EN agosto de 1976 mi cuñada Li cayó enferma. Su tez se volvió amarillenta y empezó a hincharse, pero a pesar de su estado, también se esforzó en ir a trabajar todos los días para no perder su ración de arroz, que compartía con Ha, su «boca inútil».
Su caso se agravó, pues no teníamos nada para curarla. Las decocciones de hojas de limón o de hojas de yaca que servían contra mi edema nutricional no daban ningún resultado con Li, que sufría un edema cardiaco. Un día, unos yautheas seudomédicos pasaron por el pueblo para ofrecernos sus valiosos cuidados. A modo de medicamentos, distribuyeron entre los enfermos unas pequeñas bolas de salvado de arroz crudo envueltas en azúcar de palma —yo las llamaba «bolas de la muerte»—, con la pretensión de que ayudarían a reabsorber los edemas. Li aceptó casi con agradecimiento ese sospechoso tratamiento, porque tenía hambre y cualquier tipo de alimento parecía un don del cielo. Yo misma le supliqué que me diera unas bolas para calmar mi estómago, pero, como todo el mundo, se había vuelto una obsesa de la comida y guardó para ella sus «valiosas» píldoras, que finalmente, al provocarle una diarrea aguda imposible de detener, serían la causa de su muerte.
Dos días antes de que nos dejara, vi con emoción cómo compartía su pescado y su arroz con Jeannie. Li falleció dulcemente a mediados de octubre de 1976, una tarde, justo antes del crepúsculo.
Teníamos que enterrar nosotros mismos a nuestros muertos, en un bosque que estaba a un kilómetro de distancia. Al anochecer nadie quiso ayudarme, así que tuve que pasar la noche junto al cadáver, con Jeannie y Ha bajo la misma mosquitera.
Al día siguiente, pedí ayuda a los vecinos, porque, sola y debilitada, era incapaz de llevar un cadáver de treinta o cuarenta kilos. Además, no había madera ni clavos ni martillo para fabricar un ataúd. Al principio, con los primeros decesos, usábamos listones de bambú, unidos con lianas para formar una especie de estera, pero ya hacía mucho tiempo que escaseaba el bambú.[26]
Así que metimos el cuerpo en un viejo saco de yute, lo llevamos al «cementerio», atado por el cuello y los pies, cavamos un agujero de apenas un metro de profundidad en el bosque y sepultamos a Li. Aquel era el triste fin que nos esperaba después del óbito, algo que resultaba estadísticamente próximo para mí y para todos los demás.
Se producían tres o cuatro muertes diarias, a causa del hambre, la enfermedad, la falta de higiene, pues las letrinas excavadas en las cercanías hervían de gusanos; durante la estación de lluvias, cuando el río se desbordaba e inundaba todo el pueblo, terminábamos pisoteando nuestros propios excrementos. Vivíamos en un circuito de agua cerrado y bebíamos un líquido que servía para todo, también para lavar la ropa manchada por la diarrea.
Obligados a codearnos con la muerte, a carecer de lo mínimo para la vida, terminamos por cometer pequeños robos, sin pensar que nos exponíamos a la pena capital. Un día, cuando iba a coger espinacas acuáticas y espinacas salvajes, encontré un huerto lleno de berenjenas.[27] Creyendo que el lugar estaba desierto, me deslicé y trepé a los pequeños árboles y me puse a recoger las berenjenas y a llenarme los bolsillos —los bolsillos de nuestras camisas negras nos resultaban muy útiles—. En el momento en que salí del campo a cuatro patas, me di de narices con un schlop. El delito era flagrante. Mientras se reía perversamente, me llevó de inmediato a ver al jefe del pueblo. Como este no estaba, el schlop me dio un pico y me ordenó: «Mira, yé barang, vas a quitar la hierba de esta parcela hasta que llegue el jefe del pueblo». Muerta de miedo, no dije nada y me puse a trabajar. Al cabo de una hora, más o menos, sin ninguna explicación, los dos guardias me mandaron subir a una pequeña barca y me hicieron cruzar el río para llevarme hasta el pueblo vecino, donde tenía que comparecer ante el gran jefe, cuyo rostro no había visto desde nuestra llegada a Loti. El trayecto sólo duró unos minutos pero transcurrió en un pesado silencio; sólo se oía el chapoteo del agua contra los remos. Sentada entre los dos, sin conocer sus intenciones, temblaba de miedo, me reprochaba haber sido tan imprudente y lamentaba amargamente haberme dejado atrapar de una forma tan estúpida.
