El gran desorden

A finales de enero de 1978, supimos que la caprichosa máquina de descascarillado de Phnom Leap funcionaba de nuevo y que había que cerrar las pequeñas fábricas de los sahakârs vecinos. Esa coyuntura no resultaba nada favorable para las mujeres, especialmente para las mujeres de los traidores. Las que estaban casadas con hombres que habían sido trasladados a un campo de reeducación no permanecerían inactivas mucho tiempo. Nosotras fuimos las primeras que enviaron a O’Leap y Lahal Souy para construir diques. Como también éramos culpables potenciales, nos vigilaban durante las horas de trabajo y controlaban nuestro menor movimiento.

¿Por qué esa costumbre de construir diques, que Ta Soy había anunciado el día de su investidura? Grandes ingenieros extranjeros, que habían acudido para prodigar sus consejos en materia de irrigación, habían considerado que estos, al llevar el agua a todas partes, permitirían cultivar las tierras tres veces al año y, por tanto, triplicar la producción. «¡Hay que luchar, camaradas! Con los diques y los canales haremos que prosperen más tierras y podréis comer tres veces al día». Así que los refugiados debían trabajar sin cesar, relevándose día y noche para acabar los trabajos antes de la estación de lluvias. La menor parcela de tierra se transformaría en arrozal… Por desgracia, nuestros esfuerzos quedaron reducidos a la nada y el resultado se reveló catastrófico. Con las primeras lluvias, ¡todo quedó inundado! Deduzco que esos ingenieros eran unos ineptos o que sabían perfectamente que esos diques iban a inundar la región y matar a toda la población que ya estaba condenada por los jemeres rojos.

Mientras tanto, yo estaba en la lista de los que debían partir hacia la gigantesca obra de O’Leap. Aquella habría sido una tarea soportable y factible si hubiéramos gozado de buena salud, pero no en el estado físico en que nos encontrábamos. Vi pasar muy cerca la oportunidad de evitar esa cárcel cuando la máquina de Phnom Leap de nuevo hizo una de las suyas: se detuvo por falta de carburante y hubo que volver a poner en marcha urgentemente las pequeñas fábricas locales. Las pocas mujeres que todavía tenían marido se quedaron en el pueblo y retomaron la tarea del descascarillado. Pensando que le faltaría mano de obra, la señora Mao intentó reclamarme para esa tarea, pero fue demasiado tarde; yo ya estaba registrada en el equipo de construcción de los diques, bajo la dirección del despiadado Ta Soy. Parecía que la suerte se estaba cebando conmigo.

Mi nueva tarea eran verdaderos trabajos forzados. Durante mucho tiempo, tuvimos que picar en una tierra arcillosa, bajo un sol de justicia, sin sombra, sin un río en las cercanías. Para aplacar nuestra sed, no teníamos más que el agua estancada de los arrozales. Las horas de «trabajo» eran siempre las mismas: de cinco a once de la mañana y después, de once y media a cinco de la tarde sin parar. La pausa para el cazo de potaje apenas duraba media hora. No volvíamos a Loti por la noche, sino que acampábamos allí. Las condiciones de vida eran más duras que en el pueblo y, sobre todo, había que evitar quejarse.

La presa empezaba a tomar forma cuando una tarde, durante una reunión de lavado de cerebro, Ta Soy reunió a todo el campo y nos anunció que el dique en construcción se llamaría Tonoup Mimai, «el dique de las viudas». Ante el anuncio de este nombre siniestro, todas las mujeres presentes, yo incluida, nos miramos en silencio unos instantes, comprendiendo sin querer comprender, sin decir una palabra. En ese preciso instante, el chasquido sonaba en una cabeza embrutecida por privaciones, por fatiga, por agotamiento. Un escalofrío de horror me recorrió el cuerpo; dos años y medio después de la partida de Seng, supe oficialmente que lo habían matado hacía siglos. ¿Cómo podían ser nuestros verdugos tan perversos y crueles como para imponernos tal tortura moral? ¿Por qué no nos dijeron sin dobleces la suerte que les habían reservado a nuestros maridos? ¿Por qué tenían que jugar al gato y al ratón? Y el colmo de la hipocresía, puesto que nos habían prohibido reaccionar de ninguna manera a cualquier cosa, fue ¡aplaudir al final del discurso para apoyar lo que Ta Soy acababa de anunciar!

Volvimos en silencio a nuestro campamento, muertas de pena, e intentamos comportamos como si no hubiera pasado nada. La débil esperanza que tenía de volver a ver a Seng con vida se había borrado definitivamente. A mi agotamiento físico se añadía un agotamiento moral indescriptible, pero estaba terminantemente prohibido abandonar nuestro trabajo; de lo contrario seríamos acusadas de sabotaje, de ser enfermas imaginarias, bocas inútiles. Así que al día siguiente y las jornadas posteriores, regresé a la obra para terminar la parte de la tarea diaria que me correspondía.

