Loti-Batran

Loti-Batran está a unos kilómetros de Traloch, en una isla, en medio del río Loti. Para llegar hasta allí había que atravesar un puente de treinta centímetros de ancho, pero no todo el mundo podía cruzarlo al mismo tiempo ni el mismo día. Mientras esperábamos a que llegara nuestro turno, acampamos en una pagoda cercana, abandonada por los monjes.

En Camboya hay pagodas casi en cada pueblo, pues el país es en su mayoría budista, pero bajo el régimen de los jemeres rojos, las pagodas se consideraban, igual que las iglesias y las escuelas, símbolos del imperialismo y de la corrupción. Muchos monjes budistas fueron asesinados u obligados a casarse y trabajar en los arrozales como todo el mundo. La minoría musulmana, los chams, no fue más respetada. Si los jemeres rojos se enteraban de que alguien era de confesión musulmana, le daban carne de cerdo a la vista de los otros refugiados destrozados por el hambre y muertos, literalmente, de envidia. Esos tiranos no sentían ningún respeto por la religión, ni siquiera por la simple condición humana.

Tras pasar una noche en la pagoda, atravesamos el puente que franqueaba el río Loti para instalarnos en nuestro nuevo pueblo. ¿Un pueblo…? Amarga decepción: Loti-Batran era un nombre. En realidad, no había nada, ni siquiera una choza. Loti-Batran sólo era un bosque de bambú y de árboles de toda clase. «No os preocupéis, Angkar cuida de vosotros, os va a dar una vida mejor. Simplemente, trabajad; Angkar se ocupará del resto, etcétera». ¡Ah! Qué hermoso, el paraíso prometido.

Finalmente, a primera hora de la mañana, los yautheas se reunieron con nosotros en las profundidades de nuestra jungla para repartirnos machetes y picos. Éramos una treintena de familias, compuestas en gran medida por mujeres, ancianos, niños debilitados e incapaces de trabajar. Tuvimos que desbrozar a toda prisa un poco de terreno para montar nuestro campamento esa misma noche.

A la hora de cenar, los neary trajeron cestas de arroz mezclado con maíz cocido. Después de engullir la cucharada de arroz, Li y yo nos apresuramos a acostarnos. Mi hija y su primo lloraban de nuevo, porque no habían comido suficiente y nuestra vida de nómadas empezaba a afectarles profundamente, e intentamos dormirlos como pudimos: «Quien duerme cena», como suele decirse. Enganchamos la mosquitera a cuatro estacas antes de pasar nuestra primera noche en ese lugar todavía más inhóspito y más terrible que los que habíamos conocido hasta entonces.

Antes de dormirme, pensé en mi hijo y sus primos. ¿Dónde podían estar? ¿Qué harían? ¿Cómo vivirían? ¿Cómo les tratarían y cuidarían si caían enfermos? ¿Cómo resistirían todas esas pruebas? ¿Y Seng? ¿Cómo iba a encontrarnos en aquel campo perdido? Los responsables del pueblo de Ta Chen me aseguraban que los niños estaban bien cuidados y que, cuando llegara el momento, vendrían a visitarnos… Pero ¡yo ya no podía creer a esos sucios mentirosos!

Tras desbrozar encarnizadamente durante varios días, conseguimos liberar un centenar de metros cuadrados para instalar las primeras chozas. Mientras los hombres cortaban los tallos de bambú, futuros pilotes, las mujeres y los niños que podían sostener un pico cavaban agujeros de unos cincuenta centímetros de profundidad. Trabajamos sin descanso desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde, con sólo una pausa para comer. En cuanto al desayuno, hacía mucho tiempo que lo habíamos olvidado. Durante la cosecha, nuestra comida del mediodía consistía en un tazón de arroz. Los días de fiesta, teníamos derecho, además, a una sopa hecha a base de mandioca donde flotaba un trozo de cerdo del tamaño de un dedo pulgar. Para apaciguar nuestros estómagos, que gritaban de hambre, mordisqueábamos los peces o los renacuajos que recogíamos en el agua estancada de los arrozales con un grano de sal. Tener hambre permanentemente y ver morir a tu hija de ocho años a fuego lento, sin poder darle nada, es un suplicio intolerable. Me preguntaba qué le había hecho a Dios para merecer ese castigo y también qué habían hecho todos los demás, porque yo no estaba sola en ese barco.

