Prólogo

EL 7 de enero de 1979, el ejército vietnamita entra en Phnom Penh y libera Camboya del yugo de los jemeres rojos; el país sale de cuatro años de horror.

A finales de ese mismo mes, moribunda, demacrada, más muerta que viva, consigo, con la ayuda de mi joven hijo, escapar de la selva en la que ha fallecido el resto de mi familia y más de dos millones de camboyanos. Hace cuatro años que me alimento de cucarachas, de sapos, de ratas, de escorpiones, de saltamontes y termitas para calmar mi estómago hambriento por el régimen forzado de los jemeres rojos; hace cuatro años que voy descalza, haga el tiempo que haga, por los arrozales, para labrar, sembrar, replantar y segar, cavar fosas o construir diques, todas las mañanas, con tan sólo unos granos de sal gruesa y agua fría en el estómago como desayuno, el cuerpo inflado de edemas, enfebrecido por el paludismo, con la prohibición absoluta de quejarme y de llorar a mis muertos.

Por fin libre, arrastro mis treinta kilos hasta el pueblo más próximo, donde los soldados vietnamitas que liberan el sector nos conducen a Siem Riep, una provincia situada en el noroeste de Camboya. Los refugiados exiliados en esta región reciben tratamiento en un hospital improvisado. Un médico militar vietnamita me pide que escriba el relato de todo lo que he visto y vivido; el texto servirá más tarde como prueba de cargo en el proceso abierto por el gobierno jemer provietnamita para juzgar en rebeldía a Pol Pot y sus esbirros.

En cuanto estoy más o menos recuperada, intento abandonar lo antes posible los lugares malditos de ese crimen organizado, y consigo regresar al país de mi padre, Francia.

Desde 1980, tanto por miedo a las represalias como por falta de tiempo, puesto que he tenido que empezar de cero al llegar a Francia, no puedo retomar la escritura de mi testimonio de esos cuatro años de presidio. Un día, en el trabajo, conozco a un profesor universitario europeo con el que hablo de los genocidios que ocurren por todo el mundo y evoco el caso de Camboya. Con aire contrariado, el eminente profesor me interrumpe y me dice secamente que nunca ha existido un problema camboyano: «No entiendo por qué se sigue hablando del genocidio jemer. Los jemeres rojos sólo hicieron bien en su país. Visité Phnom Penh en 1978 y todo era normal, los camboyanos vivían felices y gozaban de perfecta salud». Escandalizada por esas afirmaciones, le respondo secamente: «Profesor, yo también estuve allí, no en 1978 sino desde abril de 1975 hasta enero de 1979, no en Phnom Penh sino en los bosques, donde nos deportaron y nos trataron como animales. Los jemeres rojos no tuvieron en cuenta mi nacionalidad francesa y me mandaron a hacer trabajos forzados. Viví encerrada en ese infierno durante cuatro años». El hombre se quedó boquiabierto y no dijo una palabra más.

¿Cómo es posible que semejante cabeza pensante se dejara manipular de esa forma? Gracias a este incidente, caigo en la cuenta de que tengo que armarme de valor y poner en negro sobre blanco ese lento descenso a los infiernos que sufrí durante cuatro años, que debo combatir las tesis negacionistas de ciertos intelectuales que no pierden la oportunidad de afirmar que el régimen de terror de los jemeres rojos no existió y lograr que ese periodo macabro de la historia de Camboya no caiga en el olvido.

He vuelto a leer mis notas escritas en estado de shock en Siem Riep, me he zambullido con dolor en los recuerdos de un pasado de pesadilla y he puesto un poco de orden.

Dedico esta obra a mi hija de nueve años, que murió de hambre, y a todos los seres queridos desaparecidos o enterrados «en algún lugar, en las profundidades de una jungla inhóspita».