El fin de Ortiga Abrasadora
Piel de Azufre corría. Por aquel túnel largo e interminable.
—¡Ya viene! —vociferaba—. ¡Ya viene!
Entró en la cueva como una flecha, corrió hacia Lung y subió agarrándose a su cola. Ben ya estaba sentado sobre su lomo, con Pata de Mosca en el regazo, como en las numerosas noches de su viaje. Burr-Burr-Chan se acomodaba entre las púas del lomo de Maya.
—¡Asciende montaña arriba como una máquina de los humanos! —jadeó Piel de Azufre ciñéndose las correas alrededor del cuerpo—. Gruñe y resopla y es grande como… como… como…
—Es más grande que todos nosotros —la interrumpió la rata encendiendo el motor de su avión—. De manera que, ¡adelante!, actuemos según lo convenido.
Y cerrando la cabina, elevó el avión en cuanto se puso en marcha y, describiendo una amplia curva, voló hacia un saliente rocoso situado sobre la salida del túnel. Allí aguardó la aparición de Ortiga Abrasadora.
—Mucha suerte —deseó Lung a Maya batiendo las alas—. ¿Tú qué crees, los dragones sólo dan suerte a los humanos?
—Quién sabe —respondió Maya—. Sea como sea, nosotros vamos a necesitarla y mucho.
—Pata de Mosca, sujétate bien fuerte —aconsejó Ben revisando por última vez las correas—. ¿Está claro?
El homúnculo asintió con la vista clavada en la salida del túnel. Su corazón latía como el de un ratón atrapado. ¿Qué ocurriría si el estúpido enano había diluido tanto la saliva de duende que no surtía efecto?
—¿Prefieres meterte en la mochila? —le susurró Ben.
Pata de Mosca sacudió enérgicamente la cabeza. No quería perderse nada. Quería presenciar la aniquilación de Ortiga Abrasadora. Quería ver cómo se fundía la coraza que había limpiado durante tantos años y cómo Ortiga Abrasadora, sometido al fuego de dragón, se convertía en aquello de lo que había sido creado.
De repente, Piel de Azufre se incorporó más tiesa que una vela.
—¿Lo oís? —preguntó con voz ronca.
Todos respondieron afirmativamente, hasta Ben, a pesar de su débil oído de humano. Unas pisadas sordas, lentas y amenazadoras se iban acercando lentamente desde el túnel. Ortiga Abrasadora había venteado el escondrijo de sus presas. Estaba de caza.
Ben y Piel de Azufre se aferraban a las correas. Pata de Mosca apretaba la espalda con todas sus fuerzas contra la barriga del muchacho. Los dos dragones desplegaron sus alas y se elevaron en el aire. Volaron juntos hasta el techo de la cueva y allí giraron para esperar en la oscuridad.
Las pisadas se aproximaban poco a poco. Toda la cueva parecía temblar. De repente, la cabeza dorada de Ortiga Abrasadora asomó por el túnel.
Llevaba la cabeza gacha. Sólo así cabía su cuerpo gigantesco en el corredor de los dubidai. Despacio, con los ojos brillantes y rojos como la sangre, escudriñó a su alrededor, olfateando, venteando con avidez el rastro de los dragones.
Ben oyó sus pesados jadeos debido a la prolongada ascensión. La maldad y la crueldad inundaron la cueva como una nube oscura. Ortiga Abrasadora se deslizó fuera del túnel palmo a palmo, esforzándose para salir de la angostura, hasta que al final plantó en la cueva su formidable corpachón.
Sus patas se doblaban bajo el peso de la armadura, que cubría cada centímetro de su cuerpo abominable. Su cola torpe y pesada, que arrastraba por el suelo, rebosaba de afiladas púas. Resollando y enseñando los dientes, el monstruo miraba a su alrededor. Un gruñido de impaciencia brotó de su pecho.
Entonces, el avión de Lola Rabogris emprendió el vuelo. Descendió zumbando hacia el cráneo blindado de Ortiga Abrasadora, giró ruidosamente alrededor de sus cuernos y cruzó disparado por delante de sus ojos.
