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El invierno que había predicho el anciano se presentó con mayor rapidez de lo esperado, aplastando el otoño de aquel apacible año en cuestión de días y helando las hojas que aún conservaban las ramas de los árboles.

Este día, desde el refugio de su cueva, L’Indasha Yman se mantuvo en vela mientras la tormenta arreciaba. Fuertes vientos de poniente —procedentes de Taman Busuk— azotaban las montañas Khalkist, arrastrando consigo oscuros remolinos de nubes y el débil olor a humedad del relámpago invernal.

La druida escudriñó el interior de un balde lleno de hielo sucio de ceniza, absorta en sus augurios para el invierno. En algún lugar de los distantes pasos de montaña —en algún punto situado al norte y al oeste, según supo por las grietas del hielo tiznado de hollín—, alguien avanzaba esforzadamente por la gélida nieve, a pesar del intenso frío y la noche inminente.

La oscuridad pronto alcanzaría al extraño, quienquiera que fuese. Y con ella llegaría el infame Aliento de Neraka, los mortíferos vientos nocturnos de las montañas. En noches como ésta, el Aliento de Neraka era cruel, despiadado. Los caballos se quedaban congelados a media zancada y los senderos desaparecían bajo repentinos aludes. En cierta ocasión, no mucho después de que L’Indasha se instalara en ese lugar, los vientos de las cumbres enterraron a toda una banda de proscritos bajo un impenetrable manto de hielo.

Y eso se incluía también en la inquieta vigilia de L’Indasha Yman ante la noche que se avecinaba. Entre el frío y los bandoleros, éste era un paraje letal, estas montañas que separaban Neraka de los llanos de Estwilde, las montañas que circundaban los santuarios de los dioses ancestrales.

¿Cómo lo describían los textos antiguos?

Impracticable. Imposible cruzarlo.

Y, no obstante, alguien intentaba pasar.

El viento cambiaba de dirección al acercarse a la entrada de la cueva. La nieve en polvo se arracimaba en dos finas columnas retorcidas que ascendían hacia la oscuridad, impulsadas por sendas rachas de gélido viento, y parecían disputarse la menguante luz. De pronto, una cedió terreno a la otra y la nieve empezó a flotar hasta depositarse blandamente en el suelo, al tiempo que una oscuridad total se abatía sobre los desfiladeros de Neraka.

L’Indasha estudió el hielo concienzudamente, recurriendo a su particular don de la adivinación. La palabra antigua para describirlo era algo similar a «gelomancia», algo relacionado con la memoria inscrita en el hielo. Siempre dejaba el balde lleno de agua limpia junto a la entrada de su cueva y, en las noches frías, cuando su superficie se helaba, retenía el pasado y el presente en sus refulgentes estratos. Esta noche resultaba difícil interpretar la imagen. El repentino viento había arrastrado cenizas de hogueras ya apagadas, la niebla turbulenta de ascuas y pavesas. Las negras partículas se habían congregado y depositado en la superficie, oscureciendo la visión en gran medida, además el hielo se estaba derritiendo con mucha rapidez.

La druida barrió cuidadosamente con la mano la sucia superficie y vio dos anchas calzadas que cruzaban las montañas, una procedente de Estwilde y la otra de Gargath. Nada más. E incluso esa visión empezaba a desvanecerse entre el hielo resquebrajado que se mecía en el balde.

«Está cerca. Ya casi ha llegado. Lo sé —se dijo—. Ah, me parece que viene más de uno». Sentía un intenso hormigueo en las yemas de los dedos. Se recogió el chal y se inclinó aún más sobre el balde para aclarar la visión. A casi un kilómetro de la calzada de Neraka, desviándose inadvertidamente hacia el norte, entre los árboles desnudos y la nieve que le llegaba a las rodillas, un hombre se materializó tambaleándose ante sus ojos.

Supo por su distintivo que era solámnico. Se protegía del terrible clima bajo una fina capa y llevaba una inútil armadura. Andaba errante, a todas luces extraviado, lo bastante lejos del camino para acercarse mucho a su cueva.

El viento azotaba sus vestiduras. Su barba, sus guantes y los cordones de cuero que ceñían su peto estaban rígidos y recubiertos de escarcha, como si el hombre hubiera sido tallado de la propia montaña o hubiera nacido del cielo invernal.

