El juicio

A principios de abril, los vietnamitas me informaron oficialmente de que estaba convocada como testigo en el juicio contra los jemeres rojos que tendría lugar en Phnom Penh, pero no precisaron la fecha. Yo estaba encantada, porque me permitiría volver a Phnom Penh, desde donde me resultaría más fácil acelerar las formalidades para mi partida, por lo que esperaba con impaciencia el día D. Todas las mañanas, al abrir los ojos, me hacía la misma pregunta: ¿iré hoy o no? Siempre la misma incertidumbre. Los días y luego los meses transcurrían y nunca pasaba nada. Un poco desanimada por la espera, visitaba al doctor Mu casi a diario, lo inundaba de preguntas, pero él no sabía nada o no quería decir nada, se contentaba con repetir incansablemente: «No sé gran cosa… Sólo esté preparada». Yo estaba preparada desde hacía meses, desde que se supo la noticia. Un pequeño petate con algo de ropa y efectos personales esperaba. La idea de la separación entristecía a mi amiga Hong, porque sabía que no volvería a verme. Una vez en Phnom Penh, el regreso a Siem Reap sería imposible.

Hasta que una mañana del mes de agosto, cuarenta y ocho horas antes del juicio, se produjo el milagro. Al amanecer, dos bô-dôi acompañados por dos vietnamitas vestidos de paisano[44] vinieron a buscarnos en jeep a mi hijo y a mí. Una semana antes, los demás testigos camboyanos habían ido a Phnom Penh por carretera. Pese a la emoción, me entristeció separarme de Hong, que después de nuestra liberación se había convertido en una hermana para mí. A Hong le impresionaron mucho los militares y parecía un poco inquieta, se preguntaba si de verdad nos llevaban a Phnom Penh. Yo no estaba preocupada en absoluto, los seguí con toda confianza. El jeep se dirigió al aeropuerto de Siem Reap, donde nos esperaba un helicóptero militar. Cuando vi el aparato, tuve un momento de espanto, porque nunca había viajado en avión, ¡y menos en helicóptero! Nos sentamos flanqueados de nuestros dos guardaespaldas, yo un poco preocupada, Jean-Jacques sin decir palabra. ¿Estaba contento de volver a Phnom Penh? ¿Tenía miedo? No lo sabía y no lo sabría jamás, porque nunca hablaba de su estado de ánimo. Todavía hoy se diría que se ha cerrado respecto a esos cuatro años de infierno… El vuelo duró más de lo previsto. Escuchando la conversación del piloto vietnamita por radio, comprendí que nos habíamos extraviado un poco y nos encontrábamos sobre la frontera tailandesa. No tenía ni idea del riesgo que corríamos y me dejé llevar con total tranquilidad.

Una hora después, llegamos sanos y salvos a Phnom Penh. El helicóptero aterrizó sin problemas en Pochentong[45], donde nos esperaban un coche oficial y autoridades vietnamitas. Por fin volvía a poner los pies en Phnom Penh, tras cuatro años de exilio. ¡Qué emoción al volver a ver esos lugares familiares! El aeropuerto seguía allí, pero ¡en qué estado! La pista de aterrizaje estaba acribillada por los agujeros que habían hecho los cohetes lanzados por los jemeres rojos antes de la caída del régimen de Lon Nol. La torre de control se mantenía en pie, pero los edificios que había a su alrededor estaban completamente desvencijados. Me asaltaron los recuerdos, dulces y amargos. Junto a la carretera que llevaba de Pochentong a la capital, seguían las villas de los ricos, pero estaban abandonadas. Sus propietarios debían de haber muerto deportados o se habían exiliado en algún paraíso.