El llamado «dique de las viudas» debía medir dos kilómetros de largo, tres metros de ancho y cuatro metros de alto. La tierra que debíamos cavar era arcillosa, había que removerla, después alisarla y transportarla hasta el emplazamiento escogido para el dique, con la ayuda de dos cestas de mimbre unidas a una pértiga que manteníamos en equilibrio sobre la espalda. Al comienzo de nuestros trabajos, depositábamos nuestro cargamento en el nivel cero, sin subir, pero a medida que avanzaba la obra, teníamos que escalar dos metros, luego tres, luego cuatro, para vaciar nuestras cestas de tierra, cada una de las cuales pesaba unos diez kilos. Tras unos cuantos viajes, la pequeña colina me parecía una montaña, ya que mis piernas casi no podían llevarme.

Contaba cada día que pasaba. Ya no creía en el paraíso prometido por Angkar tras la victoria sobre los jemeres imperialistas; esperaba el auxilio exterior. Me asaltaban muchas preguntas distintas. ¿En algún lugar del mundo, alguien sabía lo que estábamos viviendo? Aparte de esos aliados cómplices de nuestros verdugos, ¿Francia hacía algo para recuperar a sus compatriotas atrapados en ese tormento? ¿Sabían dónde estaba yo? ¿Había otros franceses en ese infierno?

Al cabo de una semana, agotada por aquel trabajo, volví a caer enferma. Ya no tenía fuerzas para levantar el pico y todavía menos para agacharme y apoyar el palo en la espalda, pero el desalmado de Ta Soy no quería saber nada. No dejaba de acosarme, pues creía que yo fingía mi debilidad para volver al pueblo y me hacía continuar el trabajo. Me arrastraba a la obra, donde apenas conseguía llevar entre cuatro y seis cestas de tierra cada mañana. Estaba tan al límite de mis fuerzas que un día, en lugar de ir a trabajar, corrí el riesgo de escapar al pueblo con la esperanza de encontrar un poco de salvado de arroz en la fábrica y sal, que escaseaba en O’Leap. Mi ausencia habría pasado inadvertida si el cocinero jemer rojo con el que me crucé a la entrada del pueblo no me hubiera denunciado. Cuando volví después de comer, Ta Soy me sermoneó severamente y amenazó con mandarme al oeste sin retorno, mientras me tachaba de imperialista incorregible. En la reunión de autocrítica de esa tarde, me vi obligada a reconocer mis errores ante todas las demás mujeres y prometer que no volvería a hacerlo. «Camaradas, hoy he cometido una grave falta hacia Angkar: no he trabajado. En lugar de trabajar he robado salvado de arroz y sal en Loti. Sé que eso no está bien, que contradice las órdenes de Angkar, pero prometo que no volveré a hacerlo y, si reincido, podéis castigarme». Era completamente falso, porque había mendigado y no robado el salvado y la sal, pero así lo exigía la técnica: si uno había cometido una falta, le convenía pronunciar de inmediato su mea culpa en público, confesar delitos que no había cometido, sin precisar nunca que el hambre era el móvil de la acción. Así, se podía escapar a lo peor.

Tras ese incidente, se acabó lo de ir a mendigar al pueblo. A partir de entonces, aprovechaba la media hora de pausa para ir a recoger espigas de arroz en los arrozales situados a algunos kilómetros de la obra del dique. En cada ocasión, recogía dos o tres puñados y los apartaba cuidadosamente. Cuando conseguía un tazón entero, lo machacaba haciendo un agujero en el suelo. Un tazón de arroz sin descascarillar daba, una vez seleccionado, unos tres puñados de arroz, lo cual era mejor que nada. Para cocerlo a escondidas sin cacerola, envolvía los granos en una servilleta húmeda que enterraba en el suelo, a algunos centímetros, y hacía fuego con las ramillas que había justo encima del agujero recubierto de tierra.

Por culpa de la desnutrición y de tanto trabajar bajo un sol deslumbrante que picaba desde las siete de la mañana a las cinco de la tarde, sufrí durante varias semanas hemeralopía (problemas de visión nocturna), que los camboyanos llamaban «mal de la gallina». Después del atardecer, me quedaba ciega. Tenía una especie de velo blanco delante de los ojos que desaparecía por la mañana, cuando volvía el sol.

Una noche de luna llena Ta Soy nos hizo trabajar en la construcción del famoso «dique de las viudas». Con mis problemas visuales era incapaz de presentarme en la obra, pero él creía que seguía disimulando para no cumplir mis obligaciones. Al cabo de dos días, para cerciorarse, pidió a uno de los yautheas que hiciera una prueba. Este último vino hacia mí sin avisar e hizo como si fuera a darme puñetazos en plena cara. Cuando su puño se acercó a mi rostro y yo no protesté ni cerré los ojos (me lo contaron las otras mujeres, porque yo no lo vi), quedaron convencidos de que realmente sufría el mal y me dispensaron del trabajo nocturno.

