequeño, con sólo un par de hojas decentes, pero el vigor de la plantita la mantenía firme y saludable a pesar del confinamiento temporal en un bolsillo. La druida se maravilló de la fuerza vital de los contornos más verdes y empezó a guardar la azucena entre sus vestiduras; más tarde habría tiempo para plantarla. Pero cuando cerraba la mano alrededor del retoño, el recuerdo de las palabras de Paladine despertó en su mente: Plántalas en previsión de la hambruna y el fuego.
Se arrodilló y rápidamente empezó a entonar la letanía de la siembra en honor a la planta y su nuevo hogar en las cumbres. Apenas un minuto después se sacudía de las manos y las rodillas el polvo de la montaña, y la enclenque azucena enterraba sus raíces en medio de un protector círculo de piedras.
Cuando L’Indasha se volvió para fijar el lugar en su mente, se quedó petrificada por lo que ahora veía en la oscura planicie. La minúscula columna de humo se había convertido en una enorme nube ondulada de tormenta, y un fuego vivo azotaba el límite de las praderas. Dos caballos descendieron al galope por la ladera del sureste, alejándose oblicuamente del frente de las llamas, con sus jinetes acurrucados sobre la silla de montar. Detrás de ellos, arracimándose como abejas sin reina, un gran número de ogros los perseguía con pasos torpes. Al norte —¿en Nidus?—, entre el humo que nublaba el borde de su visión, la druida distinguió un reducido grupo de jinetes que se dirigía al bosque. Dos docenas de hombres, más o menos, cuyos abanderados portaban estandartes rojos, sin duda ignorantes de los malos vientos que soplaban en su camino.
Buscó a tientas el medallón púrpura que rodeaba su cuello, pero no lo encontró. Recordó vagamente haberse arrancado el cordón en su reciente precipitación, en algún punto de la cueva. Ya no tenía remedio. Tendría que avivar las llamas sin el don protector de Paladine.
L’Indasha se recogió la falda sobre un brazo y corrió ladera abajo, esta vez arañándose las piernas y los pies desnudos en cada zarza que atravesaba. Otro incendio. Otras quemaduras. Otra oscuridad.
Daeghrefn se volvió sobre su silla de montar y gritó vanas órdenes a su desperdigado grupo de exploradores.
La tormenta de fuego había descargado con mayor virulencia a su alrededor, arrasando la llanura y penetrando en el bosque como un viento asolador. El penacho de su yelmo estaba chamuscado y humeaba, y la crin de su corcel era quebradiza al tacto y estaba moteada de ceniza. Había llamado a Reginn, a Asa; llamó desesperadamente a su capitán, Kenaz, pero todos habían desaparecido detrás de una cortina de humo. A su lado, cinco jóvenes soldados de caballería se revolvían inseguros en sus sillas de montar con los ojos fijos en su comandante, esperando órdenes, fuerza y ánimo. Robert, montado en una espantadiza yegua ruana, observaba la zona más densa del humo, la columna que se alzaba al sur de su posición, en la que unas voluminosas formas oscuras giraban, se encorvaban y bailaban entre los árboles en llamas.
Lo que había empezado siendo una simple búsqueda de Aglaca y Verminaard había derivado en una catástrofe en cuanto los ogros salieron del bosque de Neraka, con la intención de seguir hacia el sur por las laderas hasta los límites de la población.
Pero el fuego había arremetido contra ellos como si surgiera del Desgarro, como las imágenes de la visión de un chamán. La columna de Daeghrefn se había dispersado cuando una docena de soldados de elite huyó precipitadamente del calor y las llamas cimbreantes, y él los condujo de nuevo a través del bosque, en un ciego intento de dirigirse a campo abierto y al lejano castillo, donde el humo fuera menos denso, el cielo estuviera despejado y la respiración no encontrara impedimentos…
Y de pronto, surgiendo en oleadas entre las llamas, con su bisunto pelaje ennegrecido y humeante, los ogros se abalanzaron sobre los soldados desde los árboles y los empujaron hacia las llanuras. Thunar, el mejor espadachín de Nidus, cayó enseguida, derribado de su montura, y un instante después cayó Ullr, despedazado por las terribles manos de los monstruos. El propio Daeghrefn daba bandazos sobre su silla de montar, aferrándose desesperadamente a la reseca crin de su caballo, con un pie apoyado precariamente en el estribo, cuando un enorme ogro se abrió paso estruendosamente por el humo y la maleza y le desgarró la pierna con sus sucias y melladas zarpas.
