CON varias familias de Phnom Penh, entre ellas los vecinos que nos remolcaron, ocupé un sitio en las piraguas, con un nudo de inquietud en la garganta pese a la calma de Seng. La travesía no era larga, al cabo de unos minutos desembarcamos en la isla y descubrimos un pueblecito de chozas construidas sobre pilotes, rodeado de campos de maíz, de plataneros y de caña de azúcar que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Con una lista en la mano, el señor Thiên distribuyó a las familias en las casas de los lugareños. Nosotros recibimos un tratamiento especial, pues en lugar de asignarnos una familia local, nos asignó una choza vacía, junto a la suya. Mi marido interpretó como una distinción lo que no era sino una forma de vigilarnos y, sobre todo, una manera de poder confiscar todos nuestros objetos de valor.
Thiên era un hombre pequeño, de rasgos finos, que sin duda tenía sangre china. Se mostró amable con nosotros, quizá demasiado para mi gusto, y su falsa complacencia fue nuestra perdición. Su madre, una anciana de ochenta años, mostraba en cambio una verdadera amabilidad hacia los refugiados. «Mis pobres niños, mis pobres niños, me dais pena…», nos repetía a menudo, al saber la suerte que nos estaba reservada. A partir de ese momento, tuve que adaptarme a una nueva vida, una vida sin comodidades, en la que la luna y las velas hacían las veces de electricidad, el río de agua corriente, sin zapatos ni nada.
Para nuestra primera comida en nuestra nueva residencia, el señor Thiên nos ofreció una pequeña cacerola de sopa de pescado y una tartera de arroz mezclado con maíz que compartimos con mi cuñada y sus cuatro hijos. Afortunadamente, nos quedaban algunos plátanos y una papaya. Al atardecer, agotados, nos acostamos pronto. Desenrollamos las esteras sobre el suelo de la choza, hecho de listones de bambú atados con lianas, y antes de caer en un sueño agitado de pesadillas, recé a Dios para que pusiera fin a esa situación.
A las seis de la mañana, el tañido de una campana nos arrancó del sueño; el hijo del jefe del pueblo que, como descubriría más tarde, también era espía, un schlop, convocó una reunión. Grandes y pequeños debían presentarse ante la casa del jefe. El Tonlé Sap fluía cerca de la choza y corrí a lavarme la cara a toda prisa. Los niños, arrancados del sueño de manera brutal, empezaron a llorar. Jeannie pedía leche: habíamos terminado la última botella durante el viaje. Desesperada, comencé a bombardear a mi marido con reproches: ¿por qué no me había escuchado?, ¿por qué nos había arrastrado hasta allí? Al oír los gritos de la pequeña, la madre del señor Thiên nos ofreció un cuenco de arroz con pescado salado asado; aquel sería el último desayuno de Jeannie y de Ha. Al día siguiente —miseria obliga—, tuvimos que acostumbrarnos a comer tan sólo dos veces al día.
Cuando estuvimos reunidos todos los recién llegados, el señor Thiên nos inculcó, por primera vez, los diez mandamientos de Angkar, que debíamos aprender de memoria:
—Todo el mundo será reformado por el trabajo.
—No robaréis.
—Diréis siempre la verdad a Angkar.
—Obedeceréis a Angkar en cualquier circunstancia.
—Está prohibido expresar los sentimientos: alegría, tristeza.
—Está prohibido sentir nostalgia del pasado, el espíritu no debe vivoat (extraviarse).
—Está prohibido pegar a los niños, porque de ahora en adelante son los niños de Angkar.
—Los niños serán educados por Angkar.
—Jamás os quejaréis de nada.
—Si cometéis un acto contrario a las directrices de Ankar, haréis autocrítica en público en las reuniones diarias de adoctrinamiento, que son obligatorias para todos.
El señor Thiên hablaba en jemer; yo entendía lo que decía, pero como no sabía leer ni escribir en esa lengua, tuve que transcribir fonéticamente los sonidos que oía para memorizar esta lección de buena conducta que a partir de entonces tendríamos que recitar en cada reunión.
A continuación, apunto las instrucciones sobre nuestra «apariencia»:
—Nunca llevaréis ropa de colores.
—Teñiréis de negro todas vuestras prendas, con la ayuda de un zumo de fruta llamada makhoeur que crece en la isla, para lo que debéis machacar las frutas para sacarles el zumo que luego herviréis con la ropa durante una hora aproximadamente.
—Las mujeres se cortarán las uñas y el pelo; ni hablar de uñas largas y manicura; el pelo se llevará corto, rapado.