Un día en que Ta Soy mandó matar un cerdo para los trabajadores del campo, la mujer del cocinero «soplón», que estaba al corriente de mis problemas de vista y se compadecía de mí, me dio a escondidas un trozo de hígado y me recomendó que lo comiera en siete veces (el siete es la cifra de la suerte para los budistas). Seguí su consejo, asé el valioso trozo de hígado y lo corté en siete trozos que saboreé con deleite. Tres días después, recuperé la vista. Años después, deduje que esos problemas se derivaban sin duda de la falta de vitamina A, que subsané comiendo hígado.

Los días y las noches pasaban y nuestro jefe pensaba que las obras no avanzaban lo bastante rápido. Decidió entonces asignar a cada una la limpieza de cuatro metros cúbicos de tierra al día. En caso de una debilidad muy grande, podíamos asociarnos con alguien, pero ¡había que doblar la cantidad de escombros!

Las que terminaban antes de hora, es decir, las personas que todavía gozaban más o menos de buena salud podían marcharse. Aprovechaban para ir a buscar un poco de comida, pescar, recoger espigas de arroz o coger espinacas acuáticas. Debido a mi estado, tuve que hacer equipo con una chica cuyo estado físico era bastante similar al mío y alcanzábamos con dificultad, y tarde, el volumen de trabajo que se nos había asignado. En suma, ni pescado ni arroz, sólo la obsesión de ver cómo disminuía nuestra preciosa ración de potaje. En ese momento, yo no podía ni adelgazar: era sólo piel y huesos. Me sentía completamente vaciada y empecé a notar una opresión y un dolor punzante en el pecho.

Durante mi estancia en O’Leap, compartía la tienda con una china llamada Hong. Hasta entonces había podido ocultar a los jemeres rojos su verdadero oficio (había sido enfermera en el hospital chino de Phnom Penh) y había conseguido conservar sus agujas de acupuntura, que nos eran maravillosamente útiles cuando teníamos migraña, dolor de muelas o cólico. Sus agujas hacían milagros, aunque una vez, cuando intentaba aliviar el dolor de cabeza de una compatriota, la pinchó en mal sitio y estuvo a punto de mandarla al otro mundo.

Desde mediados de febrero hasta finales de abril, nosotras, las viudas del sangkat de Phnom Leap, sólo construimos un kilómetro y medio escaso del «dique de las viudas». De golpe, por no sé qué oscuras razones, nos hicieron levantar el campamento y nos mandaron a un pueblo llamado Lahal Souy, seis kilómetros al sur, en el que hasta donde alcanzaba la vista crecían hierbas de dos metros de alto. Plantamos allí nuestro nuevo campamento.

El nivel de terreno era más bajo que el de O’Leap, por lo que recibimos la orden de elevar un dique de seis metros, más alto que el anterior. El comienzo de la construcción fue extremadamente laborioso. Al principio había que desbrozar, el suelo estaba duro, el sol picaba, el estómago siempre vacío se quejaba de hambre y los primeros chaparrones arrastraron consigo la tierra acumulada en el trazado del dique. Tras cada lluvia, había que repetir el trabajo del día anterior. Y nuestro régimen alimenticio no mejoraba.

Me desesperaba cada mañana al abrir los ojos y pensar en el trabajo que me esperaba. Le suplicaba a Dios que ese sufrimiento terminara, pero parecía que estuviera demasiado ocupado y no me oyera.

Mi único consuelo, en ese rincón perdido del fin del mundo, eran las espinacas acuáticas y los ratones de campo. En algunos lugares, las espinacas crecían a lo largo de kilómetros. Eran muy preciadas porque saciaban el hambre, pero estropeaban el intestino cuando se consumían solas y en exceso.

Un día en el que, excepcionalmente, había terminado de trabajar en mis cuatro metros cúbicos de tierra antes de las cinco de la tarde, fui a recolectar. En un campo vecino, a unos cincuenta metros de distancia, una joven camboyana recogía espinacas, como yo, y las metía en una tartera metálica. De repente, el cielo se cubrió de nubarrones negros y a continuación estalló una violenta tormenta, pero las dos seguimos recolectando, pese a la lluvia torrencial. Yo tiritaba de frío y de miedo, pero el hambre se imponía sobre la razón. De golpe, un ruido ensordecedor sonó encima de mi cabeza, una luz cegadora se fundió sobre el campo ensombrecido por la tormenta. Aterrada, me di la vuelta para buscar a la chica y sólo vi una forma negra, encogida, inerte. Había muerto, alcanzada por un rayo. Horrorizada, fui corriendo en busca de ayuda, pero en el campo me esperaba otra sorpresa desagradable: la mitad de nuestro refugio se había hundido y nuestras pertenencias, mojadas, estaban esparcidas por todas partes. Esta tragedia me impresionó tanto que todavía hoy soy incapaz de soportar las tormentas violentas, acompañadas de relámpagos y de truenos.

