Perdidos en el aire
Cuando la luna pendía sobre los tejados de la ciudad y unas estrellas perdidas aparecieron en el cielo, Lung salió deslizándose de debajo del puente. En un abrir y cerrar de ojos, Piel de Azufre se subió a su espalda. A Ben, sin embargo, le costó más. Piel de Azufre contempló burlona cómo ascendía por la cola de Lung suspendiéndose de las manos. Cuando al fin llegó arriba, sus ojos revelaban tanto orgullo como si acabase de escalar la montaña más alta del mundo. Piel de Azufre le quitó la mochila, la ató a la suya y colgó ambas detrás de ella, sobre el lomo de Lung, como si fueran alforjas.
—Agárrate fuerte —le explicó—, y átate con esta correa a las púas de Lung o caerás al vacío al primer golpe de viento. Ben asintió. Lung giró la cabeza y los miró inquisitivo.
—¿Listos?
—¡Listos! —respondió Piel de Azufre—. Adelante. ¡Hacia el sur!
—¿Hacia el sur? —preguntó Lung.
—Sí, y luego hacia el este. Cuando te avise.
El dragón desplegó sus alas resplandecientes y se elevó del suelo. Ben contuvo la respiración y se agarró con fuerza a las púas de Lung. El dragón ascendió en el cielo. Dejaron atrás el fragor de la ciudad y la noche los envolvió con su oscuridad y su silencio. Muy pronto el mundo humano fue un tenue brillo en las profundidades.
—Bueno, ¿qué te parece? —gritó Piel de Azufre a Ben cuando llevaban un buen rato volando—. ¿Te sientes mal?
—¿Mal? —Ben miró hacia abajo, donde las carreteras se retorcían en la oscuridad como el rastro reluciente de un caracol—. ¡Es maravilloso! ¡Es… ay, no acierto a describir mis sensaciones!
—Yo siempre me siento mal al principio —informó Piel de Azufre—. Y lo único que me ayuda a combatirlo es comer. Busca en mi mochila y pásame una seta. Una de las negras pequeñas.
Ben la complació. Después, volvió a mirar hacia abajo. El viento zumbaba en sus oídos.
—¡Maravilloso! —Piel de Azufre chasqueó la lengua satisfecha—. Viento de cola. Así llegaremos a las montañas antes deque amanezca. ¡Lung!
El dragón giró la cabeza hacia ella.
—¡Hacia el este! —le gritó Piel de Azufre—. Ahora pon rumbo al este.
—¿Ya? —Ben miró por encima de su hombro.
Piel de Azufre tenía el mapa de la rata en el regazo y seguía la línea dorada con el dedo.
—¡Pero si todavía no hemos llegado ahí! —exclamó Ben—. ¡Es imposible! —metió la mano en su chaqueta y sacó un pequeño compás. La linterna, la navaja y el compás eran sus tesoros—. ¡Tenemos que seguir hacia el sur, Piel de Azufre! —le gritó—. Es demasiado pronto para cambiar de rumbo.
—¡Qué va! —la duende se golpeó satisfecha la barriga y se apoyó en las escamas de Lung—. Aquí lo tienes, compruébalo tú mismo, listillo.
Pasó el mapa a Ben. Este apenas podía sujetarlo de lo mucho que ondeaba al viento. Preocupado, observó las líneas trazadas por la rata.
—¡Tenemos que seguir hacia el sur! —gritó—. Como volemos ahora hacia el este, aterrizaremos en pleno territorio amarillo.
—Bueno, ¿y qué? —Piel de Azufre cerró los ojos—. Tanto mejor. Gilbert nos recomendó esa zona como lugar de descanso.
—¡No, no! —exclamó Ben—. Tú te refieres al gris. Lo que nos recomendó fue el gris. Nos previno del amarillo. Fíjate. —Ben encendió su linterna de bolsillo e iluminó lo que Gilbert había garabateado al pie del mapa—, lo escribió aquí, «amarillo peligro, desgracia».
Piel de Azufre se volvió.
—¡Ya lo sabía! —replicó muy sulfurada—. Vosotros, los humanos, siempre queréis tener razón. No hay quien lo aguante. El vuelo es correcto y exacto. Me lo dice mi olfato, ¿está claro?
Ben notó que Lung aminoraba la velocidad.