La construcción de las chozas se prolongó varias semanas, durante las cuales acampamos en plena naturaleza. Colaboramos en la confección de los suelos con listones de bambú atados entre sí con lianas; para cubrir la techumbre y los muros, todo el mundo (los niños incluidos) participó en la fabricación de láminas de palmera secas sobre listones de bambú, también unidos por lianas. Nunca habíamos visto ni hecho ese trabajo. El aprendizaje era laborioso, pero instructivo. El único consuelo es que ese régimen de presidiaria me enseñó mucho: a construir una casa, descascarillar para obtener el grano de arroz blanco, plantar boniatos enterrando partes de la planta o sacar las abejas de su colmena para coger el tesoro que hay dentro; un sinfín de cosas concretas, vitales, que una persona de ciudad ignora por completo. Sí, he aprendido todo eso, pero ¿a qué precio?

Nuestra labor dio sus frutos muy pronto: cada familia terminó por tener su «pequeña villa», construida sobre pilotes de unos cincuenta centímetros de alto. Mi cuñada Li, Ha, Jeannie y yo seguimos alojados en la misma choza, porque continuamos registrados como una sola familia. Había agua en las cercanías, lo que era un lujo comparado con el pueblo anterior, pero tampoco era potable si no se hervía antes, porque el curso del río formaba un bucle cerrado y nos servíamos del agua para todo: lavábamos allí la ropa sucia, nos bañábamos… Además, durante la estación de lluvias, el río lo arrastraba todo, incluido el contenido de las letrinas abiertas e inundadas. Así que para protegernos de las enfermedades, siempre hervía el agua del río antes de beberla, la mezclaba con flores de mango, yaca u hojas de limón (cuando encontraba, porque hasta las hojas de limón se convirtieron en un producto escaso). A pesar de esas precauciones, con las primeras lluvias, los refugiados ya debilitados por las privaciones resultarían diezmados como moscas por las enfermedades, segunda plaga, tras el hambre, en ese infierno.

Poco a poco todo el pueblo de Ta Chen se volvió a instalar en Loti y la vida prosiguió su triste curso. Los yautheas volvían en grupos, desembarcaban de improviso, vaciaban los sacos que nos quedaban, birlaban lo que podían llevarse: joyas —a Li y a mí ya no nos quedaba ninguna, ni ningún objeto de valor— o productos de primera necesidad, como jabón, pasta de dientes o medicamentos. Todo ello en nombre de Angkar Leu.

Cuando terminaban su vergonzosa tarea, montaban en sus bicicletas y nos ordenaban, a través de Ta Chen, que siguiéramos desbrozando el bosque para plantar verduras si queríamos comer; había que empezar el sembrado antes de que llegara la estación de lluvias y las inundaciones. Según la época, cultivábamos maíz, boniatos o mandioca, tabaco o calabacines, berenjenas, todo lo que se suponía que compondría nuestro futuro abastecimiento, pero en un país rebosante de palmeras de azúcar, jamás probamos una cucharada de azúcar de palma y, en un país que antes había exportado miles de toneladas de arroz, el tazón de arroz sólido sería sustituido rápidamente por un tazón de sopa de arroz, al mediodía y por la noche. ¡Qué trágica paradoja! Los víveres disminuían día tras día, ya no veíamos el color de los mangos, los plátanos, las naranjas, los zapotes, las papayas… ¿Dónde estaban todas esas cosas buenas?

Me debilitaba día a día, pero intentaba no desmoralizarme y participaba como debía en el desmonte; la madera se recuperaba para la cocina colectiva, mientras que las hojas quemadas servían de abono. Se trataba de tareas penosas, sobre todo si el organismo estaba completamente agotado. Atrapaba todos los saltamontes grises que encontraba en mi camino; algo tostados, esos insectos constituían mi desayuno y me permitían comenzar la jornada sin la impresión de estar en ayunas. Una mañana, asé mis saltamontes a la brasa bajo la mirada intrigada y atenta del hijo de Ta Chen, un muchacho de ocho años, bastante regordete, al menos comparado con nuestros pobres hijos. Mientras me observaba, mordisqueaba con indolencia y sin apetito un enorme trozo de mandioca bien asada, ante cuya mera visión se me hacía la boca agua. Con el estómago vacío, empecé a comer los insectos y el muchacho me preguntó: «¿Está bueno lo que comes?». «Delicioso», le respondí. Me propuso cambiar su trozo de mandioca por mis tres pobres saltamontes… ¡El intercambio era ventajoso! Cuando terminó el negocio, hice desaparecer en mi bolsillo el valioso trozo de mandioca, feliz por la idea de que Jeannie y Ha comerían algo más con la cucharada de sopa de esa noche.

