A la mañana del día siguiente, refugiados llegados de los campos y los pueblos vecinos nos trajeron noticias frescas. Los vietnamitas habían tomado Phnom Leap y sus habitantes habían abandonado el pueblo, lo que explicaba la precipitada partida de nuestros verdugos.
¿Debíamos quedarnos? ¿Partir? Durante veinticuatro horas mi mente se debatió en el mismo dilema que cuatro años antes, en abril de 1975. ¿Qué sucedería si nos quedábamos? ¿Qué encontraríamos si abandonábamos aquel lugar maldito? Los antiguos camboyanos que eran partidarios de los nearaday y todavía no habían abandonado el lugar intentaban retenernos. «¿Adónde iréis? ¿Quién os manda iros? ¿No sabéis que la muerte os espera al final del camino?». Efectivamente, no teníamos mucho arroz, ni medios de transporte (ni siquiera un carro de bueyes), y la capital más cercana, Siem Reap, estaba a sesenta kilómetros de Loti.
No sabíamos nada de lo que pasaba fuera de aquel pueblo y, aunque ya no teníamos nada que perder y apenas nos manteníamos con vida, estábamos aterrados. Los refugiados que llegaban de los campos cercanos nos contaban que, en algunos pueblos, los nearadey degollaban a unos y mataban a otros a hachazos, para no dejar ningún testigo tras ellos. Recuerdo que con la excusa de hacer una balsa de agua para irrigar los arrozales, los jefes de Loti nos habían hecho excavar una gran fosa, supuestamente para recoger el agua de lluvia. En realidad, habíamos cavado nuestra propia tumba. Y llegado el momento, ¡nos habrían matado y arrojado a todos a esa fosa común! Todavía siento escalofríos de horror cuando lo pienso. Por fortuna, en nuestro pueblo no tuvieron tiempo de terminar su monstruosa tarea antes de huir, pero ¿y si no hubiera sido así?
Al verme dispuesta a largarme, Ta Chea, el traidor de Phnom Penh, intentó disuadirme una vez más: «Tú, yé ponso, morirás en el camino, quédate aquí y espera que vengan a socorrerte». Pero ya no confiaba en él. Me marché como quien se suicida; de todas formas, hiciera lo que hiciera, moriría, no tenía elección. Si iba a morir, prefería que mis viejos huesos fueran sepultados en otro lugar, lejos de aquel maldito bosque.
No me fui del pueblo hasta tres días más tarde, durante los cuales, estando solos, no dudamos en arramblar con la mandioca de los campos, las verduras del huerto común, en resumen, todo lo que nuestros verdugos habían dejado con la precipitación de su partida. También quedaban dos bueyes que los hombres que habían escapado a la purga y los jóvenes mataron y se repartieron. Dos días después, sentí una enorme alegría cuando Jean-Jacques llegó por la noche con los brazos cargados de trozos de carne roja y fresca, que no habíamos probado desde hacía una eternidad. Estaba enferma y muy débil, sin duda, pero también feliz, pues mi hijo seguía allí, conmigo, esquelético, pero había sobrevivido y estábamos comiendo arroz bien caliente y sólido con buena carne de vacuno, salada y asada a nuestro gusto. ¿Todavía un mal sueño? Me pellizcaba para cerciorarme. Pensar que una semana antes compartíamos un pez del tamaño del pulgar, discutiendo por la cabeza porque contenía más grasa… Dios había oído mis plegarias. No nos había abandonado.
Sin embargo, mi organismo debilitado no consiguió asimilar esa abundancia repentina y, en lugar de darme fuerzas, desencadenó una diarrea. Había perdido el hábito de digerir alimentos sólidos y mi cuerpo no retenía lo que comía, lo que continuaría hasta varios meses después de la liberación.
La carne se preparaba de todas las maneras: asada, hervida, en sopa con calabacín y mandioca, hasta salé y sequé un poco para el camino, el camino hacia la libertad, por si acaso. Seguíamos sin saber qué nos esperaba después de Loti. Para tranquilizarnos, sólo podía decirle a Jean-Jacques: «En cualquier caso, no puede ser peor».
Abandonar el pueblo representó una nueva prueba para mi cuerpo agotado y demacrado. Apenas me tenía en pie y sólo me desplazaba arrastrándome sobre el trasero. Afortunadamente, tenía a mi hijo, un hombrecito de catorce años y medio. La desnutrición que le habían impuesto desde los ocho años le había impedido crecer, apenas me llegaba al hombro, pero era muy maduro y me ayudó cuanto pudo. Era él quien llevaba todas las cosas que nos quedaban, sobre todo comida y agua, sobre sus hombros endebles, con ayuda de una pértiga. Estaba tan demacrado como yo, pero aguantaba el golpe y no se quejaba, tenía una moral de acero. En ese momento, caí en la cuenta de que Jean-Jacques había tenido la suerte de no haber contraído enfermedades graves como la malaria, «sólo» había padecido malnutrición.
