El fuego del dragón

12

—¡Podríamos habernos ahorrado todo eso! —gruñó Piel de Azufre cuando salieron a la calle—. Venimos a esta apestosa ciudad sólo por esa rata engreída, ¿y qué nos da? ¡Colmenillas podridas! Un mapa. ¡Un papel lleno de rayujos! Bah, así también habría encontrado yo La orilla del cielo, sólo con mi olfato —imitó la voz de Gilbert—. «Bueno, y ahora hablemos del pago». Debí haber atado por el rabo a esa ridícula albondiguilla grasienta al globo terráqueo.

—Vamos, cálmate. —Ben puso a Piel de Azufre la capucha por encima de las orejas y la arrastró tras él calle abajo—. El mapa no está mal. ¡Algunas cosas no se pueden oler!

—¡Venga ya, tú no entiendes ni una palabra de eso! —murmuró Piel de Azufre y por poco chocó con un hombre gordo cuyo teckel olfateaba el borde de la acera.

El perro, cuando le llegó a la nariz el olor a duende, levantó el hocico, sorprendido. Gruñendo, tiró de su correa. Ben arrastró a Piel de Azufre hasta la bocacalle siguiente.

—Ven —le dijo—. Esto es más tranquilo. De todos modos, casi hemos llegado.

—¡Piedras, piedras, y más piedras! —Piel de Azufre, inquieta, alzó la vista a los muros de los edificios—. Mi estómago ruge más que esas máquinas para viajar. Cuando nos marchemos de aquí, me iré más contenta que unas pascuas.

—Debe de ser muy emocionante realizar un viaje tan colosal —comentó Ben.

Piel de Azufre frunció el ceño.

—Me habría gustado mucho más quedarme en mi cueva.

—¡Y al Himalaya! —Ben apretó el paso, de lo excitante que le parecía—. ¡Y encima a lomos de un dragón! ¡Hombre! —meneó la cabeza—. Yo explotaría de felicidad. ¡Eso promete aventuras sin cuento!

Piel de Azufre miró al chico y sacudió la cabeza.

—¡Qué disparate! ¿A qué aventuras te refieres? Suena a frío y hambre, a miedo y a peligros. Créeme, nosotros estábamos de maravilla en casa. Quizá sobraba un pelín de lluvia, pero ¿qué más daba? ¿Sabes una cosa? Hacemos este viaje enloquecido por culpa vuestra, humano. Porque no podemos vivir en paz a causa vuestra, pues tenemos que encontrar un lugar donde jamás metáis vuestras narices lampiñas. Pero ¿por qué demonios te estoy contando todo esto? Tú eres uno de ellos. Huimos de los humanos y yo estoy aquí triscando con uno de ellos. ¿Menuda locura, verdad?

Ben, en lugar de responder, propinó un empujón a Piel de Azufre y la metió en la oscura entrada de una casa.

—¿Eh, eh, qué pasa? —Piel de Azufre miró iracunda al muchacho—. Tenemos que cruzar la calle. La fábrica está ahí enfrente.

—De eso se trata precisamente. ¿Es que no ves lo que pasa? —susurró Ben.

Piel de Azufre atisbo por encima de los hombros del chico.

—¡Humanos! —exclamó con voz apagada—. Un montón de humanos. Y traen máquinas consigo —lanzó un suspiro—. Hablando del rey de Roma…

—Tú quédate aquí —la interrumpió Ben—. Yo cruzaré y averiguaré qué sucede.

—¿Cómo? —Piel de Azufre sacudió la cabeza con energía—. Menuda ocurrencia. He de prevenir a Lung. ¡Sin pérdida de tiempo!

Y antes de que Ben pudiera sujetarla, alcanzó la calzada. Corrió entre los coches que la pitaban y trepó al muro bajo que rodeaba el patio de la fábrica. Ben corrió tras ella mascullando maldiciones.

Por fortuna, en el patio había tanto jaleo que nadie se fijó en ellos. Unos hombres conversaban junto a una excavadora gigantesca. Ben observó cómo Piel de Azufre se escondía detrás de la enorme pala para espiarlos. Se deslizó deprisa hasta ella y se agachó a su lado.

