DESDE que comenzó nuestro éxodo, estábamos completamente apartados del mundo. Todo estaba bloqueado, no nos llegaba ninguna noticia del exterior. Ni siquiera sabíamos qué ocurría en el interior del país, desconocíamos las decisiones políticas de los dirigentes y la postura de otras naciones hacia el país en el que vivíamos.
No obstante, en nuestra estrecha prisión, notábamos, o más bien sentíamos, los cambios en los comportamientos de nuestros carceleros y también las consecuencias, a menudo dramáticas, sobre nuestra vida cotidiana.
A finales del siniestro año de 1976, los jemeres rojos habían preparado una gran reorganización. Todos los pueblos se reagruparían para formar sahakârs (cooperativas); cuatro sahakârs constituían un sangkat (barrio) y seis sangkats, un daumbaung (distrito).
En cuanto a nosotros, los pueblos de Ta Chen, Ta Svay, Ta Krak y Ta Lim formaban un sahakâr, a cuyo frente había un jefe, que se llamaba Ta Man y era un yauthea sin piedad. Los sahakârs de Phnom Leap, Loti, Mean Doul y Prey Chou constituían el sangkat de Phnom Leap, que formaba parte, con otros cinco, del daumbang número 5, situado en la provincia de Battambang. A partir de entonces, si me preguntaban mi lugar de residencia, debía responder: sahakâr Loti, sangkat Phnom Leap.
Ta Chen, Ta Svay, Ta Krak y Ta Lim fueron relevados de sus funciones como jefes del pueblo. Las reservas de arroz, sal, azúcar y pescado se almacenaron en casa del déspota Ta Man, que las gestionaba con la ayuda de un peanich (almacenista).
La ración de arroz no mejoró con la reorganización… Al mediodía y por la noche, teníamos derecho a nuestro cazo de sopa, del que sólo podíamos repescar una cucharada sopera de arroz. Sin embargo, Ta Man nos hizo hermosas promesas: «Paciencia, queridos camaradas, el año que viene tendréis derecho a tres comidas al día y comeréis arroz sólido».
Contradiciendo esos atractivos discursos, el año siguiente, como era de suponer, nos faltó de todo.
Otro gran cambio, a partir de enero de 1977, fue la cocina, que quedó abolida. Dejaron de repartirnos boniatos, mandioca, pescado seco, y todos los que tenían arroz debían entregárselo al jefe del pueblo. Imperaba la prohibición absoluta de cocinar cualquier cosa, con excepción del agua que bebíamos y la sopa que estábamos autorizados a preparar con las plantas recolectadas entre la maleza, pero hervir arroz era un delito severamente castigado: si lo poníamos en una olla, es que lo poseíamos, y si lo poseíamos, era porque lo habíamos robado…
¡Angkar cocinaba para nosotros! Una cantinera llevaba directamente un «tentempié» a los trabajadores, a los campos. Y para los pocos ancianos y niños que quedaban en el pueblo, la primera comida de la mañana se distribuía a las diez o las once. Cuando sonaba la campana, se precipitaban con una tartera y una cuchara bajo un refugio llamado «sala de comidas». La cocinera (generalmente la mujer del jefe del pueblo) les repartía un tazón de arroz sólido, una ventaja de la época de la cosecha que se apreciaba en su justo valor.[33] Después grandes y pequeños se sentaban en grupos de cuatro en unos bancos que iban de un lado a otro de una mesa larga ante un tazón de «sopa de pescado». En realidad, se trataba de un líquido opaco a base de prahok en el que flotaban dos o tres trozos de mandioca o de raíces de plátanos. Se abalanzaban como una jauría de perros hambrientos y el plato estaba limpio en unos segundos. Sucedía lo mismo con la segunda comida del día, a las cinco de la tarde.