En cuanto a las ratas y los ratones de campo, el segundo tesoro de esos lugares, hormigueaban por todas partes. Se trataba, simplemente, de reconocer sus madrigueras. Cuando localizabas una, bastaba con cavar unos veinte o treinta centímetros y encontrabas toda la camada. Con lo hambrientos que estábamos, esos pequeños animales constituían un plato exquisito que a veces se cambiaba a precio de oro.

Cerca de nuestra obra, además de ratas, también había grandes caracoles negros, pequeños cangrejos y, en el agua estancada, multitud de mejillones, que eran difíciles de coger por la presencia de las terribles sanguijuelas… Acuclilladas en el agua hasta el cuello para hurgar en el barro donde se escondían los mejillones, nos esforzábamos en atarnos bien los bajos de los pantalones, la camisa a la cintura, las mangas, el cuello, para impedir que esos bichos asquerosos se nos pegaran al cuerpo. Pese a nuestras precauciones, un día salí de los pantanos con cuatro grandes y horribles sanguijuelas enroscadas en el cuello y decidí dejar de buscar mejillones.

Atormentada, torturada por el hambre —sí, lo llamo una tortura lenta, una condena a muerte a fuego lento: ¿quién habría imaginado que unos hombres como los jemeres rojos serían tan perversos como para dejarnos morir de hambre sin mover un dedo?—, no conservaba el menor amor propio e iba a mendigar a menudo a la cocinera un poco del arroz chamuscado del fondo de la cacerola, con un poco de agua de arroz de la que vaciaba en el momento de la ebullición y que solía reservar a los cerdos de Angkar. La mayoría de las veces, me ignoraba, me insultaba de todas las formas posibles, pero no importaba: el hambre me volvía insensible y la mera visión del agua de arroz me hacía salivar. En ese estadio, el ser humano no conserva la menor dignidad. ¿Qué orgullo podía quedarme, cuando llegaba a pelear por la comida de los animales con los animales?

No había vuelto a ver a Jean-Jacques, que seguía destinado en Krasang-ot-Krop, ni a mi sobrino pequeño, que se había quedado en el pueblo cuando Angkar me envió a la construcción de las presas. En abril de 1978 pasé las «fiestas» de Chhaul Chhnam sin niños, en el campo de Lahal Souy. Tres días «festivos», sin trabajar, si bien había que levantarse al alba para asistir a las célebres reuniones de lavado de cerebro. Físicamente, era un descanso, pero Angkar venía a rearmarnos moralmente. Se necesitaba una formación moral continua…

La primera mañana, a las seis, nos convocaron en un terreno yermo donde habían erigido un altar y un ataúd simbólicos. Una pareja de jóvenes jemeres rojos, completamente vestidos de negro, flanqueaba el ataúd, frente a la bandera de Kampuchea Democrática a media asta. Nos sentamos en hileras en el suelo. Los oficiales llegaron a las siete, así como los responsables de todos los campos de trabajo situados en los alrededores. El canak dambaung presidía la ceremonia; tras el saludo a la bandera, en la radio sonó el himno nacional seguido de un discurso largo y aburrido pronunciado desde Phnom Penh por no sé quién y del que no entendí nada, porque mi mente vagaba a mil leguas de allí. Podían tenernos físicamente prisioneros, pero no podían encerrar nuestra mente.

Después, el canak dambaung tomó la palabra. Repitió las consignas que sabíamos de memoria antes de cambiar bruscamente de tema: nos habló de batallas libradas contra los vietnamitas… Batallas, ¿qué batallas? Al oír esas palabras, me sobresalté y emergí de mi sueño con un débil sentimiento de esperanza: «¿Y si son los salvadores que esperamos desde hace tres años? ¿Nuestro calvario está a punto de terminar?». El canak dambaung siguió su discurso y se puso a describir a los enemigos, los vietnamitas del Vietcong: tenían los dientes negros y eran caníbales, ¡se comían a sus víctimas! Esas palabras alarmistas no me confundieron porque conocía a los vietnamitas, pero todos fingimos asentir y le agradecimos que nos pusiera en guardia. Quedamos liberados al final del sermón, debían de ser las once.