El 15 de abril se cumplía el primer aniversario de nuestro éxodo, ya hacía un año, sólo un año desde que habíamos abandonado Phnom Penh, un año que parecía un siglo de pesadillas. Las fechas del año nuevo jemer (13, 14 y 15 de abril) se trasladaron al 15, 16 y 17 de abril, que conmemoraban la famosa «liberación de Kampuchea». Para esa ocasión, el jefe del pueblo ordenó que matáramos un cerdo y que se repartiera entre todos: doscientos gramos por persona, en principio, si bien, no hace falta decirlo, los antiguos habitantes recibirían doble ración.

No obstante, también para nosotros serían tres días de fiesta: ¡por primera vez en un año, mi hija podría comer casi cuanto quisiera!

Y después, alegre sorpresa: los jemeres rojos concedieron a nuestros hijos, de quienes llevábamos mucho tiempo separadas, el derecho a visitarnos. ¡Qué horrible sorpresa! Jean-Jacques, Leng, Hoa y Phan estaban esqueléticos y quemados por el sol, pero no se quejaron ni una sola vez, no nos contaron su sufrimiento. JeanJacques, un hombrecillo de once años, sólo me explicó que hacía trabajos de hombre: labraba, sembraba, replantaba, cavaba canales y construía diques.

Como todos los niños, los nuestros eran adoctrinados y sólo hablaban en nombre de Angkar Pakdewat. Toda la educación que les habíamos inculcado había sido aniquilada: ninguna cortesía, ningún respeto, ningún «buenos días, señor» o «buenos días, señora», ningún «gracias»[21]. Ya no debían obediencia a sus padres sino a Angkar; nuestros hijos ya no eran nuestros, sino suyos.

De hecho, yo ya no tenía ninguna autoridad sobre mi hijo, quien me hizo comprender claramente que él no me necesitaba y que yo no lo necesitaba a él. Yo no era quien lo alimentaba, era Angkar. Él no era quien me alimentaba, era Angkar. Alguna vez, sin embargo, Jean-Jacques transgrediría esta regla y escaparía de su campamento para traerme un poco de arroz, con o sin cáscara, aunque no era muy habitual. La primera vez que volví a verlos me di cuenta de que nuestros hijos vivían en otro mundo. Todos los vínculos materiales y afectivos que los unían a nosotros habían sido cortados, destruidos. El amor y el afecto eran sentimientos que ya no existían en los campamentos, ni siquiera por parte de la hija que se había quedado conmigo. Hijo, hija, papá, mamá: esas palabras ya no tenían ningún sentido. Todos los valores se habían reducido a la nada.

Durante los tres días de fiesta, tuvimos dos reuniones diarias, una a las seis de la mañana y otra a las seis de la tarde. Por la mañana, saludábamos a la bandera de la Kampuchea Democrática mientras cantábamos el himno nacional de los jemeres rojos, que yo conseguí aprender transcribiendo fonéticamente el estribillo:

Cheam krahom chea

Sroy srop tuk veal Kampuchea meatophum

Cheam Kamakors, Kaksekors dor oudom

Cheam Yutechun Yutneary Pakdevat…

La sangre roja escarlata

inunda el suelo de la madre patria Kampuchea,

sangre preciosa de obreros, de campesinos,

sangre de los combatientes y las combatientes de

la revolución…

Por la noche, después de cenar, varios discursos redundantes nos recordaron —por si lo habíamos olvidado— que estábamos libres del yugo de Lon Nol y de los imperialistas gracias a Angkar, y que estábamos allí para aprender lo que nadie nos había enseñado nunca gracias a Angkar. A cambio, teníamos que obedecer las órdenes de Angkar, seguir sus normas de conducta; si no lo hacíamos, seríamos castigados…

