10

Verminaard no podía creer, mientras los tres jóvenes regresaban junto a las monturas y cabalgaban hacia el oeste bajo la niebla que empezaba a escampar, que él y Aglaca hubieran rescatado a la chica que buscaban.

En dos ocasiones se volvió para observar a Judyth, montada en la grupa de la yegua de Aglaca. El cabello oscuro, la piel morena, los llameantes ojos azules y malva que Aglaca había vaticinado.

Y el tatuaje negro, la cabeza del dragón que él había visto en su pierna derecha aquel día en el puente.

Y sin embargo, no era en absoluto la chica que esperaba.

Una vez más, se preguntó dónde estaban los rubios cabellos, los ojos claros, el carácter dulce y agradecido. Tenía que haberla hallado al borde de la muerte, totalmente indefensa.

Pero Judyth era encantadora, alta y agradable al trato, contaba con una mente incisiva y una seguridad en sí misma que los había guiado a los tres a través de la niebla más densa posible. Se orientó por medio de recuerdos dispersos, rememorando árboles abatidos y cúmulos de rocas que apenas había visto una o dos veces y, a partir de esos exiguos indicadores, los llevó en la dirección aproximada del bosque de Neraka y la calzada de Jelek.

Verminaard desconfiaba de ella en un principio, pero cuando la niebla remitió, se volvió para observarla. Empequeñecida por la distancia se erguía la ciudad de Neraka, y el sol de la tarde se reflejaba limpiamente en la cara derecha de la oscura torre de Takhisis.

En las almenas y las murallas ardían decenas de pequeños incendios que se propagaban rápidamente a los campamentos de las afueras.

—¡Se ha declarado un incendio en la ciudad! —gritó a sus compañeros, y Aglaca obligó a su yegua a girar en redondo. Irguiéndose sobre los estribos, Judyth oteó el horizonte por encima de la cabeza de Aglaca con sus preciosos ojos agudos y brillantes.

—Ogros —declaró con voz tranquila y extrañamente musical—. Es lo que suponía. Nuestro sortilegio los ha liberado también a ellos. Será mejor atenernos al camino que hemos elegido. Eso debería ser el bosque de Neraka, más adelante y a la derecha.

Verminaard siguió la dirección indicada y vio una masa grisverdosa en lontananza. La chica tenía razón, después de todo. Se dirigían al norte, sin duda alguna.

Volvió a mirarle discretamente la pierna. Sí, era la misma pierna, seguro.

A lo largo de los últimos dos kilómetros, aproximadamente, incluso antes de que la niebla se desvaneciera por completo, Judyth y Aglaca entablaron una conversación en voz baja. Verminaard captó algunos fragmentos desde su posición a lomos de Orlog. Judyth parloteaba con satisfacción acerca de remotos asuntos solámnicos, y Aglaca intervenía con una retahíla de preguntas, levantando peligrosamente la voz más allá de los susurros y estremeciéndose de emoción en el tenue y límpido aire.

—Alrededor de la Gran Biblioteca de Palanthas —explicó Judyth mientras Aglaca conducía la yegua entre un montón de rocas caídas— hay plantadas más de cien especies de rosas. Algunas nunca dejan de florecer.

—¿Y hay azucenas azules, las medicinales? —preguntó ávidamente Aglaca—. ¿Y qué me dices de nardos y lirios negros?

Verminaard masculló acaloradamente algo ininteligible.

Judyth se volvió y observó la corpulenta silueta que cabalgaba sobre el corcel negro. Con una fría y ceñuda mueca, se ciñó estrechamente la parte delantera de su toga para protegerse de los gélidos vientos de la montaña. «Ese Verminaard es apuesto —pensó—. Esos ojos azules, y esos hombros, y esos brazos como árboles drasil. Aunque tiene una fea herida en el brazo derecho, probablemente sufrida en el túnel. Me ocuparé de eso más tarde, si me lo permite. Porque hay en él algo muy tormentoso y melancólico. Me hace sentir…».

Verminaard rezongó entre dientes:

—Quizá si vosotros dos os dejarais de charlas sobre bibliotecas y rosas el tiempo suficiente para localizar una elevación en el terreno —dijo—, prestaríais algún servicio en el largo camino a casa.

