APENAS estábamos equipados para emprender el gran viaje hacia nuestra nueva vida. Cécile me dio una maleta Samsonite con algunos productos de aseo, mientras que el cónsul le pidió que nos consiguiera ropa de abrigo, porque llegaríamos a Francia en pleno mes de noviembre. En el mercado de la calle Catinat me compró un chaleco de punto de lana que todavía conservo como precioso recuerdo. Jean-Jacques heredó un jersey y alguna ropa que había pertenecido al marido de mi amiga, así como una pequeña calculadora, con funciones de reloj y despertador musical, que le gustaba muchísimo. Yo no poseía nada más que nuestros billetes de avión, algunos dólares y el billete de metro que me habían dado mis benefactores del Comité Internacional de la Cruz Roja. Escondí cuidadosamente el dinero en el dobladillo del pantalón que llevaba encima, porque al parecer los aduaneros vietnamitas, muy meticulosos, registraban de la cabeza a los pies a todos los viajeros que abandonaban el país y les confiscaban todos los objetos de valor.
El 15 de noviembre de 1979 llegó el día D. El cónsul y el director de Air France en Hô Chi Minh nos acompañaron al aeropuerto. Muchos vietnamitas partían hacia París y, mientras esperaba en la fila, comprobé con mis propios ojos el celo excesivo de los aduaneros, que registraban a todos los pasajeros, vaciaban el contenido de las maletas, palpaban y sopesaban el contenido de cada objeto. En ese momento sentía pánico al pensar en el dobladillo de mi pantalón. Cuando nos acercábamos a la puerta de embarque estaba muy inquieta. El cónsul tomó mis billetes de avión y se los tendió al agente que estaba tras la puerta de embarque, al igual que nuestros pasaportes, que un aduanero examinó durante un buen rato. Se hizo un pesado silencio. Pasaron varios minutos que me parecieron un siglo. Tenía la impresión de que el mundo había dejado de girar. Después, tras dos grandes golpes con el tampón, el funcionario nos miró fijamente a mí y a Jean-Jacques y nos hizo una señal para que pasáramos, sin mirar siquiera la maleta que el cónsul deslizó lentamente sobre la mesa. ¡Qué sorpresa! Pero también ¡qué alivio!
Les di las gracias muy calurosamente a mis acompañantes por su gentileza y su valiosa ayuda y ahí estábamos, en la zona de tránsito, entre dos mundos. ¡Yo sólo conocía Francia por los libros y los profesores de geografía e historia que me habían hecho repetir tantas veces: «Nuestros antepasados los galos…»! Soy un producto puro del colonialismo y el mestizaje.
Al montar en el Boeing 747 que debía llevarnos a nuestro nuevo destino, de pronto me di cuenta de que iba a abandonar definitivamente esa parte del mundo en la que había vivido treinta y cinco años de mi vida, llena de recuerdos agridulces, y de que me marchaba hacia lo desconocido. De repente, me invadieron sentimientos contradictorios: nostalgia, alivio, serenidad porque éramos libres como el viento, pero también angustia e inquietud. No compartí mis temores con Jean-Jacques, pero intuía lo que nos esperaba ya que, durante cuatro años, había estado separada de todo y me preguntaba cómo conseguiría integrarme en una sociedad que debía descubrir. Y más todavía porque antes de marcharme de Phnom Penh, un miembro de la delegación de Socorro Popular Francés me había advertido: «¿Qué harás en Francia, Denise? Hay un millón de parados en este momento. En tu lugar, yo me quedaría en Camboya, hay tanto que hacer». Por supuesto, yo también tenía mucho que hacer, pero no en ese lugar donde había sufrido tantas atrocidades… Me decía que tenía suficiente fuerza física y moral para seguir adelante. Después de haber luchado tanto para sobrevivir, no me daba miedo buscar trabajo. Si hacía falta, ¡sería limpiadora o barrendera! Mientras el avión despegaba, sólo le pedí a Dios que me diera la salud necesaria para continuar el combate.
