Una ciudad se vacía

EN cambio, en la oficina cultural de la embajada de Francia donde trabajaba, no había lugar para la esperanza. Todos los días recibíamos de la AFP, la Agencia de Prensa Francesa, noticias alarmantes sobre los combates en las provincias, las destrucciones de ciudades y pueblos y los desplazamientos de población.

Cuando le contaba las noticias a mi marido, no les daba crédito. Para él, aquello era mera propaganda imperialista, porque todas las noches escuchaba a escondidas Radio Pekín, que no dejaba de proclamar la victoria de las tropas revolucionarias jemeres: por dondequiera que pasaban, regresaba la paz y la población vivía feliz… Seng, partidario inveterado e idealista del movimiento comunista, siempre de manera teórica, ¡repetía infatigablemente a quien quisiera escucharle que los comunistas no eran salvajes, que tenían leyes y se podía confiar en ellos! Creía que esa verdad era tan firme como el hierro. Cuando pienso en la suerte que le tocó, todavía hoy me compadezco de la obstinación y el entusiasmo que mostraba por esas convicciones.

Las autoridades de la embajada de Francia me ordenaron, como a todos los franceses, que abandonara el país, pero la administración francesa sólo estaba dispuesta a hacerse cargo de los gastos de mi viaje y de los de mis hijos, pero no de los del de su padre, porque era extranjero, ni, naturalmente, de los de mi familia política. Me encontraba ante un dilema trágico: no teníamos medios para pagar los billetes de avión suplementarios y me sentía incapaz de dejar al padre de mis hijos y a toda su familia a merced de las angustias de la guerra. ¿Y qué pasaría si los jemeres rojos ganaban la guerra? Lo desconocido me inquietaba y me daba miedo, pero me repetía que antes o después la vida volvería a su cauce y que tal vez Seng tuviera razón y no fuera necesario ceder ante el pánico.

Mi conciencia me prohibió y me impidió seguir los consejos de las autoridades francesas, que fueron repatriando poco a poco a todos sus ciudadanos (peritos, cooperantes, profesores, médicos civiles, etcétera). El 15 de marzo de 1975, un primer contingente se embarcó en Bangkok, un segundo contingente el 30 de marzo y un tercero a principios de abril. Ciertas personalidades camboyanas y algunos diplomáticos extranjeros todavía atrapados aprovecharon estas evacuaciones, costeándose su viaje. Destrozada, observaba cómo mis colegas hacían las maletas uno tras otro y me persuadían de que volvería la paz para animarme.

Antes de abandonar sus puestos, el encargado de negocios y el agregado cultural me aconsejaron por última vez que abandonara el lugar con mis hijos. Seng, cuyas ideas eran más rojas que las de los propios rojos, me convenció de lo contrario, con su beatífico optimismo: «Las tropas gubernamentales van a rendirse, será el fin de la guerra civil y todo volverá al orden, ya verás».

Michel Deverge, el agregado cultural, me propuso otra solución: llevaría a Jean-Jacques y Jeannie a París, donde se ocuparía de ellos hasta que la situación se estabilizara y yo pudiera reunirme con ellos o traerlos de vuelta si terminaba la guerra. Seng se negó categóricamente: no quería, en ningún caso, separarse de sus hijos. Era humano y yo lo comprendía; pero, de manera egoísta, también dijo que si ocurría algo, si finalmente ocurría algo, ¡todos moriríamos juntos y punto!

Quizá los niños deberían haber partido. Aún pienso con amargura en sus palabras. Pero ¿para qué? El mal ya está hecho.