Judyth desvió la mirada. Unos asombrosos ojos azules, sí, pero una voz aguda y criticona.

—Eso no es difícil, Verminaard —respondió Aglaca animadamente—. Y tras la dura cabalgata que hemos aguantado y con esta buena yegua sobrecargada, eres prudente al proponer que descansemos tan pronto, antes de que anochezca.

Prosiguieron la marcha en un precario silencio durante casi una hora, con el altivo graznido de las rapaces como único acompañamiento, hasta que, cuando el sol empezaba a ponerse y el cielo a oscurecerse, el apagado y distante ulular de una lechuza sonó en los árboles del lindero del bosque de Neraka. Y un nuevo rumor persistente, grave y más lejano aún, recorrió las llanuras que habían dejado atrás. Con la última claridad del día alcanzaron una loma y se volvieron hacia el sur, donde divisaron una docena de antorchas dispersas por las extensas llanuras que avanzaban invariablemente hacia el norte.

—Caballería —observó Verminaard.

Judyth lo contradijo con un gesto.

—Ogros. Tu idea de buscar un terreno elevado es cada vez más aconsejable. Si vamos por terreno pedregoso disimularemos mejor nuestras huellas que cruzando las praderas.

—¿Crees que…? —empezó a preguntar Aglaca.

—No. Es poco probable que nos persigan a nosotros —explicó Judyth—. Si así fuera, a estas alturas ya se habrán distraído con otros sonidos y olores. Los ogros son notoriamente estúpidos, y en Neraka he visto bastantes para saber que su fama es merecida. Van de cacería, no cabe duda, pero desorganizadamente y al azar. Estaremos seguros si no nos cruzamos en su camino. Además —prosiguió la muchacha, descolgando una bolsa de su cinturón—, tienes que curarte ese brazo, Verminaard.

Los jinetes tomaron un empinado sendero rocoso que torcía hacia los desolados riscos de obsidiana que se alineaban en el límite occidental delas llanuras de Neraka. Cabalgaron otro kilómetro bajo la luz menguante, hasta que Aglaca detuvo su yegua a la entrada de un pequeño barranco sin salida, una entrada en las rocas que no mediría ni diez metros de anchura, rodeada por arbustos espinosos y piedras sueltas; una solitaria pista de montaña serpenteaba acantilado arriba.

—¡Mirad, delante de nosotros! —exclamó Aglaca, señalando un punto situado a la sombra de la pared de roca—. Admito que esto no es habitual: un campamento ya montado…, un lecho de cañas abandonado y un fuego apagado no hace aún dos días.

Se agachó y examinó el suelo.

—Y veo una figura formada con piedras. No estoy seguro de su finalidad en este lugar, pero a juzgar por las huellas que hay a su alrededor parece que tiene la misma antigüedad que la hoguera.

Judyth también la estudió, siguiendo con la mirada el dedo con que señalaba Aglaca.

—¿Piedras? ¡Ah! Son un par de signos protectores, nada más. Logr e Yr. Agua y Arco de Tejo, viaje y protección. Son muy comunes, por estos andurriales. Viajeros y salteadores los confeccionan por igual, aunque no recuerdo haber visto nunca estos dos juntos.

—Yo he visto dos, uno al lado del otro, al fondo del jardín de Nidus —comentó Aglaca—. Kaun y Kaun. Aflicción y Aflicción. Le provocaron una urticaria a lord Daeghrefn cuando pasó entre ambos. Comprendí que eran obra del viejo jardinero.

—Pero estas runas indican un asunto serio —dijo Judyth.

Aglaca asintió, sin apartar la vista del exuberante follaje que rodeaba el abrigo. Rosas y consuelda, romero y malvas el símbolo rojo del amor en medio de hierbas curativas para la memoria y para desterrar la melancolía.

—Este lugar está bendito, qué duda cabe —murmuró.

Indiferente a la vegetación, Verminaard estiró el cuello para estudiar las piedras y se maravilló ante los signos rúnicos.

—Lo que fue tan recientemente un buen campamento probablemente siga siendo un buen lugar donde pasar la noche —comentó Judyth con cautela, recorriendo el horizonte con la vista por si observaba indicios de bandoleros, de persecución.

—No siempre es ése el caso, muchacha —dijo con irritación Verminaard—. ¿Por qué crees que abandonaron este sitio?