Fue el miedo lo que lo mantuvo en la silla de montar, un desesperado terror animal que se retorcía justo debajo de su piel y recorría su cuerpo como la tormenta de fuego, ahogando sus gritos y sus lágrimas y, finalmente, su alarido cuando propinó una patada a la horrible criatura babeante.
En el momento en que los dedos del ogro aflojaban la presa alrededor de su tobillo, el caballo se encabritó y, repentina y piadosamente, Daeghrefn se vio libre del monstruo y se afianzó en su silla en medio de la creciente humareda.
Ante el fuego y el corazón de las llamas, los ogros danzaban como posesos, alimentada su locura por la furia que ellos mismos habían alumbrado.
Los hombres de Daeghrefn aprovecharon para reagruparse en un promontorio rocoso de las llanuras, al norte del lindero del bosque. Las arduas planicies se extendían a su alrededor hasta encontrarse con el humo, con el fuego, en una frontera de árboles en llamas. Mientras el incendio se aproximaba entre las coníferas que chisporroteaban y caían —y con las llamas, los ogros—, el Señor de Nidus contó sus bajas.
Cinco hombres. Uno de ellos Kenaz, su capitán, alcanzado en algún punto próximo al centro del bosque donde se ramificaban los senderos. Y con todos aquellos hombres muertos o desaparecidos se había esfumado el coraje de Daeghrefn.
Pues el Señor de Nidus tenía miedo. Por primera vez en su vida adulta, le temblaban las piernas al erguirse sobre los estribos con el vello de la nuca todavía de punta. Era como una especie de fuego que se extendía y propagaba cuanto más tiempo permitía que habitara en él.
Apenas unos minutos atrás, cuando el monstruo intentó derribarlo de su caballo, sintió cómo se apoderaba de él el miedo, olió su cálido hedor feral. No era un soldado, un espadachín que se le enfrentaba, espada contra espada, en el combate que el Señor de Nidus conocía y en el que confiaba. Era un monstruo, pero más monstruoso era el miedo que lo atenazaba.
Galopando y gritando sin descanso, a la cabeza de su escuadrón, cabalgó hasta que el pánico remitió, hasta que perdió el sentido y las manos de sus hombres tuvieron que sostenerlo en la silla. Ahora, aunque los ogros estaban lejos y las llamas habían quedado atrás, un nuevo código surgió para rematar su perdición.
Las riendas temblaban en su mano. Por un momento, Daeghrefn añoró la Orden Solámnica de la que había renegado, añoró sus reglas, su honor y su coraje, su Juramento y su Medida, deseando que lo obligaran a recobrar su ánimo desmoronado.
Pero cuando prohibió la Caballería, también había eliminado la Medida de su propio coraje.
Sus hombres lo miraban fijamente, esperando con ansiedad sus órdenes, pero a través del cristal de la desesperación y del terror, Daeghrefn veía sus rasgos distorsionados y le parecieron enemigos, usurpadores.
«Ahora se muestran despectivos —pensó—. Ahora me juzgan. Buscarán un nuevo jefe».
—Basta de espera —dijo con voz ronca, intentando desesperadamente ocultar el creciente pánico de su voz—. El bosque arderá como la yesca en este incendio. —Daeghrefn indicó con un cabeceo el muro de fuego que se aproximaba—. Lo mejor es que nos alejemos hacia el norte, hasta que el castillo esté a la vista. Su guarnición puede acudir entonces en nuestro auxilio.
Por fin. Había hablado como un comandante, aunque le temblaba la voz y el corazón retumbaba en su pecho. Recuperado, Daeghrefn contempló de nuevo los bosques con ojos que le escocían por el humo e indicó por señas a sus hombres que se encaminaran hacia el norte, de regreso a Nidus, a través de la humeante planicie.