Los dos días siguientes tuvimos derecho a la misma ceremonia. Después, la tarde del tercer día, Ta Soy nos aconsejó que no nos alejáramos de nuestro campo porque, según él, los caníbales del Vietcong estaban en la zona. Luego nos interrogó para saber si habíamos entendido bien el discurso de Phnom Penh y si teníamos algo que decir sobre el tema. Silencio total. Bien porque nadie se atreviera a hablar, con toda la razón, o porque na die, como yo, hubiera retenido una sola palabra. De golpe la sesión se levantó y pudimos ir cada uno por nuestro lado en busca de alimento, nuestra obsesión cotidiana.

Y ello pese a que esos días nos habían mimado un poco más: mataron un cerdo y un buey para un centenar de personas, repartieron azúcar de palma y distribuyeron un postre azucarado a base de arroz pegajoso y mandioca. Un complemento inesperado pero desgraciadamente puntual, porque pasados los tres días de fiesta, la rutina regresó y hubo que apretarse el cinturón de nuevo. Las reuniones de lavado de cerebro, que llamaban de educación, y las sesiones de autocrítica se prodigaron. Teníamos derecho a criticar a nuestros vecinos, incluidos, desde ese momento, el presidente del sahakâr o el jefe del pueblo.

¿Qué caos, empecé a preguntarme, esconden esas amenazas incoherentes, qué sucede realmente en Phnom Penh y en el resto del país? ¿Estará a punto de cumplirse el milagro? ¿Acaso Dios habrá escuchado por fin mis plegarias? Después de casi tres años y medio, con el cuerpo gastado por trabajos penosos, privaciones y enfermedades, sufría de tal modo que en cada reajuste, en cada reunión, mi mente no podía evitar esperar que alguien viniese en nuestro auxilio, a liberarnos del infierno, y que nuestro martirio terminase… si no moríamos antes. La muerte sería una liberación.

El dique de Lahal Souy tampoco conseguía tomar altura. Una hermosa mañana de mayo de 1978 vimos llegar, como maravillas venidas de otro mundo, tres tractores que, en tres días, terminaron un trabajo que nos habría costado meses acabar. Nosotras, las viudas, fuimos reenviadas a O’Leap para replantar y construir pequeños diques que separasen los arrozales. Los jóvenes un poco más robustos tomaron el relevo en Lahal Souy.

Para arrancar las plantas y trasplantarlas, nos dividieron en equipos de diez, pero para la construcción de los pequeños diques de treinta centímetros de alto y veinte de ancho que delimitaban los arrozales, nos obligaron a completar diez metros por persona y día. El trabajo no tardó en revelarse agotador y necesitábamos comer más, pero la ración había vuelto a disminuir.

Feliz azar, los cocineros eran nuevos en O’Leap y no nos conocían. Para aplacar un poco nuestra hambre, con mi amiga Hong, la enfermera, nos hacíamos pasar por cuñadas. En la distribución del potaje, yo iba antes a buscar mi parte y la suya, la de mi supuesta pariente, y luego ella iba a buscar la suya. Así recibíamos tres raciones para dos, que ya era algo.

Desgraciadamente, la excusa no duró mucho tiempo. El equipo dirigente, que parecía barrido por una ola de pánico, volvió a modificarse. Ta Soy confió la dirección del campo a Ta Ling, el jefe del pueblo, que formó equipos de veinte personas: a la cabeza de cada uno había un jefe responsable de todo, incluida la distribución de alimentos. Este debía conocer y, por tanto, reconocer, a sus veinte subordinados, tanto en el trabajo como en las comidas. El truco dejó de ser posible. En nuestro campo se crearon cuatro equipos de mujeres y un equipo de hombres.

En junio de 1978 recaí en el edema, se me hincharon las piernas otra vez. Llevar varios metros cúbicos de tierra todos los días se convirtió en un calvario abominable. Apenas tenía fuerzas para poner un pie delante de otro, pero me esforzaba en arrastrar penosamente el esqueleto hasta la obra, por miedo a ser privada de víveres.

Después, de manera absolutamente imprevista y no explicada, mi suerte se suavizó gracias a una nueva reglamentación: se aceptaban los reagrupamientos familiares… Mi hijo se había enterado por los rumores que corrían de que yo trabajaba dura y penosamente en la construcción de los pequeños diques, así que había solicitado a su jefe de equipo autorización para cambiar de campo de trabajo a fin de estar cerca de mí. Se lo concedieron y acudió a reunirse conmigo en mis penurias. Su presencia fue un gran alivio, y su ayuda muy bienvenida. En ese momento, me di cuenta, emocionada y aliviada, de que Angkar no había conseguido destruir por completo los vínculos afectivos entre padres e hijos —en nuestro caso, al menos—, porque a pesar del hambre y de los trabajos forzados que debía soportar como si fuera un adulto, Jean-Jacques no dudó en echarme una mano en cuanto pudo. Él también había fingido tragarse lo que le habían inculcado para salvar la vida.