—Por ninguna razón trágica —declaró Judyth, contemplando con tranquilidad al fornido muchacho—. Alguien siguió su camino. ¿Pretendes pasar aquí dos noches? ¿O partiremos hacia otro lugar por la mañana?

Aglaca disimuló una sonrisa y desmontó de su yegua. Se acercó al campamento, se acuclilló junto al fuego apagado y lanzó un silbido de admiración.

—Alguien conoce todos los secretos de la acampada —observó, mirando a sus dos compañeros con ojos asombrados—. ¡Le bastó un puñado de leña para que el fuego ardiera durante toda la noche!

—¿Cómo lo sabes? —preguntó agresivamente Verminaard, descendiendo del fatigado corcel.

—No fue a buscar más leña —respondió Aglaca con solemnidad, señalando las pisadas que rodeaban la hoguera—. Por eso supongo que le bastó con esto.

—No podemos encender fuego, ya lo sabéis —dijo Judyth—. Los ogros lo verían.

—Confía en mí —dijo Aglaca—. Puedo alumbrar una hoguera que ni un águila detectaría.

Verminaard fulminó con la mirada al joven solámnico. Estaba alardeando ante la chica y encandilándola con su locuacidad y su desenvoltura occidentales.

Se apartó bruscamente de ellos. Llegaría el momento en que se requiriera la fuerza. Entonces esos ojos de color malva se volverían hacia él y la historia sería muy distinta.

Había algo extraño en el campamento, un olor a flores, a aeterna y a cierta esencia exótica que sugería una profunda y críptica sabiduría. Verminaard se agitó, inquieto, sin saber en qué pie apoyarse pero decidido a montar guardia, y Aglaca prendió el fuego con silenciosa, casi furtiva reverencia. Sólo Judyth se mostraba impertérrita y preparaba alegremente una infusión de hierbas con varias hojas y bayas que crecían allí cerca.

—Es un tónico —afirmó— para después de un largo viaje. —Todo el rato, e incluso mientras desinfectaba y cosía el hombro herido de Verminaard, siguió deleitando a Aglaca en voz baja con historias de la renombrada Palanthas: de la Torre del Sumo Sacerdote, de la Torre de la Alta Hechicería y de las sinuosas calles que comunicaban un distrito tras otro de la aristocracia solámnica, del mismo modo que las finas espirales de una telaraña conectan sus radios y hebras de anclaje.

—Yo jamás iría al oeste —propuso Verminaard, frotándose el hombro recién suturado, a pesar de la advertencia de Judyth, mientras la oscuridad se intensificaba—. Demasiada pompa y ceremonia solámnica.

—Mientes. Es porque Daeghrefn ya no cree en la Orden —declaró llanamente Aglaca.

—¿Y qué? —preguntó Verminaard a la defensiva, volviéndose hacia su compañero, que se arrodilló al lado de Judyth cuando la infusión hubo reposado. Ambos mostraban una expresión radiante, bañados por los últimos rayos del sol poniente.

—Nada, Verminaard. Perdona. Ha pasado mucho tiempo y echo de menos la Orden… y a mi padre y mi hogar en la Marca Oriental.

—Bien, pues domínate, Aglaca —dijo fríamente Verminaard—. No eres el primero en exilarse, ¿sabes? Y tanto hablar de Solamnia, Palanthas, el Código y la Medida resulta más que fastidioso, al cabo de un rato.

—Entonces no escuches —declaró con calma Judyth, sonriendo y clavando una mirada desafiante en el corpulento y tosco papanatas rubio que parecía enconarse con la dicha de los demás—. Limítate a quedarte ahí plantado y vigila por si vienen ogros.

Ruborizado y mudo, Verminaard se alejó. De pronto se volvió con una sonrisa despectiva, ocupado de nuevo en quehaceres masculinos. Él montaría guardia. Ellos no estaban preparados para eso.

Fue entonces cuando empezó a oír algo en solámnico.

Est othas calathansas bara… —empezó diciendo Judyth, y ése fue el inicio de una nueva y animada conversación extranjera entre la pareja de solámnicos reunidos junto al fuego, amparados tras la antigua lengua, rebosante de sonidos líquidos y repentinas vocales musicales. La risa sofocada de Judyth resonaba en el borbotón de palabras y Aglaca, encantado de oír otra vez el sonido de su hogar, de la Orden, de la lengua de su padre, reía con ella. No había sido tan feliz en casi diez años.