Para las grandes ocasiones o los días de fiesta como el año nuevo, alguna vez se mataba un cerdo, pero en el tazón de sopa que había que compartir entre cuatro sólo había cuatro pedazos ridículos de carne de color indefinible. El jefe y los yautheas se reservaban los mejores trozos.
Yo siempre tenía un hambre canina y habría sido capaz de tomar un kilo de arroz en cada comida. Entretanto, intentaba que me cambiaran al descascarillado del arroz; el trabajo era más penoso que la siega, pero quienes estaban asignados a él tenían derecho a una ración mayor y podían recuperar el salvado de arroz, un complemento muy valioso.
El periodo afortunado de la cosecha no duraba mucho tiempo. A finales de febrero, no sabíamos por qué razón, en el pueblo empezaron a faltar provisiones. En ese momento, yo no entendía los motivos de esa brutal falta de existencias. Una vez fuera del campo, me enteré de que una parte del arroz recogido con el sudor de nuestra frente partía en dirección a China a cambio de armas, de municiones, de camiones… Vivíamos en un país productor de arroz, pero estábamos obligados a morir de hambre por voluntad de los jemeres rojos.
Cuando no había arroz para descascarillar, mandaban a las mujeres al bosque en busca de una planta llamada thien khêt que, una vez cortada y mezclada con boñiga de vaca, servía para fabricar abono. El trabajo lo dirigía Ta Sok, un energúmeno tan cruel y desalmado como sus compañeros. Parece que se había unido a los jemeres rojos mucho antes de 1975 y hablaba varias lenguas: francés, inglés, tailandés y chino. Sin duda, yo le resultaba antipática, porque, desde que me vio, no paraba de molestarme mientras trabajaba: «Entonces, yé barang, ¿trabajarías así en tu país? ¿Apruebas lo que Angkar te hace hacer?». Y yo, venga a repetir mi cantinela: «Oh, sí, encuentro muy útil todo lo que Angkar nos enseña, nunca habría aprendido todas estas cosas en Francia».
Me destinaron a la fabricación de abono durante un mes. Cada día, el «responsable de fabricación», el famoso Ta Sok, nos repetía: «Esforzaos en fabricar todo el abono que podáis para nuestros arrozales; Angkar necesita diez toneladas para todo el sangkat».
La recolección de thien khêt era una labor verdaderamente dura. La jornada empezaba a las seis de la mañana. En cuanto sonaba la campana, debíamos estar preparadas ante la casa de Pouk Sok con nuestro machete, después nos dirigíamos al bosque y caminábamos una hora antes de encontrar la famosa planta. Cada una de nosotras debía cortar cuarenta kilos al día, que debíamos liar en balas de veinte kilos que cargábamos de vuelta apoyadas en equilibrio sobre nuestra cabeza. Si una bala pesaba menos de veinte kilos —calculaban su peso levantándolas con la mano—, podíamos recibir amonestaciones. A la vuelta, cortábamos los tallos en pequeños trozos; después partíamos de nuevo en busca de la boñiga de vaca para mezclarla con el thien khêt cortado. En cada viaje, había que llevar unos veinte kilos de boñiga y, en una tarde, hacíamos al menos cinco viajes. Finalmente, mezclábamos la boñiga y la planta, y echábamos nuestra orina recogida y conservada con ese propósito; todas las mañanas llevábamos nuestra orina al lugar donde se fabrica el abono.