Durante el vuelo, nos trataron como a príncipes. Un pasajero australiano, al corriente, a todas luces, de mi historia, y con el que entablé conversación, me ofreció incluso una copa de champán para festejar haber descubierto mi país. Jean-Jacques, siempre silencioso, se contentaba con observar, con aire feliz y aliviado. Comía con apetito todas las cosas buenas que le servían. Las azafatas nos dieron regalos de recuerdo y le ofrecían juegos a Jean-Jacques para pasar el rato.
En Bangkok, ejercí de intérprete para anunciar a los vietnamitas que no entendían francés que la escala duraría una hora pero que no podían bajar. Sólo podían los europeos y los pasajeros de otras nacionalidades. Mi hijo y yo aprovechamos para hacer algunas compras con los valiosos dólares del Comité Internacional de la Cruz Roja que había sacado de mi dobladillo tras el despegue.
La segunda escala fue en Abu Dabi. No sé por qué, pero la evocación de ese nombre, como el de Dubái, me recordaba los sueños de mi infancia pobre y huérfana. Esa vez no abandonamos el avión. Miraba por la ventanilla, impresionada por la extensión de arena que se vislumbraba a lo lejos. Era la primera vez que veía el desierto y la primera vez que veía subir al avión pasajeros árabes vestidos de blanco con la cabeza tapada. Descubría un nuevo mundo.
El 16 de noviembre de 1979, a las once de la mañana, el avión aterrizó en Roissy-Charles-de-Gaulle. El piloto anunció «temperatura exterior: dos grados, precipitaciones en forma de nieve». Sorpendentemente, al llegar no había ningún control aduanero o de policía, así que pasamos como una carta en correos. Y, felicísima sorpresa, toda mi familia, avisada por el Ministerio de Asuntos Exteriores, estaba allí para recibirnos con gruesos abrigos: mi hermano mayor Henri, con sus cinco chicos, mi hermano Bernard y mi hermana Lydie, con su marido Gilbert. Aquella era mi familia en el extranjero, mi familia «extranjera» que conocía por primera vez, salvo Lydie. Tendríamos que aprender a conocernos. Todos se mostraron adorables, muy acogedores, dispuestos a ayudarnos y apoyarnos moralmente. Pisé el suelo francés preguntándome qué nos esperaba, pero también pensaba que no podría ser peor que lo que habíamos vivido. Me sentía en una nube y todavía no me daba cuenta de que había conseguido mi objetivo: me había marchado de Camboya.
En el camino que nos llevaba a casa de mi hermano en Plaisir, la nieve caía en abundancia. Era la primera vez que Jean-Jacques y yo veíamos la nieve. Al día siguiente a nuestra llegada a casa de Henri, seguía cayendo en pequeños copos. Jean-Jacques salió al jardín en pijama, descalzo, y abrió la boca para probar los copos blancos, bajo la mirada asombrada y divertida de sus cinco primos…
También recuerdo mi estupefacción ante la escudilla del perro de la casa. Pocos días después de nuestra llegada, por la mañana observaba a mi cuñada mientras preparaba una olla de arroz con zanahorias, puerros y gruesos pedazos de carne de vaca, convencida de que esa comida era para la familia. Cuando supe que era para el perro, me faltó poco para caerme de espaldas. En Camboya, en tiempos normales, se alimentaba a los perros con las sobras de la comida. ¡La cara de asombro y mi aire escandalizado provocaron la hilaridad de todo el mundo, especialmente de mi cuñada!
