La petición del enano
La coraza de Ortiga Abrasadora yacía como una piel desollada en medio de una gigantesca charca de oro. Los copos de nieve se fundían en su superficie con un siseo. De entre los dientes de su hocico entreabierto brotaba un vapor verdoso. Ahora, los ojos eran negros como faroles apagados.
Con pasos indecisos, los dos dragones vadearon el oro líquido dirigiéndose a lo que quedaba de su enemigo. Lola pasó zumbando junto a ellos y aterrizó en la coraza derretida. Cuando la rata abrió de golpe la cabina, Pata de Mosca asomó la cabeza por detrás del asiento trasero y contempló incrédulo lo que un día fue su maestro.
—¡Fijaos en eso! —exclamó Lola saltando a una de las alas—. Este tipo era pura chapa. Igual que una máquina humana, ¿a que sí? —dio unos golpecitos en el oro: seguía caliente—. Suena a hueco.
Pata de Mosca atisbaba por la cabina con los ojos abiertos como platos.
—¡Enseguida se mostrará! —susurraba.
—¿A qué te refieres?
Lola se sentó en el borde del ala balanceando las piernas.
Pero el homúnculo no respondió. Como hechizado, clavaba sus ojos en el morro abierto de Ortiga Abrasadora, del que seguía brotando un humo verde.
—¿A qué esperas, Pata de Mosca? —preguntó Lung aproximándose despacio—. Ortiga Abrasadora ha muerto.
El homúnculo le miró.
—¿Murieron los cuervos? —preguntó—. No. Volvieron a convertirse en lo que fueron en su día. ¿De qué criatura creó el alquimista a Ortiga Abrasadora? Él no pudo darle vida, porque era incapaz de crearla. Solamente podía tomarla prestada… de otra criatura.
—¿De otra criatura? —Piel de Azufre se removió inquieto en el lomo de Lung—. ¿Crees que está a punto de salir algo de ahí? —tiró de las correas—. Vámonos, Lung, podemos presenciarlo desde una distancia más segura, ¿no te parece?
Pero el dragón no se movió.
—¿Qué criatura, Pata de Mosca? —preguntó.
—Oh, no hay muchos animales cuya vida pueda uno tomar prestada como si fuera una chaqueta —respondió el homúnculo sin apartar la vista del hocico de Ortiga Abrasadora.
Los demás se miraban desconcertados.
—¡Por favor, ósculo delicioso, no nos tengas sobre ascuas! —rogó Lola levantándose—. ¿Ha terminado el combate?
—¡Ahí! —susurró Pata de Mosca sin mirarla; y, agachándose, señaló hacia abajo—: ¡Mirad! ¡Ahí viene la vida de Ortiga Abrasadora!
Del hocico entreabierto emergió un sapo.
Con un chapoteo aterrizó en la charca dorada, volvió a saltar, despavorido, y brincó a una piedra cubierta de nieve que sobresalía del oro.
—¿Un sapo? —Piel de Azufre se inclinó sobre el lomo de Lung con cara de incredulidad.
El sapo la miró con sus ojos dorados y empezó a croar, preso de la inquietud.
—¡Tonterías, ósculo musculoso! —exclamó la rata—. Tú lo que quieres es tomarnos el pelo. El monstruo se lo tragaría en algún momento, eso es todo.
Pata de Mosca meneó la cabeza.
—Me importa un bledo que me creáis o no. El alquimista era bueno creando lo más horrendo a partir de lo diminuto.
—¿Tenemos que atraparlo, Pata de Mosca? —preguntó Lung.
—¡Oh, no! —el homúnculo sacudió la cabeza asustado—. El sapo es inofensivo. La maldad de Ortiga Abrasadora era la maldad de nuestro creador, no la suya.
Piel de Azufre frunció el ceño.
—¡Un sapo, psss! —dirigió a Pata de Mosca una sonrisa burlona—. Así que por eso no querías que te alcanzara el fuego de dragón, porque tú también te habrías convertido en un saltarín parecido, ¿eh?
Pata de Mosca la miró irritado.
—No —contestó ofendido—. Yo seguramente me habría convertido en algo mucho más pequeño, si tanto te interesa saberlo. Para criaturas de mi tamaño, el alquimista utilizaba preferentemente cochinillas de la humedad o arañas —y dicho esto le dio la espalda a Piel de Azufre.
Lung y Maya trasladaron a sus jinetes a una zona libre del oro fundido que cubría el suelo de la cueva. El sapo los siguió con la vista. Tampoco se movió cuando Ben y los duendes bajaron del lomo del dragón y se acercaron al borde de la charca de oro para contemplar de nuevo la coraza fundida de Ortiga Abrasadora. Sin embargo, cuando Lola puso en marcha su avión, el sapo se alejó saltando.