No pude contener las lágrimas al entrar en la ciudad. Lágrimas de alegría y, sobre todo, de tristeza. Notaba que la ciudad recobraba poco a poco su pulso, pero no borraba las huellas de los cuatro años de horror, crimen y destrucción. La ciudad seguía en un estado de abandono indescriptible. Los anfitriones vietnamitas nos dieron una vuelta, pasamos por el Phsa Thmey, el gran mercado cubierto, a cuyo alrededor crecían los soberbios cocoteros plantados por los jemeres rojos. Los edificios situados en los alrededores estaban totalmente deteriorados. Los jemeres rojos los habían transformado en almacenes, al depositar en cada apartamento muebles y equipamientos tomados de las casas de la capital. Apartamentos enteros estaban llenos hasta el techo de frigoríficos o de televisiones, de planchas, de utensilios de cocina, de muebles, de camas, de sofás, etcétera. Esos monstruos lo habían seleccionado todo, como habían hecho con nosotros. Los coches, completamente desmontados, no eran más que esqueletos abandonados en desorden… ¡Un caos inimaginable! Los jemeres rojos habían exiliado y rechazado todo lo que, según ellos, recordaba al imperialismo y provenía del corrupto Occidente. ¡Sobre ese espíritu querían fundar una nueva nación!

Después los vietnamitas nos dejaron en un hotel requisado para alojar a todos los testigos del proceso. Estaba convenientemente equipado y, durante los días del proceso, comíamos en una especie de cantina. Y, milagro, volvimos a encontrar electricidad y agua corriente, de las que habíamos estado privados durante tanto tiempo. Los abogados vietnamitas también acudieron a ofrecer su ayuda a quienes la desearan para escribir su testimonio en francés o en inglés. Los testigos camboyanos podían hacerlo en camboyano si les resultaba más sencillo. Por mi parte, yo me preguntaba cómo debía presentar mi historia. Me aconsejaron que simplemente contara lo que habíamos vivido y soportado.

El juicio se celebró en la sala Chakdomuk (reservada, en el antiguo régimen, a las veladas artísticas), cerca del palacio real, ante numerosos juristas locales e internacionales. La prensa francesa (FR3 y L’Humanité) estaban presentes. El juicio duraría varios días y yo sólo estaba convocada uno. Mi hijo me acompañó, asistió sin participar. Aquella era la primera vez que comparecía ante un tribunal; estaba abrumada por los recuerdos dolorosos y por un deseo terrible de castigo, de venganza…

Comencé informando de mi identidad al tribunal, después un abogado jemer leyó un resumen de dos o tres páginas del texto que yo había escrito en Siem Reap. Luego me hicieron preguntas. Me contenté con relatar los sufrimientos que había padecido en esos cuatro años, con nombrar a todos los allegados que había perdido y terminé implorando al tribunal que castigara a los culpables. Otros testigos fueron llamados a continuación: unos monjes budistas contaron cómo muchos de ellos habían sido eliminados, porque se les consideraba «bocas inútiles», o habían sido obligados a casarse, pese a sus votos. Después, unos musulmanes contaron cómo la minoría que representaban había sido masacrada, cómo los habían obligado a comer cerdo mientras otros refugiados morían de hambre. A continuación llegó el turno de los antiguos funcionarios, de los maestros —que habían escapado a las ejecuciones ocultando su verdadera ocupación— y de los campesinos; todos habían perdido a su familia. Escuché llorando esos testimonios, todos abrumadores y cargados de graves acusaciones. Todos los testimonios contaban los mismos sufrimientos morales y físicos. Ante la ausencia de los acusados Ieng Sary y Pol Pot, el presidente del tribunal asignó su defensa a dos abogados. Fueron condenados a muerte en rebeldía.

Tras superar esta prueba, mientras esperábamos encontrar trabajo, Jean-Jacques y yo nos quedamos unos días en Phnom Penh. En el juicio, había conocido a periodistas estadounidenses, franceses y a un agregado de la embajada soviética en Vietnam, y les comuniqué mi impaciencia por abandonar cuanto antes esos lugares malditos, al tiempo que les explicaba que aguardaba desesperadamente la intervención de Francia, mi país. De vuelta a Vietnam, el diplomático soviético se apresuró a dar cuenta de mi presencia al cónsul general de Francia en Hô Chi Minh y le preguntó a qué esperaba Francia para sacar de Camboya a una de sus ciudadanas prisioneras. Más tarde supe que el cónsul consideró que yo hablaba demasiado y se mostró algo molesto. Creo que no se hacía cargo de mi situación. Para él la burocracia era la burocracia, ¡había que saber esperar! Sin embargo, la intervención de la URSS tuvo efecto, porque dos semanas más tarde recibí, a través de representantes de la Cruz Roja internacional, una carta del embajador de Francia en Hanoi en la que me informaba de que las autoridades francesas estaban haciendo lo necesario para que pudiera partir y me pedían que tuviera un poco de paciencia.

