A la mañana siguiente, ¡qué sorpresa al ver la fila de camiones militares! Todo el mundo estaba contento, excitado e impaciente por embarcar. Pensábamos que Phnom Penh nos esperaba.
En el momento de registrarnos, di, con serenidad y totalmente confiada, mi apellido, mi nombre y el número de personas que componían mi familia. Una vez cumplida esta formalidad, nuevo registro, nueva confiscación, las pocas cosas que nos quedaban revolotearon en el aire. Uno de los yautheas se abalanzó sobre mi álbum de fotos y lo arrojó violentamente al suelo, mientras decía, con un tono cortante: «Ningún recuerdo de vuestra vida pasada, todo debe ser borrado y olvidado». Lloré, imploré, le dije que era todo lo que me quedaba de mis padres, de mi padre. Él miró la foto de mi padre, cubierto de distinciones concedidas por el rey de Camboya, dudó un segundo y me dijo, tajante: «De acuerdo, puedes guardar esta foto, camarada, pero sólo esta», y tiró todas las demás, pero mis sobrinas consiguieron recuperarlas y escondérselas en los bolsillos.
Después nos embarcaron a todos, amontonados como animales, en los camiones que llevaban placas made in China[15], cuyas cubiertas de lona seguían bajadas. Salimos hacia las nueve —yo ya no tenía reloj, calculaba la hora por la posición del sol— y seguimos el viaje por la abertura del toldo. Después de pasar Takhmau, en lugar de continuar directamente hacia Phnom Penh, hacia el sur, el camión dio un gran rodeo por Kompung Kantout, al oeste, y tomó la carretera de Pochentong para llegar a la ciudad. Nos sentimos locos de alegría al ver las primeras casas, porque seguíamos creyendo que íbamos a volver a la capital.
Los camiones entraron en una ciudad desierta. No había ni un alma, salvo algunos yautheas, a pie o en bicicleta. Atravesamos Phnom Penh, pasamos delante del mercado central, completamente vacío, pero rodeado de magníficos cocoteros. Me preguntaba cómo «ellos» habían conseguido que crecieran unos cocoteros tan bellos, cargados de frutas. De hecho, más tarde me enteré de que debajo de cada árbol habían enterrado a las personas ejecutadas de manera sumaria tras la toma de Phnom Penh. ¡Monstruos!
Después el camión se dirigió hacia el norte de la ciudad, donde pensábamos que nos iban a instalar. Circulamos entonces por el bulevar Monivong, que conducía a la embajada de Francia. Mi corazón latía a toda velocidad, estaba a la vez triste y emocionada al ver esa calle que me resultaba tan familiar. A la izquierda, ante la embajada, la catedral se había convertido en un montón de piedras; a la derecha, el gran hotel Royal seguía en pie, así como el liceo Descartes, donde yo había cursado mis estudios secundarios; un poco más lejos, los locales de la embajada permanecían en pie, pero estaban desiertos; frente a la fachada había un campo de maíz. No perdían el tiempo; su divisa era «Hay que cultivar cada parcela de tierra». Querían eliminar todo lo que estuviera vinculado al capitalismo y obligar a todo el mundo a llevar una vida agrícola.
Pero nosotros seguíamos sin detenernos. Todas las casas estaban vacías; más lejos, al ver la fábrica de leche condensada Sokilait cerrada, me estremecí y recordé, con cólera, el discurso de los yautheas en la primera reunión en la pagoda, según el cual Angkar nos necesitaba a todos para las fábricas: otra mentira para obligarnos a confesar nuestro pasado. No había el menor rastro de vida en Phnom Pehn, aparte de los yautheas. Salimos del barrio norte y continuamos por la nacional; entonces me di cuenta de que los jemeres rojos nos habían mentido otra vez y de que nunca volveríamos a ver nuestras casas.
Debía de ser la una o las dos de la tarde, porque el sol empezaba a caer. Circulábamos desde la mañana sin hacer ni una sola parada para ir al baño. Los ancianos, enfermos y niños no podían contenerse y hacían sus necesidades en el camión. Un olor nauseabundo comenzó a invadir el habitáculo, pero a los yautheas les traía sin cuidado; se comportaban como si transportasen ganado en vez de seres humanos. En el límite de la desesperación, todo el mundo se puso a gritar, a insultar, para pedir que hicieran una parada y finalmente cedieron. Nos precipitamos todos fuera para aliviarnos y respirar un poco de aire fresco. En nuestro camión habían muerto dos ancianos. Todos teníamos hambre y sed, pero no quedaba gran cosa en nuestras cestas: sólo un poco de arroz frío, sal y un poco de agua hervida en una cantimplora, que sería para los niños, que se quejaban del hambre a gritos, pero seguían sin hacer preguntas: de camino hacia su trágico destino se contentaban con comer lo que pudieran llevarse a la boca.