Cuando la mezcla había terminado, la dejábamos secar varios días antes de transportarla a los arrozales; entre ciento veinte y ciento cincuenta kilos por persona y día. Los arrozales estaban lejos. Sin embargo, como faltaba mano de obra —las reiteradas purgas habían convertido a los hombres en una especie en vías de extinción—, ¡movilizaron a los niños de cinco y seis años! No llamaron a los niños de entre siete y diez años, porque los habían reagrupado, supuestamente, para enseñarles a leer y a escribir. En realidad, cortaban thien khêt, segaban, replantaban…
Los pequeños trabajaban bajo la dirección de un muchacho mayor que era uno de los antiguos habitantes[34] y los trataba como si fueran adultos. Los accidentes eran frecuentes. Un día, mientras buscaba thien khêt, un niño de siete años murió por la mordedura de una víbora. En otra ocasión, como no encontraban plantas en el lugar, el jefe de equipo llevó a todo un grupo en piragua hasta el pueblo que había enfrente con el mismo objetivo: fabricar abono. ¡Se explotaba a los muchachos para que guardaran las vacas y recogieran las boñigas! Estaban muy lejos de aprender a leer…
Bajo el reinado de Ta Man como presidente del sahakâr, las condenas a muerte se multiplicaron. Te esperaba una desgracia si se descubría que habías sido militar, que habías tenido una función importante en el antiguo régimen o que habías tenido una amante o dos esposas; los yautheas iban a buscarte de inmediato y nadie volvía a verte nunca. En la antigua sociedad, denominada «de los corruptos», la bigamia estaba autorizada e incluso legalizada; los jemeres rojos la prohibieron y castigaban severamente el adulterio. Por el contrario, si un jemer rojo quería casarse con una joven refugiada, ella no tenía derecho a rechazarlo; si lo hacía, era condenada a muerte. Muchas jóvenes de Phnom Penh fueron obligadas a casarse con inválidos de guerra jemeres rojos; aquella era la recompensa que Angkar ofrecía a sus valientes guerreros.
En el pueblo de Ta Man vivía una muchacha de Phnom Penh, hermosa y de aspecto acomodado. Había contraído malaria al llegar a la isla y no trabajaba nunca. Hablando un día con ella, me enteré de que había sido profesora de filosofía en el instituto Sisowath en Phnom Penh. De hecho, simulaba los síntomas del paludismo para no participar en los trabajos comunitarios. Además, con los yautheas, fingía ser muda y sólo hablaba con gestos.
Su comportamiento terminó intrigando a los schlops que la vigilaban. Se plantaron en su casa un día en el que no había acudido a la reunión de educación. La sorprendieron mientras escribía en un pequeño cuaderno, en el que apuntaba todo lo que había presenciado desde abril de 1975. A la mañana siguiente, dos verdugos, de apenas dieciséis años de edad, la condujeron hacia el «bosque situado al oeste», en un viaje sin retorno: ninguno de los que fueron trasladados allí regresó nunca. La joven fue degollada salvajemente. Cuando terminaron su sucia tarea, los schlops volvieron para saquear su choza, donde encontraron oro, diamantes y piedras preciosas.
Por la tarde, en la reunión de educación, el jefe del pueblo nos anunció que Angkar había descubierto en el pueblo a una enemiga del régimen, para la que había reservado la suerte que merecía. Esa «filósofa» no era más que un elemento perturbador y corrupto, la peor de los intelectuales, que había conservado las malas costumbres del antiguo régimen. ¿Acaso no ocultaba oro y piedras preciosas?
Entonces entendí cómo había podido sobrevivir tanto tiempo sin trabajar. Al igual que mi antigua vecina, la joven cambiaba el oro por arroz o pescado.
Naturalmente, las joyas encontradas fueron derechas a la caja de Angkar, en este caso, a la caja de Ta Man.
En 1977 continuaron los trastornos.
Más tarde, al ver los archivos, me enteré de que los jemeres rojos estaban divididos entre provietnamitas y prochinos, y de que unidades militares camboyanas, fieles a la segunda tendencia, efectuaban múltiples incursiones en las provincias fronterizas con Vietnam. Sin duda, esa situación afectó a nuestros amos.
Así, el mes de marzo, cuando retomábamos el descascarillado del arroz, el jefe del pueblo nos anunció la llegada de los nearadey, una población que provenía del suroeste. Tres mil personas se repartirían en todo el dambaung número 5. El sahakâr de Loti recibió a diez familias y así nuestro pueblo también heredó a Ta Suong, que se convirtió en nuestro almacenista, y a Ta Soy, que asumió las funciones de nuevo presidente del sahakâr, en lugar de Ta Man. A partir de entonces, dos familias eran responsables del pueblo de Ta Chen, la familia de Ta Ling y la de su cuñado.