Veinticinco años más tarde, con el corazón roto y asesinado, sigo llorando por los seres queridos que perdí, sobre todo por mi hija Jeannie, pero, por paradójico que pueda parecer, lamento un poco menos haberme quedado, porque cuando llegué a Francia me reencontré con varias amigas francesas de origen euroasiático como yo que, durante el éxodo, quisieron abandonar Camboya con sus maridos y se refugiaron en la embajada de Francia. Ellas fueron aceptadas, pero solas, con sus hijos, mientras que sus esposos de nacionalidad camboyana o china fueron rechazados, arrojados al infierno como si estuvieran sucios, con la excusa de que los jemeres rojos vigilaban la embajada. Hoy esas mujeres están sanas y salvas, pero no tienen la conciencia tranquila y no son felices. Algunas se han enterado de que sus maridos murieron en el infierno, otras nunca han sabido qué fue de ellos. Una situación así me habría llenado de remordimientos y me parece todavía más cruel. Por la inercia de las cosas, seguí a Phou Teang Seng, pero escapé de milagro con mi hijo, y pude ver y vivir lo que pasó realmente, hasta el final. Por desdicha, no pude ayudar a toda la gente cercana a mí que perdió la vida, sobre todo a mi querida y llorada hija, una frágil niña de nueve años que murió de inanición.

Abril de 1975. Mientras las ratas abandonaban el barco, yo permanecí en mi puesto de trabajo, en la oficina cultural, hasta el sábado 15, víspera de las vacaciones de Chhaul Chhnam, el año nuevo camboyano, según el calendario lunar jemer. Ese día, el pánico reinaba en Phnom Penh; había un baile incesante de helicópteros militares y de sirenas de ambulancias que corrían a atender a los heridos. Esa misma mañana, los cohetes seguían cayendo sobre varios puntos de la ciudad; uno de ellos, que explotó cerca de la embajada francesa, causó varios muertos y heridos. Las tiendas y los ultramarinos estaban cerrados por la escasez o porque los comerciantes ya habían hecho las maletas; se veían escenas de pillaje en todos los lugares abandonados. Al volver del trabajo, a mediodía, me enteré de que la embajada estadounidense estaba evacuando a todo su personal en helicóptero. ¿Qué debíamos hacer? ¿Marcharnos nosotros también? Sí, pero ¿adónde? Por otra parte, ya era demasiado tarde. ¿Quedarnos? Sí, pero ¿qué iba a ocurrir?

Mi hija Jeannie llegó a regañadientes a nuestra casa el fin de semana. Ojalá aquel día se hubiera quedado en casa de su tía abuela, habría podido abandonar la capital con ella, hacia el oeste, y todavía seguiría con vida…, porque en el éxodo, la tía se llevó joyas que le sirvieron de moneda de cambio para arroz y, además, sólo tenía dos bocas que alimentar, a su hijo y a sí misma, mientras que nosotros éramos nueve en total. Los dos consiguieron irse y ahora viven en Francia. He vuelto a ver a la vieja señora. Sigue desconsolada por la desaparición de su sobrina nieta, mi hija, a la que sigue llorando. Todavía me reprocha su muerte.

Desgraciadamente, no se puede rehacer el pasado. El sábado 15 de abril, Jeannie llegó para pasar el fin de semana con nosotros, sus padres, que sin saberlo ni quererlo íbamos a conducirla a un destino trágico y funesto: primero el hambre y después la muerte.

El domingo 16 de abril por la mañana, el Estado Mayor del ejército fue bombardeado y se decretó un toque de queda general durante todo el día. Afortunadamente, la víspera, por la tarde, habíamos hecho la compra para el fin de semana y el año nuevo. A pesar de este ambiente apocalíptico y a fin de alegrarnos un poco, decidimos, con un grupo de amigos y vecinos camboyanos que vivían en el mismo inmueble, celebrar juntos el año nuevo, sin saber que sería nuestra última fiesta en mucho tiempo. Cenamos a la luz de las velas, porque la electricidad estaba cortada desde poco después del mediodía. Cada uno llevó algo de sus provisiones. Al final de la velada nos sorprendió que la radio local ya no difundiera ninguna información, así que decidimos subir a la terraza del edificio para ver qué ocurría en los alrededores. Frente al espectáculo de pesadilla que se desplegaba ante nuestros ojos, comprendimos que las tropas de Lon Nol habían capitulado. Phnom Penh estaba sumida en la oscuridad; al norte de la capital, a unos cinco kilómetros, flameaba la refinería de petróleo, al igual que varios hangares y depósitos de municiones. Las detonaciones estallaban a lo lejos. La capital agonizaba, pero, ironías del destino, todo el mundo se sentía aliviado, tranquilo, casi contento. ¡Algunos incluso rogaban a Buda que concediera la victoria a las tropas de los jemeres rojos! Por mi parte, yo rezaba a Dios para que la victoria llegase muy rápido.