En Phnom Penh, mis protectores vietnamitas —los dos militares y los dos agentes de policía que me habían escoltado desde Siem Reap— se ocupaban de mí. Un día, me propusieron visitar mi antiguo apartamento. Acepté, con la esperanza de recuperar alguna cosa. Me costó un poco encontrar la dirección, pero mi decepción fue inmensa. El edificio estaba ahí, pero todos los apartamentos habían sido saqueados. En uno de los dos apartamentos que ocupaba mi familia encontré de milagro, colgado en la pared, un cuadro que había pintado Seng con una vista desde arriba del mercado central. Mi pasado resurgió brutalmente y no pude evitar echarme a llorar. Ese cuadro fue lo único que recuperé. Por desgracia, tuve que deshacerme de él cuando me fui de Phnom Penh y se lo regalé a un viejo amigo de Seng con quien me reencontré por entonces.

Otra dura prueba me esperaba tras ese doloroso peregrinaje. Fuimos a visitar el instituto camboyano que los jemeres rojos habían transformado en centro de detención y tortura, el instituto Tuol Sleng. Allí descubrí el inconmensurable horror de las atrocidades cometidas. En el vestíbulo de entrada, los jemeres habían erigido una colina de ropa de hombres, mujeres y niños prisioneros y masacrados. Alrededor, en las paredes, habían colgado sus fotos. Todos llevaban alrededor del cuello un pequeño cartel con un número. Les pasé revista, esperando encontrar la de Seng, pero fue en vano. En otra sala, se desplegaba un amasijo de huesos y cráneos humanos recuperados de las fosas como recuerdo. Cada aula estaba dividida en varias celdas minúsculas que tenían anillos y cadenas en la pared y donde un hombre apenas podía tumbarse. Su crueldad llegaba hasta el punto de consignar en los registros los detalles de las torturas infligidas a los prisioneros. Por ejemplo, podía leerse que a un hombre le habían quemado la lengua con cigarrillos para hacerle hablar, a otro le habían quitado el hígado antes de morir, con un diagnóstico: hígado de buena calidad. Yo siempre había creído que después del nazismo esos horrores no podrían producirse. Y pensar que más tarde, en Francia, periodistas malintencionados y antivietnamitas tuvieron el descaro de decir que Tuol Sleng no era más que una mascarada, una puesta en escena del régimen provietnamita en el poder. ¿Cómo podían tener tan mala fe?

Al salir del instituto, vomité toda la comida.

Unos días después, el policía vietnamita me dijo que, hasta que me fuera, me habían encontrado un trabajo en el Ministerio de Sanidad, instalado en los antiguos locales de la empresa Comin Jemer, donde yo había trabajado. A cambio, tenía derecho a un alojamiento requisado para albergar al personal del ministerio, así como acceso al comedor común donde nos servirían por la mañana, al mediodía y por la noche arroz con prahok (el plato con el que soñaba todas las noches en las que el hambre me impedía dormir) o sopa con tronco de plátano. Podíamos comer allí o llevarnos la comida a casa. Como todavía no teníamos vajilla, no podíamos cocinar. Antes de que Camboya retomara la vida normal desde el punto de vista cultural, económico, médico, sanitario y social, y a la espera de que llegara la ayuda internacional y humanitaria, los vietnamitas siguieron abasteciendo a la población lo mejor que podían de muebles, esterillas, cacerolas, etcétera, sacados de los apartamentos transformados en almacenes por nuestros «guardianes», que cuatro años atrás nos habían dicho que estuviéramos tranquilos, que ellos velarían por nuestras casas.