Verminaard prestó atención y creyó reconocer alguna palabra suelta de vez en cuando. Pero la sensación era como si la niebla hubiera retornado, como si sus sentidos se hallaran embotados y obstruidos. Desde el momento en que Daeghrefn abandonó la Orden Solámnica, aquella lengua quedó prohibida en el alcázar de Nidus, y los escasos verbos simples que había aprendido de los vasallos de Aglaca y de algún ocasional emisario solámnico le prestaban un nulo servicio en aquella rápida conversación.

Fue lo único que consiguió captar. Rezongando, embutió sus pertenencias en las alforjas de su silla de montar —las runas Amarach, el quith-pa, el medallón morado— y comenzó a subir a pie por la ladera.

Que se aliaran para excluirlo, al estilo afectado y chismoso de los aduladores palaciegos y los bellacos. ¡Él tenía cosas mejores que hacer, aventuras que vivir en las ásperas llanuras de Neraka, donde un brazo fuerte resultaba más útil que cualquier conocimiento de buenas maneras, parajes remotos y bellas palabras!

En todas partes hallaría mujeres más agradables, sumisas y complacientes.

Cuando volvió la vista atrás, le costó creer cuánto se había alejado del campamento. El estrecho barranco quedaba a sus pies, oculto de las llanuras por la creciente noche de Neraka. El sol se había puesto hacía rato y sus últimas luces se desvanecían con rapidez. Verminaard había ascendido más de cincuenta metros por la empinada pista de montaña, entre raquíticas aeternas y esas pequeñas plantas efímeras que los montañeses llamaban broucherei

—¡Maldición! —exclamó—. ¡Ya han conseguido que hasta yo estudie la vegetación! —Su mirada remontó el risco vertical hasta una meseta, desnuda de la exuberante vegetación de los alrededores, donde crecían cuatro árboles drasil formando un círculo cuya negra silueta se recortaba nítidamente contra el cielo vespertino como si se tratara de una señal de los dioses.

—Ahí está la entrada —se dijo Verminaard, agachándose para rebasar la boca de la cueva. Cuatro murciélagos pasaron como relámpagos cerca de sus orejas, acompañados de agudos chillidos, y él se estremeció cuando uno le rozó la cara.

Había tomado la decisión cuando reconoció los árboles y finalmente recordó que siempre crecían encima de cavernas. Entraría en la cueva —iría solo hasta allí— y se abriría paso entre la tupida maraña de raíces y zarcillos, explorando la oscuridad hasta donde lo llevase su determinación.

—Que será mucho más lejos de lo que llegaría Aglaca —masculló, y se internó en cuclillas en la casi palpable penumbra, avanzando lentamente hacia las profundidades de la gruta.

Al cabo de un rato, la Voz se presentó una vez más, familiar y acariciadora como siempre, pero en sus sugerencias había algo nuevo, una seductora nota apremiante que Verminaard no había oído hasta ahora. Por primera vez, se detuvo a preguntarse si debía seguir adelante.

Basta del día de hoy, exclamó la grave Voz femenina casi cantando, mientras Verminaard contenía el aliento y caía de rodillas, apoyándose contra la húmeda pared de la caverna. Basta del traicionero sol y de las pequeñas falsedades de las estrellas en sus órbitas. No esperes por ellos, príncipe Verminaard, forjador de mil alianzas y vástago de dragones…

Unas formas indefinidas revolotearon entre las sombras delante de él, espectrales figuras ataviadas con túnicas que se confundían con la oscuridad, y sus voces se mezclaban con el incesante zumbido de insectos que el joven había oído por primera vez en las profundidades de las cavernas de Neraka, un sonido parecido al agudo diapasón que surgía de las ruinas de la Morada de los Dioses. Se puso en pie, con las rodillas temblorosas, y musitó una plegaria a Hiddukel, a Zeboim y a Takhisis.

Y al final de la tercera oración, fue como si la Señora de las Tinieblas en persona le tendiera los brazos para rodearlo con ellos. Arropado por la cálida oscuridad, se internó aún más en la cueva, dejando atrás las figuras insustanciales.