—No entiendo lo que dicen —le susurró Piel de Azufre—; lo oigo, pero no conozco las palabras. Hablan sin parar de «dinamitar». ¿Qué significa eso?

—Nada bueno —musitó Ben—. ¡Ven, rápido! —y, levantándola de un tirón, corrió hacia la fábrica—. Hemos de reunimos con Lung. Tenemos que sacarlo de aquí como sea. Inmediatamente.

—Eh, vosotros dos, ¿qué andáis haciendo por aquí? —les gritó alguien.

Desaparecieron deprisa en la oscuridad protectora del gran edificio. A sus espaldas se oían pasos, que provenían de la escalera que conducía abajo. Pasos pesados.

—¡Han entrado por ahí! —gritaba alguien—. ¡Dos niños!

—¡Maldita sea! ¿Cómo ha podido suceder? —vociferaba otro.

Ben y Piel de Azufre siguieron corriendo por los sótanos vacíos y en ruinas de la fábrica. El ruido de sus pasos, que resonaba en los largos pasillos, los delataba. Pero ¿qué podían hacer? Tenían que avisar al dragón antes de que lo descubriera alguien.

—¿Y si llegamos demasiado tarde? —jadeó Piel de Azufre. Al correr, se le resbaló la capucha de sus orejas puntiagudas, pero volvió a subírsela enseguida—. ¿Lo habrán capturado? Quién sabe si no lo habrán disecado ya… —sollozó.

—¡Qué va! Anda, ven. —Ben la cogió por el brazo y siguieron corriendo codo con codo.

Los pasos tras ellos se aproximaban cada vez más. Las piernas de Piel de Azufre temblaban, pero ya se encontraban cerca del escondite de Lung. De repente, Ben se detuvo. Jadeó cogiendo aire.

—¡Maldita sea! ¿Por qué no se me habrá ocurrido hasta ahora? Tenemos que despistarlos. Tú sigue corriendo. Di a Lung que se ponga a salvo en el canal. Tenéis que nadar lo más lejos posible de la fábrica. Pronto, todo esto volará por los aires.

—¿Y tú? —jadeó Piel de Azufre—, ¿qué será de ti?

—Me las arreglaré —balbuceó Ben—. ¡Vamos, corre! ¡Avisa a Lung!

Piel de Azufre vaciló un instante, después dio media vuelta y continuó corriendo. Los pasos resonaban muy cerca. Dobló la esquina como una bala, y penetró en la estancia donde habían encontrado a Ben. El dragón estaba delante de la abertura, durmiendo.

—¡Lung! —Piel de Azufre saltó entre sus zarpas y lo sacudió—. ¡Despierta, tenemos que irnos! ¡Deprisa!

Adormilado, el dragón levantó la cabeza.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está el chico humano?

—Ya te lo explicaré más tarde —cuchicheó Piel de Azufre—. ¡Deprisa, al canal, por la abertura!

Lung aguzó el oído. Se levantó y caminó despacio hacia el corredor por el que había venido Piel de Azufre. Oyó voces humanas, dos voces profundas de hombre y la de Ben.

—¿Qué andas buscando aquí? —le preguntaba con tono rudo uno de los hombres.

—Por la pinta, parece un fugitivo —decía el otro.

—¡Qué tontería! —gritaba Ben—. ¡Suéltenme! Yo no he hecho nada, nada en absoluto.

Inquieto, el dragón estiró un poco más el cuello hacia adelante.

—¡Lung! —Piel de Azufre, desesperada, le tiraba del rabo—. Ven de una vez, Lung. Tienes que salir de aquí.

—Pero el chico a lo mejor necesita ayuda.

El dragón avanzó otro paso. Las voces de hombre se volvían cada vez más ásperas y la de Ben más vacilante.

—Tiene miedo —afirmó Lung.

—¡Es un humano! —siseó Piel de Azufre—. Y ellos también lo son. No se lo comerán. Ni lo disecarán, pero a nosotros, como nos echen el guante, sí. ¡De manera que vámonos de una vez!

Pero Lung no se movió. Su cola azotaba el suelo.

—¡Eh, ten cuidado, que se escapa! —vociferó uno de los hombres.

—¡Yo le atraparé! —gritó el otro.