—Iréis descalzos; ni zapatos ni sandalias.
—Las personas que tengan problemas de visión no tendrán derecho a utilizar cristales correctores; porque ya no serán necesarios.
—Cuando os sentéis en un banco o una silla, está prohibido cruzar una pierna por encima de otra, porque es un signo externo del capitalismo.
Después nos explicó nuestra nueva forma de vida, tanto los horarios de trabajo como los nuevos términos que adoptar en la lengua de todos los días.
—Trabajaréis todos los días desde el amanecer al anochecer; los sábados, domingos y festivos quedan abolidos y el trabajo se repartirá de la manera siguiente: las mujeres irán a plantar maíz cuando sea la temporada; los hombres se encargarán de desbrozar los terrenos todavía invadidos de maleza o árboles, donde se plantará caña de azúcar.
—No habrá más que dos comidas al día: mediodía y noche, para ayudar a que Angkar ahorre.
—El comercio ya no existe; no hay nada que comprar ni que vender. Angkar os distribuirá vuestra ración de arroz cada día y una botella de leche concentrada por familia a la semana (cuyo color nunca vimos). Para lo demás, ya os apañaréis vosotros solos.
—Para comer, queda prohibida la expresión pisa bai, a partir de ahora se dirá hôp bai[10].
—Los títulos de señor o de señora quedan abolidos, todo el mundo será mit, «camarada» (mit para los hombres, mit neary para las mujeres casadas, neary para una chica joven).
—Todo el mundo hablará jemer; a partir de ahora está prohibido hablar en francés, chino o vietnamita.
Tras este discurso, el resto de la primera jornada se dedicó a poner en práctica las nuevas directrices. Las mujeres del pueblo nos cortaron el pelo. Yo no pude contener el llanto al ver cómo caían los mechones de mi larga cabellera, bajo los golpes secos de las tijeras oxidadas, pero más tarde, cuando ya no me quedaba jabón ni champú y mi cabeza estaba cubierta de piojos, me alegré de estar totalmente afeitada. Después nos indicaron dónde encontrar los árboles que daban makhoeurs para teñirnos la ropa. Para cogerlos, había que golpear las ramas con una larga varilla de bambú, a continuación machacarlos en un mortero y finalmente, encontrar los recipientes adecuados para teñir nuestra ropa. Nada era gratis: ellas negociaban sus servicios e informaciones a cambio de medicamentos o arroz. A partir de aquel día, el arroz, la sal, el azúcar y los medicamentos se convirtieron en la moneda más valiosa, una lección que aprendí a medida que me hundía en el infierno.
Desde el segundo día, todo el mundo se puso a trabajar. ¡Había que adaptarse y rápido! Entonces, para nosotros, que no conocíamos el trabajo agrícola, que nunca habíamos vivido en el campo, y especialmente para mí, comenzaron los trabajos forzados. Los lugareños distribuyeron picos entre los hombres y los llevaron al otro lado de la isla para que empezaran a limpiar la tierra; las mujeres del pueblo reunieron a las mujeres y los niños y los condujeron a los campos ya roturados para que sembraran maíz.
¿Cómo se anda descalzo, sin estar acostumbrado, sobre la tierra removida, ardiente y endurecida por el sol? El primer día sufría un martirio cada vez que ponía un pie delante de otro en los surcos. Los lugareños, inmisericordes, se burlaban de mí perversamente: «¡Mirad cómo andan los de ciudad!». Y las mujeres imitaban mi forma de andar. Intentaba aguantar, con los ojos llenos de lágrimas, pero no, no se podía llorar, aunque perdieras a un ser querido. He de confesar que no toda la gente de Phnom Pehn era tan torpe como yo; algunos eran de campo y caminar descalzos les resultaba muy sencillo.
Los siguientes días, aprendimos a meter los granos de maíz en la tierra, depositando tres o cuatro en cada agujero, dejando unos treinta o cuarenta centímetros de separación. También tuve que aprender a sacar agua del río, a cargar los cubos llenos con una pértiga colocada en equilibrio sobre la espalda para regar los surcos.
A partir de los ocho años, los niños participaban en todas las faenas. Los más jóvenes, entre los que se contaban Jeannie y Ha, se quedaban en casa todo el día. Dos o tres veces por semana iban a buscar madera para la cocina con otros niños de su edad. Ni hablar de jugar, ellos ya eran capaces de trabajar; Angkar se encargaría de convencerlos. Los jemeres rojos pensaban que los niños eran como una hoja de papel en blanco sobre la que podían escribir lo que quisieran. En poco tiempo, Angkar remodeló el espíritu de nuestros hijos y les transmitió su ideología. Esos monstruos se sirvieron de los niños para espiar a los adultos, sus padres, a quienes consideraban podridos, corruptos e irrecuperables. El objetivo de Angkar era crear una nueva nación, con los buenos granos que hubieran quedado tras la selección.