Recuperaba las fuerzas y el valor con cada zancada.

Una voz se elevó por encima de todo aquel barboteo, la embelesadora Voz de su infancia, de mil pensamientos que habían cruzado por su acosada mente. La verdad se halla en voluptuosa oscuridad, insistía, y de pronto, con el balanceo y la danza de las figuras encapuchadas al borde de la visión del muchacho, la sensación de apremio se intensificó con un ritmo cada vez más acusado, más melodioso, hasta que la caverna retumbó con los ecos de una fría y melancólica canción:

Deja la luz enterrada

de antorchas, teas y velas

y escucha la noche eterna

en tu sangre acelerada.

Vuela el cuervo, sopla el viento,

esta noche hay luna llena

y en tus ojos se refleja

con la palidez de un muerto.

Oigo latir en tu seno

un corazón en tinieblas

que bombea por tus venas

moribundas su deseo.

El calor de tu piel siento,

pura sal o dulce muerte,

pues la luna roja ejerce

su influencia hasta en tu aliento.

Siguió la letra de la canción como en un sueño, mientras unas estalactitas que sólo ahora veía goteaban de manera extraña y se derretían a su alrededor y la caverna empezaba a ondularse y girar sobre sí misma como el ojo de un remolino. Unas voces lo llamaron desde el interior de las paredes; unas pálidas manos parecieron surgir de la piedra y asir su camisa, su cabello, palpando gélidas la herida de su brazo hasta que sintió un hormigueo en la mano y los dedos entumecidos alrededor de la empuñadura de su espada envainada. Ante él, las sombras se encogieron espasmódicamente y empezaron a retozar, gorjeando como murciélagos, una y otra vez; vivos fogonazos de color destellaron en la oscuridad por detrás de ellos: lila, carmesí, verde en ocasiones…

Sin previo aviso, tanto la sombra como la misteriosa luz se concentraron en un único pasillo estrecho, del que emanaba un pálido resplandor verdoso fosforescente y macilento, como los fuegos fatuos de unas marismas. Verminaard avanzó sin darse cuenta, arrastrando los pies por la arcilla reseca que tapizaba el corredor, dejando tras de sí un rastro de luz que se apagaba rápidamente.

Aglaca alzó la vista y advirtió que Verminaard se había esfumado.

Agitando una mano, el muchacho solámnico interrumpió la florida descripción de Judyth de la climátide morada que trepaba por los muros occidentales del alcázar de Dargaard.

—¡Verminaard! —exclamó con una grave nota de preocupación en su voz. Rápidamente se apartó del lado del fuego y corrió hacia la boca del estrecho barranco sin salida, a partir del cual se extendían las llanuras, ya en penumbra, unos quince kilómetros hacia el este.

Ni rastro de Verminaard. Aglaca oteó con desaliento la llana extensión hasta el negro lindero del bosque de Neraka, donde las antorchas de los ogros bailoteaban a lo lejos, dirigiéndose invariablemente hacia el norte y alejándose de ellos.

Estaban a salvo de los monstruos, pero no había señales de Verminaard. Si se hubiera marchado en un arrebato de ira, a estas horas podía hallarse a un kilómetro y medio de distancia. Un kilómetro y medio en cualquier dirección…

Aglaca tuvo una idea, giró bruscamente sobre sus talones y corrió hacia el sendero de montaña que serpenteaba risco arriba. Con toda claridad distinguió unas pisadas impresas en el polvo. Se arrodilló, reconoció el contorno de las enormes botas de Verminaard…

Y se sobresaltó cuando la mano de Judyth se apoyó firmemente en su hombro.

—Si estás decidido a buscarlo, no vayas solo —instó la joven.

Aglaca sonrió, pero su sonrisa se desvaneció cuando las huellas los condujeron a una cueva: una madriguera de entrada baja, cubierta de zarzas, excavada en la pared de roca, flanqueada por un robusto enebro y una masa azul de aeternas. Con precaución, sin soltar la mano de Judyth para no perder el equilibrio, ávido de seguridad y apoyo, el muchacho se asomó a la oscuridad, siguiendo las pisadas hasta donde alcanzaba su vista y las perdía en una pálida luz verdosa muy extraña.