Unos minutos después, tuvimos que volver a subir al camión de ganado cubierto y amontonarnos tras apartar los cadáveres, que continuaron el viaje con nosotros. Alguien se arriesgó a preguntar: «Mith, ¿adónde vamos?». Lacónico, el yauthea que estaba junto al conductor respondió: «Aún no hemos llegado». Todas las ciudades de provincias que atravesamos estaban tan desiertas como Phnom Penh. El viaje parecía eterno, la noche tardó mucho en llegar, los niños estaban muertos de cansancio, pero, presas del hambre, no podían dormir y se pusieron a lloriquear. Circulábamos sin saber nuestro destino final y nuestros verdugos no se tomaban la menor molestia en averiguar si teníamos necesidad de comer o de beber.
Finalmente, hacia medianoche llegamos a Pursat, nuestra primera etapa, donde, decían, debíamos coger un tren al día siguiente. El lugar hervía con una multitud de refugiados parecidos a nosotros. Los yautheas nos indicaron un punto de distribución de arroz y de sal, hacia el que se precipitó todo el mundo. Tras una larga espera, Li y yo conseguimos unas preciosas provisiones, pero todavía teníamos que encontrar un lugar para levantar una tienda y ponernos a resguardo del rocío. Los niños, extenuados y hambrientos, no paraban de llorar. La noche era oscura, sin luna, y ello me inquietaba. Tras mi brutal zambullida en esa vida medieval, bendecía las noches de luna llena, en las que la claridad nos servía de luz. Le pregunté a una señora dónde podía encontrar un poco de agua para hervir el arroz. Me señaló una charca, a la salida del campamento, a cuyo alrededor circulaban siluetas sumidas en la oscuridad. A tientas, sin tener más que una idea en la cabeza —beber y hervir el arroz—, saqué un cubo de agua blancuzca. Con tres piedras recogidas apresuradamente, mi cuñada y yo conseguimos montar una especie de horno. Cuando el hambre de grandes y pequeños estuvo más o menos saciada, desenrollamos las esteras sobre el suelo, enganchamos como pudimos la mosquitera a cuatro ramas que habíamos encontrado y nos dormimos esperando que el día siguiente fuera mejor.
A primera hora, volví a la charca para asearme un poco. Ante el espectáculo, estuve a punto de vomitar; alrededor de la balsa se amontonaban pilas de excrementos, parecía que todo el campamento hubiera ido allí a aliviarse. Aquello era inmundo, pero el agua nos resultaba indispensable, fuera cristalina o insalubre, y esa era la única reserva del campamento.
Pasamos tres días en esas condiciones: se nos distribuía arroz, sal y un poco de azúcar de caña, y nos servíamos del agua estancada para cocinar. No había nada que hacer, nada que ver. Hacinados al raso, en las proximidades de la ciudad de Pursat, no lejos de la vía del ferrocarril, nos contentábamos con esperar. Si mis recuerdos se ajustan al calendario, el tren que esperábamos para el día siguiente no llegó hasta las cinco de la tarde del 19 de septiembre. Se trataba de un tren de mercancías vacío. Recibimos la orden de embarcar de inmediato. Las familias designadas (y la nuestra era una de ellas) se precipitaron hacia él y metieron en desorden sus magros petates en una esquina del vagón. Nosotros tomamos un puesto. No había asientos, cada uno tenía el sitio justo para sentarse en el suelo. Cuando todos estuvimos amontonados en los vagones, esos monstruos nos anunciaron, sin explicar las razones, que el tren no partiría y que debíamos pasar la noche dentro. El vagón estaba atestado. Sentados, con las piernas dobladas, apretados unos contra otros, buscamos el sueño en vano. Cogí a mi hija pequeña en brazos para ayudarla a dormir en una posición más cómoda. Li hizo lo mismo con Ha. JeanJacques se estiró como pudo, con la cabeza apoyada en mis piernas dobladas. Sentía tal hormigueo en las piernas que no pegué ojo en toda la noche. A las seis de la mañana, nos despertó una bocina estridente y un yauthea pasó para anunciar que el tren se disponía a partir. Teníamos el tiempo justo para salir fuera y hacer nuestras necesidades antes de que los vagones empezaran a estremecerse con un ruido de chatarra. Al ser despertados con un sobresalto, los niños lloraban y pedían comida. En cada comida, nos las arreglábamos para apartar un poco de arroz frío con unos granos de sal para calmar el hambre de los pequeños. Li y yo no comimos. Nos transportaron durante diez horas, sin parada alguna. Mi angustia crecía a cada minuto que pasábamos en ese vagón nauseabundo y sobrecargado de gente. Para matar el tiempo, que me parecía una eternidad, miraba por la pequeña ventana del vagón y, de vez en cuando, conseguía leer el nombre de las estaciones por las que pasábamos. Todavía no habían tenido tiempo de jemerizarlas porque los carteles aún estaban en francés: Battambang, Svay Chet, Samrog, Mongkolborey. Finalmente, hacia las cuatro de la tarde, llegamos a nuestra segunda etapa, Svay Sisophon, otra ciudad de provincias.