Después de esa primera jornada de trabajo, estaba tan cansada y entumecida que apenas pude tragar mi precioso cuenco de arroz. Precioso, porque era el último cuenco de arroz blanco al que tendríamos derecho. A partir del día siguiente, vendría mezclado sistemáticamente con maíz; como Angkar carecía de existencias, había que apretarse el cinturón y dar prioridad a la alimentación de los niños.
En unas semanas, grandes y pequeños perdieron varios kilos. Los niños ya no tenían ninguna vitalidad, ningunas ganas de jugar ni de reír. Mi marido, de naturaleza más bien recia, acostumbrado a su whisky diario y a sus cigarrillos, vio cómo su reserva de grasa se fundía en unos días y se vio forzado a un régimen de agua de lluvia y tabaco conseguido mediante el trueque, enrollado en hojas secas de plátano. Su cara se vació de una manera impresionante.
Unos días después de llegar a la isla de Tukveal, nos convocaron, una mañana, en la pagoda que se encontraba en tierra firme. ¡Todos debíamos festejar la victoria y la liberación del país por parte de los valientes yautheas! Así que partimos con nuestro almuerzo en una tartera hecha con una hoja de palmera, llamada smok. Había que utilizar las piraguas para volver a cruzar el río.
Convencidos de que volvíamos a casa, los niños estaban contentos… Yo también abrigaba esperanzas: ¿acaso no circulaban rumores que decían que Angkar hacía regresar a la población a casa?
Los refugiados llegaban de todas partes, la pagoda se llenó enseguida; los «espectadores», sentados en el suelo como niños buenos, esperaban pacientemente la llegada de Angkar. Terminó por aparecer… representado por un grupo de tres o cuatro hombres, con su ineludible pañuelo a cuadros blancos y rojos alrededor del cuello y sus sandalias Hô Chi Minh. Uno de ellos, que parecía el jefe del grupo, pronunció un largo discurso elogiando a los yautheas pakdevat, los soldados de la revolución, y repasó la historia de Camboya desde el reinado de Sihanouk hasta la victoria de los jemeres rojos.
—Camaradas, antes de nuestra victoria, les pedimos a los extranjeros que hay entre vosotros que abandonaran la capital y a nuestros compatriotas que se unieran al frente de liberación. ¿Por qué no lo habéis hecho? Sabed que a partir de hoy sois prisioneros, sois prisioneros de guerra de Angkar. En principio, deberíamos fusilaros a todos, pero las municiones son caras… Por tanto, Angkar va a hacer una selección para eliminar a los malos elementos por medio del trabajo y las privaciones. Angkar necesita un pueblo nuevo, puro y trabajador. Todos os convertiréis en kamakors (campesinos) y kaksekors (obreros). No habrá más escuelas, ni más libros, la selva y los arrozales serán vuestra universidad, lo conseguiréis con lágrimas y con el sudor de vuestra frente. Vuestro dinero, el de los imperialistas de Lon Nol, ya no tiene ningún valor, será sustituido por la nueva moneda de Angkar.[11] De todos modos, vosotros no tendréis: viviréis del fruto de vuestro trabajo, del trueque y de lo que os distribuirá Angkar.
»¡Escuchad, camaradas! ¡No esperéis recuperar vuestras casas en Phnom Penh! Vuestra ciudad se ha convertido en un gigantesco almacén. Ya no hay embajadas, ni estadounidenses, ni franceses… ¡El país ya no necesita la ayuda extranjera! A partir de ahora, la medicina occidental será reemplazada por plantas… ¡Ya no necesitaremos combustible, las máquinas funcionarán con carbón vegetal! Al marcharse, los franceses han abandonado sus coches, y ¡se lo agradecemos! Pero nosotros nos serviremos de nuestras piernas, recuperaremos los motores para las máquinas agrícolas o para las piraguas y los neumáticos servirán para fabricar sandalias…
Yo pensaba en nuestro hermoso coche, que Seng le había confiado al señor Thiên, creyendo que así lo ponía a resguardo y al mismo tiempo prestaba un valioso servicio a Angkar. El discurso continuó. Me preguntaba si no estaba en mitad de una espantosa pesadilla. En lugar de progresar, ¡Camboya iba a ir hacia atrás! Empezaba a desesperarme, pero mi marido, un optimista impenitente, seguía confiando en el régimen e intentaba tranquilizarme: «Angkar tiene razón, así se obtendrá una nación fuerte y pura», y me murmuró al oído: «Hay que to sou»[12].
