EN realidad, el infierno empezó en 1970.
El 18 de marzo de 1970, Norodom Sihanouk, acusado de haber autorizado que las tropas de Vietnam del Norte establecieran destacamentos en la frontera entre Camboya y Vietnam, fue destituido de sus funciones por el general Lon Nol, quien, con el apoyo de Estados Unidos, proclamó la República jemer, y la dirigió hasta el 17 de abril de 1975. A partir de ese golpe de Estado, la guerra se extendió por toda la península indochina. El miedo y el crimen reinaban en Camboya. El pueblo jemer, pacífico, budista en su mayor parte, dulce, sonriente y creyente, se convirtió en víctima y autor de actos de una barbarie extrema.
Cuando llegó al poder, Lon Nol declaró la guerra a las fuerzas comunistas vietnamitas y denunció la infiltración en la comunidad vietnamita del país de elementos del Vietcong; la ruta Hô Chi Minh atravesaba realmente el noreste de Camboya.[6] Los vietnamitas y los camboyanos de origen vietnamita no tardaron en sufrir verdaderos pogromos ordenados por Lon Nol, una operación de limpieza radical, una oleada de terror bárbaro y sangrante en la historia de Camboya entre 1970 y 1975, a la que siguió el maremoto del salvajismo de los jemeres rojos.
De la noche a la mañana, todos los vietnamitas fueron arrestados y agrupados en el norte de la ciudad, en campamentos creados a toda prisa en escuelas y pagodas chinas, para una supuesta repatriación a Vietnam que nunca se produjo.
Las detenciones se producían sobre todo de noche, por sorpresa. En Phnom Penh se decretó el toque de queda: en cuanto se apagaban las luces, los camiones militares recorrían lúgubremente las calles. Los habitantes de mi edificio tenían orígenes muy variados: camboyanos, chinos, vietnamitas…, pero los vietnamitas eran el único objetivo. Todos los días, cuando caía la noche, oía a los soldados gritar órdenes y golpear puertas de apartamentos con sus culatas; a continuación, oía los gritos de angustia, el llanto de mujeres o niños arrancados del sueño y transportados manu militari. Se organizó una especie de caza de brujas vietnamita, las mujeres ya no se atrevían a llevar moño y se cortaban el pelo muy corto para parecerse más a las camboyanas. Todas mis amigas vietnamitas tuvieron que abandonar el país de un día para otro. Aquel fue el preludio de la pesadilla.[7]
Los vietnamitas partieron precipitadamente y sólo pudieron llevarse algunos efectos personales; tuvieron que abandonarlo todo: casas, muebles y otros bienes que confiscó el Estado o saquearon vecinos deshonestos. Algunos consiguieron vender sus posesiones a toda prisa por un pedazo de pan, presas fáciles de aprovechados de todo pelaje… El pánico se instaló incluso entre los vietnamitas que tenían nacionalidad camboyana o un cónyuge jemer. Con controles en cada esquina, no se sentían seguros y dejaron de salir.
Los campamentos improvisados, lugares de infortunio, se llenaron de inmediato. Con el calor y la falta de higiene, los niños y las personas mayores fueron las primeras víctimas de epidemias, sobre todo de cólera y de disentería. A continuación llegaron las masacres programadas: se ejecutó a todos los que habían subido a los barcos con destino a Vietnam y sus cuerpos fueron arrojados al agua sin juicio previo alguno. Las mujeres sufrieron violaciones; se exterminó a los monjes y las monjas budistas acusados de complicidad con el Vietcong; sus pagodas fueron saqueadas y quemadas. Una vieja amiga de mi madre, una monja de una pagoda de la provincia de Kompung Speu, fue salvajemente degollada.
En la época de Lon Nol, Camboya se vio irresistiblemente envuelta en el conflicto de Indochina: incursiones de las tropas norvietnamitas en el país, bombardeos de la aviación estadounidense… Durante ese tiempo, los jemeres rojos comenzaron a vender su movimiento nacionalista en el campo, sumaron a su causa al campesinado, joven y en su mayoría analfabeto, y crearon un ejército.
Tras la proclamación de la República jemer, en Phnom Penh las escaramuzas entre los proestadounidenses del gobierno y los rebeldes jemeres eran diarias; la guerra devoraba el país.
Ante una situación que empeoraba cada día, en junio de 1970 se decretó el servicio militar obligatorio. El nuevo régimen necesitaba «carne de cañón». Los camboyanos ricos y acomodados se apresuraron a enviar a sus hijos al extranjero (Francia o Estados Unidos) para que continuaran sus estudios, escapando así al servicio militar y a la muerte, porque en el país un gran número de jóvenes llamados a filas moría rutinariamente en los campos de batalla.
Al miedo al servicio militar obligatorio se añadía el terror a los cohetes que llovían noche y día sobre la ciudad. Esos obuses asesinos no sólo apuntaban a las escuelas, los cines o los mercados, sino también a los hospitales, atestados de enfermos y heridos. Las aulas de las guarderías se convirtieron en objetivo en dos ocasiones y murieron numerosos niños. La psicosis se instaló de manera definitiva en la ciudad.