Ignorantes aún de lo que pasaba en las altas esferas, estábamos encantados, convencidos de que con la llegada de esos nearadey nuestra existencia mejoraría. Desgraciadamente, nuestra decepción fue inmensa, porque poco después de que se instalaran los recién llegados, las represalias redoblaron su intensidad.
No obstante, al principio, intentando hacernos hablar, nuestros nuevos jefes adoptaron una política más paternalista. Ta Soy se presentó en todos los pueblos para comprobar en qué estado se encontraban, visitó a los enfermos, les distribuyó medicamentos (unas píldoras que se parecían un poco a los medicamentos chinos que lo curaban todo, se suponía). Cuando descubrió el cementerio lleno, se sorprendió y fingió no saber que había tantos muertos. Hacía preguntas como: «Pero ¿de qué se han muerto?». Y todos nos afanábamos en contarle lo que habíamos soportado, el hambre, las enfermedades y a quejarnos, a explicar los tratamientos injustos de los ex «antiguos»… De hecho, todo el mundo pensaba que los nuevos jefes, que mostraban tanto interés por nosotros, nos sacarían de ese infierno. Error fatal. Caminábamos con los ojos cerrados hacia su trampa, sin imaginar el jueguecillo cruel que habían preparado esos monstruos.
Poco tiempo después de la llegada de los nearadey, una gran concentración reunió a los habitantes de todos los pueblos del sahakâr. Ta Soy nos anunció que le había enviado Angkar para que cuidara de la población en lugar de los anteriores dirigentes, una banda de traidores que no había seguido las directrices del Partido. Angkar nos había mandado arroz, sal, leche, jabón, medicamentos e incluso tejidos, pero todos esos productos habían sido desviados. «A partir de ahora —afirmó Ta Soy—, vuestra vida será mejor. Cada diez días tendréis un día de descanso, que estará consagrado a las reuniones de educación para que tengáis una mejor formación. Ese día, mataremos un buey y tendréis derecho a postre. Y cuando trabajéis, se os concederán pausas de media hora, por la mañana y después de comer».
Todas esas promesas nos parecían idílicas. ¡Para nosotros, era como el principio del paraíso!
En cuanto al régimen de potaje de arroz (que no había cambiado), Ta Soy declaró: «Valor, mis queridos camaradas, tenéis que seguir luchando un poco, porque Angkar todavía está necesitado. Pracheachun (vosotros, el pueblo) no obtenéis el máximo rendimiento de los arrozales. Para ayudaros, Angkar ha decidido construir un gran dique en la región de O’Leap, que permitiría llevar agua a todos los campos. Cuando seamos dueños de nuestro trabajo, dueños del agua y dueños de la tierra, podréis tomar tres comidas diarias, comer lo que os apetezca, y sólo trabajaréis dos horas al día».
Así sea. Ese día, todo el mundo quería creer esas bellas palabras. Yo misma empecé a soñar con un futuro mejor. Al final de la reunión, el equipo de relevo nos pidió a cada uno un currículo (¡otra vez!), para, supuestamente, saber qué trabajo nos podría confiar Angkar.
Yo no oculté que era francesa y que había trabajado en la embajada de Francia, porque todavía albergaba la insensata esperanza de que Francia estuviera buscando a sus ciudadanos en Phnom Penh, donde la vida, sin duda, debía de haber recobrado su curso normal.
Con toda confianza, anotamos escrupulosamente nuestras antiguas actividades, pero todo cayó en el olvido. Algunos meses más tarde, los pocos hombres que habían sobrevivido a las purgas anteriores desaparecieron. Angkar necesitaba sus servicios, nos explicó Ta Soy. Vinieron a buscarlos por la tarde y nadie volvió a verlos. El terror reinaba de nuevo.