Al día siguiente, el lunes 17 de abril, sin contar con ninguna información precisa, porque no había radio, me preparé como de costumbre para ir a trabajar, impaciente por enterarme de las novedades en la embajada, pero apenas había subido al coche cuando sonaron granadas o petardos, y después unos disparos de fusil, esta vez muy cerca, que llegaban de todas partes. Los jemeres rojos estaban entrando en la capital y anunciaban su presencia con disparos.

Después se levantó un tremendo guirigay; de todas las casas surgían gritos de alegría y en nuestra calle oí con claridad ovaciones: «Cheyo yautheas pakdewat!» (¡Vivan los soldados revolucionarios!). Abril es un mes cálido y muy seco. Sentía curiosidad por ver lo que pasaba fuera, así que bajé rápidamente del coche para echar un vistazo y me quedé petrificada ante el espectáculo: hombres, mujeres y niños gritaban «Cheyo yautheas pakdewat!». Se presentaron a todo correr ante sus benditos liberadores, para acogerlos y ofrecerles algo de beber. La ciudad era un delirio. Los guerreros vestían un uniforme negro, llevaban una gorra negra y un pañuelo a cuadros rojos y blancos alrededor del cuello y, en los pies, las «sandalias Hô Chi Minh»[8], hechas de la goma reciclada de neumáticos de coches. La mayor parte de los yautheas eran muy jóvenes, casi niños, con aspecto poco afable, pero muy orgullosos de su victoria, y se alegraban de estar en Phnom Penh. Iban armados hasta los dientes. Sólo de verlos se me ponía la carne de gallina. Todavía veo al «atontado» de mi marido, entusiasmado, yendo a aclamarlos y felicitarlos en la calle, ofreciéndoles unas botellas de cerveza Tsin Tao. Ellos aceptaron las bebidas como si fueran el dinero de una deuda, sin dar las gracias a nadie; ya entonces causaron la desagradable impresión de ser los amos del lugar.

Veinticuatro horas después de su llegada, todo el mundo estaba desencantado y la euforia de la ciudad se había esfumado, porque los soldados a los que habían recibido triunfalmente empezaron a recorrer todas las calles y todas las casas para dar «con firmeza» la orden de abandonar Phnom Penh. «Tenéis que evacuar la ciudad —nos dijeron— en los próximos dos o tres días…, porque Angkar quiere poneros a salvo de los bombardeos estadounidenses». (¿Angkar? ¿Quién es Angkar? ¿Qué quieren decir? Más tarde, aprendería el significado de «la Organización» o «el Partido». Toda persona dotada de poder para dirigir un pueblo o un equipo de trabajadores hablaba en su nombre; Angkar estaba por todas partes). «Llevaos lo mínimo, cerrad bien las puertas y dejadnos las llaves, nosotros guardaremos vuestros bienes hasta que volváis. No os preocupéis, marchaos tranquilos».

Todo el mundo siguió escrupulosamente las consignas. Desconcertados por ese giro inesperado de los acontecimientos, obedecimos sin rechistar y Seng, los niños, mi familia política y yo preparamos el equipaje. Hicimos bien, porque más tarde nos enteramos de que quienes no quisieron dejar su casa fueron acusados de traición y asesinados allí mismo.