Tardamos más de dos horas en alcanzar la carretera principal, a tres kilómetros de Loti, pero todavía quedaba lo más duro: atravesar el río. Al llegar ante el puente de madera, recordé mi vertiginosa caída y fui presa del pánico. Era incapaz de avanzar. Jean-Jacques, que ya estaba al otro lado, me suplicaba llorando que hiciera un último esfuerzo. Me armé de valor y, sin mirar hacia abajo, emprendí la travesía a cuatro patas, rogando al cielo que me diera fuerzas para continuar hasta el final. Todavía faltaban dos kilómetros de camino hasta la carretera principal.
Cuando llegamos a la carretera, dudamos, desorientados por completo. ¿En qué dirección debíamos ir? ¿Derecha? ¿Izquierda? ¿Este? ¿Oeste? Después de tres años y medio encerrados «en libertad» en Loti, habíamos perdido el sentido de la orientación, especialmente teniendo en cuenta que en mi vida de «corrupta» nunca había oído hablar de Loti ni de esos lugares pantanosos. Durante todos esos años en cautividad, habíamos ido a los campos en manada, sin intentar saber dónde estábamos respecto a la mayor ciudad del país.
Como el sol empezaba a bajar, decidimos pasar la noche allí. Jean-Jacques fue a buscar un poco de leña, tres piedras grandes para el horno, encontró agua estancada en un arrozal para cocer arroz y asar tres trozos de carne seca. No estábamos solos: otros refugiados, que habían llegado antes que nosotros, por la mañana, acampaban junto a la carretera; ellos tampoco sabían adónde ir. Afortunadamente, el tiempo era agradable. En enero —es la estación buena—, las noches son un poco frescas, pero los días soleados. Después de cenar, Jean-Jacques plantó cuatro estacas para atar la mosquitera; después, sobre una esterilla tendida sobre el suelo, nos dormimos pronto, al fin serenos sólo con pensar que nos habíamos librado de nuestros verdugos. Esa vez, estábamos libres de verdad.
A la mañana del día siguiente, primer despertar sin campana; ¡qué alegría! Pero qué tristeza y qué desolación al ver aquel espectáculo. Por la carretera pasaban carretas tiradas penosamente por bueyes demacrados, cargadas de mujeres, niños y viejos tan esqueléticos como nosotros. Parecía una horda de zombis que regresaba al mundo de los vivos. Una de ellas todavía tenía sitio y aceptó llevarnos, a mí y a mi hijo. De todas formas, antes de montar, le pregunté al conductor, que parecía el jefe del grupo, adónde iba: «A Phnom Leap». Como conocíamos aquel lugar, no dudamos; subimos. Pasamos nuestra segunda noche de éxodo hacia la verdadera libertad en Phnom Leap. Al día siguiente, seguimos a pie por la carretera con los otros refugiados hasta Ta Phon, a pocos kilómetros de Phnom Leap. Yo reptaba más que andaba, y no llegamos hasta el anochecer. Pasamos una tercera noche al raso.
Al alba, las carretas volvieron a partir renqueantes con su carga de viejos y enfermos, mientras los camiones militares vietnamitas, que venían en sentido contrario desde Siem Reap, llevaban sus tropas armadas hacia el frente, donde los combates aún no habían terminado.
En ese momento, un soldado vietnamita, un bô-dôi, bajó de uno de los camiones y se dirigió a nuestro campamento provisional, para darnos algunas recomendaciones en vietnamita. Todos los refugiados se agolparon a su alrededor para escucharle. Yo no había oído el vietnamita, mi lengua materna, desde hacía una eternidad, y me costó un poco comprenderle, porque hablaba con un acento del norte al que no estaba acostumbrada. Aun así, entendí lo esencial: «Siem Reap está lejos, no vayáis a pie, en vuestro estado no llegaréis. Esperad aquí, los camiones dejarán a los soldados más adelante y os recogerán a la vuelta».
Tranquilizados y aliviados, no nos movimos. Efectivamente, veinticuatro horas después vimos cómo regresaban los mismos camiones, vacíos, que cargaron a los muertos vivientes en los que nos habíamos convertido. Al contrario de lo que los jemeres rojos habían intentado hacernos creer, los soldados vietnamitas «caníbales» se mostraron humanos y pacíficos con nosotros. No tenían los dientes negros y no parecían querer comernos. Por el contrario, la piedad se leía en sus ojos. Pese a la corta distancia que nos separaba de Siem Reap, en torno a sesenta kilómetros, tardamos poco más de una hora en llegar, porque la carretera, que llevaba lustros abandonada, estaba sembrada de baches, pero poco importaba la duración del viaje, porque esta vez conocíamos nuestro destino y no nos transportaban como si fuéramos ganado. Nuestros salvadores nos instalaron lo mejor que pudieron, tendieron a las personas más débiles en tiendas militares. Los soldados «caníbales» nos trataban como seres humanos.
