Esperando a la oscuridad
Nadie descubrió a Lung en su huida por el canal. En dos ocasiones le salieron barcazas al paso, pero surcaban el agua con tan ruidoso matraqueo, que Lung las oía desde lejos y se sumergía muy hondo, en el fondo del canal, donde la basura se acumulaba en el cieno. En cuanto la sombra oscura del bote desaparecía por encima de él, el dragón salía de nuevo a la superficie y se dejaba arrastrar por la corriente. Las gaviotas describieron círculos sobre su cabeza entre chillidos hasta que las ahuyentó con un ligero gruñido. Por fin, el puente apareció tras unos grandes sauces llorones cuyas ramas flotaban en el agua.
Se elevaba amplio y macizo por encima del río. Más abajo se oía estrépito de motores. Sin embargo, bajo el puente, la sombra, negra como el cieno del fondo del canal, ofrecía protección frente a miradas indiscretas. Lung sacó la cabeza del aguay miró a su alrededor. No se veía un solo humano a la redonda, ni en el agua ni en la orilla. El dragón se deslizó hasta la tierra, se sacudió el agua sucia de las escamas y se instaló entre las zarzamoras que crecían a la sombra del puente. Se limpió las escamas con la lengua y aguardó.
Pronto el ruido sobre su cabeza lo dejó medio sordo, perolas preocupaciones que le invadían —por Piel de Azufre y por el chico— eran aún peores. Con un suspiro, Lung apoyó la cabeza entre las zarpas y contempló el agua. Las nubes grises se reflejaban en ella. Se sintió solo. Era una sensación desconocida. Hasta entonces, Lung casi nunca había estado solo, y menos en un lugar tan gris y extraño como aquel. ¿Qué ocurriría si Piel de Azufre no regresaba? El dragón levantó la cabeza y recorrió el canal con la vista.
¿Dónde estaban?
Qué curioso. Lung volvió a reposar la cabeza sobre sus patas. También echaba de menos al chico. ¿Habría muchos humanos como él? Al recordar a los dos hombres que habían agarrado a Ben, la punta de su cola se estremeció de furia.
Entonces divisó el bote.
Se dirigía hacia él por el canal como una cáscara de nuez. Con presteza, el dragón sacó su largo cuello fuera de la sombra del puente y expulsó sobre el agua una lluvia de chispas azules.
Cuando Piel de Azufre lo descubrió, se puso a dar saltos tan excitada que el bote se bamboleó amenazadoramente de un lado a otro. Pero Ben, remando con seguridad, lo condujo hasta la orilla. Piel de Azufre brincó de un salto al talud y corrió hacia Lung.
—¡Eeeeh! —gritó—. ¡Eeeeh, estás aquí! —y colgándose de su cuello le mordió la nariz con ternura. Después, con un suspiro, se dejó caer de golpe sobre la hierba al lado del dragón—. ¡No puedes figurarte lo mal que me siento! —gimió—. ¡Ese balanceo! Tengo la tripa como si me hubiera comido una seta matamoscas.
Ben ató el bote a un árbol y se acercó con timidez.
—Gracias —dijo al dragón—. Gracias por haber ahuyentado a esos hombres.
Lung agachó el cuello y le dio un empujoncito con el hocico.
—¿Qué piensas hacer ahora? —le preguntó—. Porque no puedes volver, ¿verdad?
—No —respondió Ben con un suspiro, sentándose en su mochila—. Dentro de poco, la fábrica dejará de existir. Quieren hacerla saltar por los aires.
—¡Encontrarás un nuevo escondite, seguro! —Piel de Azufre rebuscaba husmeando y arrancó unas cuantas hojas de zarzamora—. ¿Sabes qué puedes hacer? Mudarte a casa del primo de Rata. Le sobra sitio.
—¡El primo de Rata! —exclamó Lung—. Con tanto ajetreo me había olvidado por completo de él. ¿Qué es lo que dijo? ¿Sabe dónde tenemos que buscar?
—Sí, sí, más o menos. —Piel de Azufre se atiborró la boca de hojas y cogió otro puñado más—. Pero eso también lo habríamos averiguado solos. Lo que sabemos a ciencia cierta es que nos espera un largo viaje. ¿No prefieres pensarlo mejor?
Lung se limitó a menear la cabeza.
—No desistiré, Piel de Azufre. ¿Qué dijo la rata?
—Nos dio un mapa que lo explica todo —contestó Ben—. Cómo tenéis que volar, de qué tenéis que guardaros, en fin, todo eso. Es fantástico.
El dragón se volvió hacia Piel de Azufre muy interesado.
—¿Un mapa? ¿Qué mapa?
—Bueno, pues un mapa. —Piel de Azufre lo sacó de su mochila—. Aquí está —anunció extendiéndolo ante el dragón.