El marido de mi cuñada se había marchado, a primera hora de la mañana, para ver a sus padres, que vivían en la parte oeste de la ciudad. Nunca volvimos a saber de él. Mi madre vivía más o menos en la misma zona. Y estando yo atrapada con mis hijos, desgraciadamente no pude ir a verla, pero si hubiera ido sola, sin duda me habría tenido que separar de mis hijos…

Cargamos con arroz, sal, azúcar, pescado seco, medicamentos, mosquiteras, esteras, velas, cerillas, cigarrillos, una botella de whisky Johnnie Walker para Seng, ropa para cambiarnos, libros del colegio para que los niños pudieran hacer los deberes y, por supuesto, todos nuestros documentos de identidad y billetes de banco (unos dos millones de rieles que habíamos cambiado hacía unos días), y guardamos una pequeña reserva de arroz, pescado seco, sal, azúcar y café para la vuelta, por si las tiendas no abrían de inmediato. ¡Pobres crédulos! Antes de irnos, mi marido les dio las llaves de nuestros apartamentos a los yautheas y les agradeció su valiosa ayuda. Hoy, cuando lo recuerdo, me digo que esos monstruos debieron de reírse mucho de nosotros. Sacarnos de nuestra casa con la excusa de protegernos y fingir que cuidaban de ella fue la primera y grotesca mentira de ese Angkar invisible y omnipresente, pero no fue la única: a lo largo de nuestro calvario descubrimos que todas las promesas de Angkar eran mentira.

Hacia las nueve de la mañana, abandonamos la ciudad con nuestro gran Chevrolet atestado de bolsas. En el asiento trasero viajaban mi cuñada Li y sus cuatro hijos —tres chicas: Ling, de dieciocho años; Hoa, de dieciséis; Phan, de doce años, y un chico, Ha, que tenía cinco años—, delante, junto a Seng, que conducía, puse a mi hijo Jean-Jacques, que tenía diez años, y senté en mis rodillas a Jeannie, de siete. El hermano menor de Seng, un chico alto y algo simplón, prefirió seguirnos con su bicicleta, arrastrando tras él un gallinero con dos pollos y una pata. En medio del pánico general, al rato lo perdimos y nunca volvimos a verlo. Intentamos llegar a la embajada de Francia, situada al norte de Phnom Penh, pero se reveló imposible. Cordones de soldados cortaban la ciudad en cuatro partes: los habitantes del sector norte eran evacuados hacia el norte, los del este hacia el este, etcétera. Nosotros éramos del sector sur.

Nada más salir, me quedé petrificada de terror ante el espectáculo de desolación que tenía ante mí y me eché a llorar. Una multitud de hombres, de mujeres, de ancianos y de niños corría, empujaba, tiraba o impulsaba carros cargados de muebles, de maletas. Apenas eran las diez de la mañana, pero el sol pegaba con fuerza, un sol pesadísimo y, más tarde, el calor se volvió húmedo. Los que no disponían de coche ni de carreta tenían que evacuar la ciudad a pie; las madres llevaban a los más pequeños a la espalda, mientras los niños mayores, descalzos, corrían delante de ellas y lloraban. Sus maridos cargaban las pertenencias y la comida con ayuda de pértigas (tallos de bambú apoyados en equilibrio con un cesto de mimbre a cada lado). Los ancianos se afanaban por mantener el paso de los jóvenes. Las calles estaban llenas de bicicletas, de bici-taxis, de coches que circulaban lentamente, si tenían la suerte de conservar un poco de combustible, o que eran remolcados o empujados por adultos si no les quedaba ni una gota en el depósito. Incluso los hospitales fueron evacuados sin miramientos y los enfermos fueron arrojados al tumulto, tendidos en camillas, con el gotero todavía colgando del brazo. Los locos liberados de los manicomios no entendían qué ocurría, reían o farfullaban frases incomprensibles. Los prisioneros, ebrios de una libertad recién estrenada, aprovechaban para saquear todo lo que se encontraban en su camino: casas, comercios, anticuarios, la fábrica de Seven Up; todo valía.