—¿Qué ocurre? —preguntó el dragón—. ¿Por qué os peleáis?
—Ah, no es nada —murmuró Ben, plegó el mapa y lo guardó en la mochila de Piel de Azufre.
Después escudriñó, preocupado, la oscuridad.
Muy lentamente llegó la aurora, y en la penumbra gris Ben contempló las montañas por primera vez en su vida. Brotaban oscuras entre la niebla matinal, arqueando el cielo con sus cabezas rocosas. El sol se deslizaba entre los picachos, ahuyentando la penumbra, y pintaba mil colores sobre la roca gris. Lung descendió, giró círculos buscando entre las escarpadas pendientes y voló por fin hacia una manchita verde que, rodeada de delgados abetos, estaba situada justo encima del límite de la vegetación. El dragón se deslizó hacia allí como un ave gigantesca, aleteó vigorosamente unas cuantas veces hasta quedarse casi inmóvil en el aire y luego se posó suavemente entre los árboles.
Con las piernas entumecidas, Ben y Piel de Azufre bajaron del lomo de Lung y miraron a su alrededor. Por encima de ellos, la montaña se erguía alta en el cielo. El dragón bostezó y buscó un lugar resguardado entre las rocas mientras sus jinetes se acercaban con cuidado al borde del rellano.
Al descubrir abajo, en las laderas verdes, vacas del tamaño de escarabajos, Ben se mareó, y rápidamente retrocedió un paso.
—¿Qué ocurre? —preguntó Piel de Azufre burlona, mientras se acercaba con tanta audacia al precipicio que los peludos dedos de sus pies se asomaron al vacío—. ¿Es que no te gustan las montañas?
—Ya me acostumbraré a ellas —respondió Ben—. Tú también te has acostumbrado a volar, ¿no?
Se volvió hacia Lung. Este había encontrado un sitio y se había enroscado a la sombra de un saliente rocoso, con el hocico entre las patas, y el rabo alrededor del cuerpo.
—Volar fatiga mucho a los dragones —susurró Piel de Azufre a Ben—. Si después no descabezan un buen sueño, se ponen tristes. Tan tristes que no hay forma de sacar partido de ellos. Y si por casualidad encima llueve, entonces… —ella puso los ojos en blanco—… uy, uy, uy, te digo que… Pero, por suerte —añadió mirando al cielo—, no amenaza ni pizca de lluvia, ¿o has cambiado de opinión?
Ben negó con un gesto y escudriñó a su alrededor.
—Por la forma en que miras, es la primera vez que estás en las montañas, ¿verdad? —le preguntó Piel de Azufre.
—Una vez monté en trineo en una montaña de basura —contestó Ben—, pero no era más alta que ese pino de ahí.
Se sentó sobre su mochila en la hierba húmeda de rocío. En medio de aquellas altas cumbres se sintió pequeño —tan pequeño como un escarabajo—. A pesar de todo, no se cansaba de mirar las quebradas y picos que alteraban el horizonte. Allá, en la lejanía, sobre un picacho, Ben descubrió las ruinas de un castillo, alzándose negras contra el cielo de la mañana. Y a pesar de que apenas eran mayores que una caja de cerillas, tenían un aspecto amenazador.
—Fíjate —dijo Ben dando un empujoncito a Piel de Azufre—, ¿ves ese castillo de ahí?
La duende bostezó.
—¿Dónde? Ah, ese —volvió a bostezar—. ¿Qué pasa con él? Allí de donde procedemos Lung y yo, hay muchos de esos. Son antiguas moradas de humanos. Deberías saberlo —y abriendo su mochila se atiborró la boca con hojas recogidas debajo del puente—. ¡Bueno! —tiró su mochila sobre la hierba corta—. Ahora, uno de nosotros puede descabezar un sueñecito. ¿Lo echamos a suertes?
—No, no. —Ben negó con la cabeza—. Échate tú tranquilamente. De todos modos ahora sería incapaz de dormir.
—Lo que tú digas. —Piel de Azufre se dirigió a grandes zancadas al lugar en el que dormía Lung—. Pero procura no caerte, ¿eh? —gritó volviendo la cabeza.
Después se acurrucó junto al dragón y al momento se quedó dormida.