Ruido de pies, pasos alejándose. Lung avanzó un paso más.

—¡Ya lo tengo! —vociferó un hombre.

—¡Ay! —gritó Ben—. ¡Suelta! ¡Suéltame, asqueroso!

Entonces Lung saltó. El dragón salió disparado por los sótanos de la fábrica como un gato gigantesco. Piel de Azufre corría tras él despotricando. Las voces humanas se tornaron cada vez más ruidosas hasta que el dragón divisó de pronto a dos hombres que le daban la espalda. Uno había agarrado a Ben, que pataleaba.

Lung soltó un leve gruñido. Profundo y amenazador.

Los hombres se volvieron en el acto… y dejaron caer al suelo a Ben como si fuera un saco de patatas. El chico se levantó asustado y corrió hacia Lung.

—¡Pero si tenías que huir! —gritó—. Yo…

—Sube —le interrumpió el dragón sin quitar el ojo de encima a los dos hombres, que seguían allí plantados como si hubieran echado raíces.

Ben trepó al lomo de Lung con las piernas temblorosas.

—Largo de aquí —les ordenó el dragón—. El chico me pertenece —su voz ronca retumbó en el sótano oscuro.

Del susto, los hombres tropezaron entre sí.

—Estoy soñando —tartamudeó uno—. ¡Es un dragón!

Los dos seguían sin moverse del sitio. En ese momento, Lung abrió la boca, gruñó… y escupió una llamarada azul. El fuego lamió los muros sucios, el techo negro, el suelo de piedra e inundó la estancia de llamas poderosas y violentas. Los hombres retrocedieron espantados. Después huyeron dando gritos, como si los persiguiera el mismo diablo.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —Piel de Azufre irrumpió sin aliento en la estancia.

—¡Al canal, rápido! —gritó Ben—. Cuando vuelvan, traerán a veinte más con ellos.

—¡Arriba, Piel de Azufre! —dijo Lung con voz contenida, escuchando inquieto el eco de los pasos de los humanos.

Cuando Piel de Azufre alcanzó al fin su lomo, el dragón dio media vuelta y regresó a grandes saltos hasta su escondite.

Por la abertura de carga penetraba todavía la clara luz del día. Lung asomó el hocico con cautela.

—¡Hay demasiada luz! —clamó Piel de Azufre—. Demasiada claridad. ¿Qué haremos ahora?

—¡Vamos! —Ben descendió con ella del lomo de Lung—. Tiene que nadar solo. De ese modo podrá bucear y no lo descubrirán. Nosotros usaremos mi bote.

—¿Qué? —Piel de Azufre se apartó del chico con desconfianza y se apretó contra las escamas de Lung—. ¿Tenemos que separarnos otra vez? ¿Y cómo nos encontraremos de nuevo?

—Ahí hay un puente —explicó Ben dirigiéndose al dragón—. Si buceas a la izquierda del canal no lo perderás de vista. Te esconderás debajo hasta que lleguemos.

Lung, pensativo, miró al chico. Finalmente asintió.

—Ben tiene razón, Piel de Azufre —admitió—. Cuidaos mucho.

Dicho esto, pasó con esfuerzo por la abertura y, sumergiéndose en las profundidades del agua sucia, desapareció.

Piel de Azufre le siguió intranquila con la mirada.

—¿Dónde está tu bote? —preguntó a Ben sin volverse.

—Aquí.

El muchacho se dirigió a las cajas apiladas y las apartó a un lado. Apareció una barca de madera pintada de rojo.

—¿Llamas bote a eso? —bufó decepcionada Piel de Azufre—. Si apenas es mayor que un cantarelo.

—Si no te gusta, puedes ir nadando —replicó Ben.

—¡Bah!

Piel de Azufre escuchó con atención. A lo lejos se oían voces alteradas.

Ben se deslizó tras la pila de cajas, donde se escondiera en su primer encuentro, y salió de nuevo con una mochila grande.

—Bueno, ¿vienes o no? —le preguntó, empujando su bote hasta la abertura.

—Nos ahogaremos —gruñó Piel de Azufre mirando asqueada el agua mugrienta.

A continuación, ayudó al chico a empujar el bote al agua.