—¿Qué significa esto? —Lung contempló perplejo la maraña de líneas y manchas—. ¿Tú sabes leerlo?
—Por supuesto —respondió Piel de Azufre dándose importancia—. Mi abuelo se pasaba la vida dibujando cosas como estas para poder encontrar de nuevo sus provisiones de setas.
El dragón asintió.
—Bien —y ladeando la cabeza, miró al cielo y añadió—: ¿Adónde debo volar primero? ¿Directamente hacia el este?
—Ejem… ¿Hacia el este? Espera un momento. —Piel de Azufre se rascó detrás de las orejas e, inclinándose sobre el mapa, siguió con su dedo peludo la línea dorada de Gilbert—. No, creo que al sur. Primero al sur, y luego al este, afirmó él. Sí, exacto, esas fueron sus palabras.
—Piel de Azufre, ¿estás segura de que comprendes estos garabatos? —preguntó Lung.
—Por supuesto —replicó Piel de Azufre con aire ultrajado—. ¡Ay, malditas ropas humanas! —se quitó, enfadada, la sudadera de Ben y se despojó de los pantalones—. No puedo pensar con estas cosas puestas.
El dragón la observaba meditabundo. Después estiró el cuello mirando al cielo.
—Se está poniendo el sol —dijo—. Pronto podremos partir.
—¡Qué suerte! —Piel de Azufre plegó el mapa y lo guardó en su mochila—. Ya va siendo hora de que abandonemos esta ciudad. No es lugar para un dragón y un duende.
Ben cogió unas piedras y las lanzó al agua oscura.
—¿No volveréis nunca por aquí, verdad?
—¿Por qué habríamos de hacerlo? —Piel de Azufre embutió unas cuantas hojas más de zarzamora en su mochila—; y desde luego no quiero volver a ver nunca a esa engreída rata blanca.
Ben asintió.
—Claro; pues entonces os deseo mucha suerte —dijo lanzando otra piedra al agua—. Espero que encontréis La orilla del cielo.
Lung lo miró.
Ben le devolvió la mirada.
—¿Te gustaría mucho acompañarnos, verdad? —preguntó el dragón.
Ben se mordió los labios.
—Claro —murmuró sin saber adónde mirar.
Piel de Azufre levantó la cabeza y aguzó intranquila las orejas.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Acompañarnos? Pero ¿de qué estáis hablando vosotros dos?
Lung, sin embargo, no le prestaba atención. Se limitaba a observar al muchacho.
—Será un viaje peligroso —anunció—. Muy largo y difícil. Acaso no regreses jamás. ¿No hay aquí nadie que te eche de menos?
Ben negó con la cabeza.
—Estoy solo. Siempre lo he estado —su corazón latió más deprisa y miró con incredulidad al dragón—. ¿Tú… tú me llevarías contigo de verdad?
—Si así lo deseas… —respondió Lung—. Pero piénsalo bien. Ya sabes que Piel de Azufre suele tener un mal humor espantoso.
Las piernas de Ben se tornaron blandas como una gominola.
—Lo sé —respondió sonriendo.
La cabeza le daba vueltas de alegría.
—¡Eh, eh, alto ahí! ¡Un momento, por favor! —Piel de Azufre se interpuso entre ambos—. ¿De qué estáis hablando? El no puede venir.
—¿Por qué? —Lung le dio con el hocico un empujón en broma en su barriga peluda—. Nos ha ayudado mucho. ¿Acaso no vamos a necesitar cualquier tipo de ayuda?
—¿Ayuda? —Piel de Azufre estuvo a punto de caerse de bruces de la rabia—. ¡Es un humano! ¡Un humano! Es verdad que sólo a medias, pero lo es. ¡Y por culpa de los humanos hemos abandonado nuestra cueva calentita! ¡Por su culpa tenemos que emprender esta búsqueda enloquecida! ¿Y ahora pretendes llevarte a uno?
—Eso pretendo, sí. —Lung se levantó, se sacudió e inclinó el cuello de manera que la duende tuviera que mirarle a los ojos—. Él nos ha ayudado, Piel de Azufre. Es un amigo. Por eso me da igual que sea un humano, un duende o una rata. Además —añadió, mirando a Ben que se había quedado quieto sin atreverse casi a respirar—, además ya no tiene hogar, igual que nosotros. ¿No es cierto? —dirigió una mirada interrogadora al chico.
—Yo nunca lo he tenido —musitó Ben mirando a Piel de Azufre.
La duende se mordió los labios. Hundió las garras de los dedos de sus pies en la cenagosa orilla del río.
—Vale, vale —refunfuñó al fin—. No diré una palabra más. Pero se sentará detrás de mí. Eso, por descontado.
Lung le dio un empujón tan fuerte que se cayó de culo sobre la hierba sucia.
—Se sentará detrás de ti —remachó—. Y nos acompañará.