Cuando terminó la primera arenga, otro hombre tomó la palabra: «Angkar va a necesitar mano de obra, sobre todo obreros en Phnom Penh, porque va a abrir de nuevo los talleres textiles, las fábricas de baterías, de redes para pescar o de leche condensada, como Sokilait…».
Yo reaccioné ante este nombre, porque había trabajado en Sokilait como secretaria de dirección.
El jemer rojo continuó: «Ahora tenéis que decirnos toda la verdad sobre vuestra identidad, vuestro pasado y vuestras competencias. No le ocultéis nada a Angkar, él debe elegir».
Cada uno recibió un cuestionario en el que había que consignar el apellido, el nombre, la profesión que tenía bajo el antiguo régimen, el número de personas que formaban su familia. Algunos camboyanos comprendieron la estratagema, que consistía en localizar militares, profesores, médicos; en una palabra, los intelectuales, a los que se consideraba traidores. Todos declaraban ser campesinos, vendedores ambulantes, culis, barrenderos o conductores de bici-taxis… Todos, o casi todos, con la excepción de Seng, que pensaba que había que decirle la verdad a Angkar por encima de todo y dio datos exactos sobre toda la familia: yo era francesa, había trabajado en la embajada de Francia, él era un empresario autónomo y había trabajado mucho con los militares. En resumen, confesó orgullosamente todo lo que había que ocultar.
Cuando hubo reunido todas las hojas, Angkar dio por terminada la reunión. Tuvimos entonces derecho a comer el contenido de nuestra tartera en un repentino ambiente de relajación y fiesta. Todos nos imaginábamos de regreso a Phnom Penh y nos alegrábamos, aunque fuéramos a trabajar como obreros. Por un instante, me imaginé como obrera en Sokilait, pensé que le diría a Angkar que conocía la fábrica, que había trabajado allí: un simple sueño que durante unos minutos me ayudó a olvidar que nuestra situación no podía ser peor.
De vuelta a la isla al atardecer, el jefe del pueblo nos reunió como todos los días después del trabajo, pues debían educarnos. Nos anunció que a partir de ese momento estaba formalmente prohibido expresarse en una lengua distinta al jemer. Yo, que aún no lo dominaba, tendría que permanecer callada hasta que lo aprendiera. El señor Thiên también nos recomendó que no intercambiáramos recuerdos por la noche, porque a Angkar no le gustaba que el espíritu se extraviara en la vida corrupta que habíamos conocido. De momento, todavía no teníamos costumbre —ni ganas ni tiempo— de emocionarnos recordando nuestra antigua felicidad. Los recuerdos llegarían más tarde, cuando tuviéramos hambre de verdad: en voz baja, mientras trabajábamos en los campos, evocaría con mi cuñada nuestros platos preferidos y salivaríamos con las connotaciones a todas luces surrealistas de nuestros cuchicheos.
Pero según el jefe, no teníamos derecho a evocar nuestro pasado.
Por otra parte, nuestro futuro parecía muy sombrío.
Según las órdenes de Angkar, cada pueblo recibió la orden de acoger entre cincuenta y cien familias. En la isla, el señor Thiên seguía acogiendo a los refugiados, entre cinco y diez familias, que llegaban cada día; siempre de medios acomodados, más rentables en los cacheos.
Pasaron los días, las semanas, los meses. ¿Cuántos? Ya no teníamos calendario. Desde nuestra llegada, intentaba orientarme escribiendo la fecha sobre el muro de la choza con carbón vegetal.
Seguíamos sin tener noticias de nuestro regreso a Phnom Penh. Mi vida de campesina continuó. Sin electricidad ni agua corriente, me despertaba todos los días a las cinco de la mañana y me aseaba rápidamente en el río; después, en ayunas, iba a los campos de maíz, de caña de azúcar o de tabaco, para regar, desbrozar o plantar mandiocas, boniatos, cacahuetes y verduras: calabazas, pepinos, judías y berenjenas. Aprendí a plantar tabaco, un producto muy valioso y demandado. La isla lo cultivaba para cambiarlo por el azúcar de palma que necesitaba. El cultivo del tabaco predominaba y exigía mucho trabajo: cosecha, secado y corte. Y además estaba el cultivo del arroz, primordial, para el que tuve que aprender a remover la tierra, sembrar, arrancar, replantar, recolectar, golpear los tallos para obtener el grano de arroz blanco. No había tiempo para el descanso. Cuando las tierras de la isla dejaron de ser suficientes, sus habitantes explotaron en tierra firme, al oeste, varias hectáreas de arrozales donde nos enviaron a todos, hombres, mujeres y niños.