Los camiones nos dejaron en Siem Reap, en una plaza rodeada de mangos y poncianas reales. Redescubrí esa ciudad, que antes había sido muy turística y donde yo había vivido un mes, hacía quince años, cuando mi marido había trabajado con Columbia Films en el rodaje de la película Lord Jim.[40] Seng era regidor y responsable del comedor de todo el equipo. Embarazada de Jean-Jacques y todavía sin trabajo, lo había acompañado.
Un tiempo lejano… La ciudad que se ofrecía ante mis ojos se revelaba muy distinta, irreconocible. Las casas, desocupadas desde hacía cuatro años, estaban estropeadas. No había coches, con excepción de las idas y venidas incesantes de los camiones militares vietnamitas. Las calles hervían de refugiados que empujaban renqueantes carretas llenas de todo lo que habían podido sacar de las casas abandonadas: sacos de arroz, botellas de salsa de pescado, latas de conserva y todo lo que habían abandonado los monstruos antes de huir.
Nos costó un buen rato salir de la pesadilla y darnos cuenta de que todavía estábamos vivos y libres, de que los jemeres rojos ya no estaban allí y volvíamos a una vida normal… o casi. Esos salvajes utopistas lo habían destruido todo. No quedaban escuelas, ni hospitales, ni dinero, ni comercios; había que reconstruirlo todo. ¿Cómo podía concebirse semejante locura? ¡Y pensar que esos enfermos habían sido aconsejados y asistidos por el «gran hermano comunista»! ¡Y que durante todo ese tiempo la comunidad internacional no había movido un dedo para detener la masacre! ¿Por qué? ¿Cómo consiguieron los jemeres rojos aislar herméticamente el país de una intervención extranjera durante tanto tiempo? ¿Cómo habían logrado hacer creer al mundo entero que todo iba bien en el país y que sus habitantes vivían felices en un paraíso?
Tras haber superado todas esas pruebas, no dudo en proclamar alto y fuerte que si los vietnamitas no hubieran llegado a tiempo, yo no estaría en este mundo para contar el horror que he visto y vivido. No quiero halagarles, tan sólo quiero mostrar mi agradecimiento a esos soldados que nos sacaron de las garras de ese régimen asesino, que salvaron de una muerte segura a los pocos millones de camboyanos que seguíamos vivos.
Todavía embriagados con nuestra nueva vida y sin saber dónde pasar la noche, vagamos penosamente por las calles de Siem Reap para encontrar un lugar donde extender nuestra estera. Jean-Jacques siempre iba trotando delante con nuestros magros petates sobre sus frágiles hombros. Al llegar a una calle, me encontré con Hong, la amiga china con la que había hecho equipo para la construcción del «dique de las viudas». Su marido había sido asesinado cuando llegaron los nearaday. Había llegado el día anterior con sus dos hijos, un chico de siete años y una niña de cinco años y medio, y había descubierto un lugar para dormir en una casa sobre pilotes y me propuso que mi hijo y yo nos uniéramos a ellos. Desde el punto de vista administrativo, todavía no había nada decidido, ningún catastro para gestionar los bienes inmuebles, ni policía encargada de controlar la identidad; los refugiados ocupaban los lugares que encontraban, a veces haciéndose pasar por los dueños. Íbamos a nuestro aire, mientras los soldados vietnamitas, por su parte, estaban desbordados por la llegada continua y masiva de refugiados, cada uno en peor estado que el anterior.
Instalé a Jean-Jacques en un rincón de la casa y salí en busca de algo de comida, porque ya no teníamos nada que llevarnos a la boca. Era mediodía, el cielo estaba azul y el sol brillaba con un viento suave y fresco que llegaba del norte. Tenía hambre y sed, las piernas apenas me sostenían y vagué como alma en pena por esa ciudad cuyas calles estaban atestadas de carretas y supervivientes esqueléticos. Recogí al pie de los tamarindos los frutos verdes que habían caído.[41]
En una calle me crucé con un soldado vietnamita que llevaba un gran zurrón en bandolera e iba armado con un revólver. Después de comunicarle mi identidad y hacer un breve resumen de mis cuatro años de penurias, le expliqué que necesitaba regresar a Phnom Penh para pedir ayuda a las autoridades francesas.[42] El bô-dôi vietnamita, que era un oficial médico, me miró de la cabeza a los pies con conmiseración: «Lo más urgente de momento es que se mejore aquí. Phnom Penh está desierta y su país, Francia, ya no tiene representación diplomática allí y no puede hacer nada por usted en este momento. Espéreme aquí, ahora vuelvo». Y a continuación desapareció en el tumulto. Sin mucha esperanza, pero demasiado cansada como para continuar mi camino, me senté a la sombra de un tamarindo y esperé pacientemente. De todas formas, no tenía otra cosa que hacer, ni ninguna solución para mi hambre. Pasó un tiempo y volvió como había prometido, cargado con dos grandes paquetes: «Aquí tiene un poco de arroz y carne; coma para recobrar fuerzas. Mañana por la mañana tiene que presentarse en el campamento que hay delante del hospital de la ciudad, donde le darán vitaminas. No dude en venir a verme si necesita ayuda». Y me indicó dónde estaban el cuartel general y el hospital de Siem Reap. Le di las gracias varias veces y me marché más ligera con mis cajas caídas del cielo bajo el brazo, cuyo contenido compartí con mi hijo, con Hong y con sus hijos. El primer paquete contenía arroz caliente y el segundo deliciosos trozos de carne y de pescado salados, secados y asados. Al volver a pensar en esa primera comida todavía bendigo a aquel soldado vietnamita.