Los hombres restantes, cinco jóvenes arqueros de Estwilde que lo miraban todo con los ojos desmesuradamente abiertos, siguieron a su comandante hacia una elevación de la pradera rodeada por una estrecha arboleda de hoja perenne. Allí, a la sombra de abetos y cedros, desmontaron y prepararon sus arcos nerviosamente a fin de cubrir la retirada de la retaguardia.
Robert constituía la única retaguardia.
Aunque el fuego avanzaba implacablemente hacia él, el curtido senescal permanecía en el lindero del bosque. Su yegua ruana piafaba y resollaba nerviosamente a pesar de las caricias tranquilizadoras, pero mantenía su posición entre el sofocante humo y los gritos aún más angustiosos de los ogros.
Robert contó dos latidos de su corazón hasta que Daeghrefn alcanzó el promontorio. Justo entonces, cuando las llamas lamían los límites del bosque, obligó a su montura a dar media vuelta y cruzó al galope la llanura, en dirección a la línea de arqueros, perseguido por un viento abrasador.
Divisó a los ogros de repente, una columna que surgió del humo creciente describiendo un apresurado arco a su alrededor, en dirección a la retaguardia de Daeghrefn.
Robert llamó a gritos a su Señor, señalando y agitando el brazo furiosamente, bamboleándose en su silla de montar por el ímpetu de sus propios gestos. Daeghrefn se protegió los ojos y aguzó el oído.
Por fin lo comprendió.
Con un aullido, el Señor de Nidus alertó a sus hombres, que se encaramaron desmañadamente a sus monturas, dejando caer las armas a causa del pánico. Habían emprendido el galope, a escasos diez metros por delante de él, cuando Robert llegó al promontorio y espoleó a su yegua para darles alcance.
Al doloroso contacto de las espuelas, la pequeña yegua ruana dio un brinco y caracoleó con un escalofriante relincho. Aferrándose a las riendas un último y desesperado momento, Robert se sintió arrancado de la silla. El suelo giró vertiginosamente y se precipitó hacia él, y de pronto la dura tierra de las llanuras lo golpeó, dejándolo sin aliento.
La yegua alcanzó a los demás caballos y siguió corriendo.
Aturdido, Robert intentó incorporarse y notó que la pierna no lo sostenía. Luchando penosamente por arrodillarse, miró con desesperación hacia el norte, hacia la columna de jinetes en retirada.
—¡Daeghrefn! —gritó, y el jinete que iba en cabeza se volvió, mientras los soldados atravesaban como una exhalación la cortina de humo—. ¡Daeghrefn! ¡Ayúdame!
Distinguió brevemente al hombre, en pie sobre los estribos. Luego los ogros aparecieron entre la humareda y el Señor de Nidus dio media vuelta y se alejó al galope, gritando por encima del hombro:
—¡Lo siento, Robert! Donde ahora vas, no puedo ayudarte.
Robert cayó sobre el duro suelo. Por un instante, tendido de espaldas, divisó fugazmente las estrellas del ocaso a través de los remolinos de humo. La Balanza Rota de Hiddukel giraba en el cielo, hacia el norte, y las estrellas de la constelación brillaban de una forma casi dolorosa.
«De modo que así finalizan mis servicios —pensó lúgubremente Robert, desenfundando su espada—. Pero mejor ahora que acabar siendo el lacayo de un cobarde y despiadado bastardo».
Contempló hoscamente la figura menguante del jinete y lo vio desaparecer en las colinas bajas.
El ruido y los gritos de los ogros se oían ahora más cerca, y sonó un terrible olisqueo al borde de la bruma, donde dos negras siluetas informes se movieron y combaron como vallenwoods azotados por un fuerte viento.
Robert se obligó a no pensar en las leyendas, en las caravanas asoladas en la Cañada Throtyl, los niños raptados de sus cunas, el devastado pueblo de doscientos habitantes de Taman Busuk y los huesos esparcidos, mordisqueados, que se hallaban entre los restos en cada ocasión.