Poco nos importó todo ese parloteo. Lo que contaba, para nosotros, en ese breve periodo, era la ración de arroz normal, la carne de cerdo, verdadero don del cielo, aunque nos la repartieran con tacañería, la cucharada sopera de azúcar de palma líquido por persona y la cucharada de prahok, un pescado podrido y macerado al sol que apestaba, pero que cocido con una brizna de hojas de limón picadas, se convertía en una increíble delicia, un verdadero tesoro en nuestra situación. Al cabo de tres días de fiesta, recobramos un poco de fuerza e incluso una pizca de optimismo.

Por desdicha, nuestra alegría fue efímera. Cuando terminó la fiesta, los niños volvieron a su presidio y nos apretaron el cinturón de nuevo. A finales de abril de 1976, el tazón de arroz sólido se convirtió en un cazo de sopa de arroz. En cuanto a la pequeña reserva de carne de cerdo que habíamos guardado prudentemente, se agotó al cabo de unos días.

A partir de esa fecha, de manera paradójica y al mismo tiempo muy comprensible, los miembros de una misma familia empezaron a pelearse por la comida. Si a alguien se le daba un poco más o un poco menos, estallaba un drama. Incluso con mi cuñada, una mujer de buen carácter, discutíamos todos los días por los alimentos. Estábamos tan preocupadas por nuestra propia condición que ni ella ni yo pensábamos en la otra, ni siquiera en los hijos de los que nos habíamos separado. Sólo pensábamos en nosotras mismas, y en Jeannie y en Ha. La amistad y la solidaridad dejaban de existir entre parientes cuando el estómago lloraba de hambre.

Al escribir estas líneas, me doy cuenta de que mi relato no deja de hablar de nuestro régimen alimenticio: arroz, falta de arroz, maíz, mandioca, peces, sal, saltamontes, escarabajos, escorpiones, sémola, prahok, azúcar de palma… La explicación es sencilla. La comida, o el fantasma de la comida, fue la obsesión de los refugiados, su preocupación existencial a cada instante, durante cuatro años: ¿vamos a comer hoy?, ¿qué vamos a comer hoy?… No había otra ocupación que el trabajo (al que nos obligaban) y el alimento (que faltaba). Nada más. ¿El ocio? Las reuniones de adoctrinamiento.

Esa obsesión nos minaba y nuestro espíritu se perdía en el recuerdo del pasado. Un día, mientras arrancaba las hierbas que crecían en un campo de mandioca, le susurré a una compañera de penurias que entendía el francés los nombres de platos y bebidas con los que soñaba. Estábamos evocando el famoso apéritif Dubonnet cuando un yauthea pasó a nuestro lado. Al captar el sentido de nuestra conversación, nos advirtió con un tono amenazante que si ese «extravío del espíritu» se manifestaba de nuevo, nos enviarían de inmediato a los campos de reeducación. ¡Ufff…! Nos habíamos escapado por los pelos: ¿acaso no se habían llevado al amigo comisario de mi marido por la simple razón de haberse obstinado en hablar francés?

A la miseria y el hambre se añadían otros problemas, entre los que destacaba la higiene. Un año después de nuestro éxodo, no nos quedaba ningún producto de aseo básico: ni jabón, ni champú, ni cepillo ni pasta de dientes. Para hacer las veces de ducha, por la tarde, cuando volvíamos de los arrozales, nos metíamos vestidas en el agua del río y aclarábamos al mismo tiempo nuestras ropas manchadas de barro. Por todo vestuario no teníamos más que dos sampots[22] y dos camisas teñidas de negro, ni siquiera unas bragas. Nos lavábamos los dientes frotándolos con un poco de sal, cuando había, o de arena.

Así tendríamos que seguir viviendo —sobreviviendo— durante tres largos años. Y sin derecho a compadecernos de nuestra suerte, a sentir nostalgia del pasado, a reír o a llorar a nuestros muertos. Nos habíamos convertido en robots, en muertos vivientes.