Poco tiempo después, mi pequeño sobrino Ha volvió a O’Leap. Lo encontré esquelético, con el cuerpo cubierto de moratones. Me contó que había robado mandioca con unos chicos de su edad —entre ocho y nueve años— y que los habían sorprendido con las manos en la masa y los habían castigado severamente. Temiendo lo peor, intenté convencerle de que no volviera a hacerlo, pero mis consejos no sirvieron de nada. Una mañana, al alba, desapareció con un saco de tela en la mano, junto a dos pequeños chinos. Los tres niños volvieron por la tarde, cargados de comida: mazorcas de maíz, prahoc, pescado seco y hasta huevos frescos. Muy preocupada, interrogué a Ha para saber de dónde venía toda esa comida. «De casa de la señora Chem, en Phnom Leap», me respondió. Le ordené, tajante, que no volviera, explicándole que era muy peligroso y que se estaba jugando la vida, pero yo no era más que su tía y no tenía ninguna autoridad sobre él, así que no me obedeció. Los días siguientes renovó sus escapadas y sus fechorías y terminó por no volver nunca con su grupo, encargado de recoger boñiga de vaca. Y una noche no regresó.

Al día siguiente, mientras estábamos en pleno trabajo, Ta Ling llegó a nuestro campo y nos dijo: «Camaradas, ayer los yautheas mataron a tres chicos que robaban en casa de la señora Chem. Se trataba de elementos perturbadores irrecuperables, así que no hay que lamentarse. Esos niños merecían la muerte». Y sin preguntar siquiera quiénes eran los padres de los niños asesinados —porque lo sabía—, dio media vuelta y se marchó, como si no hubiera pasado nada.

La madre de los otros dos chicos y yo nos miramos, angustiadas, sin poder decir una palabra. Estábamos seguras de que se trataba de nuestros niños, pero nadie se atrevió a abrir la boca ni a derramar una lágrima. La desaparición de Ha me afectó sobremanera, pero no podía expresar nada. Sólo lamentaba que no me hubiera escuchado. Ya no tenía ningún poder sobre él, porque desde hacía tres años nuestros niños ya no eran nuestros niños. Los jemeres rojos habían hecho de ellos robots que sólo eran capaces de cantar el himno nacional, de halagar y obedecer a Angkar. Les habían metido en la cabeza que nosotros, sus padres, éramos unos corruptos, podridos e irrecuperables… Pobres pequeños, esa era su falta. El hambre los había empujado al suicidio.

La reorganización continuó. ¿Acaso era una reforma que anunciaba el fin de nuestro calvario? ¡Qué esperanza tan insensata! Los campos creados recientemente para la construcción de los nuevos diques se disolvieron y las construcciones de diques se encargaron a los «pueblos de origen». El trabajo se organizaba en el pueblo por equipos, según un esquema bien definido.

— Equipo Fuerza 1: para las personas que aún estaban bien de salud. Dos refugiados convertidos, Ta Vong y Ta Chea, eran presidente y vicepresidente, respectivamente.

— Equipo Fuerza 2: todas las personas de fuerza media, que no estaban enfermas pero que ya no eran muy valiosas… Ta Sok (de Kambaul) y Ta Im (de Phnom Leap) estaban al frente.

— Equipo Fuerza 3: todos los enfermos y muertos vivientes. Como responsables estaban Ta Doeung (también de Kambaul) y Ta Cheng (antiguo jefe de un pueblo vecino).

Por supuesto, yo me encontraba en el tercer equipo. De los tres equipos, sólo el primero, formado por una veintena de personas, podía ocuparse de la labranza de los arrozales. Este trabajo solían realizarlo bueyes o búfalos, pero el ganado escaseaba. Los otros dos equipos se encargaban de arrancar las plantas y trasplantarlas.

Me desplazaba como podía desde mi choza en Loti hasta los campos, pero sentía que no aguantaría mucho tiempo. Como no disponía de ninguna información sobre la situación del país, pese a los cambios de lugar o de equipo de trabajo, mi vida proseguía de manera monótona y desesperante. Mi ración de arroz permanecía idéntica, pero a pesar de todo quería vivir, quería resistir, quería poder contarlo. Le rogaba a Dios que me dejara vivir un poco más. ¿No se dice que mala hierba nunca muere? Yo debo de ser una mala hierba, a la que la esperanza vuelve vivaz.

Seguí luchando para conseguir cada día un pequeño complemento a mi ración. En esa época, los segadores podían recoger de nuevo espigas de arroz con cáscara sin que los castigaran. ¿Qué sucedía? ¿Los yautheas habían recibido instrucciones de convertirnos a todos en abono? Recolectaba, con desconfianza, pero mi estómago prevalecía sobre mi miedo.