«Si éste es el fin, prefiero morir luchando. No tengo nada que perder. Y quizá me sonría la suerte. Quizá llegue antes hasta aquí el fuego que los ogros».
El humo resplandecía al este, naranja y rojo, y afiladas lenguas de fuego atravesaban las tinieblas, convirtiendo en una estrafalaria luz diurna esa aterradora noche de incendio. Robert permaneció tumbado en el suelo, apretando los dientes para soportar el martilleante dolor de su pierna.
De repente, un turbio velo morado nubló su visión. Cubrió la loma donde yacía el senescal, ahogando al mismo tiempo el sonido, de modo que el crepitar de las llamas y los gritos de los ogros le llegaban sólo a través de las vibraciones del suelo.
Robert respiró profundamente. Su tos había desaparecido, al igual que el escozor de sus ojos.
—Que me condene si… —empezó a exclamar, pero se quedó sin palabras al ver a la mujer de pies descalzos y túnica verde que se acercaba con pasos vacilantes a través del humo. Lentamente, con la confianza que surge sólo cuando uno ha presenciado una docena de batallas, un millar de enemigos, y ha aprendido así a identificar a los amigos, el viejo veterano envainó su espada y aguardó.
En el turbulento silencio, la mujer avanzó hacia él.
Mientras Verminaard, Aglaca y Judyth daban un rodeo por el límite oriental del bosque, manteniéndose en el terreno elevado de las colinas, vieron a los ogros que se precipitaban en su persecución descendiendo por las laderas.
Los monstruos dejaban un rastro de fuego y cenizas, esparciendo chispas en su torpe avance a través del bosque en llamas y hacia las devastadas llanuras. Se apresuraban a alcanzar el terreno llano que empezaba al norte del bosque de Neraka, donde se divisaba una negra abertura entre el fuego y el humo. Ni siquiera desde las alturas, desde los altiplanos rocosos y desde el lomo de su corcel consiguió Verminaard discernir lo que ocurría en la llameante estepa. Tiró de las riendas de Orlog hasta conseguir que se detuviera nerviosamente y esperó a que la pequeña pero resistente yegua le diera alcance, soportando el peso de Judyth y Aglaca, que se encorvaban agotados sobre la montura.
—Allí —profirió el muchacho más fornido, indicando con un movimiento circular del brazo el paisaje que los envolvía: los incendios arracimados, los ogros, el humo que ocultaba el terreno a lo largo de muchos kilómetros—. Si fuera de día y estuviera más despejado, podría ver el camino de vuelta a casa.
—Pero como no es así y está como está —señaló Aglaca con precaución—, ¿hacia dónde vamos a partir de aquí? —No confiaba en su transformado compañero, pero el fuego y los agresivos ogros constituían un peligro más evidente.
A pesar de que en la cueva había ocurrido lo peor, aún había algún modo de rescatar a Verminaard. Tenía que haberlo.
—Descenderemos hacia el mismo centro —dijo éste. Una extraña confianza se había despertado en él. En la caverna de Takhisis, su incertidumbre y su dolor habían desaparecido. Un rayo negro incandescente había recorrido su mano, cubriéndola de ampollas desde las yemas de los dedos hasta el codo, soldando sus dedos durante un rato a la empuñadura de la maza que había cogido.
Pero eso no era nada ante las heridas más antiguas de un miedo que lo había acompañado toda la vida, tanto más terrible por cuanto no habían cesado de debilitarlo y humillarlo. Curiosamente, su nueva herida no le producía dolor alguno.
Durante la corta cabalgada por las colinas, la Voz no se había apartado de su vera, incitándolo, halagándolo y tentándolo con promesas. El arma que puede lastimarte, decía, no ha sido forjada por enanos u ogros. Ahora está muy lejos de ti, pero tu poder está cercano.
Y al fin, cuando las praderas septentrionales se abrían ante él, veladas y enturbiadas por el humo pero extendiéndose hacia el antiguo llano de la Batalla, hacia el alcázar de Nidus, la Voz regresó de nuevo, y con ella la mayor de sus quedas y seductoras promesas.