El gran jefe, al que veía por primera vez, empezó a mirarme fijamente, con maldad, y a continuación me preguntó, tajante:
—¿Por qué roba?
Respondí con voz lastimera:
—Porque tengo hambre.
Contestó secamente:
—Pero nosotros también tenemos hambre y, sin embargo, no robamos…
Mientras me sermoneaba, un delicioso olor a pescado asado que se escapaba de su choza me hacía cosquillas en las fosas nasales y torturaba un poco más mi desdichado estómago vacío. Entonces vi, por la puerta entreabierta, a su mujer y sus hijos, sentados en círculo en torno a un gran tazón de sopa humeante, comiendo ruidosamente, sirviéndose a manos llenas arroz y trozos de pescado asado. Yo salivaba, ardía de ira, pero sólo podía callarme. Y el sermón continuaba: «Ustedes, los intelectuales, son verdaderamente incorregibles. No podemos conservar elementos tan podridos». Al oír esas palabras, comprendí la suerte que me esperaba y, olvidando toda prohibición, rompí a llorar. Le pedí al jefe que me perdonara, prometí que no volvería a hacerlo, que intentaría reeducarme… ¡Nada parecía conmover al gran capitoste! Imperturbable, se dirigió a los yautheas que me habían traído: «Lleváosla», dijo, señalando la dirección de la que nadie regresaba.
En ese momento llegó en bicicleta Ta Yem, el canaksrok, jefe del distrito. Cuando le pusieron al corriente de mi caso, me interrogó por mi familia, por mis orígenes, y me preguntó si quería volver a Francia. Respondí: «Mith, mi suerte depende de la decisión de Ankgar». Creí entonces que eso era lo que debía decir; de alguna manera, sabía por dónde soplaba el viento.
Unos minutos de pesado silencio. Yo temblaba como una hoja muerta, pensaba que había sido verdaderamente estúpida al meterme en semejante lío por unas berenjenas, pero cuando nos empuja el hambre… El veredicto fue pronunciado al fin: «Por esta vez, la indultamos, pero si reincide, Angkar tomará las medidas apropiadas».
¡Ufff…! Ese día escapé a la muerte y di las gracias a Dios por seguir con vida, pero esa misma tarde, en la reunión de «lavado de cerebro», tuve que hacer autocrítica delante de todo el mundo: expliqué lo que había hecho, imploré a Angkar y a mis camaradas que me perdonasen, prometí que no volvería a robar y pedí a Angkar que me eliminase si volvía a hacerlo… ¡Me doblegué, no me rompí, pero qué deshonra!
No todo el mundo tuvo mi suerte en ese pequeño juego. Un día, soltaron a mi hijo y otros niños durante cuarenta y ocho horas y todos vinieron a vernos a Loti. La mujer del jefe del pueblo, que se ocupaba de la cocina común, aprovechó su presencia para pedirles ayuda y envió a tres chicos, entre los cuales estaba Jean-Jacques, a recoger madera para la cocina. Debían cortar ramas o troncos de árboles. Los niños partieron provistos de machetes, pero los niños seguían siendo niños. En el camino encontraron unos trozos de madera ya cortados. Para ir más rápido y no hacer demasiado esfuerzo, usaron ese montón de troncos listos para ser empleados. Entonces llegaron dos yautheas que los sorprendieron en plena faena y los tacharon de ladrones. Los detuvieron al instante y los llevaron al extremo de la isla, donde había una plantación de mandioca.
Cuando volví al campo a media tarde, descubrí que los chicos no habían vuelto de su tarea. No sabía lo que había pasado y fui a buscarlos con otra madre. Al llegar a las proximidades de la plantación, vimos a nuestros hijos picando, mientras lloraban en silencio. No nos atrevimos a hacer nada, así que esperamos. Poco antes de la puesta de sol, los chicos fueron liberados. Recuperé a mi hijo con un alivio extremo, pero también con espanto, cólera y un dolor impotente: a Jean-Jacques y sus compañeros los habían sermoneado como ladrones, los habían tachado de hijos de traidores y de corruptos irrecuperables, los habían azotado con tallos de mandioca y después les habían obligado a trabajar desde las diez de la mañana hasta la noche, sin beber ni comer. El cuerpo de Jean-Jacques estaba cubierto de las señales de los golpes, pero mi hijo no se quejaba, no lloraba, no decía palabra. Se encerró completamente en sí mismo.