Yo seguí trabajando en el descascarillado del arroz. Los nearadey habían reagrupado las reservas de arroz de los cinco pueblos del sahakâr y el trabajo se hacía en una sola fábrica, que lindaba con la casa de Ta Soy, bajo la dirección de la señora Mao, la esposa del almacenista Ta Suong. Nosotros seguíamos desnutridos, pero yo podía completar mi ración con un poco de arroz que sisaba a diario en el trabajo. Además, todas las mujeres destinadas al descascarillado se servían sin escrúpulos: era tan tentador estar en contacto con ese producto precioso cuando sólo se tenía derecho a un cazo de potaje por la noche, después del trabajo… Angkar nos había convertido en ladronas, cuando en el antiguo régimen de corruptos y podridos, ¡nosotras éramos honradas ciudadanas!
Así es como actuábamos para llevarnos el botín. Siempre operábamos cuando la señora Mao no estaba. Metíamos una o dos cajas de arroz (que acabábamos de descascarillar) en un cesto y poníamos una cesta vacía encima. Después, dos de nosotras iban a buscar arroz con cáscara al almacén. Por turnos, una de las dos vigilaba, mientras la otra llenaba una pequeña bolsa de tela, atada alrededor de la cintura, con el arroz descascarillado disimulado en una de las cestas. Cuando la operación había terminado, volvíamos al trabajo. Cada una llevaba sobre la cabeza una cesta llena de arroz sin descascarillar. Otras dos mujeres iban al almacén a continuación y hacían lo mismo, hasta que todo el mundo tenía su parte. Éramos una docena de obreras y teníamos que descascarillar treinta sacos de cien kilos al día. Con nuestro sistema, cada día desaparecían uno o dos peculios[35] de los almacenes de Angkar.
Pero una vez completada nuestra hazaña, nos molestaban las bolsas enrolladas alrededor de la cintura o en el exterior de las bragas, bajo el sampot (algunas se hicieron un bolsillo, para actuar más rápido). Cuando nos habíamos servido demasiado pronto por la mañana y la jornada era todavía larga, para estar tranquilas escondíamos nuestro botín entre la maleza que había fuera de la cocina. Si por desgracia los cerdos del sahakâr, que andaban sueltos, pasaban por el paraje, encontrábamos nuestras bolsas vacías o ni siquiera las bolsas. Llegué a robar dos bolsas por día, el equivalente a dos cajas de arroz: ¡el lujo, la felicidad!
Sólo quedábamos dos en la choza: mi sobrino y yo. Mi hijo volvía periódicamente para beneficiarse de ese «botín de guerra». Alguna vez, tras engullir un tazón de sopa en el campamento de los kômars[36], se escapaba y venía al pueblo para llenarse de arroz. Desgraciadamente, había que hervirlo deprisa y a escondidas. Mientras yo vigilaba la cocción, Ha hacía guardia en la choza.
Entre agosto y octubre de 1977, ya no estuvimos destinadas al descascarillado del arroz. Angkar había encontrado una máquina en Phnom Leap que hacía el trabajo por nosotras, pero no nos dio respiro. Ta Suong nos envió a Koh Tral, otra isla, para plantar kilómetros de maíz, caña de azúcar y otras verduras. Antes de nada, tuvimos que desmontar un terreno de dos hectáreas para la mandioca. Me gustaba romper los montículos de tierra, porque siempre encontraba insectos o escorpiones, alimentos indispensables. Al dejar atrás el descascarillado, echábamos cruelmente en falta el arroz que escamoteábamos en nuestras bragas.