Ortiga Abrasadora levantó la cabeza perplejo y lanzó un bocado al avión como si fuera una mosca molesta.
—¡Más lejos! —musitó Ben—. ¡No te acerques tanto, Lola!
Pero la rata era una aviadora genial. Imprevisible y rápida como el rayo, volaba lanzada alrededor de la cabeza del monstruo, aparecía bajo el mentón de Ortiga Abrasadora y le pasaba entre las piernas como una bala. Aterrizaba en su lomo, volvía a despegar justo cuando el dragón se disponía a soltarle un bocado y, de ese modo, fue atrayéndolo cada vez más hacia el interior de la cueva.
El juego de la rata enfurecía al Dorado, que golpeaba entorno suyo bramando y resollando, ansioso por pisotear, aplastar, destrozar a mordiscos aquel objeto molesto que le impedía encontrar a sus auténticas presas. Cuando Ortiga Abrasadora estuvo en mitad de la cueva, delante de los dragones petrificados, Lung se precipitó desde el techo con un estrepitoso aleteo y el cuello estirado. Volaba de frente hacia Ortiga Abrasadora. Maya hizo otro tanto desde un lateral.
El monstruo alzó la cabeza sorprendido. Con un rugido, enseñó sus horrendos dientes. Su aliento apestoso casi hizo retroceder a los dragones. Lola viró el avión y aterrizó en la cabeza de un dragón petrificado. En principio había hecho su trabajo. Ahora les tocaba el turno a Lung y a Maya.
Los dos dragones giraban sobre la cabeza de su enemigo.
—¡Aaaaarrr! —gruñía Ortiga Abrasadora, lamiéndose el morro y siguiéndolos con sus ojos rojos—. ¡Si son dos!
Su voz hacía retumbar las columnas de piedra. Sonaba tan profunda y hueca como si brotara de un túnel de hierro.
—Y lleváis con vosotros a vuestros duendes. ¡No está mal! Siempre son un postre apetitoso.
—¿Un postre? —Piel de Azufre se inclinó tanto desde el lomo de Lung que el aliento ardiente de Ortiga Abrasadora penetró en su nariz—. En la carta de hoy figuras tú, albóndiga dorada.
Ortiga Abrasadora ni siquiera la miró. Tras lanzar una fugaz ojeada a Lung y a Maya, se relamió y se irguió con gesto amenazador.
—¿Dónde están los demás? —bramó, acechando impaciente a su alrededor. Su cuerpo temblaba de avidez. Sus garras escarbaban inquietas el suelo de piedra—. ¡Salid! Quiero cazaros a todos juntos. Quiero que huyáis a la desbandada como los patos cuando atrape a uno de vosotros.
Rugiendo, levantó una zarpa y destrozó una estalactita como si fuera de cristal. Esquirlas de piedra volaron por la cueva. Pero los dos dragones continuaron girando impávidos por encima de su cabeza.
—¡Aquí no hay ninguno más! —le gritó Lung haciendo una pasada tan baja, que sus alas casi rozaron el hocico de Ortiga Abrasadora.
Ben y Piel de Azufre se quedaron sin aliento al aproximarse tanto al monstruo. Aferrados a las correas, se encogieron detrás de las púas de Lung.
—¡Aquí sólo estamos nosotros! —gritó Maya describiendo círculos por encima del engendro—. Pero te venceremos. Ya lo verás. Sólo nosotros dos, con nuestros jinetes.
Ortiga Abrasadora se revolvió encolerizado.
—¡Jinetes del dragón, bah! —torció el morro en una mueca burlona—. ¿Ahora me venís con esos viejos cuentos? ¿Dónde… están… los… demás?
Ben no se dio cuenta de que Pata de Mosca se soltaba de sus correas. Sin ser visto, igual que un ratoncito, el homúnculo trepó por la gruesa chaqueta del muchacho y se colocó encima de su hombro.
—¡Pata de Mosca! —balbuceó Ben asustado.
Pero el homúnculo ni lo miró.
Colocándose las manos junto a la boca, gritó con voz estridente:
—¡Eh! ¡Mirad quién está aquí, maestro!
Ortiga Abrasadora levantó la cabeza sorprendido.