Al cabo de una semana, me llamaron del despacho del ministro de Asuntos Exteriores. Me recibió un asesor técnico, le conté el drama que había vivido y le comuniqué mi agradecimiento hacia los vietnamitas. Quería que el mundo entero conociera los horrores que se habían producido en Camboya y que la opinión pública supiera que, sin la intervención de Vietnam, todos los camboyanos habrían sido eliminados. El asesor no pareció tomarlo en consideración y me dio a entender, cortés, que de momento no debía obsesionarme con esos asuntos, que era mejor olvidar, que me ocupara de mi salud y encontrase un trabajo. Precisamente el departamento iba a ayudarme a recolocarme en el seno de la «casa grande». Todas esas atenciones me emocionaron mucho, pero no entendía por qué no podía elogiar a mis salvadores vietnamitas. Hoy, con la perspectiva del tiempo y al releer los archivos de prensa de esa época, constato las opiniones encontradas de la comunidad internacional sobre la cuestión. Todo eso dependía de la política y yo no quiero mezclar las cosas…
A la espera de encontrar un trabajo, acompañé a una religiosa que había conocido en Phnom Penh, la hermana Françoise Vandermersch, responsable de la asociación Échanges-revues para Vietnam, Laos y Camboya, a reuniones para informar a los franceses de los hechos que habían ocurrido en los arrozales camboyanos. Un día de diciembre, me llevó a Guéméné-Penfalo, un pequeño pueblo de los alrededores de Nantes. Tenía la misión de contar lo que había vivido y cómo había salido con la ayuda de los vietnamitas. Al final de la velada, un sacerdote de ojos azules y sotana se acercó y me murmuró al oído en un camboyano perfecto: «Pequeña, le aconsejo que no cuente nunca lo que acaba de decir esta noche. Tenga mucho cuidado en el futuro, si no… puede tener problemas». Después desapareció. Presa del pánico, a pesar de las palabras apaciguadoras de Françoise, decidí dejar de ayudarla.
La actitud del asesor técnico del Ministerio de Asuntos Exteriores y la advertencia de ese misterioso sacerdote me inquietaron profundamente; la psicosis de angustia creada por el régimen que había sufrido hizo el resto. Me callé, al menos en público, durante más de veinte años. Hasta ahora.
Dos semanas después de nuestra llegada, Henri matriculó a Jean-Jacques en el colegio de Plaisir. A los quince años, debería haber cursado tercero. Sin embargo, tuvo que empezar, con una exención, en sexto. En casa sus primos lo ayudaban mucho y al año siguiente consiguió hacer el programa de quinto pese a sus cuatro años de retraso. Tendría que hincar los codos.
Me esperaban otras preocupaciones materiales. No tenía trabajo y, si quería obtener un seguro médico para los dos, debía registrarme en un centro de acogida para los franceses del extranjero, y no podía llevar allí a Jean-Jacques, así que lo dejé por tanto en Plaisir, al cuidado de mi hermano mayor, Henri. Nueva separación, esta vez provisional. Jean-Jacques no parecía muy seguro, pero le expliqué las razones de mi partida y le aseguré que volvería todos los fines de semana. Sabía que con sus cinco primos estaba en buena compañía.
El caso es que me embarqué en una nueva expedición. El Centro de Franceses del Extranjero me dirigió al centro de tránsito de Sarcelles para pasar la primera noche, hasta que me encontraron una habitación en un albergue de la región de París. Me acuerdo de esa tarde triste y brumosa de diciembre en la que llegué al albergue, acogida de manera glacial por las responsables femeninas, que me miraron de la cabeza a los pies y que, para darme un abrigo y un par de zapatos, me preguntaron abruptamente: ¿talla?, ¿número? Pero yo, que llegaba de un país en el que la ropa y los zapatos se hacían a medida, fui incapaz de precisar tales detalles a mis nuevas compatriotas. Resultado: me dieron lo que tenían más a mano. Un poco más tarde, después de una cena frugal y solitaria en la cantina del albergue, me paseé tristemente por las calles desiertas de Sarcelles. A modo de abrigo llevaba una bata de lana de color marrón, demasiado grande y demasiado larga, y en los pies unos zapatos del cuarenta. Parecía una mendiga a la que acabaran de vestir deprisa y corriendo.
Al día siguiente, me transfirieron al albergue de Montigny-lès-Cormeilles, en el valle del Oise, donde permanecí tres semanas. Me asignaron una habitación con un lavabo, una cama, una mesa y una silla. Los retretes, la ducha y la cocina eran comunes. Con los treinta francos al día que recibía como subsidio, me alimentaba de pan, camembert y plátanos… La situación era muy triste, pero tenía que pasar esa prueba para disponer de asistencia médica y ayuda en la búsqueda de empleo. De todas maneras, era mil veces mejor que mi choza de Loti-Batran. Y Henri no me abandonó. Los viernes por la tarde, acudía a buscarme para que pasara el fin de semana con Jean-Jacques y el resto de la familia.