Ben cogió una cuchara y una lata de raviolis de su mochila, la abrió con la navaja y se sentó en la hierba a prudente distancia del precipicio. Mientras comía cucharadas de pasta fría, miró a su alrededor. Montar guardia. Dirigió los ojos al frente, hacia el castillo. Por encima de él, puntos diminutos giraban en el cielo azul. Ben no pudo evitar pensar en los cuervos de los que había hablado Gilbert Rabogris. «Qué bobada», pensó. «Ya estoy viendo fantasmas».
El sol ascendió poco a poco, disipando la niebla de los valles y provocando somnolencia a Ben. Así que se levantó de un salto y dio unos cuantos paseitos arriba y abajo. Cuando Piel de Azufre comenzó a roncar, se acercó a ella sin hacer ruido, metió la mano en su mochila y extrajo el mapa de Gilbert Rabogris.
Lo extendió con cuidado y sacó su compás del bolsillo. Luego, tiró de una de las cintas y examinó con más atención las montañas en las que tenían que encontrarse. Observó las anotaciones de la rata con gesto preocupado.
—¡Aquí! —murmuró—. Lo sabía. Hemos aterrizado en una de esas malditas manchas amarillas. Demasiado al este. Empezamos bien.
De pronto, sintió un susurro a su espalda.
Ben alzó la cabeza. Ahí. Ahí estaba de nuevo. Completamente nítido. Se volvió. Piel de Azufre y Lung dormían. La punta de la cola de Lung se contraía en sueños. Ben, intranquilo, miró en torno suyo. ¿Habría serpientes en las montañas? Las serpientes eran más o menos lo único que le daba auténtico miedo. «Bah, seguramente será un conejo», pensó. Plegó el mapa, lo guardó de nuevo en la mochila de Piel de Azufre y… se quedó boquiabierto.
De detrás de una piedra grande y cubierta de musgo, apenas a un paso de distancia, salió cautelosamente un hombre gordo y bajito. Apenas mayor que una gallina, con un sombrero formidable en la cabeza, del mismo color gris que las rocas de alrededor. En la mano sostenía un pico de piedra.
—No, no es él —dijo el pequeño ser examinando a Ben de la cabeza a los pies.
—¿Cómo que no, Barba de Yeso?
Otros tres tipos gordos asomaron por detrás de la peña. Observaban a Ben como un animal extraño que por alguna increíble casualidad hubiera llegado hasta su montaña.
—Porque con uno así no nos picaría la cabeza, por eso —respondió Barba de Yeso—. Es un humano, ¿es que no lo veis? Aunque pequeño.
El enano, preocupado, miró en todas direcciones. Incluso alzó los ojos hacia el cielo. Después, con paso resuelto, se dirigió hacia Ben, que seguía sentado en el suelo, pasmado. Barba de Yeso se detuvo justo ante él, el pico bien sujeto en sus manitas, como si pretendiera defenderse con él del gigante humano. Los otros tres permanecieron tras la roca y, conteniendo la respiración, observaron a su intrépido y valeroso jefe.
—Eh, sí, a ti te digo, humano —dijo en voz baja Barba de Yeso dando a Ben un golpecito en la rodilla—. ¿Con quién has venido?
—¿Có-có-cómo? —tartamudeó el chico.
El gordo se volvió a sus amigos y se dio unos golpecitos en la frente.
—No es muy listo —les gritó—, pero volveré a intentarlo —se volvió de nuevo hacia Ben, insistió—: ¿Con-quién-estás-aquí? ¿Con un elfo? ¿Con un hada? ¿Con un duende? ¿Con un fuego fatuo?
Sin querer, Ben lanzó una rápida ojeada al lugar donde dormían Lung y Piel de Azufre.
—¡Ajaaa! —Barba de Yeso se apartó a un lado, se puso de puntillas e inspiró, lleno de respeto.
Sus ojos se pusieron redondos como canicas. Tras quitarse su descomunal sombrero, se rascó la calva y volvió a ponerse el sombrero.
—¡Eh, Brillo Plomizo, Barba de Guijo, Roca Amigdaloide! —gritó—. Salid de una vez de detrás de la piedra —y con tono de devoción añadió—: No lo vais a creer. ¡Es un dragón! Un dragón plateado.
Despacio y de puntillas, se deslizó hacia el dormido Lung. Sus amigos le siguieron dando traspiés, presos del nerviosismo.