—¡Judyth! ¡Mira esto! —la apremió Aglaca—. ¿Qué es?

—No lo sé con certeza —declaró la chica—. Y, a primera vista, tampoco me gusta.

—Aun así —insistió Aglaca—, Verminaard es casi de la familia, una especie de hermano. Bueno, exactamente como un hermano. Y siempre hace cosas como ésta. No te reprocharía ni una pizca que prefirieras esperar aquí mismo. Yo lo haría, si pudiera elegir. Pero, por mi honor, debo continuar y ver qué le ha ocurrido a Verminaard.

Suavemente, el muchacho se zafó de la mano de Judyth y avanzó hacia el corazón de la cueva. La chica lo siguió al punto y juntos se dirigieron a la extraña y perturbadora luz.

No habían recorrido aún una docena de pasos cuando una Voz surgió de la luz, musical, seductora y venenosa.

Todavía no, dijo. Esperad…, todavía no.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Judyth—. ¿Quién era?

Aglaca se estremeció y le tiró de la mano.

—Démonos prisa —susurró.

Lo encontraron en el extremo más ancho del pasillo, en la fuente de la luz.

Verminaard estaba en pie, extasiado ante una reluciente estalactita verde. La antigua formación calcárea resplandecía, se desplazaba y bullía con una fría y tétrica luz y, ante los estupefactos ojos de los intrusos adoptó la forma de una maza, larga y estrecha, acabada en una terrible cabeza erizada de púas que brillaba como una gema sobrenatural.

Cuando Aglaca y Judyth penetraron en la última cámara y Verminaard se volvió para mirarlos, la Voz habló de nuevo al instante. Sonaba como de costumbre, grave y peligrosa, elevándose melódicamente desde una gran profundidad bajo la tierra, retumbando en las resbaladizas y centelleantes paredes de la caverna; pero, por primera vez, hablaba al mismo tiempo con Verminaard y con Aglaca.

Desde la Era de la Luz, yo os elegí a ambos, proclamó, y Judyth, comprendiendo que las palabras no iban destinadas a ella, retrocedió cautelosamente, paso a paso, hacia la entrada de la caverna.

Pero se detuvo cuando la Voz prosiguió.

Os conozco desde entonces, os conozco por la promesa de vuestra sangre, por el cumplimiento de vuestra sangre después de tres mil años de espera en la Oscuridad.

Aglaca frunció el ceño. Era la misma palabrería de siempre, la misma verborrea engañosa de la que llevaba haciendo caso omiso casi doce años. Y sin embargo, esta vez…

Observó de reojo a Verminaard, que volvía a balancearse ante la reluciente piedra en un arrebato de éxtasis, con los párpados entornados y una sonrisa vacía en sus labios.

Os he elegido a vosotros entre miles, continuó la Voz, melosa y porfiada. A ti por tu fuerza física y tu valor; lord Verminaard, y a ti, lord Aglaca, por tu inventiva y tu soltura.

El color de la maza se hizo más intenso y brillante, hasta que el verde se convirtió en rojo sangre, en negro y finalmente en un tono más oscuro que el negro, hasta que sólo se distinguía su contorno, y su sombra proyectada contra el fondo oscuro de las paredes de la cueva era una silueta más oscura todavía.

Y aunque ambos lo merecéis sin duda alguna…, oh, sí, os lo merecéis, prosiguió la Voz, y aunque podría ofreceros el esbozo de vuestro deseo más anhelado…

Mientras las palabras se desgranaban de la luz y envolvían a los jóvenes, Aglaca vio las murallas del castillo de la Marca Oriental en la resplandeciente cabeza de la maza. Por un instante, creyó que la gran puerta oriental del castillo, situada en una esquina en la que él había grabado su nombre en cuanto aprendió a escribir, se abría lentamente y que alguien de rostro curtido y enjuto, bañado por una luz pura y simple se hallaba en el portal con los brazos abiertos.

Aglaca parpadeó. Le escocían los ojos y, por un momento, las lágrimas enturbiaron su visión.