«Solámnico —se repitió la druida, apartando la vista del hielo vaticinador—. Probablemente va en busca de bandoleros, consagrado a la espada y a ese lastimoso Código suyo: sanguinarios juramentos de honor y vida. Que se vaya». No era tan ingenua como para intervenir en cuestiones de orgullo y arrogancia.

Mientras L’Indasha observaba, el caballero se internó en las sombras nebulosas y desapareció para ella, al límite de su capacidad de adivinación.

«Que se vaya. Que se congele en su temeridad, junto con sus tropas y sus seguidores…».

Seguidores. Casi en el acto, olvidó el desdén y la ofensa. «Por mucha temeridad y vanidad solámnicas que muestren —pensó—, para ellos es una noche despiadada».

Al punto, como si su compasión los hubiera conjurado, los demás extraños surgieron dando traspiés. Otras dos figuras intentaban desesperadamente seguir al caballero; el viento había desgarrado sus vestiduras engalanadas de oro y encajes. El hielo se aclaró bruscamente, las cenizas se depositaron en el fondo del balde y la visión desapareció.

La druida se arrebujó en su capa y, con un breve pase de manos y mascullando secamente un antiguo conjuro, encendió una antorcha. Una llama verde parpadeó y creció hasta estabilizarse en su mano. Era un fuego tenue, una triste guía en una noche semejante, pero la magia lo mantendría encendido pese al terrible viento.

Daeghrefn miró en derredor para orientarse. El viento lo abofeteó en pleno rostro y penetró hasta el fondo de su garganta, impidiéndole respirar.

En el torbellino de nieve y sombras que iba dejando atrás apenas conseguía vislumbrar la silueta de su familia, mujer e hijo, como meras sombras recortadas contra el oscuro cielo. Abelaard se abría paso valerosamente y, por supuesto, sostenía a la mujer, animándola y apremiándola, pero el inflexible viento los hizo trastabillar a ambos y ella cayó de espaldas sobre la nieve, arrastrando consigo al muchacho. Una extraña y fría paz se apoderó de Daeghrefn cuando el viento cambió de dirección, mientras los esforzados viajeros luchaban por ponerse en pie.

«Mi mujer se está debilitando. En pie o tendida, ya no me importa. Si es voluntad de los dioses que sobreviva, lo hará. Pero mi hijo camina junto a ella, y él sobrevivirá a esta noche. Por el Código y la Medida, eso al menos es verdad. Yo me encargaré de ello con las últimas fuerzas que me resten».

Daeghrefn intentó cerrar los puños, pero sus guantes congelados se negaron a doblarse. El viento ululante cambió nuevamente de dirección esta vez soplando en línea recta del este y arremetiendo desde las cimas, por las laderas y hasta el pie de las montañas, arrancando crujidos de las ramas del desolado bosque de Neraka y precipitándose hacia el caballero aturdido y sofocado por la nieve.

De improviso, la figura iluminada por la antorcha apareció ante él, una oscura silueta humana, o de goblin, o…

Torpe como un viejo embrutecido, intentó desenvainar su espada con sus ateridos e indisciplinados dedos.

—No —dijo la voz que surgió de la sombra—. Venid a resguardaros.

Era la voz de una mujer, desconocida y juvenil, con un extraño acento en el que resonaba la penetrante y cadenciosa melodiosidad de Lemish.

—¡Atrás! —gritó el caballero.

—¡No seas necio! —lo apremió la sombra, acompañando sus palabras con un amplio gesto que desvió la cegadora nieve. Le indicaba que se dirigiera a algún sitio, hacia el sur…, hacia un refugio…

—¡No! —rugió Daeghrefn—. ¡No se alzará también con esta victoria!

La mujer tendió una mano al tambaleante caballero.

De nuevo, Daeghrefn intentó asir la empuñadura de su espada, cubierta de hielo.

—¡Atrás! —siseó, y su exclamación se perdió en el aullido del viento. Lanzó un gruñido y luego un grito mientras intentaba desenvainar el arma, pero la hoja congelada permaneció en su funda, soldada al cinturón por una capa de hielo absurdamente gruesa.