Al día siguiente, nos presentamos juntos ante el hospital en el que los bô-dôi habían instalado una especie de tienda con las mesas ocupadas por dos o tres militares vietnamitas, en apariencia médicos. Sin auscultarnos, se contentaron con distribuirnos al principio unas pastillas de vitaminas, arroz, azúcar, pescado seco y una lata de leche condensada por familia. Nuestros salvadores nos recomendaron que volviéramos cada dos días para abastecernos. ¡El paraíso tras el infierno!
Desgraciadamente, mi organismo todavía no conseguía asimilar aquellos manjares y tenía diarrea después de cada comida. Además, no había electricidad ni agua corriente, sólo un pozo de donde se sacaba un agua sospechosa, y tampoco había letrinas. Todo el mundo hacía sus necesidades en una charca seca o en los alrededores.
Al cabo de una semana, empecé a recuperar fuerzas gracias a las vitaminas y a un régimen alimenticio mejorado. Todavía no era gran cosa, pero nuestros salvadores no nadaban en la abundancia y compartían con nosotros lo que tenían a la espera de una eventual ayuda humanitaria internacional. Yo seguía teniendo edema, mis rodillas, hinchadas, parecían de algodón. Me costaba tenerme en pie. Apenas pesaba treinta kilos, pero mi tripa, mis piernas y pies hinchados me daban el aspecto de un elefante. El régimen de multivitaminas y comida le sentó de maravilla a Jean-Jacques. Al cabo de diez días, su edema casi había desaparecido y tenía mejor aspecto. Todos los días, el doctor Mu, el oficial médico, visitaba los distintos campamentos en Siem Reap para repartir vitaminas, prodigar cuidados y palabras de ánimo a los refugiados. Pasaba para conocer las novedades. Esa atención nos subía un poco la moral y nos daba esperanzas. Hong y yo vagábamos por la ciudad todo el día en busca de un trabajo, pero reinaba un desorden indescriptible y nadie sabía quién hacía qué.
Los soldados vietnamitas hacían todo lo posible para acudir en ayuda de los muertos vivientes que llegaban día tras día, mientras proseguían los combates en las provincias fronterizas con Tailandia. Gracias a ellos, poco a poco la vida se organizaba en la ciudad. El único hospital volvió a abrirse para acoger a los enfermos más graves y a los heridos, especialmente a los refugiados que los jemeres rojos habían degollado y dado por muertos, a los que los bô-dôi habían llevado a Siem Reap. Desgraciadamente, todavía escaseaban los médicos y los enfermeros y cuando, en una de sus visitas, el doctor Mu se enteró de que Hong había sido enfermera, le preguntó si estaría dispuesta a trabajar en el hospital. Hong aceptó sin dudarlo y yo aproveché para proponer mis servicios exagerando un poco mis capacidades, porque no quería permanecer inactiva. Me contrataron como auxiliar de clínica y a Hong como enfermera, lo cual nos permitió, a nosotras y nuestros hijos, estar un poco mejor cuidados.
Los vietnamitas habían requisado todos los apartamentos y las casas vacías cercanas al hospital para alojar al personal contratado. A Hong y a mí nos asignaron la primera planta de una casa que aún se tenía en pie pero que estaba completamente abandonada. Sus propietarios nunca regresaron del éxodo. La vivienda estaba casi vacía —los únicos muebles eran una mesa coja y dos viejas sillas— e invadida de telas de araña, pero durante cuatro largos años habíamos tenido que contentarnos con una estera y una mosquitera para el descanso de nuestros cuerpos esqueléticos… Los días siguientes intentamos conseguir camas y algunos utensilios en las casas vecinas que aún no estaban ocupadas. Con unos escobazos, devolvimos la vida a ese triste lugar. Y como los jemeres rojos habían destruido los archivos del catastro, nadie podía reclamar sus bienes todavía. Los refugiados se instalaban como podían: ¡los que llegaban primeros eran los primeros en servirse!