Todavía sufro al pensar en la suerte de mi hijo, un chico de doce años que creció demasiado rápido por culpa de todas esa pruebas, que se hizo adulto sin tener tiempo de disfrutar de la despreocupación de la infancia. El trato que sufrió ese día —y el que sin duda sufrió otros días sin que yo fuera testigo y del que jamás ha querido hablarme— y toda esa crueldad le marcaron de tal manera que, cuando regresó a la vida normal, durante años, no pudo soportar las escenas de flagelaciones en el cine o la televisión. Cuando por casualidad veía escenas de ese tipo, cambiaba de canal y por la noche lloraba en sueños, presa de las pesadillas.
«¡No robéis! ¡No seáis corruptos!». Los dictadores en el poder querían que adoptásemos, a través de la población local convertida a su causa, una línea de conducta perfecta y que nosotros también nos convirtiéramos en un pueblo puro y duro. Los ancianos escogidos para inculcarnos tales reglas eran seres a menudo crueles, pero estaban lejos de ser irreprochables y se mostraban incapaces de seguir sus propios mandamientos.
Sabíamos perfectamente que nos mentían cuando fingían que comían como nosotros, pues, de hecho, desviaban provisiones de arroz para su consumo personal. Alguna vez se descubrían sus chanchullos. Así, poco después de que Vian, el cuñado del jefe del pueblo, reemplazara a su padre en las funciones de jefe de equipo, fue depuesto por haber robado arroz, pero no lo castigaron, ni tuvo que hacer autocrítica en público.
La mujer de ese mismo jefe podía servirse con toda impunidad de nuestras reservas, sin que nadie le hiciera el menor reproche. Embarazada, esa lugareña era presa de antojos súbitos y visitaba a menudo los huertos que habíamos plantado, cuidado y regado laboriosamente antes y después de nuestra jornada de trabajo colectivo, para birlarnos calabacines y mazorcas de maíz maduro.
Yo también conseguí tener «mi» huerto: al oír sin cesar que si no quería morir de hambre sólo tenía que plantarlo, acondicioné un pequeño espacio delante de mi choza, donde sembré una decena de plantas de maíz, un parterre de boniatos y algunos calabacines, pero las plantas no crecían solas, había que regarlas por la mañana y por la tarde. Me levantaba media hora antes de salir a los campos, hacia las tres, para sacar agua del río. Mis fuerzas disminuían día tras día, pues era un trabajo demasiado exigente para alguien sometido a un régimen tan severo, pero me obligaba a hacerlo, convenciéndome de que así quizá podría saciar mi hambre. La simple idea de que mis esfuerzos serían recompensados me daba fuerzas para realizar esa tarea suplementaria. Y, en efecto, al cabo de algunas semanas, mis plantas de maíz dieron mazorcas y mis calabacines sus frutos. Una mañana, contemplaba, satisfecha, mi hermoso huerto y, toda contenta, me decía: «¡Qué bien! Está maduro, esta noche podremos completar nuestras raciones de sopa». Cuando me fui, aconsejé a Jeannie y Ha que vigilaran bien el tesoro para que nadie viniera a sisarnos, pero cuando volví al final de la jornada, ¡qué amarga decepción! No quedaban calabacines, ni maíz, todas las hojas de los boniatos estaban arrancadas. Con la excusa de que la señora estaba embarazada, había visitado todos los huertos y había cogido lo que le había parecido. Les había explicado a los niños que su botín serviría para la sopa común de la cena. Cuando llegó la noche, recibimos, por supuesto, nuestro cazo de sopa de arroz blanco sin nada más, ni rastro de las verduras, fruto precioso de nuestra dura labor. Nos habían vuelto a mentir… Pero ¿dónde estaba ese famoso pueblo puro y duro? Yo estaba moralmente desesperada, físicamente agotada, pero no podía quejarme a mis verdugos, pues estaba a su merced.