Habría seguido forcejeando sin descanso, hasta que la nieve enterrara su cuerpo o hasta que cayera la noche, si Abelaard no lo hubiese llamado, haciéndose oír por encima del fragor de la tormenta.

—¿Podemos descansar, padre? —gritó el muchacho, con voz débil e insegura—. ¿Podemos descansar? Estamos agotados y tenemos frío.

Era una druida, naturalmente, quien los sacó de la nieve cegadora y los condujo al calor y la luz de una cueva cercana poblada de sombras. La acción del fuego se cebó en la piel de Daeghrefn, abrasada por la tormenta. Pestañeando con estupor debido a la repentina claridad, el hombre recorrió la caverna con la mirada de pared a pared, donde colgaban cascadas de lavanda y romero secos, entre consuelda y dedalera, junto a setas negras y retorcidas como manos amputadas. Dos gatos viejos y flacos se desafiaban con solemnidad en un rincón sombrío. La estancia olía a bosque, a la profunda espesura de Lemish y el país de los elfos.

Daeghrefn se reprochó no haberse percatado antes de que la mujer era una druida. Una adoradora de los dioses muertos y las edades perdidas. Al instante, su recelo aumentó. Si se trataba de una druida, era peligrosa. Nunca eran lo que parecían, con su conocimiento del bosque, sus ensalmos y sus enojosos misterios. Había oído contar que secuestraban niños. Eso sí daba qué pensar.

—¿Por qué? —preguntó la druida L’Indasha Yman, al tiempo que se sacudía la nieve de sus vestiduras. Parecía más joven de lo que él esperaba. De hecho, era muy atractiva: alta, con el cabello castaño rojizo y los ojos oscuros. La iluminación de la cueva no permitía distinguir con nitidez sus rasgos, y tenía los ojos demasiado hinchados por el viento y la escarcha para estudiarla con claridad.

El hombre se agachó junto al fuego y tendió las manos al frente, observando a la druida con desconfianza. Su mirada recorrió lentamente la suave piel oscura del cuello femenino y el medallón morado de su garganta, que reflejaba la luz del fuego como el cristal teñido atrapa la del sol. No iba a confiar en una belleza como ésta. Era seductora, embelesadora…

L’Indasha reparó en el broche, negro como el azabache y aún cubierto por una capa de hielo, que cerraba precariamente la capa del hombre a la altura de su garganta.

—Tú eres Daeghrefn de Nidus —comentó, extrayendo una pequeña tetera de hierro de una rendija de las piedras oculta entre sombras—. El cuervo diurno. El cuervo de la tormenta. Tu castillo no está lejos. ¿Por qué? ¿Por qué viajas en una noche semejante? ¿Dónde creías que te hallabas?

La mujer llamó en voz baja a Abelaard. El muchacho la ayudó a aproximarse al fuego.

Daeghrefn no les prestó atención alguna y mantuvo la vista fija en la druida.

—Tú ya sabes quién, por qué y dónde —masculló—, y tienes poderes de adivinación suficientes para averiguar más. ¿Por qué preguntas?

L’Indasha le lanzó una iracunda mirada y se internó en las sombras, para regresar enseguida con la tetera llena de agua hasta el borde.

—Se necesitaría algo más que adivinación para comprender esta insensatez —replicó, tranquilizando a la mujer con una suave caricia—. En las montañas Khalkist, en las peores noches de invierno, con tu mujer y tu hijito, como niños que se llevan a rastras… ¿Qué ha podido…?

Como el hielo que se derrite o las cenizas que se posan en el suelo, una lenta comprensión fue calando en la mente de L’Indasha. En el momento en que intuyó la verdad trató de ocultar su rostro, pero Daeghrefn se percató.

—¡Ah! —consiguió articular la druida—. Tu mujer te ha sido infiel, ¿no es ver…? —Miró a la mujer sin poder contenerse. Ésta se había despojado de la fina capa y ahora era evidente el motivo de su llanto: estaba a punto de dar a luz.

L’Indasha no terminó la frase. Daeghrefn se puso en pie trabajosamente, enfurecido, entre sonidos metálicos procedentes de las grebas y el peto de su armadura.