Las instalaciones del hospital estaban deterioradas y no había ni electricidad ni agua corriente. El agua utilizada para la cocina, la limpieza y el aseo de los enfermos provenía del único pozo situado en el patio del hospital. Un poco más lejos, estaba el río, pero ir a cargar agua representaba una tarea suplementaria y nos contentábamos con el pozo. Todos los días llegaban heridos y enfermos y había que remediar lo más urgente. Acampaban en las grandes salas comunes sin camas y sin colchones, tumbados en el suelo sobre esterillas improvisadas. Ayudábamos a los vietnamitas a quitarles el polvo, eliminar las telas de araña, barrer, fregar el suelo. Los locales estaban abandonados desde abril de 1975.
Hong me enseñó a poner inyecciones intramusculares en el brazo. No era muy difícil. Al quinto o sexto enfermo, le había pillado el truco. Los heridos graves, como los que habían degollado los jemeres rojos, eran atendidos al instante por un cirujano vietnamita que cosía la herida como podía. Afortunadamente, poseían un mínimo de productos, porque también debían curar a los soldados heridos que volvían del frente, pero estos últimos no eran hospitalizados en el mismo lugar que los refugiados camboyanos, sino que disponían de otro sitio. A la espera de que llegara la ayuda de Vietnam y de las organizaciones humanitarias, aprendí a utilizar en pequeñas dosis alcohol de noventa grados para las inyecciones, pues sólo quedaban unos litros en reserva, aprendí a esterilizar jeringuillas en agua hirviendo e incluso aprendí a afilar la punta de las agujas usadas.
Al principio el hospital estaba gestionado por los vietnamitas, que consiguieron formar y reunir en un tiempo récord un equipo de médicos camboyanos a los que traspasaron la dirección al cabo de unos meses, cuando todo estaba más o menos organizado. Cuando el nuevo médico jefe camboyano asumió sus funciones, de entrada me resultó desagradable, no sabía por qué… Y el sentimiento, sin duda, era recíproco. Unos días después de llegar, me cambió de puesto para que lavara la ropa de los enfermos, muchos de los cuales padecían diarrea. A menudo, los enfermos habían perdido a su familia y nosotros teníamos que encargarnos de todo. Cambiar a los diarreicos, lavarles la ropa; ese era mi nuevo trabajo. Para ello debía sacar el agua del pozo y, conteniendo la respiración, lavar la ropa interior sin detergente ni lejía; los pies me servían de cepillo para restregar. A mediodía, terminaba mi trabajo, extenuada y asqueada por el olor persistente en mis fosas nasales, hasta tal punto que no podía tragar nada al volver a casa. Al cabo de una semana, empecé a empeorar, pero continué, sin quejarme, cumpliendo esa sucia tarea.
Una mañana, el doctor Mu, que me había ayudado tanto, vino a hacer una visita al hospital y me encontró sacando agua del pozo para hacer mi tarea. Sabía perfectamente que todavía no estaba recuperada y me preguntó, colérico, quién me había mandado hacer ese trabajo y desde cuándo. Después llamó al médico jefe y le ordenó que me relevara de inmediato de esa tarea.
Al día siguiente, mi protector me encontró un trabajo en la farmacia del hospital, que consistía en seleccionar los medicamentos y los instrumentos, tirar los productos caducados y clasificar los que todavía podían servir. Se trataba de un trabajo entretenido y mucho menos agotador que el que tenía antes. Lo terminé en unos días porque muchos productos estaban caducados y no había gran cosa que recuperar, pues el almacén no había sido surtido o renovado desde la llegada de los jemeres rojos. Afortunadamente para mí, los vietnamitas habían conservado el poder de decisión en la organización del establecimiento y el destino del personal; de lo contrario, me habría quedado a merced de ese médico jemer.
Después del hospital, el doctor Mu me propuso otra ocupación: ¡escribir acerca de mi vida durante los últimos cuatro años! Yo no estaba en contra, pero ¿quién iba a darnos de comer si no trabajábamos? «No se preocupe lo más mínimo por eso —me dijo—, mañana, tarde y noche, vendrá a comer a la cantina de los bô-dôi con su hijo. Pondremos a su disposición todo lo que necesite para redactar sus memorias. No intente hacer una novela, tan sólo escriba todo lo que ha visto y vivido, día a día, bajo el régimen de los jemeres rojos».
Acepté la tarea sin discutir, porque permitiría que mi hijo y yo tuviéramos el estómago lleno. Así que al día siguiente me presenté en el cuartel general vietnamita. Un bô-dôi, aparentemente informado de la misión que yo debía cumplir, me instaló sin preguntar nada en una pequeña habitación tranquila, con una mesa y una silla, me dio papel amarillento, papel carbón, lápices y una goma. Cada día, tras desayunar en abundancia con los bô-dôi, me ponía a trabajar, contando, con toda la precisión posible, los acontecimientos trágicos que habían trastornado mi vida.