—¡Eh, esperad un momento!
Ben había recuperado al fin el habla. Levantándose de un salto, se interpuso entre Lung y aquellos tipos pequeñitos. Aunque ellos apenas eran mayores que botellas de limonada, levantaron sus martillos y picos y alzaron la vista hacia él mirándole con muy malas pulgas.
—¡Paso libre, humano! —gruñó Barba de Yeso—. Sólo queremos contemplarlo.
—¡Piel de Azufre! —gritó Ben por encima del hombro—. ¡Piel de Azufre, despierta, aquí hay unos tipos pequeños muy raros!
—¿Unos tipos pequeños muy raros? —Barba de Yeso dio un paso hacia Ben—. ¿No te estarás refiriendo a nosotros? ¿Lo habéis oído, hermanos?
—Pero ¿qué barullo es este? —gruñó Piel de Azufre, que salió bostezando de detrás del dragón dormido.
—¡Un duende del bosque! —gritó asustado Brillo Plomizo.
—¡Enanos de las rocas! —gritó Piel de Azufre—. Menuda sorpresa. La verdad es que no existe ningún sitio donde uno esté a salvo de ellos.
De un salto, se plantó entre los hombrecillos, agarró a Brillo Plomizo del cuello y lo levantó en el aire. El enano dejó caer el martillo del susto y se puso a patalear en el aire con sus piernas torcidas. Sus amigos se abalanzaron al momento contra Piel de Azufre, pero la duende los ahuyentó indiferente con su zarpa libre.
—Bueno, bueno, no os alteréis —dijo ella arrebatando a los enanos los martillos y picos de las manos y tirándolos por encima del hombro—. ¿Es que no sabéis que jamás se debe despertar a un dragón, eh? ¿Qué habría pasado si os llega a zampar de desayuno, con esa pinta tan jugosa y crujiente que tenéis?
—¡Bah, grotesca palabrería de duende! —gritó Barba de Yeso.
Dirigió una mirada furiosa a Piel de Azufre, pero, por si las moscas, retrocedió de un salto dos pasitos.
—Los dragones no comen nada que respire —exclamó el enano más gordo, agachándose detrás de una piedra—. Se alimentan únicamente de la luz de la luna. Su fuerza proviene exclusivamente de la luna. Cuando no alumbra, ni siquiera son capaces de volar.
—Vaya, vaya, así que sois un par de listillos, ¿eh? —Piel de Azufre volvió a depositar en el suelo al pataleante Brillo Plomizo y se inclinó sobre los demás—. En ese caso, decidme cómo os habéis enterado de que estábamos aquí. ¿Acaso nos hemos posado a tontas y a locas delante de la puerta de vuestra casa?
Los cuatro le dirigieron una mirada medrosa. Barba de Yeso propinó un empujón al más bajito.
—Venga, Roca Amigdaloide —rezongó—, ahora te toca a ti.
Roca Amigdaloide avanzó inseguro, tocándose sin parar el ala de su sombrero y mirando inquieto a los dos gigantes que se erguían ante él sobre la hierba.
—No, nosotros vivimos un buen trecho más arriba —dijo al fin con voz temblorosa—. Pero esta mañana sentimos picor en la cabeza. Tan fuerte como el que notamos cerca del castillo.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Piel de Azufre con tono impaciente.
—Sólo nos pica cuando hay cerca otros seres fabulosos —respondió Piedra Amigdaloide—. Con los humanos y los animales no nos sucede jamás.
—¡Por suerte! —suspiró Brillo Plomizo.
Piel de Azufre contemplaba a los cuatro con expresión de incredulidad.
—Acabas de hablar de un castillo. —Ben se arrodilló delante de Piedra Amigdaloide y le dirigió una inquisitiva mirada—. ¿Te referías por casualidad a ese del fondo?
—¡Nosotros no sabemos nada! —exclamó el enano más gordo desde detrás de su piedra.
—¡Cállate, Barba de Guijo! —rugió Barba de Yeso.
Piedra Amigdaloide miraba a Ben como un conejo asustado y volvió a apretujarse deprisa entre los otros. Barba de Yeso, sin embargo, dio un paso hacia el joven humano.