Mi cuñada había partido a un mundo mucho mejor que el nuestro, en el que sobrevivíamos penosamente. Dondequiera que estuviera, había dejado de sufrir, mientras que el calvario continuaba para mí y el resto de la familia. Era responsable de mi sobrino, pero también de mis sobrinas, Leng, Hoa y Phan, que no tardaron en volver al pueblo, enfermas y débiles, y a las que tuve que anunciar la muerte de su madre. Apenas reaccionaron ante la triste noticia. Se diría que, tras los lavados de cerebro diarios donde oían que eran las hijas de Angkar y ya no necesitaban a sus padres, no les afectaba la muerte de los suyos. Además, las tres chicas se encontraban muy mal. Enfermas y agotadas, no estaban en condiciones de trabajar y, por su improductividad, sólo tenían derecho a media ración por persona. En cuanto a mi hija, cada día más esquelética y frágil, las autoridades la seguían considerando una boca inútil.
Jean-Jacques, que estaba muy delgado y había dejado de crecer, aguantaba el golpe, al menos en apariencia. Se quedó en el campo de los niños de su edad, que se llamaba Kasang-ôt-Krop y estaba a unos kilómetros de Loti, donde terminó la cosecha; allí lo trataban como un adulto y realizaba el mismo trabajo por la misma escasa ración de arroz. Yo sabía que él no tenía tiempo para desalentarse, ya que sólo pensaba en trabajar para sobrevivir.
En cuanto a mí, sufrí un edema generalizado. Más tarde, supe, por los médicos vietnamitas, que, a diferencia de mi cuñada, que sufría un edema cardiaco imposible de tratar sin los medicamentos adecuados, yo tenía un edema renal, menos grave. Pese a mi estado, seguía yendo a los campos para ganar mi ración diaria de arroz, que compartía con los dos niños más pequeños.
Para tratar los edemas, los antiguos habitantes nos daban consejos, pero a cierta distancia: si una persona que sufría un edema entraba en su choza, la echaban a escobazos.[28] Esos ignorantes creían que era una enfermedad contagiosa, así que nos recomendaban beber toda clase de pociones mágicas a base de siete[29] hojas tiernas de bambú hervidas con el rocío de la mañana, siete hojas de yaca secas y siete hojas de limón. Esa tisana no dio ningún resultado con Leng, Hoa, Phan ni Jeannie. En cambio, en mí, que sufría un tipo de edema renal, el brebaje tenía un efecto diurético algo más beneficioso, aunque no llegó a curarme por completo.
Y todavía sufría mis crisis de malaria, durante las cuales no tenía derecho a un trato de favor, al contrario. Los antiguos habitantes nos dirigían sin miramientos, se mostraban duros y crueles, como ese Van, el yerno de Ta Chen, que antes de que lo pillaran con las manos en la masa y lo destituyeran acaparaba las funciones de schlop y de jefe de equipo. Despiadado tanto con los hombres como con las mujeres, repetía sin cesar: «Angkar quiere que os preparéis para trabajar en todos los climas, bajo el sol, la lluvia, el viento o la tormenta, nada debe deteneros, ni siquiera la enfermedad. Tenéis que endureceros». Todo el mundo cumplía bajo su dirección, hiciera calor o frío. Y durante mis crisis de malaria, yo seguía replantando el arroz con cáscara[30], mientras tiritaba de fiebre bajo un sol abrasador, alguna vez bajo una lluvia torrencial y siempre con los pies en el agua hasta la mitad de las pantorrillas. Por toda protección contra las inclemencias del tiempo no tenía más que un viejo impermeable de hule amarillo, que había conseguido salvar milagrosamente de las repetidas confiscaciones y me daba algo de abrigo.
Una mañana, fui abatida de nuevo por una crisis especialmente violenta. Incapaz de levantarme, tumbada sobre el suelo de la choza, tiritaba de fiebre bajo mi vieja manta y dos viejos sacos de yute (aunque hubiera tenido diez sobre la espalda, habría seguido teniendo frío). Para sentirme mejor, habría necesitado algo muy pesado encima. Le pedí a mi hija —¡tan ligera!—, que estaba sentada tristemente a mi lado, que se subiera a mi espalda. La pobre Jeannie, debilitada y torturada por el hambre, se negó. Presa de la cólera, estiré la pierna y le di una violenta patada que la hizo caer bajo la choza. ¿Cómo pude actuar así contra mi propia hija? Cada vez que recuerdo esa escena, se me remueven las entrañas.