Un día, desbrozando, di con un termitero repleto de pequeñas larvas blancas. Atormentada por el hambre, metí la cabeza y comí golosamente las larvas crudas. En ese momento, fueron un verdadero regalo, pero al día siguiente por la mañana, sufría picores y me rasqué tanto la cara que se me hinchó por completo. Una anciana me aconsejó beber una infusión a base de hojas de cannabis para calmar los picores. Sin saber que esa planta era una droga, le pedí a un vecino de Phnom Penh que tenía dos plantas. La decocción obró milagros: no sólo calmaba los picores, sino también las ansias del hambre… Pero al día siguiente, a la misma hora, volví a sentir la imperiosa necesidad de tomar esa poción. El chico me dio más hojas, que me apresuré a cocer con mis espinacas salvajes. ¡Mi sopa tenía más sabor y, tras beber un tazón, ya no tenía hambre y me sentía bastante eufórica! Al tercer día, aquel filón estaba agotado. Mi proveedor aceptó darme unas hojas a cambio de que yo le diera arroz. Afortunadamente, su avaricia impidió que me enganchara al cannabis.
El 30 de octubre de 1977, durante una gran reunión de educación, presidida por la señora Chem —una nearaday que representaba a todas las mujeres del sahakâr—, supimos que la máquina de la fábrica de Phnom Leap ya no funcionaba, debido a la falta de gasoil, y que se iban a volver a poner en marcha las fábricas locales. ¡Buena noticia para las ladronas! El 1 de noviembre, retomé mi trabajo con alegría, convencida de que podría alimentarme más fácilmente.
Una mañana en la que soplaba un viento del norte bastante fresco, como solía ocurrir entre noviembre y diciembre, el frío y el hambre me atormentaban, así que me levanté antes que de costumbre para preparar un potaje con dos puñados de arroz y mucha agua. Ta Li ya hacía la ronda con un schlop. En silencio, sin la menor advertencia, subió a mi choza —nuestras chozas no tenían puerta, cualquiera podía entrar cuando quisiera— y me preguntó por qué hacía fuego tan pronto. Antes de que pudiera responder, levantó la tapa de la cacerola. No tuve otra opción que decirle que me sentía un poco débil y tenía hambre.
—¿De dónde viene ese arroz?
—Son espigas que ha recogido mi hijo en los arrozales donde ya hemos cosechado.
No dijo nada, vació el agua de la cacerola y volvió a ponerla sobre el fuego. Todo el líquido se evaporó, al fondo sólo quedaba un lecho de arroz bien sólido y cocido. Después, Ta Li me llevó a casa de su cuñado Ta Ling, le presentó el objeto del crimen y le explicó que me había encontrado cociendo arroz —mentía porque había visto que yo hacía potaje y no arroz— y que había robado ese arroz durante el descascarillado.
El veredicto no tardó: Ta Ling se levantó, fue a buscar un pico y me llevó al huerto común donde todavía quedaba una parcela de tierra sin desbrozar y sin labrar, de unos quince por quince metros. Me dio la orden de quitar la hierba y remover aquel cuadrado todo el día. Si no había terminado por la tarde, doblaría la superficie. Además, me quedaría sin mis dos raciones de alimento.
No fui la única castigada: una anciana china también fue sorprendida en flagrante delito de cocción de arroz. Su marido se encargaba de fabricar abono a partir de boñigas de vaca secas y mezcladas con la ceniza de la cáscara del arroz. Todos los días iba a buscar los sacos de cáscara a la fábrica para quemarlos cerca de su choza y las trabajadoras, por solidaridad o a cambio de algunas legumbres o pescado, añadían un poco de arroz. Más tarde, él no tenía más que pasar discretamente la mercancía por un tamiz para distinguir el grano de la cáscara. En resumen, el que robaba era él, pero como su mujer hacía el arroz, fue ella quien recibió el castigo.
Otro hombre se unió a nosotras en los castigos, más tarde, ese mismo día. Su mujer y sus hijos sufrían edema nutricional y él había ido a mendigar un poco de salvado de arroz a la fábrica, pero la señora Mao se había negado y, desesperado, había decidido correr un gran riesgo: cortó espigas de arroz sin descascarillar en un arrozal que todavía no se había segado.[37]
Terminé mi castigo a medianoche, a la luz de la luna, con las manos ensangrentadas. Al día siguiente, volví al trabajo. Nadie hizo ningún comentario.