—¡Estoy aquí, maestro! —gritó Pata de Mosca—. En el hombro del jinete del dragón. ¿Comprendéis? No hay ningún otro dragón. ¡Engañé al enano! ¡Os he engañado a vos! ¡Vais a fundiros y yo lo contemplaré complacido!
—¡Pata de Mosca! —siseó Ben—. Baja de ahí.
Intentó coger al homúnculo para quitárselo del hombro, pero Pata de Mosca se agarró con fuerza a los pelos del muchacho mientras sacudía su puño diminuto.
—¡Esta es mi venganza! —chillaba—. ¡Esta es mi venganza, maestro!
Ortiga Abrasadora esbozó una mueca sarcástica.
—¡Vivir para ver! —gruñó—. Patas de araña sentado en el dragón plateado. Mi antiguo limpiacorazas… Observa a ese mentecato, Barba de Guijo, y que lo que voy a hacer con él ahora mismo te sirva de lección.
—¿Barba de Guijo? —se desgañitó Pata de Mosca, que por poco se cae de cabeza—. Pero ¿es que no os habéis dado cuenta? Barba de Guijo ha desaparecido. Se ha marchado, igual que yo. Ya no tenéis limpiacorazas. Y la verdad es que dentro de poco tampoco lo necesitaréis.
—¡Silencio, Pata de Mosca! —gritó Lung girando la cabeza.
De improviso, Ortiga Abrasadora se alzó jadeando sobre sus patas traseras y lanzó un zarpazo al dragón remolineante con toda su fuerza. Lung lo esquivó en el último segundo. Pata de Mosca, sin embargo, lanzó un gritó agudo, alargó la mano buscando en vano un asidero… y se precipitó de cabeza al vacío.
—¡Pata de Mosca! —gritó Ben inclinándose hacia delante. Pero su mano sólo aferró el vacío.
El homúnculo cayó justo sobre la frente blindada de Ortiga Abrasadora. Desde allí resbaló por el grueso cuello y se quedó colgando, pataleando, entre dos picos.
Ortiga Abrasadora, con un gruñido, volvió a dejarse caer sobre las zarpas.
—¡Ya te tengo, patas de araña! —gruñó mientras lanzaba un bocado hacia el lugar donde se agarraba su sirviente traidor pataleando con sus escuálidas piernas.
—¡Lung! —gritó Ben—. ¡Lung, tenemos que ayudarle!
Pero en ese momento ambos dragones se abalanzaban ya sobre Ortiga Abrasadora por dos lados. Justo cuando abrían sus fauces para escupir su fuego sobre él, Pata de Mosca profirió un alarido penetrante.
—¡No! —gritó—. ¡Fuego de dragón, no! ¡Me transformará! ¡No! ¡Oh, no, por favor!
Los dragones frenaron su vuelo.
—¿Estás loco, Pata de Mosca? —gritó Piel de Azufre—. Te va a devorar.
Ortiga Abrasadora se volvió gruñendo e intentó de nuevo dar un mordisco en las piernas a Pata de Mosca. Lung y Maya lo distrajeron una vez más, golpeando su coraza con las patas, pero Ortiga Abrasadora se los sacudía igual que a moscardones. A Ben casi se le paró el corazón de la desesperación. Por un instante, cerró los ojos. De repente, oyó un zumbido.
Venía la rata.
Su avión se dirigía a toda velocidad hacia el lomo blindado de Ortiga Abrasadora. El techo de la cabina se abrió y Lola se asomó, vociferando:
—¡Venga, ósculo musculoso, adentro!
Con una maniobra arriesgadísima se acercó volando al pataleante Pata de Mosca.
—¡Salta, Pata de Mosca! —gritó Lung—. ¡Salta!
Y clavó las garras de sus zarpas en el pescuezo acorazado de Ortiga Abrasadora para distraerlo durante unos valiosos segundos. Cuando el dragón dorado, rugiendo, lanzó una tarascada a Lung, el homúnculo soltó el pico al que estaba agarrado… y cayó de culo en el asiento trasero del avión de Lola. La rata aceleró en el acto y el avión salió disparado hacia el techo de la cueva con el techo de la carlinga abierto y el tembloroso Pata de Mosca dentro.