No sólo nos acechaban las enfermedades, sino también los accidentes de trabajo. En nuestra vida de ciudadanos corruptos, no habíamos aprendido a manejar con destreza la hoz para la siega ni el pico, y esos trabajos campestres se convertían a menudo en un vía crucis.
Un día, al remover la tierra endurecida de un campo de mandioca, me corté el ligamento del dedo gordo del pie. No tenía antiséptico ni ningún otro producto para detener la hemorragia. Los antiguos habitantes me aconsejaron orinar sobre la herida y, después, aplicar un cataplasma a base de granos de una hierba salvaje que crecía en abundancia. El efecto fue milagroso, pero como siempre andábamos descalzos y yo seguía pisoteando el barro, la herida no se curó y se infectó unos días más tarde. Se me hinchó el pie, tuve fiebre. Tenía miedo al tétanos. Continué el tratamiento varias semanas. Apenas podía caminar, pero había que to sou, no había descanso en el trabajo, había que seguir en el agua estancada de los arrozales. Al cabo de un mes, no sé cómo, la herida cicatrizó milagrosamente.
Mi vida de salvaje me ha enseñado que la orina es muy útil como desinfectante o como abono. Para obtener un abono eficaz en el cultivo de los huertos o del tabaco, hay que dejar reposar la orina en un recipiente durante cuarenta y ocho horas, y a continuación diluirla en la misma cantidad de agua. Gracias a esta técnica, obteníamos magníficas plantas de tabaco, de calabacín y de maíz…
Jeannie y Hoa murieron el 9 de noviembre de 1976, con una hora de diferencia.
Las semanas anteriores a la desaparición de mi hija fueron muy difíciles. Cada vez más atenazada por el hambre, se volvió irritable, gruñona y desobediente. Todos los días iba a mendigar a casa de la mujer del jefe del pueblo, esperando que esta le diera los restos de su comida, o se abalanzaba sobre ellos si ella se los tiraba a su perro. Cuando conseguía un trozo de mandioca o un puñado de arroz asado, se apresuraba a comérselo a escondidas de sus primos, que también estaban hambrientos y podrían disputárselo. Un día de distribución de mandioca, cometí el error de darle a Jeannie un trozo un poco más pequeño que el de mi sobrino. Ese gesto, que ella consideró una injusticia, la enfureció y me insultó de todas las maneras posibles… El hambre hace que todo ser humano pierda la razón, pero ¿se puede actuar de otra manera cuando uno está muriéndose, precisamente, de hambre?
Mi hija no era la única que estaba obsesionada por la comida. Así, otro día, tras la recogida de la mandioca, volví al campo con Jeannie y Ha, y entre los tres conseguimos recoger un kilo de raíces de mandioca destrozadas y todavía enterradas. Al volver, nos dimos un pequeño festín y todos estuvimos de acuerdo en guardar unos pedazos para el día siguiente. Los metí cuidadosamente bajo mi almohada.[31] Mientras dormía, Hoa, también torturada por el hambre, los robó y se los comió crudos.
Al día siguiente, nos levantamos con alegría pensando que por una vez podríamos llevarnos algo a la boca, pero sufrimos una enorme decepción: el saco apareció vacío bajo la choza. Furiosos, nos acusamos los unos a los otros, hasta que Hoa confesó su fechoría…
La mañana del día de su muerte, Jeannie me despertó a las tres para preguntarme si podría comer un poco de arroz más tarde. La víspera, Angkar había prometido que aumentaría nuestra ración. Le confirmé que tendría su arroz, que se lo daría yo misma. Me pidió perdón por haberme tratado mal a causa del tamaño de su trozo de mandioca: «Dime, mamá, ¿podrás perdonarme por lo de ayer por la tarde? Sé que no me porté bien contigo». Le respondí, con lágrimas en los ojos y el corazón roto, que ya lo había olvidado y que no se preocupara. Y supe que no le quedaba mucho tiempo, porque dicen que el ser humano cambia antes de morir: se vuelve amable y pide perdón a los que le rodean o se muestra malvado para que no lo añoren. Al borde de la desesperación, no sabía qué hacer para complacer su deseo. En ese preciso instante, no había necesidad de médico ni de medicamentos, tan sólo un tazón de arroz para una niña de nueve años que se moría de inanición, nada más que un tazón de arroz. Presenciar, sin poder hacer nada, cómo un hijo se muere de hambre lentamente es una tortura intolerable.