Este humo se propagará, lord Verninaard, y cubrirá todos los reinos del mundo…, todos los reinos en un punto del tiempo. E incluso las tierras más alejadas que alcance a cubrir el humo pueden ser tuyas, pues está en mi mano conceder ese territorio, ese poder y esa gloria a aquellos que me adoren…
Verminaard respiró exultante el acre humo. Era una promesa irresistible, y la perspectiva de poseer semejantes dominios era dulce. Bajo su cuerpo, el ancho lomo de Orlog le pareció más poderoso todavía.
¿Era posible que la visión que se había desarrollado ante sus ojos, en las profundidades de la caverna, estuviera a punto de hacerse realidad?
—… a pasar por el fuego.
Verminaard se sobresaltó. Judyth y Aglaca estaban a su lado, montados en la yegua, y la chica decía algo, algo que él no había oído por hallarse inmerso en sus delirios.
Se volvió hacia ella educada y solícitamente, apartándose el cabello que le caía por delante de los ojos. No era la chica que había imaginado y, en realidad, ya no importaba. Ninguna de sus decepciones anteriores importaba. Pero era una joven adorable y misteriosa; y serviría.
—Te pido perdón, lady Judyth —replicó con voz recia y baja.
—El fuego —dijo impaciente Aglaca—. Es un muro de llamas entre nosotros y Nidus, y los ogros acechan como lobos en toda su longitud. Si queremos volver a ver tu castillo, tendremos que atravesar el fuego.
—Entonces será eso precisamente lo que haremos —dijo con calma Verminaard, señalando la abertura entre las llamas—. Seguidme sin hacer preguntas.
—Pero, Verminaard… —empezó a objetar Aglaca.
Verminaard lo fulminó con la mirada.
—Déjate guiar por mí, Aglaca. Déjate guiar o muere aquí mismo.
La confianza que traslucían las palabras de Verminaard se extinguió rápidamente cuando llegaron a la planicie.
Desde arriba, le había parecido que era posible atravesar el fuego. Tenía un final, y bordes, y los ogros que se movían a su alrededor y por el medio se hallaban dispersos y eran poco numerosos.
Pero en ese momento, los caballos avanzaban con inseguridad cerca del frente sur del incendio, que seguía avanzando como una ola, y el camino a través de las llamas parecía haber desaparecido en el breve trayecto hasta el límite de la muralla de fuego. El terreno carbonizado humeaba bajo los cascos de Orlog cuando el gran corcel saltaba con mucho cuidado de un área verde restante a otra. El cielo vespertino estaba negro de humo y era indescifrable.
Mientras Verminaard recorría el frente de la creciente marea de fuego, Judyth y Aglaca acortaron distancias. La confianza del joven continuaba marchitándose como la hierba ennegrecida que la cortina de fuego dejaba a su paso. Desde tan cerca, decidirse era una operación rápida y frustrante. Le llegaban gritos de ogros a través del humo y las llamas, procedentes de los bosques calcinados del otro lado, y avanzó por un paisaje repleto de nuevos ecos. Entre la negra hierba se escabullían zorros y conejos, faisanes y ardillas; todos corrían, presa del pánico, impulsados por el instinto de escapar, de enterrarse, de desaparecer, y los caballos respingaban y brincaban cuando las alimañas correteaban entre sus patas. Orlog saltó por encima de robles y aeternas derribados por el fuego y, por primera vez desde que diera caza al centicore en los altos prados del norte de Nidus, Verminaard fue incapaz de dominar el corcel negro que montaba. Dos veces viró Orlog peligrosamente hacia el norte, hasta que las llamas se alzaron como una fortaleza ante ellos, y las dos veces el gran caballo frenó, relinchando salvajemente, y se desvió por el sotomonte chamuscado, mientras el incendio se desataba a su alrededor, pasando asombrosamente indemne.
«¿Dónde está ahora la Voz? —pensó Verminaard, tirando frenéticamente de las riendas—. Éste es mi país, mi poder y mi gloria. La Voz me lo dijo».
Miró hacia atrás. Sentada a horcajadas sobre la yegua, al borde del humo, Judyth escrutaba calmosamente el fuego embravecido. Aglaca iba montado en la grupa y rodeaba gentilmente la cintura de la chica con sus fuertes brazos, pero no había gentileza alguna en sus ojos. En su lugar, miraba fijamente a Verminaard, con una expresión fría y acusadora.