Piel de Azufre intentó seguirlo, pero Lung la retuvo suavemente con el hocico.
—Deja que se vaya —dijo volviéndose.
Algo pequeño corría veloz por la nieve hacia él, con un sombrero descomunal y barba desgreñada. Tirándose boca abajo ante Lung y Maya, clamó con voz lastimera:
—Piedad, dragones de plata, tened piedad de mí. Satisfaced una petición. La petición de mi vida. Satisfacedla o mi corazón será pasto de la nostalgia el resto de mi miserable existencia.
—¿No es este el pequeño espía de Ortiga Abrasadora? —preguntó Maya asombrada.
—¡Sí, sí, lo admito! —Barba de Guijo se incorporó y, poniéndose de rodillas, alzó la vista con timidez—. Pero no voluntariamente. Él me obligó, por supuesto.
—Bah, ¡mentiroso! —gritó Pata de Mosca bajando del avión de la rata—. En su día corriste voluntariamente hacia él. Por pura avidez de oro. ¡Sin ti jamás habría sabido nada de Lung!
—Sí, bueno —murmuró Barba de Guijo tirándose de la barba—. Quizá. Pero…
—Observa a tu alrededor —le interrumpió Pata de Mosca—. Ahora puedes bañarte en su oro. ¿Qué te parece?
—¿Es esa tu petición? —Lung se estiró y desde su altura miró al enano con el ceño fruncido—. Responde de una vez. Todos nosotros estamos cansados.
Pero Barba de Guijo negó con la cabeza con tal energía que casi se le cayó el sombrero.
—¡No, no, el oro ya no me interesa! —gritó—. Ni pizca. Me trae sin cuidado. Quiero… —extendió sus brazos—, quiero quedarme en la cueva. Ese es mi deseo —y miró expectante a los dos dragones.
—¿Para qué? —preguntó, suspicaz, Burr-Burr-Chan.
—Me gustaría embellecerla —musitó Barba de Guijo.
Miró en torno suyo con devoción.
—Desearía sacar a la luz las piedras que se esconden en ella, con mucho cuidado, con mucho tiento. Puedo verlas, ¿sabéis? Las oigo susurrar. En las paredes, en las columnas. Un leve golpeteo por aquí. Un delicado arañazo por allá. Y relucirán y destellarán con todos los colores del arco iris —suspirando, cerró los ojos—. Será maravilloso.
—Ajá —refunfuñó Burr-Burr-Chan—. Lo cierto es que no suena nada mal. Sin embargo, la decisión compete a los dragones.
Lung bostezó y miró a Maya. La dragona apenas podía tenerse sobre sus patas de cansancio. Había escupido tanto fuego que por primera vez en su vida tenía frío.
—No sé —dijo dirigiendo los ojos a los dragones petrificados—. Ahora que no tengo que esconderme más del Dorado ya no necesito esta cueva. Pero ¿qué les sucederá a ellos? ¿No les molestarán sus golpes?
Barba de Guijo escudriñó a su alrededor.
—¿De quién hablas? —preguntó intranquilo.
—Ven —repuso Lung ofreciéndole su cola.
El enano, vacilando, tomó asiento entre sus picos y Lung, bordeando la enorme charca, lo condujo hasta los dragones petrificados. Maya y los demás los siguieron.
—Esto de aquí —explicó Lung cuando Barba de Guijo saltó de su cola a la pata de un dragón de piedra—, son los otros veinte dragones que buscaba Ortiga Abrasadora. Pata de Mosca te mintió para no atenuar la sed de caza de Ortiga Abrasadora y atraerlo hasta aquí.
El enano contempló con interés los cuerpos petrificados.
—Dejaron de alimentarse de la luz de la luna —aclaró Maya.
Se dejó caer en el suelo. La nieve se fundía con el calor de la cueva. El agua brillaba en el suelo. Para Ortiga Abrasadora era demasiado tarde para desaparecer en ella.
—Sí, sí, los acontecimientos se precipitan —murmuró Barba de Guijo golpeando con aire experto una zarpa de piedra—. Las piedras crecen rápido, y eso suele pasarse por alto.
Nadie le prestaba atención. Lung, somnoliento, se tumbó al lado de Maya. Burr-Burr-Chan y Piel de Azufre se preparaban un tentempié de setas. Lola limpiaba las salpicaduras de oro de su avión. Todos estaban cansados del combate que acababan de librar. Ben era el único que había escuchado las palabras de Barba de Guijo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó agachándose junto al enano, mientras Pata de Mosca se subía a su rodilla—. ¿Has visto alguna vez algo parecido? ¿Que algo vivo se convierta en piedra?