Para apaciguarme, me decía: «Esto no es más que una pesadilla, Denise, un mal sueño, tan sólo un mal sueño; te despertarás».

Mi adepto al comunismo intentaba calmarme, me decía que no había nada que temer: «No te preocupes, está muy bien lo que hacen en este momento. Es normal que quieran protegernos de los bombardeos y, además, tenemos que ayudarles a limpiar la ciudad. Después volveremos a instalarnos». Esa confianza ciega, ese optimismo beatífico por un régimen sin fe ni ley me sigue asombrando.

En la multitud, identifiqué enseguida a los refugiados que ya habían sido evacuados de una ciudad o un pueblo: apenas llevaban un poco de comida, especialmente todo el arroz que podían cargar. Nosotros, gente de ciudad, no teníamos ni idea de lo que nos esperaba. Muchos iban cargados de colchones, muebles, aparatos de radio, billetes de banco (un dinero que no tardaría en ser la causa de numerosos suicidios), es decir, de montones de cosas inútiles que nos confiscaron a medida que avanzaba la expedición. Desde que había empezado la guerra entre las tropas de Lon Nol y los jemeres rojos, los refugiados llegaban todos los días a Phnom Penh y, cuando tuvo lugar la evacuación general, la población total rondaba los tres millones de personas.

Tres millones de personas arrojadas a los caminos de la noche a la mañana; tres millones de personas atemorizadas, agotadas por el calor del mes de abril; tres millones de seres humanos que avanzaban hacia lo desconocido a tientas; esa incertidumbre resulta muy dura moralmente. No sabíamos qué ocurría ni qué sucedería; no sabíamos adónde nos dirigíamos; no teníamos ninguna directriz precisa. Cada grupo de yautheas en bicicleta con el que nos cruzábamos se contentaba con gritar: «No os preocupéis por vuestra casa, la vigilamos, seguid en esta dirección. Angkar os espera, Angkar os recibirá, Angkar se ocupará de vosotros. ¡No temáis! Volveréis en dos o tres días». Mentían… y seguirían mintiendo hasta el final del infierno.

Avanzábamos al paso cuando un grupo de soldados jemeres rojos con uniformes verdes, cargados con sacos de medicinas y diversos artículos que habían robado a un anticuario y un farmacéutico, detuvieron nuestro vehículo y pidieron a mi marido que los llevara. Él, todavía bajo el shock de la «liberación» y agradecido a quienes venían a librarle del yugo del régimen proestadounidense, los acogió con diligencia:

—¿Hacia dónde van y hasta dónde?

—A unos veinte kilómetros de Phnom Penh, hacia el sur.

Seng les dijo que no quedaban más que unos litros de carburante. Tuvimos que esperar bajo la vigilancia de uno de ellos; los otros dos se marcharon y, al cabo de media hora, regresaron de alguna parte con un bidón de gasolina. Desde hacía casi cinco años, el carburante escaseaba y había que comprarlo a un precio muy alto en el mercado negro, a menudo mezclado con queroseno. En la embajada, me daban una cuota mensual en forma de bonos y nos abastecíamos en el surtidor del puesto diplomático.

En cuanto llenaron el depósito, los soldados me ordenaron con grosería que fuera a la parte trasera con mis dos hijos, mientras dos de ellos se amontonaban delante con Seng y el tercero se encaramaba al techo del vehículo con el botín y nos mandaba arrancar. A continuación despejó la carretera disparando al aire. Los adultos se callaron. Solamente Ha y Jeannie, asustados por los disparos e incómodos por viajar tan apretados y por el calor, se echaron a llorar. Li y yo intentamos calmarlos como pudimos, convencidas de que esos jóvenes soldados nos hacían un favor al facilitar nuestra salida de la ciudad.