Jean-Jacques tenía casi quince años y, por tanto, se le consideraba adulto, de manera que el ministerio también le ofreció un trabajo a tiempo completo del que se sentía muy orgulloso. Armado con un fusil, en pantalón corto, con los pies y el torso desnudo, trabajaba como guardia de seguridad en el ministerio.

A mí me nombraron intérprete del ministro de Sanidad en persona, un jemer krom[46], además de jemer rojo de la facción provietnamita.[47] El ministro entendía mejor el vietnamita que el camboyano. Como yo hablaba vietnamita, inglés, francés y jemer, me convertí poco a poco en su «hombre de confianza», lo que no dejó de suscitar los celos de su jefe de gabinete, un camboyano muy culto. Para mi trabajo, necesitaba ropa nueva. El ministro designó a un sastre que tenía la misión de vestir a todo el personal con telas de Vietnam, así que me confeccionaron dos sampots en tela de color malva y dos blusas de algodón a rayas rosas y blancas, colores mucho más alegres que el negro de la ropa que imponía Angkar. Incluso tenía derecho a un par de zapatos nuevos.

El ministro y yo cogimos la costumbre de hablar en vietnamita. Así, cuando el nuevo primer ministro, provietnamita, recibió a una delegación de médicos de OXFAM —una organización no gubernamental con sede en Oxford—, que envió un barco cargado de material médico, medicamentos y leche en polvo, en vez de traducir la entrevista con los visitantes británicos al camboyano, la traduje al vietnamita. Aparentemente, el primer ministro lo comprendía sin ninguna dificultad, pero el jefe de gabinete no estaba contento, y me preguntó después por qué razón me empeñaba en no hablar jemer en presencia del ministro.

El ministro de Sanidad se mostraba muy simpático conmigo y apreciaba mi interés por el trabajo que se me había confiado. Un día me aconsejó leer la biografía de Lenin en vietnamita: un grueso libro que presidía su biblioteca y que me prestó. Yo tenía otras cosas que hacer, pero, para no ofenderle, acepté tomarlo prestado, aunque se lo devolví antes de marcharme sin haberlo abierto siquiera. Todas las tardes, después del trabajo, seguía ayudando a estudiar a Jean-Jacques con los manuales escolares que había tomado prestados. Día tras día, constataba con alegría que su habilidad lectora progresaba enormemente. En cálculo, sólo pude enseñarle las tablas de multiplicar, las cuatro reglas y algunas fórmulas geométricas. La rutina se iba apoderando poco a poco de nuestra nueva vida, una rutina mucho más agradable que el infierno que habíamos conocido.

Al cabo de poco, el ministro supo de mi deseo de abandonar Camboya, pero, consciente de las dificultades que iba a encontrar, me propuso seguir en el ministerio para continuar mi trabajo. Unos médicos de Socorro Popular Francés que llegaron casi a la vez que los de OXFAM me propusieron que trabajara para ellos, pero eso no me disuadió de mi proyecto de marcharme del país. Mi prioridad era Jean-Jacques: sus estudios, su futuro, y para eso estaba dispuesta a ir contra viento y marea y comenzar una nueva vida. Además, ya nada me retenía en Camboya. Si yo debía reconstruir mi existencia, los jemeres debían reconstruir su país, una tarea titánica tanto para mí como para ellos.

Continué por tanto mis gestiones de cara a mi partida hacia Francia. Intenté mostrarme paciente y perseverante. La vida en el ministerio no era monótona. Empezamos a recibir muchas visitas: periodistas, médicos, representantes de organizaciones humanitarias internacionales, como el Comité Internacional de la Cruz Roja.

La ayuda internacional que comenzaba a llegar (medicamentos, leche en polvo, azúcar, material médico) reconfortaba física y moralmente a un pueblo herido y resignado. Algunos médicos camboyanos que habían escapado al genocidio lograron, con la ayuda de los médicos camboyanos, de OXFAM o de Socorro Popular, abrir de nuevo la Facultad de Medicina para formar en poco tiempo a médicos y enfermeras, que el país necesitaba con urgencia. Pusieron en marcha los dos grandes hospitales de Phnom Penh, el hospital Calmette y el hospital chino, así como algunos centros de psiquiatría.