—Eso no es asunto tuyo, druida —gruñó el caballero. Deseó tener un arma oculta, en un repentino olvido del Código, y se sorprendió de su propia ira, tan pronta y desmedida—. Dedícate a tus plantas y a tus dioses caídos, si lo deseas —murmuró con voz grave y amenazadora—. Espía el corazón del roble y las fases de la luna, hurga en los misterios y profecías a los que recurres cuando te falla el intelecto. Pero no te metas en mis asuntos.

La druida lo miró con expresión inescrutable.

«Castaños —pensó él distraídamente mientras, fuera, el viento silbaba y remolinaba—. Tiene los ojos castaños…».

La mujer volvió a gritar, acurrucada entre los bracitos de Abelaard.

—¡Aún es demasiado pronto! —aulló, y su prolongado grito subió de tono y volumen hasta que se hizo ensordecedor, penetrante como el viento que cruzaba los pasos de montaña cercanos.

Daeghrefn se tapó los oídos mientras L’Indasha se apresuraba a atender a la mujer. Y de pronto, tan bruscamente como había comenzado, el grito se interrumpió. Uno de los gatos bostezó en la esquina opuesta de la habitación.

La expresión de L’Indasha era lúgubre. El pulso de la mujer se desbocó y luego se detuvo; enseguida se reanudó, acompañado de un nuevo grito desgarrador. Al buscar la tetera llena de hierbas balsámicas —o lo que fuera—, la mirada de la druida se posó en el balde depositado junto a la entrada de la cueva.

El último de los rayos de luna se reflejaba casi cruelmente sobre el hielo. En la superficie del agua congelada, la luz adoptaba la forma de la densa piedra, y la nieve parecía unas sábanas ondeando en torno a una lejana cuna de bebé…

Otro niño. Esta noche nacería otro niño. Era la otra cara, el hermano de este hijo bastardo; en algún lugar, en algún país cálido y generoso. Pero esta infeliz madre gemía tendida en una cueva helada; su hijo primogénito era muy pequeño y estaba indefenso, y su marido, desequilibrado y cargado de veneno… L’Indasha Yman se esforzó por dominar su ira y se aplicó a la labor de aquella noche.

Nacían los descendientes de Huma.

Poco después, en medio del extraño silencio, algo se agitó en las profundidades de la caverna, despertando de su letargo con un ahogado grito de dolor. Daeghrefn se incorporó para identificar el sonido mientras la criatura se escabullía hacia el interior de la cueva, donde su grito despertó ecos y se multiplicó.

—¡… y por poco la matas! El niño aún no tenía que nacer. ¡No está bien colocado y no puede salir!

El hombre se sobresaltó. Se trataba de L’Indasha Yman, que le gritaba al oído. ¿Cuánto rato llevaba allí, regañándolo con aquel galimatías sobre su mujer y el niño que llevaba en su seno? Daeghrefn cerró los oídos a los lamentos de su esposa y a las palabras de la druida. Se volvió hacia la entrada de la cueva, dando la espalda a su hijo y a las dos mujeres, y empezó a repasar un imparcial almanaque atrasado.

«Demasiado pronto». La desgraciada había dicho «demasiado pronto». Sí, tenía razón: su marido la había desenmascarado demasiado pronto. Creyó que podría engañarlo, pero…

—¡Necesito tu ayuda! —gritó la druida, traspasando su gélido muro de silencio con una voz más fría aún.

—Pídesela a tus dioses —porfió Daeghrefn, dándole la espalda.

La druida suspiró. Daeghrefn se sentó a la entrada de la cueva. Silencioso, insensible a las incesantes súplicas de la mujer para que la ayudara en el proceso de elevar y empujar, al ajetreo y al bullicio ocasionados por la torpe participación de Abelaard, el caballero desenvainó su espada y perforó con la mirada las turbulencias de nieve. La luz de las lunas se vertía a raudales entre las colosales nubes, tiñendo de rojo la plata y, por un instante, Daeghrefn creyó percibir la extraña y mágica luz negra de Nuitari.

Transcurrió una hora, quizá más.

Finalmente, el grito del bebé hendió la borrascosa atmósfera. Fue un grito sordo, desesperado, como si el recién nacido hubiera caído al fondo de la gruta.

—Tienes un hijo —anunció fríamente la extenuada druida, sosteniendo a una criatura envuelta en telas cerca del fuego para que no se enfriara.