Ortiga Abrasadora bramó tan fuerte que los duendes apretaron las patas contra sus sensibles oídos. Rugiendo, el Dorado volvió a levantarse intentando golpear a sus dos congéneres. Sus garras pasaron rozando las alas de Maya. Pero en lugar de huir, la dragona se lanzó sobre él como una gata furiosa, con la boca abierta y escupiendo fuego azul.
Lung se acercó por el otro lado. Una llamarada formidable brotó de sus fauces cayendo sobre la cabeza de Ortiga Abrasadora. El fuego de Maya envolvió el lomo dorado, llameó por la cola de Ortiga Abrasadora y lamió sus patas.
El dragón dorado enseñó los dientes y soltó tal carcajada, que desde el techo de la cueva llovieron piedras.
Fuego de dragón.
¡Cuántas veces le había lamido! Su coraza lo convertiría en vapor. Su frialdad devoraría las llamas azules, y cuando los dos dragones estuvieran exhaustos y desalentados, los atraparía en el aire como a murciélagos indefensos. Gruñendo de alegría anticipada, se relamió los labios. Entonces notó que algo se escurría por su frente y goteaba sobre sus ojos. Disgustado, levantó la zarpa para limpiarse… y se quedó de piedra.
Sus garras se deformaban. Sus escamas parecían hojas secas. Ortiga Abrasadora parpadeó. Lo que goteaba de su frente impidiéndole la visión era oro líquido.
Los dragones se lanzaban de nuevo a la carga. Una vez más, el fuego azul lamió su cuerpo y sus miembros comenzaron a arder, contempló con ojos vidriosos su coraza, que se estaba transformando en una viscosa papilla dorada. Horrorizado, soltó un berrido y se golpeó las llamas azules. De sus zarpas saltó oro. Ortiga Abrasadora bramaba y jadeaba. Los dragones regresaban volando. Intentó apresarlos, pero resbaló en un charco de oro fundido.
Entonces, por primera vez en su larga y malvada vida, sintió nacer en su interior el miedo, negro y caliente. Acechó a su alrededor, acosado. ¿Adónde huir? ¿Adónde, para librarse del fuego que devoraba su armadura? Se sentía cada vez más caliente. Su cuerpo ardía. Su fuerza mermaba a la par que sus escamas. Tenía que encontrar agua. Sumergirse en ella.
Ortiga Abrasadora miró inexpresivamente el túnel por el que había llegado hacía una eternidad, cuando todavía era Ortiga Abrasadora, el Dorado, Ortiga Abrasadora, el Invencible. Pero los dragones plateados describían círculos volando delante del túnel y las llamaradas de fuego azul seguían brotando de sus fauces convirtiendo su valiosa coraza en papilla. Ortiga Abrasadora se encogía. Gruñendo, intentó levantar las zarpas, pero estas permanecían firmemente adheridas a los charcos dorados, que aumentaban de tamaño. Ortiga Abrasadora sintió que se le partía el corazón.
Un vapor blanco brotó de sus fauces, húmedo y helado. El frío escapaba silbando de su cuerpo, hasta que se desplomó como un globo desinflado. El vapor de hielo ascendió por la cueva y quedó flotando en forma de nubes sobre los dragones de piedra.
Lung y Maya se quedaron quietos en medio de la neblina blanca. Hacía frío en la cueva, un frío glacial. Ben y Piel de Azufre se apretaban tiritando uno contra otro, mirando hacia abajo con los ojos entornados. Pero los vapores envolvían a Ortiga Abrasadora y apenas se distinguía de él una sombra encogida.
Lung y Maya, vacilantes, descendieron sumergiéndose en las nubes frías. Copos de nieve se depositaron en el pellejo de Piel de Azufre y ardieron helados en el rostro de Ben. No se oía el menor sonido, salvo el ronroneo del avión de Lola brotando de la niebla.
—¡Ahí! —musitó Burr-Burr-Chan cuando Maya y Lung se posaron en el suelo cubierto de oro—. ¡Ahí está!