El país abrió sus puertas a los extranjeros, pero seguía reinando una atmósfera de sospecha y desconfianza. El Ministerio de Asuntos Exteriores no dudó en asignar guías para los visitantes, supuestamente para servirles de intérpretes, pero en realidad hacían de espías. Una vez acompañé, con dos colaboradoras del Ministerio de Asuntos Exteriores, a dos médicos de OXFAM a Sihanoukville para recibir un cargamento de medicinas y leche en polvo, una oportunidad de volver a ver esa ciudad costera tan estimada por los camboyanos hasta 1970. Por supuesto, todas las hermosas villas, antiguas segundas residencias de los ricos de Phnom Penh, estaban deterioradas y habían sido saqueadas. La arena de la playa era blanca, pero el bosque había ganado mucho terreno y había mucho trabajo que hacer… El gobierno había requisado y acondicionado la villa del príncipe Norodom Sihanouk para albergar a los visitantes extranjeros y fue allí donde pasamos la noche antes de ir a recibir la ayuda de OXFAM. Todos esos contactos con extranjeros me sosegaban.

Yo asistía con interés a las reuniones y me tomaba muy en serio mi tarea de intérprete, pero cada vez que un periodista francés visitaba al ministro, le entregaba una carta dirigida al ministro de Asuntos Exteriores en París, implorando que hiciera avanzar mi expediente… En resumen, no dejaba escapar ni una tabla de salvación.

Fue así como conocí a Alan Ruscio, corresponsal de L’Humanité, y a dos responsables del Comité Internacional de la Cruz Roja, Jacques Beaumont y Dominique De Ziegler, que me mostraron mucha simpatía y amabilidad. Nos invitaron, a Jean-Jacques y a mí, a tomar un desayuno a la francesa, con cruasanes, mantequilla, mermelada y chocolate caliente en su hotel. Una felicidad indescriptible, porque desde que habíamos sido liberados nuestras comidas diarias se componían esencialmente de arroz y pescado. Y cuando recibieron provisiones, nos ofrecieron tabletas de chocolate con leche y nueces —oro caído del cielo—, latas de cassoulet, de sardinas con tomate… Esos productos aún eran imposibles de encontrar porque, todavía sin una moneda local, los vietnamitas nos seguían abasteciendo con productos de primera necesidad. Por el contrario, el único gran hotel que había vuelto a abrir cobraba a los extranjeros su estancia en dólares.

Pese a todas esas atenciones, el deseo de abandonar el país me reconcomía. Basándome en las informaciones que había recibido de los camboyanos, incluso pensé en ir a Tailandia, pero no estaba muy segura. Cuando les comenté ese proyecto a los amigos del Comité Internacional de la Cruz Roja, me lo desaconsejaron con vehemencia: las carreteras hacia Tailandia estaban cubiertas de minas y también me enteré de que había muchos camboyanos heridos o muertos. Jacques y Dominique me recomendaron con insistencia que esperase hasta que pudiera partir por la ruta habitual.

Después de contar mi historia a todos los periodistas que pasaban por Phnom Penh, empezó a hablarse un poco de mí en Francia y se publicó un pequeño artículo en un número de VSD. Un sábado por la mañana, mi cuñada Maryvonne, la mujer de mi hermano mayor, Henri, buscaba una lectura para el fin de semana y cogió por azar VSD —más tarde me dijo que nunca compraba esa revista— y, gracias a ese artículo, Henri dio conmigo. Lo guio la mano del destino. Una mañana, recibí un telegrama[48] firmado por Henri. Nuevo shock emocional; lloré todas las lágrimas que cabían en mi cuerpo. Henri estaba dispuesto a enviar dinero para nuestro viaje, pero todavía tenía que conseguir un visado de salida de Camboya y Vietnam,[49] y la cosa no parecía fácil. Entonces se me ocurrió pedirle al ministro de Sanidad, mi jefe, permiso para visitar a mi «familia política» en Hô Chi Minh.