—Seguro. —Barba de Guijo apoyó la mano en las escamas de piedra del dragón—. A las criaturas fabulosas les sucede con gran facilidad. Vuestros castillos están repletos de ellas. Dragones, leones alados, unicornios, demonios, todos petrificados. Los humanos los encuentran y los exhiben, creyendo que son de piedra. Pero se equivocan. Casi siempre queda todavía en ellos un hálito de vida. Pero de eso no entienden nada los humanos. ¡Los exponen como si fuesen obra suya! ¡Pfff! —el enano arrugó despectivamente la nariz—. ¡Pueblo vanidoso! En estos de aquí. —Barba de Guijo se echó el sombrero hacia atrás y alzó la vista hacia los dragones petrificados—, la costra aún no es gruesa. ¡Sería fácil resquebrajarla de un golpe!
—¿De un golpe? —Ben miró al enano, incrédulo.
—Exacto. —Barba de Guijo se enderezó el sombrero—. Pero no lo haré por nada del mundo. Me gustan mucho más petrificados.
—¡Lung! —gritó Ben, dando tal respingo que Pata de Mosca resbaló de su rodilla—. Lung, escucha esto.
El dragón levantó la cabeza, adormilado. También Maya se sobresaltó.
Barba de Guijo, asustado, agarró del brazo a Pata de Mosca.
—¿Qué le pasa al hombrecito? —preguntó en voz baja—. Si no he hecho nada. Ni siquiera he sacado el martillo. Tú eres testigo.
—¡El enano dice que puede despertarlos! —gritó Ben excitado.
—¿A quién? —murmuró Lung bostezando.
—¡A los dragones! —gritó Ben—. A los dragones petrificados. Él dice que la piedra no es más que una delgada capa. Como una cáscara, ¿entendéis?
Piel de Azufre y Burr-Burr-Chan levantaron la vista de su merienda, sorprendidos.
—Creo que el enano pretende que le demos permiso para empezar a martillear por aquí —opinó Piel de Azufre mordiendo el pedúnculo de una seta—. Romper la cáscara de un golpe. ¡Qué locura!
—¡De locura, nada! —Barba de Guijo se plantó ofendido ante las garras de los dragones petrificados—. Os lo demostraré —y sacando su martillo de la mochila, el enano trepó por una cola dentada hasta situarse sobre el lomo de piedra—. ¡Llevará tiempo! —gritó hacia abajo—. ¡Pero ya veréis!
Los dragones lo miraban dubitativos.
—¿Podemos ayudarte? —preguntó Maya.
El enano de las rocas se limitó a sacudir despectivo la cabeza.
—¿Vosotros? ¿Con esas zarpas gigantescas? No, no. Ni siquiera el hombrecito tiene en los dedos la sensibilidad necesaria para ello —se enderezó el sombrero haciéndose el importante—. Nosotros, los enanos de las rocas, somos los únicos que podemos hacerlo. Los únicos.
—Pues apaga y vámonos —rezongó Piel de Azufre concentrándose de nuevo en sus setas—. Porque en ese caso no saltará ninguno fuera de su cáscara hasta que me quede sin dientes.
—¡Un día! —gritó Barba de Guijo irritado agitando el martillo en dirección a ellos—. Un día, quizá incluso menos. Ya lo verás.
Pata de Mosca suspiró y se repantigó en el regazo de Ben.
—Son un pueblo de lo más vanidoso, estos enanos de las rocas —le susurró al chico—. Lo saben todo mejor que nadie, todo. Sin embargo, puede ser que lo consiga porque, a decir verdad, son expertos en piedras.
—¿Un día? —Lung bostezó y volvió a levantar la vista, dubitativo, hacia el enano—. La verdad es que fanfarroneas mucho. ¡No sabes hasta qué punto! Despiértanos si de verdad encuentras vida, ¿prometido?
—Claro, claro —respondió Barba de Guijo. Arrodillándose, pasó la mano por las escamas de piedra para comprobar y empezó a martillear con sumo cuidado, dando golpecitos suaves como el tictac de un reloj.
Ben contempló la labor del enano unos instantes, a pesar de que los ojos se le cerraban. En cierto momento, cuando los dragones y los duendes llevaban mucho rato dormidos e incluso unos ligeros ronquidos salían del avión de Lola, él también se durmió. Y Pata de Mosca lo secundó.
En la gran cueva se hizo un completo silencio. Barba de Guijo, sin embargo, proseguía su incansable martilleo. De vez en cuando echaba un vistazo a los restos del caparazón de Ortiga Abrasadora, que yacían entre el oro que se solidificaba poco a poco. Después soltaba unas risitas maliciosas, y reanudaba su labor.