Aprendí a trabajar la tierra.
Poco a poco, también aprendí a responder correctamente a mis carceleros, a navegar sobre sus aguas turbulentas, a fingir sumisión para escapar a la muerte. A causa de mi nacionalidad francesa, los campesinos jemeres convertidos y los jemeres rojos, especialmente sus mujeres, se burlaban de mí de manera perversa y me llamaban yé barang (francesa vieja) o yé ponso (vieja ponso, una deformación de mi apellido, que resultaba impronunciable para los camboyanos):
—Entonces, yé barang, ¿trabajarías así en tu país?
—¡Oh, no, camarada!
—¿Estás contenta de estar aquí?
—Sí, camarada. Gracias a Angkar aprendo muchas cosas. En mi país, nunca habría aprendido todo esto. Sí, sí, estoy muy contenta de hacer lo que hago aquí porque si no nunca lo hubiera aprendido.
Les chapurreaba lo que ellos querían oír y en jemer, por supuesto.
Doblaba la espalda en la dirección del viento, como los juncos.
Al cabo de un mes, la comida empezó a escasear de verdad. No nos quedaba nada más que arroz, maíz y sal. Reuníamos las papayas y los mangos podridos, picoteados por los pájaros o caídos de los árboles, a veces conseguíamos huevos de pata a cambio de algunas tabletas de aspirina. En cuanto a la carne y al pescado, debíamos aguzar el ingenio para conseguirlos.
A los treinta y un años, me había convertido de la noche a la mañana en una anciana, completamente reseca. En los primeros meses, bajo el shock emocional y el régimen forzoso, perdí la regla, que no recuperaría hasta un año después de que me liberaran los vietnamitas. El mismo síntoma se repitió en mi cuñada Li, mis sobrinas y todas las demás refugiadas. Sólo las mujeres de los jemeres rojos o las lugareñas afectas al Partido conservaron un periodo regular, porque se alimentaban con normalidad; pero vivíamos en un paraíso, según nos decían, y por tanto no teníamos derecho a quejarnos.
Los trabajadores fueron distribuidos por categorías y los alimentos se repartieron en función de su rendimiento: en lo más alto de la jerarquía, los hombres y los jóvenes, considerados la primera fuerza de trabajo (yuvachuon); después, las mujeres (yutneary) que gozaban de buena salud, que tenían lo justo para sostenerse y, por último, los ancianos, los niños pequeños y los adultos enfermos, física o mentalmente, que no tenían el coraje de trabajar y que, considerados «bocas inútiles», debían contentarse con una porción minúscula, cuando no se les privaba por completo de su ración diaria y debían tomar algo de la de los otros miembros de su familia.
Mi hijo, Jean-Jacques, de diez años, trabajaba. Recibía la ración de un adulto; su hermana, Jeannie, una niña de siete años, como no era productiva, sólo tenía derecho a media ración. Así funcionaba la igualdad del régimen.
De todas formas, para los jemeres rojos, los ancianos y los enfermos no contaban, no servían para nada.
Cada grupo de trabajadores estaba a las órdenes de un responsable que al mismo tiempo desempeñaba el papel de schlop. Ni siquiera hacía falta que hubiera yautheas para vigilarnos; ¿adónde podríamos haber huido? Estábamos registrados allí, ¿cómo íbamos a encontrar comida en otro sitio? ¿Cómo rebelarse sin armas, cuando se llevaban a los hombres, uno tras otro? Los refugiados éramos seres pasivos, estábamos agotados desde las primeras semanas. Nuestra resistencia física y moral consistía, esencialmente, en seguir con vida.
Trabajábamos cinco o seis días seguidos, hasta que nos daban una mañana libre para ir a pescar. ¡Y hacía falta aprender!