El coche, pues, abandonó Phnom Penh sin demasiados problemas en dirección sur, lentamente. Cuando pasamos junto a Chascar Mon, la residencia del Jefe de Estado, un olor nauseabundo me provocó una arcada. Conforme nos acercábamos al palacio, vi decenas o veintenas —no tenía ni el tiempo ni el valor de contarlos— de cadáveres de militares gubernamentales, tendidos por el suelo, inflados, descomponiéndose bajo el sol. Los jemeres rojos «autoestopistas» no despegaron los labios y yo, acurrucada en la parte trasera entre las bolsas y el resto de mi familia, temblaba y lloraba en silencio.

En el habitáculo hacía un calor agobiante. Circulamos durante horas con las ventanillas bajadas, hasta la salida de la ciudad y la entrada de una población llamada Takhmau. Allí, nos encontramos con la primera barrera de jemeres rojos vestidos de negro y con el primer registro: nos hicieron bajar del coche y nos pidieron la documentación. Nuestros tres autoestopistas no se movieron; de hecho, no habían abierto la boca desde que comenzara el viaje. Con serenidad y totalmente confiado, mi esposo sacó todos los papeles y documentos oficiales que teníamos en nuestro poder (carnés de identidad, partidas de nacimiento de los niños, mi tarjeta de la embajada francesa y mi pasaporte francés) y explicó que los niños y yo éramos franceses. Los jemeres rojos nos miraron con crueldad y desprecio, confiscaron todos los documentos, los rompieron en mil trocitos sin mirarlos siquiera —como la mayor parte de los jemeres rojos, aquellos tampoco sabían leer— y los tiraron por los aires: «A partir de hoy, ya no hay chinos ni franceses ni vietnamitas; todos somos hermanos jemeres y sólo hablaremos una lengua: el jemer». Atónita, seguí con los ojos los restos de mi identidad hecha añicos. Estupefacta, descubrí al mismo tiempo billetes de banco por el suelo, de todo tipo, sobre todo de quinientos rieles. La calle estaba cubierta de billetes. Los yautheas nos explicaron, mientras reían con ferocidad, que desde del 17 de abril, la fecha de su victoria, «el dinero de A Nol (forma despectiva de designar a Lon Nol) no tenía curso legal en dey romdoch (la zona liberada)».

Cuando terminó el registro, nos hicieron señas para que continuáramos nuestro camino hacia el sur. Yo cada vez estaba más desesperada y paralizada por la inquietud, al contrario que mi cuñada, que mantenía la serenidad; ella también era una adepta idealista del comunismo y, en ese preciso momento, parecía tener una confianza absoluta en el desarrollo de los acontecimientos.

En nuestra desgracia, al menos tuvimos la suerte de abandonar la capital sin muchas dificultades, con la «preciosa» ayuda de los soldados que habían requisado nuestro vehículo. Para quienes marchaban a pie, en bicicleta o en carreta, el esfuerzo físico de cargar con los niños o los fardos se sumaba a la conmoción moral. El calor sofocante y húmedo era agotador, especialmente para las personas mayores y los niños, que no tardaban en sentirse débiles. A medida que avanzábamos hacia el sur, de vez en cuando se distinguían en las cunetas cadáveres de personas muertas de agotamiento o que, desesperadas, se habían quitado la vida, pero nadie tenía el tiempo ni la voluntad de detenerse para enterrarlos. La consigna del momento era «Cada cual a lo suyo y Buda para todos». Ese espectáculo de desolación me conmocionó tanto que lloré y maldije interiormente a Seng por habernos embarcado en ese viaje, que no había hecho más que empezar, porque estaríamos inmersos en él durante cuatro años, cuatro años que me parecieron cuatro siglos.

Hacia las tres de la tarde, llegamos a un pueblo llamado Sabih Aloum, a unos veinticinco kilómetros de Phnom Penh. Nuestros soldados autoestopistas nos ordenaron que nos detuviéramos; bajaron, descargaron su botín y se montaron en una piragua amarrada en la orilla del Tonlé Sap, que habíamos ido bordeando desde Takhmau. Antes de marcharse, simplemente nos dijeron: «Ahora, continuad hacia el sur; Angkar os espera». Ni gracias ni adiós.