—A ese castillo precisamente nos referimos —gruñó—. Allí, el picor es casi insoportable. Por eso llevamos años sin aparecer por allí, a pesar de que la montaña sobre la que se yergue huele tanto a oro que casi te arranca el sombrero de la cabeza.
Ben y Piel de Azufre observaron el castillo.
—¿Quién vive allí? —preguntó Ben, preocupado.
—Lo ignoramos —susurró Piedra Amigdaloide.
—¡No tenemos ni idea! —murmuró Barba de Guijo dirigiendo una mirada sombría a Ben y a Piel de Azufre.
—Y tampoco queremos saberlo —gruñó Barba de Yeso—. Ahí enfrente ocurren cosas oscuras. No son para nosotros, ¿verdad, hermanos?
Los cuatro volvieron a menear la cabeza y se juntaron un poquito más.
—Parece como si tuviéramos que reanudar el vuelo lo antes posible —dijo Piel de Azufre.
—Ya te advertí que teníamos que evitar el amarillo. —Ben miró a Lung intranquilo, pero el dragón seguía durmiendo apaciblemente; sólo había vuelto la cabeza al otro lado—. No hemos volado lo suficiente hacia el sur. Pero tú no quisiste creerme.
—¡Vale, vale, ya está bien! —Piel de Azufre se mordía las garras sumida en sus pensamientos—. Ya no tiene remedio. No podemos irnos de aquí hasta que se ponga el sol. Lung tiene que dormir todo el día, o esta noche estará demasiado cansado para volar. Bien —dio una palmada—, es una ocasión óptima para hacer acopio de provisiones. ¿Cómo anda la cosa, chicos? —se agachó hacia los enanos de las rocas—, ¿sabéis dónde crecen por aquí bayas o raíces sabrosas?
Los cuatro hombrecillos cuchichearon entre ellos. Al final, Barba de Yeso se adelantó dándose importancia y, aclarándose la garganta, dijo:
—Duende, te mostraremos un lugar, pero sólo si el dragón olfatea las rocas para nosotros.
Piel de Azufre contempló al enano, asombrada.
—¿Y eso para qué sirve?
Barba de Guijo se adelantó también.
—Los dragones huelen tesoros —musitó—. Todo el mundo lo sabe.
—¿Ah, sí? —Piel de Azufre esbozó una sonrisa sardónica—. ¿Y quién os ha contado eso?
—Lo dicen las historias —respondió Barba de Yeso—, las historias sobre la época en que aquí aún había dragones.
—Había muchos, muchísimos —añadió Roca Amigdaloide—. Pero —se encogió de hombros, entristecido—, todos desaparecieron hace mucho —concluyó mirando a Lung con admiración.
—Mi abuelo —dijo en voz baja Brillo Plomizo—, mi abuelo materno aún acertó a cabalgar en uno. ¡El dragón olfateó para él oro y plata, cuarzo y turmalina, cristal de roca, malaquita! —el enano, embelesado, puso los ojos en blanco.
—De acuerdo —concedió Piel de Azufre encogiéndose de hombros—. Se lo pediré al dragón cuando despierte. Pero sólo si me mostráis algunas viandas realmente apetitosas.
—¡Está bien, acompáñanos!
Los enanos de las rocas se llevaron consigo a Piel de Azufre hasta un paraje en el que la montaña caía a pico sobre el valle, y descendieron por las rocas con habilidad.
Piel de Azufre retrocedió, asustada ante el precipicio.
—¿Cómo, bajar por ahí? —preguntó—. Ni hablar del peluquín. A mí me gusta trepar por montañas redondas y blandas como el lomo de un gato. Pero ¿esto de aquí? De ninguna manera. ¿Qué os parece si bajáis solamente vosotros, muchachos? Yo esperaré aquí y os avisaré en cuanto el dragón despierte. ¿De acuerdo?
—Como quieras —respondió Brillo Plomizo desapareciendo en las profundidades—. Pero llámanos.
—Palabra de honor. —Piel de Azufre, meneando la cabeza, siguió a los hombrecillos con la vista mientras descendían por la empinada pared rocosa ágiles como moscas—. Ojalá sepan lo que nos gusta a los duendes —murmuró.
Y se dispuso a montar guardia.
Por desgracia no se fijó en Barba de Guijo, el enano más gordo, que se separaba de los demás y desaparecía bajo las ramas de un abeto sin ser visto.