Una mañana, tuve la oportunidad de pescar con algunas mujeres del pueblo. Otro descubrimiento para la urbanita que era yo. Salimos en piragua, a las cinco de la mañana, para llegar a la isla de Taloun, al este de Tukveal. Allí, cuando bajaban las aguas, aparecían unos pantanos llamados bengs, en cuyo barro se enterraban los peces para desovar. Nos metíamos en el agua hasta las rodillas. Pescábamos con ayuda de una nasa de mimbre abierta por la parte superior, que poníamos sobre el agua. Había que remover el barro para que salieran los peces y atraparlos en la nasa. Para mí, aquel era un ejercicio difícil y físicamente exigente; para los lugareños, un juego de niños. En una jornada, con su ayuda, conseguí capturar varios kilos de peces, incluso una culebra de agua, cuya carne es muy apreciada, y pude alimentar a toda mi familia durante varios días.
Después, mi cuñada encontró otro método de pesca milagroso, del que me permitió beneficiarme. A los peces de agua dulce les encantaba comer los excrementos humanos; armadas con esta verdad biológica, nos levantábamos pronto por la mañana, antes que nadie, íbamos a la orilla del río, sobre un pequeño pontón bastante bajo, metíamos un cesto de mimbre en el agua, sosteniéndolo con las dos manos, después hacíamos nuestras necesidades y enseguida oíamos cómo coleaban los peces en el cesto, que había que retirar rápidamente. Así atrapábamos cuatro o cinco peces cada vez.
Era el sistema D, una solución de supervivencia provisional para nosotras y nuestros hijos.
Me llevaba muy bien con Li. Era una mujer amable, valiente, trabajadora, como todos los chinos, y su actitud zen frente a nuestras dificultades todavía me deja atónita. Supongo que su fe ciega en el régimen le permitía guardar esa distancia con la realidad. Por fortuna, ella estaba allí, conmigo. Aunque no debíamos evocar nuestras impresiones o nuestra vida pasada, nos sosteníamos moralmente y nos comprendíamos sin palabras.
No tengo recuerdos precisos de nuestro estado de ánimo entonces. ¿Cómo reaccionaban ante la situación Jean-Jacques, Jeannie, nuestras sobrinas y nuestros sobrinos? ¿Qué hacían los más pequeños durante todo el día, cuando nosotros estábamos en los campos? Ya no podían jugar con muñecas, a la rayuela, al escondite o a saltar a la comba como todos los niños de su edad, ya no iban a la escuela y ya no comían cuando tenían hambre. Sólo recuerdo que lloraban todas las mañanas, antes de que nos marchásemos, y mendigaban un desayuno que no llegaba. Después, sin energía para hacer preguntas, con la mirada perdida, se callaban, pues sin duda entendían la situación. Era como si, pese a su presencia, estuvieran ausentes. Nunca preguntaron: «Mamá, papá, ¿qué pasa, qué vamos a hacer?». Por nuestra parte, ya no los abrazábamos ni les acariciábamos como antes. Por miedo a las represalias, dejé de divertirme con Jeannie, de prodigarle el menor cuidado. Todos los pequeños gestos cotidianos que crean la complicidad entre padres e hijos habían dejado de existir. Todo se había destruido entre nosotros. Los niños se las arreglaban, se lavaban solos en el río, comían solos la primera comida de la jornada, que Angkar les daba a mediodía. Cuando lo pienso, aún sufro lo indecible.
Al principio, cuando me di cuenta de que ya no irían a la escuela, de que ya no aprenderían nada, me preguntaba, angustiada, cómo podrían recuperar ese retraso. Me arrepentí amargamente por no haberlos confiado a Michel Deverge, el agregado cultural de la embajada. Pero poco a poco las preocupaciones del estómago alejaron esos pensamientos. Éramos prisioneros de un engranaje infernal: una trampa mortal se cerraba sobre nosotros un poco más cada día. Había que trabajar, trabajar cada vez más por nuestra supervivencia y la de nuestros hijos.
Mientras a Li y a mí nos enviaban a los campos de mandioca o de boniatos, mi marido desbrozaba un bosque con los hombres. Yo no lo veía durante el día, pues salía al alba con su tartera de mimbre y no regresaba hasta la noche, pero seguía parloteando.
Seng creía que había hecho amistad con el señor Thiên. En ningún momento desconfió de él, ni por un segundo se le ocurrió que fuera un espía de Angkar que buscaba desenmascarar a los traidores. La depuración acometida por los jemeres rojos no sólo era étnica, sino también social. Seng todavía no sabía que ya estaba en una lista de «personas que eliminar», aún no sabía nada.