Pero Verminaard veía con toda claridad, con frialdad, algo muy distinto: un castillo, con las almenas en llamas y las torres desmoronándose. Él lo sobrevolaba a lomos de… No sabía cómo llamarlo, pero era enorme, con anchas espaldas abultadas y surcadas de poderosos músculos. A su alrededor, el cielo estaba oscurecido por el paso de negras alas. La luz del sol llegaba amortiguada, y el joven supo que la destrucción que reinaba a sus pies, la fortaleza arrasada e indefensa, era obra de su propia mano, su corazón y su voluntad, y se deleitó con su salvaje y magnífica devastación.

Sólo llamo a uno de vosotros. ¿Cuál de los dos tiene el coraje de abrazar la noche?, los instigó la Voz, provocadora.

Verminaard sonrió triunfalmente. Ya había visto lo suficiente. Miró por encima de su hombro a Aglaca, que se había situado con afán protector entre Judyth y las refulgentes piedras.

—No lo hagas, Verminaard —le instó Aglaca, combatiendo penosamente sus propias tentaciones—. Si eliges eso ahora, te olvidarás de cuando aún eras capaz de elegir.

El poder te aguarda, lord Verminaard, y el gobierno conquistado por la fuerza y con violencia. Y también las bodas de la sangre y la noche, las nupcias de tu alma predispuesta. Si eliges esto, no necesitarás elegir nunca más, pues los hombres se rendirán ante ti, y las fortalezas de los hombres también.

—Esa voz es un señuelo —lo previno Aglaca.

—Que así sea —declaró Verminaard, abalanzándose sin titubear hacia la maza—. Mi poder me librará de cualquier trampa.

—¡No! —gritó Aglaca.

—Vuelve a casa, niño —siseó Verminaard, y aferró la empuñadura de la maza.

Su oscuro fuego recorrió la mano cerrada en un puño de Verminaard y ascendió velozmente por su muñeca y su antebrazo en regueros de llamas moradas. Los cuidadosos puntos que Judyth había cosido en su hombro reventaron y la sangre brotó incontenible, humeando y burbujeando sobre la electrificada superficie de su piel. Verminaard se retorció entre las fluctuantes llamaradas y su torturada mueca se transformó lentamente en una perversa sonrisa mientras arrancaba la maza de su asidero.

Aglaca gritó y fue a saltar sobre Verminaard, pero el firme brazo de Judyth lo detuvo en seco.

—No puedes hacer nada por impedirlo —dijo apresuradamente—. Ha caído en manos de una diosa.

Lentamente y a regañadientes, ambos retrocedieron hasta la entrada de la cueva, temblando en el silencioso aire de la noche, escuchando con impotencia los gritos y alaridos del joven que se enredaba en las profundidades de la tierra con la piedra y el fuego y la oscuridad absoluta.

A solas con la diosa, Verminaard rechinaba de dientes, exultante de dolor. Todo su cuerpo estaba cubierto de brillos incandescentes y brotaban chispas de su cabellos y de sus dedos. La Voz regresó, suave y tranquilizadora, maternal y sin embargo embarazosamente seductora y extraña, cantándole la última estrofa de la canción que lo había atraído hasta aquí, una canción de amor, un canto fúnebre y una nada envueltas en una intrincada melodía embelesadora:

El calor de tu piel siento,

pura sal o dulce muerte,

pues la luna roja ejerce

su influencia hasta en tu aliento.

Y ni entonces cedió Verminaard. Recurrió a la suma de su desesperación y su ira para no soltar el arma que le propinaba tremendas descargas de energía y le producía oleadas de dolor, que lo zarandeaba hasta que sólo se aferraba a ella para mantener el equilibrio, para no caer a un lugar del que nunca, jamás, volvería a salir.

De pronto, por fin, todo terminó.

Tú servirás, musitó la Voz, desprovista en ese instante de toda seducción, tras un prolongado silencio, contestado sólo por el moribundo chisporroteo de la maza de piedra y los sollozos del joven que la había arrancado de la roca viviente. Sí, tú servirás. Todos los demás convenios quedan anulados, proclamó la Voz, tranquilizadora. Los lazos familiares, de sangre, de amistad, de honor…, todos tus vínculos. Resérvalos para mí.

—Aglaca —susurró Verminaard—. ¿Y Aglaca?

Debes utilizarlo. Luego podrás destruirlo. Yo te revelaré cómo y cuándo. Sí, tú servirás, repitió la Voz, de nuevo suave e hipnótica.