La fiesta ya quedaba lejos. Retomamos el penoso trabajo de desmonte. Yo no era sino una sombra de mí misma; había adelgazado tanto que cuando de noche me acostaba sobre el suelo de la choza, sentía dolor por todas partes, porque los huesos se me clavaban en la piel.

Pero cada día me entregaba al trabajo para no perder la ración que compartía con mi hija, que estaba tan esquelética como yo. Y seguí cazando insectos, saltamontes y escorpiones que guardaba como algo precioso para completar nuestra cena. Un día, ¡encontré un polluelo! La mujer del jefe del pueblo había dejado salir a su gallina con sus polluelos y se habían perdido cerca del lugar donde trabajábamos. Conseguí atrapar un bicho, lo estrangulé y lo hice desaparecer subrepticiamente en mi bolsillo. Tan sólo la pobre gallina vio la escena. Se abalanzó sobre mí cacareando con todas sus fuerzas y tuve que alejarme rápidamente de las aves de corral para no atraer la atención de los schlops. Esa noche, al volver, recalenté la tartera de sopa que nos habían distribuido y eché el pollo y unas hojas de espinacas salvajes que había recogido a toda prisa en el camino de vuelta. ¡Un verdadero festín!

Desde que vivo en Francia pienso a menudo que es una auténtica pena que las palomas de París no migrasen a Camboya entre 1975 y 1979, pues habrían podido servirnos de plato principal…

Las únicas «verduras» que comíamos eran espinacas salvajes, unas espinacas acuáticas que crecían entre la maleza. Cuando no encontrábamos, nos abalanzábamos sobre las plantas acuáticas que crecían en las charcas y que los camboyanos dan al ganado, o con las raíces de los plátanos[23], que los antiguos habitantes habían talado para alimentar a sus cerdos.

Dos vecinas con las que trabajaba descubrieron un día un filón de espinacas acuáticas, pero se negaron a decirme dónde se encontraba ese rincón maravilloso. «Ah, no, no te lo diremos, porque le darás el soplo a todo el mundo y en poco tiempo ya no quedará». Ese era, desgraciadamente, mi gran defecto: cuando encontraba un rincón con peces, con ranas o espinacas acuáticas, una posibilidad de alimentarnos, no podía guardar el secreto: ¡que todo el mundo lo aprovechara! Pero el hambre empuja a los seres humanos al egoísmo, la mezquindad, los celos, las peleas, el rechazo a compartir… En esas condiciones era difícil hacer verdaderos amigos. Los refugiados no entablaban relación entre sí y muchos de ellos, más inteligentes que nosotros, ocultaban su verdadera identidad y profesión, por miedo a que los eliminaran. En los campos, las relaciones de amistad no tenían más presencia que las relaciones familiares.

Por supuesto, una dieta basada en las espinacas estropea completamente el intestino y provoca diarreas sin fin. Tras las fiestas, fui la primera en caer enferma, infectada por una forma de disentería aguda (heces sanguinolentas, cólicos, fiebre alta) y no tenía ningún medicamento para tratarme. Dos ancianas me aconsejaron beber decocciones de cáscaras de guayabo y tamarindo, pero el primer día de la crisis tenía tanta fiebre que no conseguí levantarme para ir a trabajar. Dormitaba temblando bajo las mantas. El hijo del viejo Ta Chen, que se había hecho yauthea hacía poco, hizo su ronda y me vio; sin quitarse las sandalias, entró en la choza y me gritó: «¡Tú! ¡Yé barang, no te hagas la enferma, sal a trabajar o no tendrás nada para comer hoy!». Agotada por la fiebre, me costó un tiempo levantarme y el yauthea me estiró del cuello de la camisa, me obligó a ponerme en pie dándome patadas en las nalgas; como pude, conseguí llegar hasta el campo de maíz donde hice la tarea (ese día, había que quitar las malas hierbas que crecían en los maizales), arrastrándome sobre el trasero, porque no podía mantenerme en pie. Todo el mundo veía que me encontraba mal, pero nadie se atrevió a decir nada, nadie hizo nada. Cada uno en su casa y Angkar en la de todos. Las otras mujeres continuaron su tarea y las neary me miraban con expresión burlona, sin un gesto ni una palabra de consuelo. O, peor aún, bromeaban entre ellas y decían que nosotros, los corrompidos por el antiguo régimen, éramos enfermos imaginarios, porque no nos gustaba el trabajo en el campo.