Debo confesar que, pese a mi gratitud hacia Francia, mi tierra de asilo, mi moral estaba en su punto más bajo. Aun así, no me desanimé, si bien el universo idílico que siempre me había hecho soñar, que todavía hace soñar a tantos seres humanos del Tercer Mundo, sólo fuera un espejismo, porque había que trabajar duro, luchar cada día para no ser engullido, para ser aceptado y llegar a integrarse. ¿Pelear? No hacía otra cosa desde 1975, más o menos…
No quería y no podía quedarme inactiva demasiado tiempo. Una semana después de mi llegada al albergue, me puse a buscar trabajo, para disgusto del jefe del centro, que no entendía mis prisas. Decidí dirigirme a mi último empleador en Phnom Penh, la dirección general de relaciones culturales del Ministerio de Asuntos Exteriores, aunque sólo me hubiera contratado en 1974 como trabajadora local. La respuesta no se hizo esperar, fue absolutamente desalentadora. De manera muy paternalista y a la vista de mis diplomas y referencias, el director general sólo podía sugerir que me presentara a las oposiciones de funcionarios del ministerio de categoría A o B. Para alguien que haya crecido y estudiado en Francia, la palabra «oposiciones» tiene significado, pero para quien pone los pies en el país por primera vez, recién salida del bosque, no resultaba nada clara. Más tarde supe que para aprobar una oposición antes había que seguir una formación específica; en una palabra, volver a estudiar. Sin embargo, en mi situación, la prioridad era encontrar un trabajo porque no tenía ahorrado ni un céntimo.
Desesperada por esta respuesta, me armé de valor y escribí al Presidente de la República, Valéry Giscard d’Estaing, para exponerle mi situación. Este respondió sin demora a mi correo, informándome de que había solicitado al Ministerio de Asuntos Exteriores que volviera a examinar mi expediente. Todavía recuerdo la cara de asombro de mi hermano cuando abrió la puerta al gendarme que me traía la carta del Elíseo, porque no le había puesto al corriente de mi gestión. Gracias a su valiosa intervención, conseguí salir del abismo. Miche Deverge, mi antiguo jefe en la embajada de Francia en Phnom Penh, con el que había trabajado algunos meses, no dudó en darme mil francos, una suma enorme en la época, cuando se enteró de mi regreso del infierno. También les habló de mí a sus amigos, que me mandaron regalos. Todas esas ayudas tan valiosas me permitieron salir a flote poco a poco.
Unas semanas después, me convocó la dirección de personal del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde, tras pasar un examen de mecanografía, me ofrecieron un contrato temporal como secretaria. Acepté sin rechistar. Estaba demasiado contenta por haber conseguido un trabajo, pero la situación no era muy tranquilizadora, porque la responsable de la dirección de recursos humanos, a la que no le había sentado bien mi gestión con el Eliseo, me recordaba a todas horas que mi contrato podía no ser renovado, porque esperaban la llegada de cierto número de admitidos en la última oposición.
Aterrada pero aferrada a ese valioso trabajo, decidí aprender taquigrafía, lo que resultó una verdadera carrera de obstáculos. En efecto, el ministerio daba cursos, pero sólo para personas que ya conocieran el método y ese no era mi caso. Y, con un sueldo de setecientos francos, no podía seguir una formación completa en Pigier, porque costaba tres mil quinientos francos. Fui a la librería Gilbert Jeune y compré un método de Prévost-Delaunay de segunda mano. Desde entonces, me apliqué sin descanso, hasta medianoche o la una de la madrugada, incluidos los fines de semana, sentada encima de cajas de cartón vacías, porque la vivienda de alquiler de protección oficial que acababa de obtener en Val d’Argenteuil estaba vacía en sus tres cuartas partes. El albergue nos había dado generosamente dos pequeñas camas de hierro, dos colchones, sábanas blancas, dos colchas y dos almohadas, así como dos vasos, dos platos, dos juegos de cubiertos, una olla, una sartén, una palangana, un cubo de plástico, una escoba pequeña, un recogedor y una cocina de gas. ¡Un verdadero lujo! Viví así un año, ahorrando cada céntimo, antes de poder equiparme bien; el único capricho que me permití fue una pequeña radio que usaba para mis ejercicios de taquigrafía. Respecto a la ropa, llevaba la que nos daban los amigos de la familia, sin preocuparme demasiado por mi apariencia.