A finales de diciembre llegó mi segunda desgracia. Angkar debía dejar que todos los niños volvieran al pueblo. Para la ocasión, me apetecía prepararles un poco de arroz; había mucha luz y nadie vería el fuego, pero no tuve en cuenta a la mujer de Ta Ling, quien, acompañada por la cocinera, escogió ese momento para entrar en todas las chozas, con el pretexto de buscar la vajilla para la cocina común. Tras ser avisada en el último minuto por Ha, que hacía guardia pero no la había visto llegar por detrás, me apresuré a esconder la cacerola de arroz aún caliente en la bolsa de la ropa, pero la mujer del jefe había ido a investigar. Husmeó por todas partes, vació las bolsas, incluida la de la ropa, y esa bruja mostró una sonrisa triunfal. Cogió la cacerola y la llevó a casa de su marido sin decir una palabra. Mi falta era grave, porque la última vez había prometido que no volvería a hacerlo.
Me convocaron de inmediato a casa de Ta Ling, que me lanzó una mirada glacial, desprovista de toda indulgencia. De nuevo, me puso un pico en la mano. Esa vez, ya no era una superficie de quince por quince metros la que debía desbrozar, sino el doble. El sol ya estaba alto, tenía el resto del día y la noche para terminar. Afortunadamente, Jean-Jacques llegó en ese momento. Yo no había comido nada y él me dio dos puñados de arroz sin descascarillar que había recogido y cocinado. Después, como me habían empezado a sangrar las manos, me ayudó un poco antes de volver a su campo al atardecer. Terminé mi tarea a las tres de la madrugada, con el primer canto del gallo. Si me hubiera retrasado un poco, me habrían doblado el castigo.
En el trabajo, mis compañeras estaban rencorosas y me reprocharon no saber arreglármelas. Desde el principio, habíamos llegado a un acuerdo que estipulaba que si atrapaban a una, en ningún caso debía denunciar a su vecina, sino asumir toda la responsabilidad, si bien, a la larga, todo el mundo podía ser sospechoso de robar las reservas de la fábrica.
Consciente de que nada podía detener el robo de arroz ni la recolección de espigas de arroz sin descascarillar, Ta Ling terminó colocando un equipo de schlops a la entrada del pueblo, cuya misión era registrar a las obreras, las segadoras, los pescadores y los niños que volvían del trabajo. Sabíamos que cada vez era más difícil sacar el arroz sin ser descubiertas y más todavía porque el almacenista, que albergaba sospechas fundadas, también participaba en la operación.
Una de mis compañeras, terca como una mula, tentó a la suerte pese a todo, ocultando el arroz en el bolsillo exterior de sus bragas. Diferenciada por su paso algo envarado, fue detenida y registrada. Los schlop no tardaron en encontrar su escondite y su tesoro. El castigo fue duro: debía descascarillar, ella sola, dos sacos al día, durante cinco días, pero para levantar el mortero se necesitaba la fuerza de dos personas como mínimo…
Cuando mi colega purgó su pena, la señora Mao nos reunió:
—Queridas camaradas, no seáis podridas, intentad volveros honradas, corregiros. Tratad de ser sinceras con Angkar, si veis a una de vuestras compañeras cometer una mala acción, ¡no dudéis en contármelo!
En resumen, nos pidió que nos convirtiéramos en delatoras. No podíamos evitar reírnos por dentro, ya que, mientras nos sermoneaba, nosotras llevábamos nuestro valioso cargamento alrededor de la cintura. Ese día, tuvimos la suerte de volver sin incidentes, sin cruzarnos con ningún guardián. ¿Qué había sido de ellos? Misterios del régimen.