A finales de septiembre, cuando perdí el impermeable amarillo que me protegía de la intemperie, me faltó poco para perder también la vida. El episodio se produjo en una época de muy mal tiempo. Llovía a cántaros desde por la mañana, el río que nos rodeaba y separaba Loti de tierra firme estaba en plena crecida, pero teníamos que trabajar, porque todavía quedaban algunas hectáreas de arrozales que trasplantar antes de que llegara la estación de lluvias. Presa de otra crisis de malaria, con fiebre y en mal estado, partí de todos modos a los campos con las otras mujeres antes de que saliera el sol, bajo el aguacero. Las piernas me flaqueaban de debilidad, casi no tenía sensibilidad en los pies. Me deslicé en la oscuridad sobre la tierra arcillosa y húmeda, me caía cada cincuenta metros. Mi valioso impermeable me protegía como buenamente podía. Caminamos así durante un par de horas, el día comenzaba a asomar cuando llegamos. Seguía lloviendo, pero había que bajar al agua y ponerse a trabajar sin perder un minuto, en ayunas. Al final de la mañana apareció un sol radiante y cálido, pero yo temblaba de fiebre. Sobre las cuatro de la tarde, habíamos terminado y nos permitieron volver. Para regresar al pueblo, teníamos que cruzar el famoso puente, de treinta centímetros de ancho. Ya estaba en la mitad de la pasarela cuando el hijo del jefe del pueblo, un chico de ocho años, surgió por el otro lado sin que me diera tiempo a terminar de cruzar. Para sostenerse sólo había una barandilla, me agarré con la mano izquierda, mientras con la mano derecha apretaba contra mí el impermeable y mi tartera llena de espinacas acuáticas y de cangrejos que había recogido en el río. Al encontrarme cara a cara con el diablillo, me aparté un poco para que pasase por el lado de la barandilla, pero perdí pie y caí, desde una altura de cinco metros, al río crecido. ¡No sabía nadar! Me hundí en picado con mi impermeable y mi tartera. Tragué agua y me dije: «Esto es todo, Denise, esta vez es el fin». Después, el agujero negro.

Cuando volví a abrir los ojos, un refugiado de Phnom Penh me sostenía la cabeza hacia abajo para que escupiera toda el agua que había tragado. Mi salvador me había visto caer y se había tirado al agua de inmediato. La corriente me había arrastrado y sólo había podido alcanzarme un kilómetro más abajo. De no ser por él, habría muerto.

Cuando recobré el sentido, lo primero que busqué fue mi impermeable. Desgraciadamente, ¡lo había perdido! Estaba sana y salva, pero me eché a llorar. Entre sollozos, expliqué lo valioso que me resultaba bajo las trombas de agua, sobre todo durante mis crisis de malaria. ¿Cómo podría resistir la próxima estación de lluvias?

Todavía ignoraba que no tendría que soportar otra estación de lluvias en la jungla con los jemeres rojos, que los vietnamitas no estaban lejos y que nos liberarían muy pronto. Lo ignoraba o no me atrevía a creerlo, porque ya oíamos hablar de los vietnamitas. Todas las tardes, durante las reuniones de educación, nuestros dirigentes, roídos por la paranoia, nos repetían sin cesar: «No os aventuréis muy lejos, podéis encontraros con ellos», «Tienen los dientes negros y son caníbales»… Los jemeres rojos estaban cada vez más nerviosos y no mostraban ninguna indulgencia con el menor delito. La ejecución de Ha y sus dos amigos había sido un primer ejemplo de esa crueldad sin límites. Debíamos temer lo peor, porque la depuración de los «corruptos» que había empezado en 1975 no había terminado todavía.

A finales de 1978, los nearadey iniciaron otra serie de ejecuciones sumarias que nos inquietaron profundamente. Toda persona cogida en flagrante delito era ejecutada sin juicio alguno. Un día, atraparon a un chico mientras arrancaba unas plantas de mandioca. Cuando se enteró, Ta Ling se contentó con decir: «Al oeste», y todo el mundo lo entendió. En el bosque situado al oeste se acondicionó un espacio para aquella asquerosa tarea, en la que participaban con regularidad tres personas: Ta Sok, el responsable de la producción de abono, y Tsa Doeung, los dos muy sanguinarios, junto con un tercero en discordia, Ta Chea, un refugiado como nosotros, pero totalmente convertido a la causa de los jemeres rojos. Esos individuos macabros tenían la mirada inyectada en sangre de tanto comer hígado humano, ya que se lo extraían a los condenados y lo comían asado, acompañado de licor de arroz. No ocultaban esta práctica que, al parecer, les daba fuerza y coraje frente al enemigo.