Cuando andábamos cortos de arroz, el señor Thiên nos echaba una mano. Cuando el señor Thiên enfermó, mi marido buscó en nuestra preciosa reserva de medicamentos para darle algunos comprimidos de aspirina. Un día, al volver de un campo en tierra firme, mi marido se encontró en la pagoda a dos viejos amigos que acababan de llegar con su familia. Se trataba del antiguo propietario de nuestro apartamento de Phnom Penh. Era comisario de policía; su yerno, soldado gubernamental, y otro vecino, maestro. Seng fue a hablar con el jefe del pueblo para que se alojaran cerca de nuestra casa. Este aceptó inmediatamente su petición. Pensando que hacía bien, Seng reveló la identidad y la profesión de sus «camaradas», pero, sin saberlo, había cometido un error monumental: había firmado su sentencia de muerte y la de sus amigos.
Además, Seng hablaba demasiado. Cada vez que tenía la oportunidad, le repetía al señor Thiên que admiraba mucho el trabajo de Angkar; elogiaba a los comunistas chinos, declamaba los pensamientos de Mao. También entabló amistad con un lugareño, jorobado y enano, al que repetía machaconamente sus convicciones políticas; le contaba que escuchaba Radio Pekín en el pequeño aparato de radio portátil que habíamos logrado conservar. Según las informaciones chinas, Samdech Sihanouk iba a volver a Phnom Penh y toda la población podría regresar a la capital y retomar su vida anterior. ¡Qué metedura de pata! ¡El jorobado enano resultó ser un schlop! Un día, hacia medianoche, algunos yautheas acudieron silenciosamente a la choza del señor Thiên, donde celebraron una reunión secreta. Nosotros nos alojábamos justo al lado. Preocupada por nuestra situación, yo no podía dormir; agucé el oído para intentar entender lo que contaban y distinguí unos fragmentos de frases: «no dejar que los nuevos escucharan radios extranjeras», «confiscar los aparatos de radio», «repatriar a los vietnamitas». Aunque todavía no hablaba demasiado jemer, entendí perfectamente qué decían. Muy inquieta, desperté a Seng para compartir con él lo que había oído, pero me ignoró, diciendo que no lo había entendido bien y que, de todos modos, no había nada que temer.
Al día siguiente, el señor Thiên le pidió a mi marido que sintonizara en su radio la emisora nacional. Un día más tarde, se la pidió prestada, con la excusa de que la suya estaba rota. Nunca volvimos a ver el aparato.
Pero mi marido todavía no había entendido que el silencio es oro. Con su amigo, el comisario de policía, continuaba intercambiando grandes ideas cuando iban a los campos, comentando las noticias que habían ido recogiendo aquí y allá. Al cabo de poco, los schlops los localizaron y empezaron a seguirlos de cerca. Así fue como el enano jorobado comenzó a hacerle preguntas a Jean-Jacques: «¿Tu papá tiene un fusil? ¿Lo has visto vestido de militar?». Ese interrogatorio me inquietaba muchísimo, pero Seng no le daba importancia e intentaba tranquilizarme.
El comisario no le trajo suerte. Era un bocazas que se jactaba mucho, se burlaba de las prohibiciones y seguía hablando francés e inglés. Dos meses después de su llegada, cuatro schlops se lo llevaron una noche, tras la cena, argumentando que Angkar necesitaba sus servicios. Fue el primer «admitido» —como decían los isleños— en un campo de reeducación.[13]
Unas dos semanas después de su arresto, el 15 de julio de 1975, los schlops volvieron para embarcar a otros veinte hombres, a las cinco de la mañana, antes de que fueran a trabajar. Entre ellos, el yerno del comisario, antiguo militar de Lon Nol, junto con el profesor, nuestro vecino en Phnom Penh, y Seng. Los espías mintieron a los niños: «No os preocupéis, vuestro padre volverá. Angkar lo lleva a un campo de reeducación para riengsoth (aprender)».
Ese día, me enviaron a las cuatro de la madrugada, como a las demás mujeres, a los campos de maíz del oeste de la isla. Cuando volví por la tarde, encontré a los niños llorando ante la choza. Les pregunté qué pasaba. El señor Thiên intervino, intentando tranquilizarme: «Angkar sólo quiere obtener unas informaciones, porque su marido ha sido denunciado por su amigo el comisario, pero estará de vuelta en veinticuatro, o cuarenta y ocho horas como mucho, no se preocupe».
Pero nunca más volvimos a saber nada de Seng.
Sin la presencia de mi cuñada, me habría sentido muy sola.
Todas las tardes, después del trabajo, desde mi choza situada en la orilla, veía pasar por el río cadáveres desnudos atados a troncos de plátano. Secretamente, rezaba a Dios para que entre esos cuerpos no estuviera el de mi marido.