Ese día nos dispensaron de trabajar en el campo. Para matar el tiempo, porque no tenía medio de servirle de ayuda hasta el reparto de arroz, la aseé un poco al principio del día y la cambié. Después fui a buscar un poco de leña a toda prisa para prepararle una tisana de hojas de limón.
Poco tiempo después de irme, el pequeño Ha salió corriendo a mi encuentro. Jeannie estaba muy mal. Volví deprisa. Ella respiraba con mucha dificultad. Muerta de pena, me di cuenta de que no había nada que hacer, de modo que asistí a su lenta agonía sosteniéndole la mano, como para guiarla por el camino hacia un mundo mejor. Se extinguió dulcemente a media mañana.
Me quedé allí un buen rato, inmóvil, sin atreverme a derramar una lágrima o decir una oración por el reposo de su alma. Destruida por el dolor, estaba paralizada y seguía mirando fijamente su pequeño cuerpo esquelético y sin vida.
Los estertores de Hoa me devolvieron a la realidad. Ella también estaba agonizando. Por la mañana la había aseado un poco y la había cambiado. Llevaba una semana encamada, debilitada por una diarrea que le habían provocado las bolas de salvado de arroz y que ninguna tisana conseguía detener. Para sanar su edema, los «médicos criminales» jemeres rojos le habían dado esas malditas bolas de salvado de arroz y azúcar de palma que en dos días daban la impresión de deshinchar al enfermo, desencadenando terribles diarreas que, si no se detenían a tiempo, producían la muerte por deshidratación. La poción de los jemeres rojos curaba un mal pero provocaba otro aún más terrible. El círculo infernal —edema, bola de salvado, diarrea— conducía derecho al paraíso. Esos monstruos conocían bien los efectos perversos de su tratamiento. Para ellos era un medio poco costoso y limpio de eliminarnos progresivamente. En cada deceso, oía reír con sarcasmo a los yautheas y los antiguos habitantes: «Mira, se mueren porque sólo comen guarradas, salvado de arroz, espinacas salvajes». Unas guarradas de las que prescindiríamos de buen grado.
Así que mi sobrina se extinguió poco después que mi hija, bajo mi mirada agotada. Tantas emociones dolorosas en un mismo día me sumieron en un estado de shock. Durante dos horas, no pude hacer nada, sólo miraba el vacío, como si el mundo hubiera dejado de girar. Ni oraciones por el reposo de sus almas ni ceremonia alguna. Moríamos como animales, nos enterraban como animales, sin sepultura. Para enterrar los dos cadáveres, tuve que pedir ayuda a mis vecinos, porque no tenía fuerza para cavar dos agujeros. Estaba tan herida por la muerte que permanecí impasible, sin derramar una sola lágrima. De todas formas, estaba formalmente prohibido llorar, al igual que estaba prohibido mostrar alegría. Pero ¿quién podía haber tenido ganas de reír o de cantar después de dos años? En el pueblo no se oían las risas ni los gritos de los niños al jugar. Todavía se veía alguno, pero eran niños enfermos, «bocas inútiles» que erraban como zombis, en busca de cualquier alimento.
Ese año, el pueblo cobró el aspecto de una ciudad macabra. La muerte golpeaba a todas las familias. Por la noche, se oían los gemidos y el llanto de sufrimiento de los enfermos. Por la mañana, uno o dos cadáveres salían de las chozas. La mayoría de los refugiados estaban muriendo de agotamiento y de enfermedades. El pedazo de tierra desbrozada que servía de cementerio se llenó rápidamente; había que encontrar otro terreno.
Todas esas muertes no conmovieron lo más mínimo a los jemeres rojos. Un yauthea llegó a decir: «Que se mueran todos, esos corruptos podridos, cuantos menos haya, mejor. Angkar ya no tendrá problemas de arroz».