Enero de 1979. Junto a la choza que compartía con Jean-Jacques vivía una joven china, sola, cuyos padres habían muerto hacía poco. Estaba enferma, tenía edema. Una noche, impulsada por el hambre, se arriesgó a robar zumo de una palmera de azúcar. Cualquiera podía subir fácilmente a una palmera de azúcar, porque para recolectar el precioso líquido se había puesto una escalera de mimbre. Bajo los racimos de frutos maduros se ataban tubos de bambú por los que caía el jugo.[38] La joven bebió unos tragos del codiciado brebaje. La sorprendieron los yautheas que hacían la ronda y la condujeron, con redoble de tambores, ante el jefe del pueblo. Este la dejó a la intemperie toda la noche, atada a un árbol. Al día siguiente, todo el pueblo fue convocado a una reunión en una pagoda desierta, situada en la carretera, en tierra firme. Estaban presentes los responsables de varios pueblos. Tras la repetición habitual de las consignas de Angkar, la chica fue llevada ante la asamblea. Uno de los yautheas explicó la falta que había cometido. Después tendieron a la «culpable» en el suelo, boca arriba. Era mediodía[39], el sol pegaba con fuerza pese a un viento fresco que soplaba desde el norte. Ataron a la joven al suelo, le amarraron las manos y los pies a cuatro piedras. Luego, tras untarle la cara con azúcar de palma líquido, los yautheas pusieron alrededor de su cuerpo hormigueros enteros de gordas hormigas rojas. Las hormigas empezaron a pasearse por su cuerpo, sobre su rostro, y le penetraron en las orejas y las fosas nasales. Picaban a la chica, pero, pese a sus lloros, sus súplicas, sus promesas de no volver a hacerlo, los yautheas permanecían imperturbables, y nosotros, desdichados e impotentes, nos vimos obligados a presenciar la escena sin poder intervenir. Ese castigo daría una lección, nos dijeron, a quienes todavía se sintieran tentados de robar. Al cabo de una hora la liberaron. Tuvimos que ayudarla a volver a la isla, porque no veía y apenas se tenía en pie. Al día siguiente, pasé por su choza para ver cómo estaba. La pobre no se podía mover, tenía la cara completamente hinchada. Se había quedado ciega. Ojalá hubiéramos tenido remedios para aliviarla. Moriría a consecuencia de aquella tortura, poco después, el día de la llegada de los vietnamitas, el día de nuestra liberación. ¡Qué cruel puede ser el destino! Con la locura y la precipitación de la liberación, nadie la enterró; su cuerpo se quedó en la choza.

El 8 o 9 de enero de 1979, si recuerdo bien, parecía el fin de nuestro calvario. Con el dolor que sentía en el pecho desde las obras en los diques, cada vez me costaba más respirar y me sentía completamente agotada; hasta era incapaz de llevar un cubo de agua para regar mi huerto. Si no pasaba nada, pronto me iría al otro mundo. En el verdadero límite de mis fuerzas, terminé por estar acostada casi todo el tiempo y, sorprendentemente, nadie vino a impedírmelo.

Una mañana, como se me habían vuelto a hinchar las piernas, me arrastré hasta la casa de la señora Khom, la mujer del presidente del sahakâr, para mendigar un poco de azúcar de palma. Al llegar ante su choza, sin saber del todo qué sucedía, me di cuenta de que la situación era grave, pues todos los nearadey del sakahâr, armados hasta los dientes, estaban reunidos en casa de Ta Soy. Sus caras tenían una expresión seria, parecían ansiosos. Algunas mujeres cosían a toda prisa mochilas y bolsas con tripas que llenaban de arroz. En esos últimos tiempos, la fábrica debía de descascarillar cincuenta sacos de arroz al día. Los hombres, sentados en círculo en el suelo, hablaban en voz baja. Nadie advirtió mi presencia, así que di media vuelta discretamente y regresé deprisa. Las preguntas se agolpaban en mi cabeza, aturdida por el agotamiento. ¿Nos liberarían pronto? ¿Tenían órdenes de matarnos a todos? La respuesta se reveló al atardecer. Tras apilar en desorden maletas, sacos de arroz, de sal y de pescado seco, hombres, mujeres y niños partieron hacia el norte sin dar explicaciones y sin despedirse. Como los conocíamos, su olvido apenas nos sorprendió.

Las ratas habían saltado del barco, abandonándonos a nuestra triste suerte. En menos tiempo del que cuesta decirlo, todo fue saqueado: campos de caña de azúcar, almacenes de arroz, de azúcar y sal, mataron a los cerdos del jefe del pueblo, todo fue desvalijado. Para nosotros, que nos moríamos de hambre desde hacía cuatro años, aquello fue una justa devolución, una revancha. Yo estaba feliz y aliviada al sentir que nuestro calvario llegaba a su fin, pero al mismo tiempo muy preocupada: me preguntaba qué sería de nosotros. De momento, mi hijo y yo estábamos juntos. Eso era lo esencial. Mañana sería otro día.