Para combatir la disentería no tuve otro remedio que beber tisanas. Al cabo de una semana —milagro—, ya me encontraba un poco mejor, pero estaba completamente agotada, vacía, vaciada.

Unas semanas más tarde contraje el paludismo. La primera crisis fue muy violenta (fiebre, dolores de cabeza, temblores). Y, de nuevo, no tenía ningún remedio para curar la enfermedad: sólo los antiguos habitantes, cuyos hijos eran yautheas, tenían quinina, que aceptaban cambiar a un precio muy alto. Un comprimido de quinina costaba quince cajas[24] de arroz que, por supuesto, yo no tenía almacenadas.[25]

Después de ingerir durante una semana decocciones de una planta muy amarga cuyas hojas (también muy amargas) se comían en ensalada con el pescado ahumado seco y asado, las crisis se espaciaron y la enfermedad se suavizó, pero seguía latente.

Todavía hoy me pregunto de dónde saqué la fuerza física y moral para encajar esas pruebas, porque además esas enfermedades no serían las últimas. ¿Acaso esa fuerza me venía de la infancia?… Mi madre me contó que cuando era pequeña teníamos una cabra en el jardín y que a menudo yo me ponía a cuatro patas a su lado. Un día me dejaron sola unos instantes y me encontró con la boca llena de cagarrutas, que comía con apetito. Quizá esa materia animal me había inmunizado contra la adversidad, como una poción mágica.

Con las primeras lluvias, entre finales de mayo y principios de junio, comenzó la labranza. Teníamos que levantarnos todos los días a las tres de la madrugada, cruzar el río y caminar varias horas. No sabría decir a qué distancia de Loti se encontraban los arrozales donde se nos obligaba a trabajar duramente, estaban junto a la carretera principal —una especie de carretera nacional— por la que ya no circulaba ningún vehículo, pero en la que alguna vez veíamos grupos de yautheas que se dirigían a pie o en bicicleta al pueblo vecino. Todo lo que recuerdo es que cuando llegábamos al lugar el sol empezaba a despuntar.

No había arado ni bueyes para labrar. Armadas de picos, éramos el arado y los bueyes. Las primeras horas de la mañana eran casi soportables; cuando el sol empezaba a pegar, el trabajo se volvía cada vez más penoso. Hacía mucho calor y mucha humedad. Extenuada por la enfermedad y las privaciones, apenas podía sostener mi pico, pero ¡cuidado! No debía quejarme de ninguna manera. Los yautheas nos vigilaban, sentados tranquilamente al borde de la carretera, charlando y fumando cigarrillos.

Los hombres escaseaban en el pueblo de Loti-Batran. Las mujeres y los hijos de todos los hombres detenidos en Koh Tukveal habían sido deportados y reagrupados allí bajo el título de «familias de traidores», junto a familias salidas de otros campos. A los que quedaron los llevaron uno tras otro a los campos de reeducación. Por entonces, todos sabíamos lo que significaban esos famosos «campos de reeducación», según la terminología de los jemeres rojos: «muerte por ejecución sumaria».

Me acuerdo de una camboyana casada con un chino. Tanto ella como su marido ocultaban cuidadosamente su identidad. Decían que los dos eran del país y que eran pescaderos en el mercado de Phnom Penh. En realidad, él era un rico comerciante chino y no había podido salir del país a tiempo. Habían conseguido pasar entre las mallas de la red hasta que alguien conocido los había denunciado. Una tarde, los schlops fueron a buscar al hombre, como solían hacer. Esa noche varias familias de refugiados vieron a su padre o a su marido partir para no volver nunca.

Al día siguiente, un yauthea se paseaba con el pañuelo que el chino llevaba en el momento de su detención alrededor del cuello. Gracias a ese símbolo de una rara sutileza, su joven esposa comprendió de inmediato que se había quedado viuda. Sin embargo, estaba prohibido llorar, especialmente teniendo en cuenta que su marido era un traidor: al ser rico, formaba parte de los corruptos capitalistas del antiguo régimen.

En esa época, las autoridades todavía no se habían dignado a decirme la suerte que le habían reservado a mi traidor.