Hice la petición a primeros de noviembre de 1979 y, por extraño que parezca, enseguida obtuve la autorización de salir de Phnom Penh, cuando durante nueve meses me habían dicho que nadie podía hacer nada por mí porque Francia no tenía representación diplomática en la capital y las autoridades jemeres y vietnamitas se pasaban la pelota unas a otras en cada gestión que yo iniciaba. Los vietnamitas, que sin duda habían bloqueado mi salida hasta entonces, debieron de pensar que con la historia de visitar a mi familia había encontrado el pretexto necesario. Sin embargo, desde el principio sabían que no tenía ningún pariente en Camboya y todavía menos en Vietnam. En ese momento, no sabía que mi madre seguía con vida y había terminado en Tay Ninh, una provincia vietnamita próxima a la frontera camboyana. Cuando llegué a Hô Chi Minh, ignoraba que ella estaba allí y abandoné el país sin volver a verla.

Una semana antes de partir, confesé el verdadero destino de mi viaje a mis amigos del Comité Internacional de la Cruz Roja. Me dieron ciento veinte dólares en billetes pequeños y Dominique me entregó una carta de recomendación para sus padres en caso de que necesitara encontrar trabajo —su padre era embajador de Suiza en París— y un billete de metro y me dijo: «Toma, Denise, la primera vez que cojas el metro pensarás en mí». Aún no sabía qué era el metro, pero conservé con cuidado aquel billete.

Por fin, el ministro de Sanidad firmó mi permiso: «Espero que no sea una excusa para partir definitivamente y que vuelva en el plazo de diez días, ¿de acuerdo?». Se lo prometí, pero no se engañaba sobre mis intenciones. Así, en vez de dejar que tomara el avión que llevaba de Phnom Penh a Ciudad Hô Chi Minh como yo había previsto, me sugirió guardar los dongs[50] que el ministerio me había dado para el viaje y partir con un convoy oficial que iba precisamente a la frontera vietnamita para distribuir medicamentos a los refugiados jemeres de los pueblos limítrofes.

De modo que salimos el 10 de noviembre de 1979. Por todo equipaje, llevábamos dos sampots y dos camisas para mí y dos pantalones cortos y dos camisetas para Jean-Jacques, nuestra ropa de trabajo. Como zapatos, sólo teníamos un par de chancletas de caucho cada uno, así que, para no gastarlas, hicimos el viaje descalzos, pero daba igual: hacía buen tiempo y estaba muy contenta de poder levar el ancla al fin… El viaje duró veinticuatro horas. A causa del mal estado de la carretera que unía Phnom Penh con la frontera vietnamita, tuvimos que dormir al raso una noche, pero en esa ocasión en un ambiente totalmente distinto: éramos libres y teníamos el estómago lleno. La mañana del 11 de noviembre, tras un buen desayuno, el convoy prosiguió su marcha y hacia las nueve llegamos a la frontera vietnamita.

Tras despedirnos de los médicos camboyanos, Jean-Jacques y yo abandonamos definitivamente el territorio camboyano mientras el convoy continuaba su camino a lo largo de la frontera para ir a los pueblos camboyanos más apartados de la provincia de Svay Rieng. Lo curioso fue que no encontramos ni aduana ni puesto de control y, tras recorrer unos cincuenta metros, nos hallamos, sin sello de entrada, en el primer pueblo vietnamita. Me informé de la distancia y la dirección que había que tomar para ir a Hô Chi Minh. Una lugareña muy amable me dijo que no estaba muy lejos, a menos de diez kilómetros, y me aconsejó ir en bici-taxi. Hacía un tiempo magnífico, el cielo era azul y soplaba un viento suave desde el norte; fue el mejor momento del año. El ministro tenía razón, los dongs me sirvieron para continuar. Llamé a una bici-taxi y le indiqué la dirección de mi amiga Cécile. Como conocía las prácticas del país, negocié el precio de la carrera por prudencia. Y ahí estábamos los dos, en marcha hacia nuestra nueva vida… Yo, aliviada a medida que nos acercábamos a nuestro objetivo; JeanJacques, siempre silencioso, parecía preocupado: él no conocía a mis hermanos ni a mi hermana, pero no hizo ninguna pregunta, se contentaba con seguir. Hablaba poco, se sinceraba todavía menos y yo, demasiado preocupada por nuestro futuro, ni siquiera pensaba en preguntarle o no sabía cómo hacerlo.