Necesité varias semanas para llegar al final de mi redacción. La tarea no era fácil, no sabía por dónde empezar y sólo podía escribir unas páginas al día. Además, encontrar las palabras para describir todo ese sufrimiento resultaba muy doloroso.
Cuando puse punto final, el doctor Mu me explicó que esa confesión podría utilizarse en el eventual procesamiento de Pol Pot. Yo no sabía nada de leyes, pero tenía plena confianza en él. Entregué el original de mi manuscrito y guardé una copia obtenida con papel de carbón, que he conservado cuidadosamente durante veinticinco años. Ese es el ejemplar que releo y corrijo ahora, con la perspectiva que da el tiempo.
A continuación el doctor Mu me encargó otro trabajo que me gustaba mucho: traducir del vietnamita al francés cursos para la formación de enfermeros redactados por médicos vietnamitas. Ante la escasez de personal hospitalario, porque la mayoría de miembros habían sido asesinados o habían abandonado el país antes del caos, los médicos vietnamitas formaban a enfermeros y socorristas camboyanos. Pero los cursos estaban redactados en vietnamita y todos los alumnos jemeres supervivientes eran francófonos. Como yo entendía y leía con fluidez el vietnamita, estaba en condiciones de hacer ese trabajo, ¡un ejercicio intelectual que suponía un gran cambio respecto al cultivo, la construcción de diques o la fabricación de abono!
Mi salud mejoró. Estaba tan colmada de vitaminas que al cabo de tres meses casi estaba recuperada, si bien no era algo tan sorprendente, pues devoraba una cacerola entera de arroz en cada comida. Pero como seguía teniendo edema, me pusieron un régimen sin sal, de modo que todas las mañanas, en el desayuno del comedor de los bô-dôi, comía con apetito un gran plato de arroz con pescado frito y azúcar. En esa época, dicha combinación de alimentos me parecía deliciosa. Los soldados vietnamitas comían sobre todo pescado que habían capturado en el río. La carne de vaca o de cerdo seguía siendo un producto de lujo.
En resumen, después del infierno que acababa de abandonar, mi felicidad era casi total. Me sentía libre, liberada, por fin. Hundí en lo más profundo de mi ser la tristeza para seguir adelante, para intentar volver a vivir con normalidad y reconstruir todo lo que esos monstruos habían demolido: en pocas palabras, para empezar de cero. Así, poco a poco, recobré el gusto por la vida gracias a los buenos cuidados de los médicos vietnamitas.
Por supuesto, los servicios que nos prestaban nuestros liberadores no parecían desinteresados del todo. En mí, seguramente habían encontrado un primer testigo no camboyano para apoyar su causa, pero no dudé ni un instante en adherirme a ella si ese proceso podía servir para castigar a nuestros verdugos.
Hoy quisiera expresar mi agradecimiento de todo corazón a esos militares vietnamitas que llegaron a tiempo para mantener con vida a los pocos millones de camboyanos que quedaban. Nos salvaron a mí y a mi hijo. Todos los supervivientes saben a quiénes deben la vida, pero la mayoría no lo quiere reconocer, nadie quiere decir en voz alta lo que todo el mundo piensa en realidad. No puedo testificar sobre lo que pasó después de que me marchara del país, el 15 de noviembre de 1979, pero entre enero y noviembre de ese mismo año, sólo encontré bô-dôi amables, educados, humanos y serviciales, que no ejercieron ninguna presión o coacción sobre los supervivientes, los condenados a los que habían arrancado de las garras asesinas de los jemeres rojos. No fui testigo de ningún acto de pillaje o de violencia. Por el contrario, hicieron todo lo posible para devolver la vida a un país exangüe, devastado, sin economía, ni escuelas, ni élites, ni hospitales…
Siento un profundo reconocimiento y mucho afecto hacia el doctor Mu, el médico militar que se ocupó de nosotros desde el día de nuestra llegada a Siem Reap sin pedir nada a cambio. Era amable y muy capaz. Todavía recuerdo con mucha tristeza que un día, cuando fui a visitarlo, lo encontré llorando. Acababa de enterarse de que su mujer, institutriz, y sus dos hijas habían muerto bajo los bombardeos chinos. El dolor de ese hombre aún me conmueve. ¡Qué amarga injusticia y qué triste ironía del destino! Cuando se ausentó de su país para salvar y proteger a unos desconocidos, perdió a toda su familia, que se había quedado desprotegida en su país…
Siem Reap. Mientras yo traducía los cursos de primeros auxilios, Hong seguía trabajando como enfermera en el hospital y Jean-Jacques echaba una mano a los soldados vietnamitas. Iba a buscar leña para la cocina del cuartel general, la cortaba, iba a pescar al río con los cocineros, les ayudaba a limpiar y vaciar el pescado antes de salarlo y secarlo para su conservación. Todo eso exigía mucho trabajo. Todavía no había pescadores ni redes. Para capturar una gran cantidad de peces en poco tiempo, los soldados tiraban granadas al agua. Sin duda, no era un método muy ecológico, pero se trataba de «arreglar» urgentemente a miles de moribundos… El pescado capturado a diario no duraba mucho: se salaba, secaba o asaba, después se distribuía de inmediato a la población. Se instalaron puntos de abastecimiento en los distintos barrios de Siem Reap y todo el mundo tenía derecho a una ración diaria de arroz, de sal, de pescado, de azúcar y también —milagro— de leche condensada (una lata por familia a la semana), de plátanos y de naranjas, que habían desaparecido de la circulación hacía mucho tiempo. Aún no se había reintroducido la moneda local y, ante la inexistencia de comercio, la población seguía viviendo como una cooperativa.