«Sí, yo serviré —respondieron cadenciosamente los pensamientos de Verminaard—. Haré más que servir… Pues yo también te elijo, Takhisis».

—Vámonos de aquí ahora mismo, Aglaca —lo apremió Judyth—. Dejémoslo en paz.

El joven solámnico rehusó con un gesto.

Permanecieron juntos al pie de la pista de montaña, vigilando con inquietud el sendero rocoso, al final del cual habían cesado los gritos y la vibración, dando paso a un ominoso silencio.

—Alejémonos —susurró Judyth—. Hay pistas de montaña de sobra. Podemos dar un rodeo para evitar Jelek y la persecución de Daeghrefn, atravesar un pequeño desfiladero al sur de las ruinas de la Morada de los Dioses y regresar a la Marca Oriental antes del alba. ¡Tu hogar, Aglaca! ¡Puedo conducirte a tu hogar!

Aglaca escrutó con curiosidad a su nueva compañera.

—Conoces muy bien los pasos de montaña, Judyth —observó— y el camino a la Marca Oriental. Para ser una muchacha occidental, estás muy versada en geografía oriental.

Judyth se ruborizó y desvió la mirada.

—Cuestiónate tu juicio, Aglaca Dragonbane, pues te encaminas hacia el propio Abismo si conservas «esa» compañía.

Dirigió un asqueado gesto a la cueva y, por un momento, un incómodo silencio se alzó entre ambos. Los primeros vientos fríos de la noche soplaron sobre ellos, transportando un olor a humo y el débil sonido de gritos procedentes de las llanuras.

—No puedo abandonarlo, Judyth —explicó Aglaca—. Nos sigue ligando el gebo-naud, y sólo porque él incumpla su parte no significa que deba incumplir la mía… Mía y de mi padre.

—Los estúpidos argumentos de la Medida solámnica —masculló la chica—. Tu sentido del honor acabará contigo, Aglaca.

—Oh, sé exactamente qué ocurrirá ahora —replicó Aglaca—. Verminaard se transformará… para bien. Ambos oímos la Voz cuando él arrancó la maza. Ahora está con ella, y tengo sospechas más que fundadas de que lo engullirá entero y de paso intentará matarme.

—Entonces ve hacia el oeste —insistió Judyth.

—No es tan sencillo. Tenemos la misma sangre. Verminaard es mi hermano por parte de padre.

—¡Tu hermano! —exclamó Judyth—. ¡Pero no puede ser! No puedes…, aunque sí tenéis las mismas facciones…, pero no, Laca nunca…

Aglaca la miró entre los párpados entornados. ¿Qué sabía ella de su padre?

—Además —balbuceó Judyth apresuradamente—, ¿cómo puedes estar tan seguro?

—Mi seguridad se basa en que lo sé —declaró Aglaca—. Del mismo modo que sé que Verminaard se ha entregado a los dioses de las tinieblas y que yo jamás volveré a oír esa Voz. Quizás ha abrazado a la mismísima Reina de la Oscuridad, pero todavía puede elegir… desoírla.

Judyth miró a Aglaca de reojo, con incredulidad.

—Es mi hermano, Judyth —insistió Aglaca—. Y soy lo único que tiene, aunque él no lo sepa.

—Ya no —murmuró la chica, y señaló la entrada de la cueva, de donde emergió al aire de la noche una oscura y voluminosa figura.

Verminaard se protegió los ojos de la luz de la luna. La entrada de la cueva parecía insoportablemente brillante, como si hubiera salido de la noche a la plenitud del mediodía.

Cogidos de la mano, Judyth y Aglaca permanecieron inmóviles, mirándolo con ojos desorbitados por la consternación y el miedo. Por un momento, creyó ser más alto, más viejo…, en cierto modo más terrorífico con la siniestra arma que empuñaba su mano chamuscada, por la sangre que goteaba de la herida reabierta de su hombro.

Sonrió burlonamente y empezó a hablar…

De repente, con un grito de consternación, Aglaca señaló hacia las llanuras, más allá de su hermano.

Verminaard se volvió, resbaló en el estrecho sendero y cayó de rodillas mirando al norte, hacia las llanuras.

En una franja de terreno que se extendía unos ocho kilómetros de oeste a este, la agostada pradera ardía en un enloquecido e implacable incendio.