El hambre se volvió cada vez más insoslayable, y atormentaba a todo el mundo; era una tortura sutil pero insoportable. Las hojas de boniato seguían siendo un producto de lujo, yo me hinchaba de todo tipo de plantas trepadoras, de espinacas salvajes cubiertas de espinas y de brotes de junco acuático[32], de raíces de plátanos talados por los yautheas tras la cosecha de fruta. Las espinacas acuáticas habían dejado de crecer, pues todo el mundo se había abalanzado sobre ellas. Para tener la sensación de comer un poco de carne, apresaba saltamontes, escorpiones, ciempiés y cucarachas. Algunos incluso corrían el riesgo de comer hojas de mandioca, que a veces contenían una toxina mortal. Toda una lotería: a veces recogían las hojas de una planta sana, otras veces encontraban una planta contaminada, lo que garantizaba vómitos y, después, diarrea y la muerte.
Mi edema seguía presente, estaba físicamente agotada, pero trabajaba como podía, porque desbrozar el bosque o las plantaciones me permitía encontrar algunos saltamontes o algunas termitas.
Llegué incluso a buscar comida en la choza del jefe del pueblo o, más bien, a recoger los restos de las comidas que daban a su perro, porque en su casa abundaban el arroz y el pescado. Por la tarde, después de engullir mi cucharada de sémola, me apostaba en la entrada de la choza y esperaba pacientemente a que toda la familia terminara de comer. Cuando tiraban los restos por el suelo de la cocina, yo llegaba antes que los cochinos y el perro para hacerme con todo lo que podía: trozos de mandioca o de boniato, cabezas de pescado, uno o dos puñados de arroz. Fue así como un día me mordió el perro que había llegado antes que yo, cuando intenté quitarle un trozo de piel de vaca. El hambre es una tortura física y moral, cruel e insidiosa que hace que perdamos nuestra noción de orgullo, de higiene, y rebaja al ser humano a un estado animal. De hecho, también sorprendí una mañana a mi vecino cuando engullía unas enormes lombrices de tierra, después de abrirlas con un cuchillo, quitarles la tierra y hervirlas. Yo lo he probado casi todo, pero nunca pude con los gusanos, aunque mi vecino me aseguró que eran «comestibles».
La siega empezó otra vez en diciembre de 1976; éramos conscientes de que la época de suerte duraría dos o tres meses, a lo largo de los cuales teníamos derecho a arroz sólido. Esa esperanza era como un bálsamo para nuestros corazones.
Ese mismo mes falleció Leng, la hija mayor de mi difunta cuñada, a los dieciocho años. No sufrió edema ni diarrea, tan sólo adelgazó. Hacía dos años que no tenía el periodo y se fue debilitando poco a poco. Por extraño que parezca, presintió el día exacto en que partiría y parecía totalmente serena.
Una mañana, Leng me anunció: «Tata, no me quedan fuerzas», y se acostó. Me ocupé de ella, lavé su ropa, porque, al no poder levantarse, se lo hacía en los pantalones. Ella lloraba al verme limpiar sus prendas sucias, no quería que lo hiciera, pero era necesario, sólo teníamos dos mudas.
Dos días después, unas horas antes de morir, se dirigió a su joven hermano, Ha, y a Phan, su segunda hermana, que seguía con vida, y les recomendó que fueran buenos y no me causaran demasiadas preocupaciones; de lo contrario, ella vendría a buscarlos después de su muerte. Después me dijo que no se sentía muy limpia y me preguntó si podría asearla, ponerle la camisa y el sampot blanco que Angkar nos había distribuido hacía poco y que no habíamos tenido tiempo de teñir de negro. Cuando escuchaba sus últimas voluntades, me confió: «Tata, si no me voy esta tarde, me iré mañana. ¡No te preocupes! Cuando esté ahí arriba, ¿podrás encargarte de que me entierren bien? Hay que cavar un agujero profundo, tienes que enterrarme tú misma, para que no me roben la ropa y las bestias salvajes no puedan desenterrar mi cadáver».
Casi treinta años después de aquella escena, todavía me estremezco al recordar esas palabras. Si mi sobrina me pedía eso, era porque había visto con sus propios ojos cadáveres desenterrados por las bestias salvajes y tumbas desvalijadas por los «vecinos enterradores» avariciosos, que recuperaban las ropas para cambiarlas por arroz.
Después de comunicarnos sus últimas voluntades, Leng dijo que estaba cansada y que tenía ganas de dormir. «Va a venir a buscarme», añadió. Después cerró los ojos, como para dormirse, y se extinguió dulcemente, al anochecer. Sin velas ni petróleo para velarla, la puse bajo la misma mosquitera que nosotros y pasamos la noche con su hermano y su hermana.