De pronto, Judyth llamó su atención señalando hacia una abertura entre las llamas. Allí, donde el fuego vacilaba y se desviaba rodeando una pequeña loma, una nube de humo morado se cernía en remolinos sobre ella.
—¡Por ahí! —gritó Judyth—. ¡Apresuraos!
Lanzando un agudo silbido, azotó con las riendas el cuello de la yegua. El pequeño pero resistente animal resolló, giró en redondo y se precipitó hacia el centro de la nube, levantando a su paso chispas y terrones ennegrecidos por el fuego.
Verminaard jadeó y empezó a llamarla para detenerla, pero la yegua arrancó sin darle tiempo a hablar, a retenerla por el brazo, y tuvo que seguirla porque Orlog ya había tomado esa decisión por su cuenta.
El humo se precipitó sobre ellos como una cascada de agua.
Por un instante, Aglaca contuvo el aliento y luego, cuando Judyth condujo la yegua a través de la mareante oscuridad, se irguió en la grupa, abrió los ojos y respiró con precaución.
El aire era húmedo y vigorizante, y estaba impregnado de un aroma a lilas.
—¿Dónde…? —exclamó, pero Judyth le dio un codazo y le indicó por señas que no siguiera.
—Calla —murmuró por encima del hombro—. Es peligroso hablar. Alguien intenta atraernos a través del humo.
Verminaard se esforzó por seguir el paso de sus compañeros, alargando el cuello por encima de la cabeza de Orlog para otear la distante y oscura silueta de la espalda de Aglaca, que desaparecía y reaparecía para desaparecer de nuevo tras las densas y ondulantes llamas.
«El calor es sofocante —pensó—. Cegador y sofocante, y además huele a cenizas. ¿Cómo voy a seguirlos cuando…, cuando Judyth…?».
¿Dónde estaba la Voz?
El humo se separó al instante alrededor de una mujer ataviada con una túnica verde.
Instintivamente, Judyth tiró de las riendas.
Pero la mujer estaba mucho más lejos de lo que parecía, en pie sobre un hombre caído en medio de un círculo de follaje. A su alrededor se extendía y ondeaba la hierba, de un vivo tono verde, y una docena de violetas, altas y variadas, florecían extrañamente en la llanura abrasada.
La mujer les dedicó un grácil ademán, indicándoles que siguieran avanzando. Judyth tuvo la sensación de que conocía a la mujer de verde, que debía conocerla, pero el humo los envolvía otra vez y el rostro se desvanecía, se confundía con la niebla morada hasta que lo único visible fue un pálido brazo que gesticulaba, hacía señas, saludaba…
—Seguid —gritó la mujer—. No os detengáis.
—¿Cómo? —preguntó Judyth—. ¿Hacia dónde?
—Antes lo sabías. Volverás a saberlo.
La pálida mano empezó a girar como una noria en medio del humo hasta que se fue formando un pasillo que giraba y se replegaba sobre sí mismo como un túnel extensible, cada vez más pequeño y nebuloso.
De nuevo por instinto, Judyth guió la yegua hacia el pasillo, a través de una confusión de formas e imágenes, hasta llegar al otro extremo, a la luz de las estrellas y el aire libre. Aglaca se aferraba desesperadamente a su cintura y Verminaard le farfullaba algo a su caballo cuando surgió bruscamente de entre el humo, detrás de ellos.
Sin dejar de toser, Verminaard se situó en cabeza, bien orientado por fin, tranquilizado por las tenues estrellas y la familiaridad con el terreno.
Tras inspirar profundamente, Judyth dirigió la yegua hacia campo abierto. Aglaca se agitó en la grupa y la joven se sintió de pronto más segura.
Pero se maravillaba, mientras la blanca Solinari asomaba entre el humo que empezaba a disiparse, se maravillaba de lo que había visto en las silenciosas brumas moradas de la extraña hechicera.
Había visto una flor. O la forma de una flor.
Y en su interior, la forma de una máscara.