Tras seis meses de trabajo duro, completé el método de aprendizaje. Ya sólo tenía que adquirir velocidad, así que envié una petición al servicio de formación del ministerio, pero el responsable me miró con aire burlón cuando le confesé que acababa de terminar el método: «¿Sabe que los cursos están reservados a los alumnos que hacen un mínimo de sesenta o setenta palabras por minuto? ¿Cómo va a seguir si no tiene velocidad? ¡Usted va a retrasar a todo el mundo!». Sin permitir que me desmoralizara, le rogué que me dejara matricularme y le prometí que haría todo lo posible para no perturbar la clase. Aunque parecía poco convencido, me dio una oportunidad. Las primeras clases fueron difíciles de seguir. Afortunadamente, la profesora se mostraba amable y comprensiva. Aceptó prestarme cintas de dictado que yo escuchaba una y otra vez todas las noches, mientras intentaba transcribirlas taquigráficamente.
Al cabo de otros seis meses de trabajo intensivo, al fin pude inscribirme en la primera oposición para ser mecanógrafa-taquígrafa. Primer intento, primer fracaso. Después, la tercera vez, un año y medio más tarde, aprobé por fin la famosa oposición y la titulación. Me sentí muy orgullosa y, sobre todo, aliviada. Poco a poco me familiaricé con los engranajes del ministerio y conseguí comprender lo que significaba una oposición y más tarde me presenté a varias para mejorar mi situación. Con mi salario de trabajadora de categoría C, conseguía vivir decentemente, pero para embellecer el día a día y darle un poco más a Jean-Jacques, no dudaba en hacer trabajos de taquígrafa todas las tardes, y hacer guardias los sábados por la mañana en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en el Quai d’Orsay, durante casi diez años.
Aunque esa vida cotidiana pueda parecer difícil, no representaba nada comparada con el infierno que había atravesado. Y, además, habíamos encontrado una familia que nos daba un gran consuelo moral. Mi hermano Henri ayudó muchísimo a Jean-Jacques en sus estudios y mi hijo terminó adoptándolo como el padre que había perdido demasiado pronto. Unos años más tarde, en 1986, sufrimos otro tremendo golpe emocional con el brutal deceso de Henri, vencido por una crisis cardiaca en una velada entre amigos. En ese momento, Jean-Jacques estuvo a punto de estrangular al médico de urgencias, pues no entendía que fuera incapaz de salvar a su tío. Después de esta nueva pérdida, estuvo abatido mucho tiempo y se mostró más reservado que nunca respecto a sus emociones…
No obstante, siguió trabajando en la escuela sin descanso, sin quejarse, con la ayuda de sus primos y algunos profesores caritativos que vivían en el vecindario, y poco a poco consiguió superar su retraso y seguir un ciclo escolar normal. Contra viento y marea, como en los campos, consiguió un lugar bajo el sol.
Sí, no cabe duda, en noviembre de 1979 era feliz de verdad al ver cómo mi hijo, ese chico de quince años ya tan maduro, retomaba el camino de la escuela y la vida normal de los jóvenes de su edad; feliz por tener de nuevo un trabajo, una familia, salud y fuerza, feliz de ser libre, simplemente feliz… Y siempre agradeceré a Francia que nos acogiera y ofreciera una vida mejor.
Abandoné el Tercer Mundo, con su séquito de miserias y desgracias. Dejé allí los años más hermosos de mi vida, para resucitar en una sociedad de otra dimensión, una sociedad despiadada que avanza a cien kilómetros por hora, en la que hay que defenderse todos los días, luchar sin cesar, asumir desafíos a cada instante sólo para vivir.
Otra forma de combate…