Ya nadie tenía miedo a la muerte ni a los cadáveres.
Yo cumplí a conciencia las instrucciones de Leng: cavé un agujero de dos metros de profundidad, en vez de un metro, y me ocupé hasta el final de la sepultura de sus restos. Tras esta tarea macabra y agotadora, retomé el trabajo como si no hubiera pasado nada. Sólo éramos tres en la choza: Ha, de siete años; Phan, que tenía doce años y también sufría un edema generalizado, y yo.
En esa misma época, mi vecina china perdió a sus hijos: cuatro chicos, uno tras otro. Muy débil psicológicamente, no encajó el golpe y enloqueció. Desde que habíamos llegado a Loti —donde yo la había conocido—, nunca había participado en los trabajos comunes, con el pretexto de una invalidez física. Extrañamente, los jemeres rojos la respetaron. A la hora de ir a los campos, ella se quedaba en la cama, recordando con tristeza el pasado, pero se mostraba poco comprensiva con los demás…
Un día, al volver de los campos agotada y con el estómago vacío, la vi, rodeada de sus hijos, mientras comían ruidosamente arroz caliente y muy sólido acompañado de pescado asado. Nada más respirar esos buenos olores, sentí cómo se me removían las entrañas… Jeannie los miraba con aire triste, salivando, pero nuestra vecina no tuvo en ningún momento la bondad de darle un poco de arroz. Se contentaron con darle la espalda a mi pobre hijita y seguir llenándose el estómago. Evocar esa escena todavía me parte el corazón.
Esa mujer tenía muchas joyas y podía arreglárselas sin la ración diaria que se distribuía a los trabajadores. Al cambiar su oro, comía casi tanto como le apetecía, pero ¿cómo había podido esconder todo ese tesoro?, ¿por qué los malditos yautheas siempre la dejaban tranquila?, ¿acaso los sobornaba? Son preguntas que todavía me hago.
A pesar de esa dieta, no aguantó el golpe. El mismo año de 1976, el año de mis muertes, sus cuatro hijos, aun estando mejor alimentados que la mayoría de los demás niños, fallecieron. Y ella también desapareció.
El nivel del río empezó a bajar en noviembre y, como se secó el terreno que había detrás de casa, pude reconstruir el huerto. Si no dejaba que me volvieran a robar las verduras, tendría un pequeño suplemento a la cucharada de sopa diaria. Así que emprendí esa tarea suplementaria de regar por la mañana y por la noche. Buscaba motivación: «Venga, Denise, vamos, tienes que aguantar», y la esperanza de recoger el fruto de mi propio trabajo me procuraba una fuerza moral y una resistencia física sobrehumanas. Por la noche, cuando, atormentada por el hambre, no podía cerrar los ojos, me levantaba, chupaba un grano de sal gorda, bebía un buen tazón de agua fría y regaba mi huerto a la luz de la luna. El trabajo me mantenía ocupada y el incentivo de las futuras frutas y verduras me sostenía. Me repetía como un estribillo: «Denise, no te mueras, sigue viva para contar todas estas atrocidades, el mundo tiene que saber lo que sucede aquí. Debes hacerlo por tus hijos y tus seres queridos desaparecidos».
Llegó 1977. Desesperada, intenté cuidar de mi tercera sobrina, pero no sanó y entregó su alma una mañana de invierno. Ese día, en señal de duelo por todos mis muertos —y también porque tenía muchísimos piojos—, decidí afeitarme la cabeza. Al principio intenté ponerme petróleo en la cabeza, pero las sucias bestias proliferaban tanto que la solución debía ser radical. Una anciana del pueblo me afeitó con un cuchillo de cocina.
Tras todas esas emociones, me dije que tal vez un baño me daría un poco de energía, pero cuando intentaba evitar una sanguijuela, me resbalé y perdí pie. No sabía nadar y estuve a punto de perecer ahogada; no había nadie en los alrededores, me debatía furiosa, intentaba recordar algunos movimientos de natación que había aprendido en el instituto… Al final conseguí volver a tierra y a mi vida de pesadilla. Curiosamente, pese a esa tortura lenta que sufríamos todos los días, nos aferrábamos a la vida. La muerte habría sido una liberación, pero yo no quería morir todavía; cuanto más disminuía físicamente, con más ahínco conservaba una moral de acero, pero ¿por quién?, ¿por qué?