Angkar, Angkar otra vez, siempre Angkar… A partir de entonces, no dejaríamos de oír esa palabra en todas las ocasiones en que una orden o un cambio de orden rigieran nuestra nueva vida. Los niños estaban cansados, el desayuno parecía un imposible, empezaron a tener hambre y sueño. Los más pequeños, Jeannie y Ha, comenzaron a lloriquear. Decidimos detenernos a la sombra de un mango para comer algo. Nos quedaba un poco de pescado seco y arroz; todo el mundo se alegró de poder llevarse algo a la boca.

Al contrario de lo que decían los yautheas, nos enteramos de que, no muy lejos, en Kien Sabih, el dinero todavía servía y se podía adquirir fruta, verdura y otras provisiones. Aquello resultaba extraño, quizá los habitantes del pueblo se enteraran pronto de la noticia. Por curiosidad, Seng decidió presentarse allí con cien mil rieles. Al cabo de un rato, volvió con doscientos gramos de salsa de soja que le habían costado treinta mil rieles, un kilo de pepinos por el que había pagado veinte mil rieles y trescientos gramos de carne que había comprado por cincuenta mil rieles, ¡unos precios exorbitantes! Sin duda, la vieja moneda estaba perdiendo todo su valor y los alimentos se habían encarecido muchísimo. Unos días después, no quedaba ningún lugar en el país donde pudieran utilizarse los billetes que hasta entonces habían estado en vigor, pero nosotros conservamos cuidadosamente el millón de rieles que nos quedaba, con la insensata esperanza de que muy pronto todo terminaría volviendo a la normalidad.

Tras esta breve pausa, retomamos la carretera hasta Pey Touch, pero nos quedamos sin gasolina a la entrada del pueblo, frente a un grupo de yautheas. Nuevo registro, nuevas requisas: esa vez desaparecieron los libros escolares de los niños, dos o tres libros y revistas en francés, nuestros relojes y las cintas del radiocasete del coche. «No necesitáis leer ni escuchar música, no volveréis a hablar francés ni chino, hablaremos una sola lengua: el jemer». En ese momento sólo me angustiaba la idea de que los niños ya no pudieran estudiar jamás; entonces desconocía la suerte mucho más trágica que les esperaba. Cuando consideraron que ya nos habían desvalijado lo suficiente, los yautheas nos dieron la orden de seguir, siempre en dirección al sur, pero como no nos quedaba gasolina, tuvimos que empujar el coche para avanzar.

Afortunadamente, el sol era menos abrasador y, al anochecer, llegamos a la pagoda de Prey Touch, que para entonces ya estaba ocupada por refugiados en tres cuartas partes. Los bonzos seguían allí, repartieron un poco de arroz mezclado con maíz molido, con una tartera de sopa de papaya verde. Una comida frugal pero providencial, porque los niños pudieron cenar; nosotros nos contentamos con las sobras. Después de comer, intentamos preguntar a las personas que estaban a nuestro alrededor y que se disponían a reanudar el camino, pero no sabían gran cosa. Estaba claro que todavía no habíamos llegado, que había que seguir avanzando, pero ¿hasta dónde? Nadie lo sabía. Entonces nos encontramos con un vecino de nuestro edificio, que, al vernos en apuros con el coche, propuso remolcarnos con el suyo.

Nos pusimos en camino otra vez. Era noche cerrada cuando llegamos a otro pueblo, donde el viejo jefe jemer, que no se había convertido por completo pero vivía en la «zona liberada por los jemeres rojos» desde 1972, nos acogió afablemente. Nos ofreció un tentempié y nos autorizó a acampar bajo su casa sobre pilotes. Era un jemer romdoch, un jemer liberado. Como a otros camboyanos, los jemeres rojos lo habían adoctrinado, sin duda, pero su edad le concedía cierta cordura y humanidad hacia sus semejantes.