—¿Que tengo un hijo? —replicó Daeghrefn con sarcasmo—. Eso no es una novedad. Me ha seguido hasta esta caverna. Te ha ayudado valerosamente, cuando incluso una comadrona habría desfallecido.

Se hizo un prolongado silencio.

—¿Cómo llamarás a este niño? —preguntó la druida.

Daeghrefn escrutó con más atención e intensidad el corazón de la tormenta. ¿El nombre del niño? Volteó la espada sobre la palma de su mano. ¿Por qué debería quedárselo siquiera, y menos aún darle un nombre?

Triunfante, exhausto, Abelaard tomó el bebé de los brazos de L’Indasha y se lo mostró a Daeghrefn.

—Es precioso, ¿no crees, padre? ¿Qué nombre le pondrás?

Al oír la voz del muchacho, Daeghrefn envainó la espada. Abelaard estaba presente. No podía matar al bebé. Pero encontraría el modo de dejárselo a esta hechicera… «En pago por sus atenciones», reflexionó. Ya era hora de que se cumplieran sus propios presagios y profecías, pues correspondía a Daeghrefn decidir el nombre, de acuerdo con la Medida, con independencia de quién fuera el padre de la criatura. La madre era, todavía y pese a todo, su esposa. Y lo más importante, era la madre de Abelaard.

Daeghrefn guardó la espada y unió las palmas de sus manos, que aún tenía rojas y entumecidas por el frío.

Sí, era el momento de los nombres. El momento de devolver a su esposa, en especie, su crueldad y sus traiciones.

Recordó el hielo, la soledad, el paso impracticable.

¿Winterheart, Corazón Invernizo? ¿O Hiddukel?

Sonrió con despecho al pensar en el segundo nombre. El dios de la injusticia. La Balanza Rota.

Mas no, ese último no. Había cierta grandeza diabólica en los nombres de los dioses oscuros. Y Daeghrefn no otorgaría grandeza a este niño.

Como respondiendo a una llamada, un gatazo flaco y muy castigado salió furtivamente de la inclemente oscuridad, con el pelaje medio helado y centelleante de nieve. Daeghrefn contempló al animal con horrorizada fascinación. «Es un presagio —pensó—. El nombre está a punto de ocurrírseme». El gato llevaba en la boca algo grande e inerte: una goteante maraña de pelo, tierra y carne desgarrada.

Era una presa invernal: una rata, o acaso un topo. Algo que excavaba ciegamente bajo la nieve, arañando la dura tierra, correteando tembloroso por su oscura madriguera.

Daeghrefn cerró los ojos, inspirado por sus truculentas representaciones mentales.

—Verminaard —declaró con orgullo—. El niño se llamará Verminaard. Pues un verme es un gusano que habita en la oscuridad y la inmundicia, como su maldito padre…

Los ojos de la atónita L’Indasha se abrieron desmesuradamente. En silencio, se situó al lado de Abelaard. Un alarido de la esposa de Daeghrefn interrumpió el monólogo del caballero, sus declaraciones y maldiciones.

—¡Oh, no! —La druida se volvió bruscamente, y había un nuevo tono de preocupación en su voz.

Daeghrefn se sentó sin pronunciar palabra, con los ojos cerrados. Por la conmoción, por las instrucciones susurradas de la druida al muchacho, el caballero fue imaginando la escena que se desarrollaba a sus espaldas.

La druida se arrodilló junto a la mujer, administrándole sus auxilios con frenética premura. Pero pronto, inevitablemente, suspiró; los movimientos de sus manos se hicieron más lentos, y su contacto fue más una bendición que una cura. Con gran pesar apartó al muchacho y al bebé, indicando por señas al primero que ocupara un jergón de paja; el camastro se hallaba en una cavidad iluminada por velas que constituía una prolongación de la caverna principal.

Abelaard se entretuvo un momento ante su madre agonizante, con ojos turbios y expresión indescifrable. Siendo un joven solámnico bien instruido, se comportaba como le habían enseñado los severos dictados de sus maestros ocultando sus emociones. Aun así no era más que un niño. Durante unos instantes se inclinó para acariciar la cabeza de su hermano recién nacido con sus dedos regordetes y después la pálida mejilla de su madre con el dorso de la mano. A continuación, tras un leve y triste suspiro, se llevó al bebé a la improvisada alcoba y se tumbó sobre la paja, tras lo cual cubrió su cuerpo y el de su hermano con una fina manta de lana. Pronto el bebé se acurrucó contra el pecho de su hermano y se durmió, profunda y silenciosamente.