Durante nuestros dos primeros meses en Siem Reap, todos los productos de primera necesidad distribuidos a los supervivientes provenían esencialmente de la ayuda vietnamita. Todavía no se veía la sombra de una organización internacional o humanitaria. Sólo hacia el mes de marzo dos periodistas o médicos franceses, no me acuerdo del todo, visitaron el hospital para comprobar la situación. Me entrevistaron, hicieron fotos, prometieron que me ayudarían a encontrar el rastro de mis hermanos y hermanas que vivían en Francia y que informarían de mi presencia a las autoridades francesas. Después de regresar a la libertad, el futuro y los estudios de Jean-Jacques me preocupaban de manera casi obsesiva, igual que el hambre en los arrozales. Lo habíamos perdido todo: nuestros seres queridos, nuestra salud y nuestros bienes. No teníamos un céntimo y debíamos empezar de cero, pero seguíamos vivos, teníamos que mirar hacia el futuro. No tenía derecho a bajar los brazos. Debía seguir luchando.
Poco después de mi encuentro con los periodistas franceses, conocí a un famoso escritor vietnamita, Nguyen Khac Vien. Vino a hablarme de mi manuscrito, que serviría de testimonio en el juicio a los criminales, y me aseguró que iba a hacer que se publicara en Europa, con la condición de que suprimiera las páginas en las que evocaba las ideas comunistas de mi marido y su confianza ciega en los dirigentes jemeres rojos. En ese momento, acepté sin comprender del todo las exigencias del señor Vien, que ¡temía que mis palabras condenaran todo el comunismo!
Poco después, vinieron dos periodistas vietnamitas desde Hô Chi Minh para hacer un reportaje sobre el país a fin de alertar al mundo entero. Me filmaron y me interrogaron durante dos días, con la intención de emitir la entrevista en televisión. Como los reporteros no hablaban jemer, yo les hacía de intérprete y de guía en las visitas que realizaron a todos los lugares donde los jemeres rojos habían hacinado a la población. Fue así como emprendí un doloroso peregrinaje a Loti, nuestra antigua «residencia». Las chozas que nos habían alojado seguían allí, un poco deterioradas, pero el bosque empezaba a recobrar la posesión del terreno. Intenté encontrar los lugares donde estaban enterrados los míos, pero desgraciadamente la maleza lo había invadido todo. Decepcionada y triste, acompañé a los visitantes a otros campos que no conocía, situados al norte de Siem Reap, cercanos a las ruinas de Angkor.
Eran visitas siniestras y dolorosas, descubrimientos macabros. Todavía me pongo enferma al pensarlo. En un pueblo, encontramos pozos secos repletos de osamentas humanas; un poco más allá, un cobertizo rodeado de tres enormes fosas llenas de cadáveres en descomposición, cuerpos quemados con cáscara de arroz para fabricar abono humano. Alrededor de las fosas había, apilados y esparcidos, montones de ropa de hombres, de mujeres, de niños, en el aire flotaba el olor nauseabundo de la putrefacción… Horrorizada por esa visión, me quedé muda durante unos diez minutos y empecé a sollozar. ¡Cómo debieron sufrir física y moralmente antes de acabar en esas fosas! Pensé con terror en esas «balsas de agua» que habíamos cavado en Loti…
Dos supervivientes a quienes los jemeres rojos habían obligado a fabricar ese abono humano a la espera de que llegara su turno de ser asesinados permanecían allí. Conmocionados, no habían podido abandonar el lugar cuando llegaron los vietnamitas. Nos dieron un testimonio espantoso. Los yautheas llevaban a sus víctimas, hombres, mujeres y niños, en sus carretas por la noche. Las mujeres y los niños eran separados de los hombres, que debían llevar carros de cáscara de arroz a las proximidades de las fosas. Poco después, se agrupaba a los hombres, las mujeres y los niños en torno a la fosa con los ojos cerrados y los yautheas los ejecutaban dándoles hachazos en la nuca, sin disparos; las municiones eran demasiado caras para Angkar. Los hombres que seguían vivos desnudaban los cadáveres, los arrojaban en las fosas y esparcían las cáscaras: una capa de cadáveres, una capa de cáscara de arroz, y así hasta que la fosa estaba llena, después los regaban de petróleo y prendían fuego. Veinticuatro horas después, acudían a recuperar las cenizas para pasarlas por un tamiz. Las osamentas que habían resistido eran reducidas a polvo a golpe de mortero, las cenizas se almacenaban en sacos de yute para ser esparcidas en los arrozales como abono. Esos monstruos decían que era un abono ecológico y gratuito para las arcas de Angkar. Las tres fosas existentes ardían sin cesar. Si los vietnamitas no hubieran llegado a tiempo, esos dos hombres habrían sido reducidos a cenizas. Habían clasificado la última hornada. Veinticuatro horas más tarde habría llegado su turno.