Los dos pequeños durmieron largo rato, agotados, y nosotros agradecimos poder echar un sueño al fin, aunque fuera en el suelo, sin mosquitera, apretados los unos contra los otros sobre una estera desplegada a toda prisa.

Al día siguiente, el 19 de abril, retomamos la carretera a primera hora, con el estómago vacío. Los niños, sobre todo los más pequeños, se quejaban. Ante su llanto, el viejo nos ofreció un puñado de plátanos y unas papayas maduras y nos volvió a decir, con la mirada llena de piedad, como si supiera lo que nos esperaba: «Seguid un poco, niños, Angkar os espera…». Remolcados por nuestro vecino, llegamos a última hora de la mañana a Tukveal, a unos cuarenta y ocho kilómetros de Phnom Penh. Nos detuvimos en la pagoda, donde acampaban numerosos refugiados, y decidimos quedarnos hasta la mañana siguiente. Lo cierto es que seguíamos sin saber qué debíamos hacer ni adónde teníamos que ir, nadie lo sabía, y Angkar parecía más invisible que nunca.

Enfrente, al otro lado del río Tonlé Sap, se veía una isla, Koh Tukveal.[9]

La mañana del 20 de abril, tras un desayuno frugal, pensamos en partir. Cuando empezamos a meter las esteras en el vehículo, llegó el jefe del pueblo de Koh Tukveal, un tal señor Thiên, con tres esbirros, completamente vestidos de negro, cubiertos con una gorra del mismo color, un pañuelo a cuadros rojos y blancos enrollado alrededor del cuello y calzados con sandalias Hô Chi Minh. El señor Thiên también era un jemer que vivía «en zona liberada» desde 1970. Su mirada de acero parecía poco inclinada a la compasión. Con sus acólitos, sopesó el aspecto de los refugiados, los juzgó por lo que poseían y escogió rápidamente a los que parecían más acomodados, es decir, a los que tenían un coche. Nos hizo una señal para que nos pusiéramos en fila y nos explicó que íbamos a Koh Tukveal. Unas piraguas esperaban a las familias escogidas, que sufrieron un nuevo registro y nuevas confiscaciones antes de embarcar, «por razones de seguridad». Todo lo que interesaba a los jemeres rojos desapareció rápidamente en sus bolsillos: joyas, colonia, pastillas de jabón, medicamentos, jeringuillas, termómetros. Yo conseguí disimular en una cesta algunos objetos, pero la bonita muñeca de Jeannie, un regalo de la embajada de Francia a los hijos de sus trabajadores las Navidades anteriores, fue brutalmente arrancada de los brazos de la niña, pese a sus gritos y su llanto. Con lágrimas en los ojos, imploré al señor Thiên que no se la quitara, pero él se mantuvo inflexible y me respondió tajante que los niños ya no necesitarían juguetes, porque tendrían otras ocupaciones. Con el corazón roto, impotente, no pude hacer otra cosa que intentar consolar a mi hija. En ese momento todavía no entendía el mensaje que querían transmitir esos monstruos: «¡No os aferréis a vuestros bienes materiales, no vais a necesitarlos, pronto no necesitaréis más que dos mudas, una tartera y una cuchara, porque Angkar vela por vosotros y os lo dará todo!». Cada vez que nos confiscaban un objeto personal o un recuerdo sentía una punzada en el corazón, pero a medida que nos hundíamos en el infierno, desprovistos de todo, sólo contaban el estómago y la supervivencia.

Antes de embarcarnos, los jemeres rojos pidieron a mi marido las llaves del coche y le dijeron que Angkar lo necesitaba. «Angkar lo toma prestado y os lo devolverá cuando volváis a Phnom Penh». Otra mentira, un enorme engaño que Seng, orgulloso de poder resultarle útil a ese Angkar invisible y todopoderoso, se tragó sin un atisbo de duda.