—Ha muerto —anunció escuetamente L’Indasha al cabo de una hora—. Ha «regresado al seno» de Huma, según cree tu Orden. ¿Qué piensas hacer ahora?

Daeghrefn frunció el entrecejo con indignación, sin apartar la vista del paisaje invernal que se dibujaba al otro lado de la entrada de la cueva. La tormenta estaba en su apogeo, las ráfagas de viento eran cada vez más violentas. La luna roja Lunitari asomaba a intervalos entre las raudas nubes, derramando sobre la nieve riadas de macilenta luz carmesí.

El caballero se volvió lentamente, con un lado de su rostro bañado por la titilante luz de la antorcha. Por un instante semejó un esquelético espectro, como el Caballero de la Muerte de las antiguas leyendas, cuyas manos habían dejado escapar el poder de impedir el Cataclismo.

—¿Quién eres tú para interrogarme, idólatra? —murmuró con voz grave y amenazadora, como el zumbido de unas abejas distantes o el agudo rechinar de la piedra en la Morada de los Dioses—. No tienes derecho alguno sobre mí o sobre mi hijo. —Hizo un vago ademán en dirección a Abelaard y su espada se bamboleó grotescamente bajo la luz combinada del fuego y de las lunas en rotación—. No tienes derecho sobre ninguno de nosotros. Ni siquiera sobre el engendro de esa ramera muerta —concluyó con saña, y se plantó bruscamente ante el fuego, sacudiéndose la nieve de su manto.

L’Indasha se encogió interiormente para protegerse del caballero. El instinto la impelía a huir, a utilizar su magia para ocultarse y escapar durante la confusión, a enterrarse en la oscuridad protectora… Sin embargo hizo frente al caballero con resolución y contraatacó con palabras calculadas para herir.

—Este niño eclipsará tu propia oscuridad —proclamó, sosteniendo al bebé en alto a la luz de la hoguera y tendiéndoselo a Daeghrefn. En su voz resonaban las ancestrales inflexiones de las profecías druídicas y la pura rabia—. Y su mano borrará tu nombre. Pero no te contaré el resto.

Daeghrefn soltó una estridente carcajada. No eran más que ridículas monsergas de druidas. De pronto, sus ojos se encontraron con los de L’Indasha.

La ira de la mujer era real.

Daeghrefn sostuvo su mirada. Por su cabeza cruzaron fugaces y horrendos pensamientos y, durante unos instantes, se imaginó la espada en su mano, la nieve derretida perlando lúgubremente el cuervo grabado en la vaina. La obligaría a retractarse. Enterraría la hoja en…

No. Mandaría a Robert con la orden de… adecentar esta cueva.

—¿Y qué? —replicó, meneando muy despacio la cabeza con expresión ausente y paseando la vista por el cabello rubio y la piel de color crema del recién nacido. Hizo una seña a Abelaard. El muchacho se acercó, deteniéndose sólo para coger al bebé de las manos de la druida y acunarlo con cautela en sus delgados y temblorosos brazos.

—Tonterías druídicas —susurró el caballero. Y luego, en voz más alta, fría y resuelta, añadió—: Ponte la capa, Abelaard, y deja al niño. —Dirigió una furibunda mirada a la druida—. Debemos partir hacia Nidus mientras quede bastante de la noche para viajar. Aún nos queda una buena caminata para llegar a casa, según mis cálculos.

El muchacho se cubrió con la prenda mencionada, pero no devolvió el bebé a la druida.

—Llevo mucho tiempo deseando tener un hermanito, padre. Por favor. Debemos cuidar de él.

Daeghrefn no habría podido negarle a Abelaard nada más que aquello. Nada más, pero aquello sí.

—No —respondió.

La druida dio un paso al frente y apoyó una mano en el hombro del muchacho, al tiempo que una idea se formaba en su mente.