Svay Sisophon era un hormiguero de gente, de refugiados llegados de otras provincias. A la salida de la estación, los yautheas se organizaron. Reunieron a las familias en grupos de diez (krums). Cada krum era vigilado por un jefe. Había que rellenar una ficha de información con nuestros nombres, apellidos y el número de personas que componían nuestra familia y entregársela a nuestro responsable, que asignaba a continuación un número al krum. Mi cuñada, sus hijos, los míos y yo fuimos registrados como una sola familia, aunque formábamos dos distintas. En el futuro esa concentración abusiva nos perjudicaría sobremanera en la distribución de alimentos. Pertenecíamos al krum número 62.
Con las fichas de datos, el responsable del krum podía abastecerse, de manos de los yautheas, de arroz y pescado seco y salado. Tras cumplir estas formalidades, recibimos la orden de ir al centro de la ciudad, donde se asignó a cada familia una barraca de madera para pasar la noche.
Nos quedamos veinticuatro horas en Svay Sisophon, sin saber nada de lo que ocurriría a continuación. Esa incertidumbre nos minaba la moral, pero había que esperar. No teníamos ningún pasatiempo, ni música, ni libros: aquello era el vacío absoluto. Nos mirábamos sin decir nada, sin poder siquiera reír o bromear con los niños que, por otra parte, tampoco tenían ningunas ganas de hacerlo; estaban tristes, hambrientos y desanimados, sufrían su triste suerte desde hacía seis meses sin comprender nada. Una enorme angustia se leía en su mirada, pero no se atrevían o no querían interrogarnos.
El 22 de septiembre, al alba, dos tractores vinieron a buscarnos para llevarnos a un nuevo destino. Yo no había viajado ni me había mudado tantas veces en toda mi vida. Y aquello sólo era el comienzo. Cada tractor cargó dos krums, es decir, veinte familias; no éramos sino ganado que se transportaba según la voluntad de Angkar; estábamos a merced de Angkar, nos habíamos convertido en su propiedad. Angkar disponía de nuestra vida como le parecía. Y, extrañamente, nadie tenía la idea, las ganas o la voluntad de rebelarse por miedo a las represalias, o por falta de medios.
Al cabo de dos horas, llegamos a una región montañosa rodeada de tres phnoms[16]: Phnom Leap, Phnom Trayon y Phnom Traloch. Los tractores vaciaron su carga humana en el patio del hospital de Phnom Leap, donde nos esperaban unas carretas de bueyes. Con nuestras cosas amontonadas otra vez en desorden en las carretas, seguimos a pie, descalzos, bajo un sol de justicia —debían de ser las once de la mañana—, hasta una pagoda situada a unos tres kilómetros. Los niños, sedientos, hambrientos y cansados, cerraban penosamente la marcha, lloriqueando. Con el alma partida, no sabíamos qué hacer para consolarlos o aliviarlos. Era asombroso que, en un país rebosante de árboles frutales, no hubiéramos visto el color de un plátano, de un mango o de una naranja desde hacía meses. Para ahorrarles la fatiga de caminar, yo me eché a Jeannie a la espalda y Li hizo lo mismo con Ha. Delante de la iglesia nos esperaban los jefes de tres pueblos asentados al pie de Phnom Traloch: Ta Chen, Ta Svay y Ta Krach.[17] Fuimos escogidos al azar, junto a otras catorce familias, por Ta Chen, que dirigía el pueblo más pobre, cuyos habitantes eran codiciosos y envidiosos. Se diría que nos perseguía la mala suerte. Cuando terminó el reparto, tuvimos que caminar otros tres kilómetros tras las carretas para llegar a nuestro nuevo destino, más terrible que el anterior, pero menos que el siguiente.