Debía de ser mediodía cuando nuestro conductor nos dejó en la dirección indicada. Afortunadamente, era la hora de comer y mi amiga estaba en su casa. ¡Qué sorpresa para ella vernos llegar! Alegría, pero también cierto disgusto, porque íbamos sucios y descalzos. Nos indicó enseguida dónde estaba el baño, después me prestó un pantalón y una blusa y a Jean-Jacques un pantalón corto y una camiseta de su marido. Una vez frescos y dispuestos, nos dio un tentempié y nos pidió que le contáramos nuestra expedición. Al parecer, estaba al corriente de nuestra partida y esperaba que llegáramos por avión y no por carretera. Cuando estuvimos bien descansados y repuestos, propuso llevarnos derechos al consulado general de Francia.

El consulado estaba vigilado como un búnker: había bô-dôi por todas partes. Ningún rostro asiático podía entrar sin enseñar antes la patita por debajo de la puerta. Para pasar la verja, mi amiga nos ocultó en el asiento trasero, porque por muy francesa que fuera, con mis rasgos de nhac no era exactamente un modelo de rubia con los ojos azules. El cónsul general, François Bouchet, me recibió al instante y se mostró muy cortés y aliviado por vernos llegar sanos y salvos. Nos instaló en el pabellón de invitados del puesto, con aire acondicionado y todas las comodidades. Ese lujo repentino después de tantos años en el barro volvió a provocarme lágrimas, pero eran lágrimas de alegría y desahogo por recobrar al fin una vida normal. Jean-Jacques seguía mudo… ¿Estaba tan confiado como yo? Yo notaba que seguía un poco inquieto: iba a abandonar el país de su infancia por un mundo desconocido, donde iba a conocer a parientes a los que no había visto nunca. De hecho, aparte de mi hermana mayor, que había vuelto a Phnom Penh cuando tenía nueve años, yo sólo conocía a mis hermanos por correo. Sí, para mí también era un salto a lo desconocido, pero era tan feliz de estar allí… viva, con mi hijo, segura, lejos del infierno de los jemeres rojos… El cónsul puso a su cocinero vietnamita a mi disposición. «Pídale lo que le apetezca comer, no lo dude, y además tengo un champán muy bueno, pídale todas las botellas que quiera». Pero no aproveché la oportunidad, porque no sabía nada de vinos, pues ¡nunca había bebido! Durante dos días, el cocinero nos mimó con los mejores platos vietnamitas y Cécile se unió a nosotros en esos festines. ¡Jamás olvidaré las primeras sensaciones al recuperar el placer de saborear una comida tan exquisita! Cécile congenió rápidamente con Jean-Jacques, ella le prestó un pequeño radiocasete con una cinta de Mort Schuman y escuchábamos sin parar «Il neige sur le lac Majeur». Durante esa breve estancia en el consulado, sólo salí del puesto diplomático dos veces, para cumplir las formalidades administrativas ante las autoridades vietnamitas, y no tuve tiempo ni ganas de visitar Hô Chi Minh, una ciudad que no conocía.

Al día siguiente de nuestra llegada, el vicecónsul se ocupó de nuestros pasaportes. No teníamos ningún documento de identidad, aparte del visado expedido en Phnom Penh, ni fotos, y estaba fuera de lugar salir del recinto diplomático para hacérnoslas. Al vicecónsul se le ocurrió entonces utilizar una Polaroid. Conseguimos las fotos y en menos de una hora teníamos un pasaporte válido. Pero todavía debía presentarme ante el departamento vietnamita de Asuntos Exteriores para presentar mi petición de visado para salir de Vietnam. Y para eso, tenía que cruzar la puerta del consulado… Todo el mundo parecía un poco preocupado: con mi fisonomía asiática y mal vestida con mi sampot, temíamos que los soldados de guardia me crearan problemas para entrar. Tras una larga discusión, la mujer del vicecónsul propuso prestarme una falda, una blusa y un par de zapatos. El azar hace bien las cosas: teníamos más o menos la misma talla de ropa y de pie. ¡Y ahí estaba yo, transformada en una auténtica europea!