—No, Daeghrefn —empezó a decir en un seco tono admonitorio—. Te quedarás con este niño y lo cuidarás bien. Si lo abandonas, o haces algo peor, todos tus vasallos sabrán de tu cornamenta. ¿Y quién iba a obedecer a un hombre en tales circunstancias? No puedes rebajarte así ante ellos, ¿verdad?

Los oscuros ojos de Daeghrefn se clavaron en los de L’Indasha, y ella supo que había salvado el abismo del odio eterno del hombre.

Y la vida del niño.

—Nidus está a unos quince kilómetros de aquí —informó con insistencia, manteniendo calmosamente su expresión vacía—. Ya has comprobado cómo está el tiempo. Ya has desafiado bastante a la tormenta por esta noche.

Daeghrefn desvió la mirada y se quitó las botas. Por un momento, la esperanza renació en L’Indasha, hasta que la druida comprendió que el hombre sólo pretendía secarlas al fuego, preparándose para el largo recorrido a través de las montañas.

—Ya sabes lo que se cuenta —empezó a decir pausadamente la druida— sobre estas montañas en invierno.

—No tengo tiempo para cuentos de viejas —protestó Daeghrefn.

L’Indasha no se amilanó. Habló a Daeghrefn de caballos congelados, de las docenas de viajeros perdidos irremediablemente. Le habló de los bandoleros enterrados bajo el hielo como insectos en una gota de ámbar de un millón de años de antigüedad. Durante todo ese tiempo, siguió ejerciendo una suave presión sobre el hombro del niño. Daeghrefn no escuchaba, pero Abelaard sí.

Como ella sabía que ocurriría.

Y con eso bastaba. Cuando Daeghrefn volvió a calzarse las botas y se dirigió a la entrada de la caverna, el muchacho permaneció junto al fuego.

—¿Padre? —preguntó, cono voz débil e insegura.

Daeghrefn se volvió con precaución.

—¿No podemos pasar la noche aquí, nada más? —suplicó Abelaard—. Nos fuimos del castillo de Laca hace diez días. Ya estamos lejos del lugar malo. Mañana podremos irnos todos a casa. El bebé también. Por favor, padre.

Al contemplar los ojos hundidos de su hijo, algo pareció cambiar y suavizarse en el caballero. Fue algo repentino e imprevisto, como una línea de infantería que se viera rebasada en plena batalla campal. Los hombros de Daeghrefn se hundieron, y lentamente se quitó los guantes empapados.

—Supongo, Abelaard —empezó a decir—, que descansar una noche aquí no nos hará daño, a estas alturas. Pero sólo por esta noche, entérate bien. Volveremos a casa, a Nidus, por la mañana, con tormenta de nieve o sin ella.

—Una noche es cuanto necesitáis —intervino la druida, más para animar al muchacho que para informar a Daeghrefn—. Las tormentas suelen pasar deprisa por esta región; mañana lucirá el sol y no encontraréis obstáculos en vuestro camino.

—Partiremos hacia Nidus en cualquier caso —insistió el caballero, con la vista fija en las llamas.

L’Indasha sepultó a la difunta en el rincón más alejado de una caverna lateral, a gran profundidad en el blando suelo de arcilla, mientras Daeghrefn se enroscaba entre mantas junto al fuego y Abelaard alimentaba al recién nacido con algo que la druida había mezclado y calentado a tal efecto.

Cuando acabó de recitar las oraciones fúnebres, todos se durmieron. Dos veces en aquella noche despertó L’Indasha: una a causa del rugido del viento sobre la alta meseta, que transportaba los gritos de una docena de viajeros extraviados en las colinas de Estwilde, más allá de toda posibilidad de auxilio, y otra cuando el bebé se inquietó y empezó a gimotear. Fue el llanto del bebé lo que desveló por completo a la druida. Empezó suavemente y fue aumentando sin cesar hasta que L’Indasha oyó que la voz de Abelaard se unía tímidamente a la otra cantando una nana solámnica. La voz del niño era frágil y tenue, en medio del rugido del viento que azotaba las colinas circundantes.

«Que vuestros dioses os guarden —pensó L’Indasha, protegiendo con un discreto conjuro sus oídos de los lastimeros gemidos del niño que resonaban en el centro de la caverna. Si vuestros dioses tienen algún poder, que os guarden en los días venideros».