Ese mes de julio también fue el de las primeras cosechas de maíz en tierra firme. En una jornada, el equipo de mujeres debía recoger las mazorcas de maíz de entre dos y tres hectáreas, cargarlas en carretas y llevarlas hasta la orilla del río, donde después había que transportarlas a las piraguas. Al final de la tarde, cuando volvimos a la isla, se nos distribuyó lo que habíamos recogido: unos veinte kilos por persona para toda la temporada. De golpe, quedamos privadas de arroz y sólo comimos maíz, preparado de todas las maneras, por la mañana y por la noche. Con ese régimen mononutricional, nuestros intestinos empezaron a desordenarse.
Dos semanas después de la detención de los «traidores», Angkar investigó por segunda vez nuestro «domicilio». Ese día, nos hicieron abandonar la isla a las tres de la madrugada para trabajar en un campo situado a tres kilómetros del pueblo. Cuando volvimos, los niños nos informaron de que dos schlops acompañados por el señor Thiên habían registrado nuestras bolsas. Decididamente, había que evitar como la peste a esos espías que merodeaban por la noche en torno a las casas para escuchar las conversaciones de unos y otros, pero no se sabía nunca quién era schlop. En el primer registro, había logrado esconder algunas cosas, pero esa vez habían arramblado con casi todo, todo lo que los jemeres habían juzgado inútil para nosotros pero útil para ellos: medicamentos, jabón… y mi preciosa agenda de direcciones. La pérdida de ese pequeño cuaderno supuso la ruptura total y definitiva con mi vida de «corrupta».
A finales del mes de agosto, empezó a correr el rumor de que Angkar autorizaba a la población a regresar a su ciudad o provincia de origen y, como si confirmara esta noticia, por el Mekong bajaban barcos que volvían a contracorriente cargados de refugiados. Nadie sabía dónde desembarcaban, algunos creían que en Phnom Penh, otros en Kompung Chhnang… Se distribuyeron circulares en los pueblos: se pedía a los individuos originarios de las provincias de Kompung Cham, Kompung Chhnang, Kompung Thom, Svay Rieng y Prey Veng que regresaran a sus casas. ¡Qué alegría! Todo el mundo quería partir de inmediato, salvo los que venían de Phnom Penh, que no habían recibido autorización para regresar a la capital. Una última formalidad antes de abandonar el lugar: los moulakhans[14] decían que Angkar todavía debía confiscar algunos bienes.
Una vez más, los refugiados fueron engañados por el famoso Angkar: no se produjo ninguna reintegración en las provincias de origen sino una segunda deportación a regiones todavía más pobres y más hostiles, donde les esperaba un trato aún más bárbaro.
Más tarde, a mediados de septiembre, llegó a casa del señor Thiên una lista de nombres de todas las familias que habían residido en Phnom Penh. Mi cuñada y yo debíamos abandonar la isla ese mismo día, con nuestros hijos. A mí la idea no me entusiasmaba, porque conservaba la esperanza —en buena medida alimentada por el jefe del pueblo— de que Seng volvería algún día, a lo que se me contestó: «Vaya sin temor; su marido sabrá dónde encontrarla». Esas palabras no me tranquilizaron en absoluto, especialmente porque la madre del señor Thiên en persona me aconsejó con vehemencia que no fuera: «Pobrecita, no irá a Phnom Pehn, porque la ciudad está reservada a las familias de los yautheas, sino a las regiones montañosas donde no hay nada. Intente obtener la autorización para quedarse con nosotros, yo la quiero como a una hija y necesitamos a gente como usted, con ganas de trabajar». Yo le pedí que defendiera nuestra causa ante su hijo, pero fue en vano, porque la lista venía de arriba; aquella era una orden irreversible.
Dejamos a la madre del señor Thiên los objetos que nos sobrecargaban, como la ropa de color que no nos servía, ollas y cacerolas, pero conservamos una cacerola y un hervidor. El 15 de septiembre de 1975, cinco meses después de nuestra llegada y dos meses después de la desaparición de Seng, abandonamos la isla, muertas de pena.
A primera hora de la tarde, una piragua nos dejó a Li, a los niños y a mí en tierra firme, en una pagoda repleta de candidatos al regreso. Al atardecer, el señor Thiên vino a repartirnos, por última vez, nuestra ración de arroz. Li y yo encendimos un fuego para cocerlo. A falta de madera, usamos a regañadientes billetes de banco del antiguo régimen como combustible. Los dos millones de rieles sirvieron de algo…
Y poco a poco, sin razón, la esperanza se impuso a la angustia. Estábamos tan excitados que esa noche nos costó conciliar el sueño.