A los jemeres rojos no les costó socavar la moral de los habitantes, que pronto se dieron cuenta de que los dirigentes locales no eran más que unos peleles ineficaces e ineptos a sueldo de Estados Unidos. A esta ineficiencia se sumaban la codicia y la corrupción. La magnitud de esta última hizo que el gobierno de Lon Non no tardara en volverse impopular. Estados Unidos financiaba la guerra sin preocuparse de los costes, pero los altos funcionarios se beneficiaban ampliamente hinchando el número de soldados para embolsarse sus sueldos, o elaborando listas de soldados fantasmas asesinados para llevarse la pensión de sus viudas o incluso vendiendo armas al enemigo. Con ese dinero fácil, vivían a lo grande: ocio y restaurantes, villas suntuosas equipadas con aire acondicionado y cadenas de alta fidelidad de último modelo. Aquellos eran los nuevos ricos de Phnom Penh.
Por supuesto, esta depravación no llevaba a la victoria. Al contrario de lo que decían los mensajes deliberadamente tranquilizadores que difundía sin cesar la radio local y pese a la masiva ayuda militar y económica estadounidense, las tropas de Lon Nol encadenaban una derrota tras otra y perdían terreno día a día.
Entre 1971 y 1975, con la llegada masiva de refugiados procedentes de las provincias limítrofes conquistadas y ocupadas por los jemeres rojos, la población de Phnom Penh casi se triplicó, alcanzando entre los dos y tres millones de habitantes.
La capital se asfixiaba a fuego lento: el abastecimiento de productos de primera necesidad se volvía cada vez más difícil, los principales ejes de comunicaciones quedaron cortados y el Tonlé Sap, el único río que atravesaba el país y que servía para transportar el petróleo y las materias primas, sufría el acoso diario del enemigo. El hundimiento de un gran número de barcos de mercancías y petroleros conllevó la falta de existencias en todos los terrenos y el alza vertiginosa de los precios de productos de primera necesidad como el arroz, el azúcar, la sal, las materias primas para la fabricación de leche condensada, gasolina, etcétera. La especulación vivía su mejor momento. Los billetes de banco no eran sino papel, de manera que para hacer la compra diaria había que salir de casa con una cesta llena de billetes.
Los ricos se apresuraron a reunir oro y divisas, que cambiaban a tasas exorbitantes, para ponerlos a salvo en el extranjero. La víspera de la caída de la ciudad, un franco francés valía 560 rieles en el mercado negro; un dólar, 2500 rieles, y un tael de oro (36 gramos), 450.000 rieles. Para quienes querían abandonar el país, el visado de salida se negociaba en torno a los setecientos mil rieles y los billetes de avión estaban sujetos a recargos disparatados de última hora, pero el aeropuerto también se convirtió en el objetivo de los cohetes, que a menudo impedían el despegue de los aviones.
En abril de 1975, el gobierno proestadounidense de Lol Non se hundió; había aguantado cinco años. Los últimos días del gobierno fueron siniestros. Se palpaba su agonía: la ciudad estaba desierta a partir de las siete de la tarde, cuando comenzaba el toque de queda. Los habitantes se encerraban en sus casas por miedo a los cohetes y no había más que dos o tres horas de electricidad y agua corriente al día por la escasez de combustible. Los extranjeros abandonaban el país poco a poco.
¿Qué debíamos hacer? ¿A qué santo podíamos encomendarnos? Los camboyanos maldecían a Lon Nol y a su banda de marionetas. No aspiraban más que a una sola cosa, la paz, y deseaban la victoria de los jemeres rojos, que, pensaban, los liberarían del yugo de los fantoches estadounidenses y pondrían fin a sus desgracias.
Desafortunadamente, aún no sabían que la palabra «liberación» quedaría grabada para siempre en su historia como sinónimo de un cortejo macabro de males: encarcelamientos, torturas morales y físicas, ejecuciones sumarias, masacres, trabajos forzados, familias separadas, hambre, muerte… Ni siquiera imaginaban que quienes se proclamaban los liberadores jemeres rojos, incultos en su mayoría, iban a eliminar sistemáticamente a los otros jemeres, sus propios hermanos, que consideraban ciudadanos podridos, corrompidos por los imperialistas; no sabían que se quitarían de encima a los extranjeros, sin distinción de raza (franceses, chinos o vietnamitas), de edad o religión (musulmanes —comúnmente llamados chams—, católicos, budistas), ni sabían que instaurarían la reestructuración más brutal y radical que una sociedad haya intentado jamás para construir una nueva nación, una nación pura. ¡Ignoraban que absolutamente todo el mundo iba a ser sometido a una clasificación infernal y despiadada entre «el trigo y la cizaña»! ¡Ignoraban que quienes escaparan a las primeras ejecuciones programadas terminarían siendo diezmados a fuego lento por los trabajos forzados, las privaciones, las enfermedades, la falta de sueño y de medicamentos! ¡No sabían que su país iba a transformarse en una gigantesca cooperativa agrícola dominada por los campesinos, bajo la égida de un loco sanguinario, un maoísta partidario de una revolución agraria extrema, y con la complicidad abierta de los comunistas chinos!
En 1975, el pueblo camboyano todavía no sabía nada, se contentaba con esperar e, irónicamente, con rezar a Buda por la victoria del enemigo.