Al día siguiente el cónsul me acompañó ante las autoridades vietnamitas. Yo advertí que no estaba tranquilo. En el departamento de Asuntos Exteriores me recibió, a mí sola, un responsable. No hablaba, o no quería hablar, una palabra de francés, y me obligó a explicarle toda mi historia en vietnamita. Después estudió a conciencia mi pasaporte y mis credenciales camboyanas: «¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¡No hay ningún sello de entrada en sus credenciales!». Sudando la gota gorda, le expliqué con detalle cómo había abandonado Phnom Penh y luego mi viaje hasta Hô Chi Minh. Silencio total. Al cabo de unos minutos que me parecieron una eternidad, se dignó a decir, lacónico: «Bueno, habrá que examinar el archivo, hay que tener paciencia». Me reuní con el cónsul, que me esperaba en el vestíbulo. Todavía preocupado, se preguntaba si la ausencia de un sello de entrada en el país iba a suponer algún problema.

De vuelta al consulado, nos invitó a comer a su mesa. Una delicia, ¡una verdadera comida a la francesa! Después Jean-Jacques y yo volvimos al pabellón para echar la siesta. A las tres de la tarde, el cónsul volvió a su oficina, donde una llamada del departamento vietnamita de Asuntos Exteriores le informó de la formalización de mi visado de salida. No salía de su asombro: de costumbre, había que esperar entre tres semanas y un mes, si no más. Sin duda, yo recibía un trato de favor. Durante casi nueve meses, había removido cielo y tierra para marcharme sin dejar de oír la misma respuesta: «Su país no está representado en Camboya, no podemos hacer nada» o «Pídale a su país que intervenga en Hanoi», pero en un instante la situación se desbloqueó, algo asombroso, aunque yo no pretendía comprender nada, lo único que me importaba era que me liberasen por fin.

Así que ya podía tomar el primer avión hacia Francia. De todos modos, y esta fue la última exigencia de las autoridades vietnamitas, convenía, por motivos diplomáticos, que fuera a ver al jefe de la delegación diplomática jemer Hun Sen en Hô Chi Minh para informarle de mi partida, ya que oficialmente yo formaba parte del personal del Ministerio de Sanidad. Los vietnamitas tenían razón, había que ser diplomático. La cita había sido concertada, sólo tenía que presentarme allí con el chófer del consulado. La entrevista con el jefe del puesto fue cordial: me pidió que le contara a vuela pluma lo que había vivido, se compadeció de mis desgracias y me deseó buena suerte para el futuro. Esa misma tarde, para celebrar nuestra partida, el cónsul general nos llevó a mi hijo, a Cécile, a su marido y a mí al Club de Franceses, donde nos ofrecieron un cordero asado. Qué alegría reencontrar todas esas cosas buenas tras tantos años de privaciones. Tenía la sensación de estar en una nube. La pesadilla había terminado de verdad y esos tres días en Hô Chi Minh parecían un verdadero paraíso.

El único remordimiento que todavía me persigue es que en ningún momento, durante esa breve estancia en Vietnam, se me ocurrió buscar a mi madre. La gente que la conocía y la volvió a ver me ha contado que en 1975, en los primeros días del éxodo, había salido de Phnom Penh hacia el suroeste, en dirección a la frontera vietnamita, y que había llegado a Tay Ninh, una provincia camboyana fronteriza, pero yo lo ignoraba por completo; pensaba que ella también había sido trasladada al infierno de los jemeres rojos y que sería imposible volver a encontrarla. Más tarde, en París, supe, con gran dolor, que había muerto de una crisis cardiaca un mes después de mi paso por Vietnam, en diciembre de 1979. Al llegar a la frontera vietnamita en bici-taxi, había pasado muy cerca de ella, sin verla. ¿Por qué la vida es tan cruel? No me perdonaré nunca no haber hecho nada. No puedo negar que en ese momento sólo me importaba mi propio destino. No tenía más que una idea fija: marcharme, rápido, abandonar ese infierno, irme, salir corriendo, largarme…