Encontramos el material que se había empleado en ese trabajo macabro en el cobertizo que había junto a las fosa: tres morteros idénticos a los que se utilizaban para descascarillar el arroz, tamices, sacos de yute vacíos, bidones de petróleo vacíos o medio llenos y, en una esquina, dos sacos llenos de cenizas. Uno de los morteros todavía contenía osamentas que debían ser reducidas a polvo.
La visita a esos lugares resultó un verdadero calvario. Representó un shock moral que me perturbó de tal modo que terminé sufriendo anorexia. Cuando volví a Siem Reap, no pude comer durante varios días y volví a adelgazar. El doctor Mu se preocupó y, al no encontrar ninguna señal clínica durante la exploración, volvió a darme vitaminas. En efecto, era indispensable que mi aspecto mejorase: las autoridades vietnamitas proyectaban reunir el máximo número de testigos en buenas condiciones físicas para el juicio de la camarilla de Pol Pot y de Ieng Sary, y esperaban que yo compareciera.
Mientras tanto, la vida en Siem Reap mejoraba día a día y los periodistas extranjeros eran cada vez más numerosos. Un día, un periodista francés que había llegado desde Hô Chi Minh me trajo un paquete de parte de una antigua colega y amiga de la embajada de Francia en Phnom Penh, Cécile Benoliel, que estaba en el consulado francés de Hô Chi Minh. El paquete contenía pequeñas pastillas de jabón y unas cuantas braguitas, unos objetos de lujo a los que no estaba acostumbrada desde hacía siglos, dos latas de leche condensada y un poco de azúcar blanco refinado; todo ello acompañado de unas palabras de ánimo que me exhortaban a que no perdiera la paciencia ni la esperanza. Al reconocer la letra y la firma de mi amiga, me eché a llorar. ¿Acaso lloraba tanto por haber tenido que refrenar todas mis emociones durante todo ese tiempo? Entonces lloraba por cualquier cosa, era un alivio enorme poder exteriorizar mis sentimientos.
Ese regalo inesperado me colmó de alegría y me tranquilizó. Si Cécile me había encontrado, Francia estaba al corriente de mi existencia y sin duda haría todo lo necesario para sacarnos rápidamente de aquellos lugares malditos, pero las cosas no eran tan sencillas… En el desorden del regreso a la libertad, hubo muchas usurpaciones de identidad. El ministerio de Asuntos Exteriores debía investigar para verificar la información que había dado a los periodistas. Ese trabajo llevaba su tiempo. Estábamos en enero de 1979 y tuve que esperar hasta noviembre para que mi situación se desbloqueara.[43] Entre tres y seis meses de espera, para cualquiera que vive en una situación cómoda, se considera un retraso normal, pero cada día que pasaba en los lugares del calvario me parecía una eternidad. Sólo tenía una idea fija y egoísta: abandonar lo antes posible el país que me había visto nacer, el hermoso país de mi infancia, del que ahora tenía tantos recuerdos dolorosos, para ofrecerle una vida normal y una educación mejor a Jean-Jacques, que se acercaba a los quince años. No quería perder ni un segundo.
Todos los días, después de mi trabajo de traductora en el hospital, enseñaba a Jean-Jacques con unos viejos manuales escolares franceses de primaria que el personal del hospital había encontrado en una villa abandonada: un libro de cálculo y otro de lectura, de nivel elemental; aquello era mejor que nada. Intentaba introducirlo en las materias, para que no se sintiera demasiado perdido cuando nos marchásemos al lugar en el que encontraríamos una vida como la que teníamos antes del infierno.
Pobre hijo mío, que había sufrido tanto y que, después de cuatro años, luchaba tanto como yo para sobrevivir, sin hacer preguntas, sin reproches, sin llorar ni quejarse… Deseaba con todas mis fuerzas que fuera feliz, que recobrara la vida de un chico de su edad. Él era el único tesoro que me quedaba.