Atuendo de caza

74

—¿Terminas de una vez, limpiacorazas? —gruñó Ortiga Abrasadora. Hundido hasta las rodillas en el agua oscura, contemplaba su reflejo resplandeciente. Barba de Guijo, acuclillado en su cabeza, bruñía su frente acorazada. El sudor corría por la barba del enano debido al esfuerzo, a pesar de la gélida noche.

—¡Níquel y sombrero de escayola! —mascullaba apretando los dientes—. Pero ¿qué pasa aquí? Se enturbian como vidrio opalino aunque los dedos me sangren de tanto frotar.

—¿Qué diablos farfullas? —bufó Ortiga Abrasadora, dando coletazos de impaciencia en el agua—. Ya has limpiado cuatro veces por lo menos ese lugar. ¿Sigue sin brillar?

Observó el agua inclinando la cabeza con desconfianza. Pero en la oscuridad de la noche, su reflejo apenas era una sombra dorada deformada por las olas.

—Maestro —graznó un cuervo posándose en una de las púas de la espalda de Ortiga Abrasadora. El dragón se volvió, malhumorado.

—¿Qué ocurre? —refunfuñó.

—¿No deberíamos acompañaros a la cueva algunos de nosotros? —graznó el cuervo.

—¡Bobadas! —Ortiga Abrasadora meneó la cabeza—. Si os alcanzase el fuego de dragón caeríais del cielo asados. No, os volveré a necesitar más tarde. De manera que quedaos aquí, ¿entendido?

—¡Entendido, maestro! —graznó el cuervo y, agachando sumiso el pico, aleteó para regresar junto a los demás, que sobrevolaban el lago como una nube negra.

—Ojalá estén en forma esos dragones —gruñó Ortiga Abrasadora cuando su sirviente se alejó—. De lo contrario no sería divertido cazarlos. ¿Qué aspecto tenían, limpiacorazas?

—Solamente vi dos —contestó Barba de Guijo malhumorado, deslizándose unas escamas más allá—. Son más pequeños que vos, mucho más pequeños.

Sacudió las últimas gotas de pulimento de la botella y volvió a sumergir el paño en el agua.

—¿Dos? —Ortiga Abrasadora miró de soslayo al atareado enano—. ¿Y por qué sólo dos?

—Los demás estaban en otra cueva —contestó Barba de Guijo.

El enano frotaba sin parar y los nudillos le dolían, pero aquella capa permanecía adherida a las escamas de Ortiga Abrasadora. Con un suspiro, dejó caer el trapo y lo arrojó a la orilla junto con el cubo.

—¡Esto ha sido todo, Áureo Señor! —exclamó enjugándose el sudor de la frente con la barba y enderezando su sombrero.

—¡Al fin! —gruñó Ortiga Abrasadora.

Lanzó una última mirada a su reflejo, se estiró, se relamió los horrendos dientes y, resoplando, salió pesadamente del agua. Las flores azules se quebraron bajo sus zarpas. Ortiga Abrasadora se limpió el fango de las garras, se las afiló en los dientes por última vez y se dirigió como una apisonadora hacia las montañas.

—Bueno, ¿dónde es? —gruñó—. Venga, dímelo ya, limpiacorazas. ¿En esa montaña de ahí?

—Sí, Áureo Señor. —Barba de Guijo asintió acurrucándose.

El frío le pellizcaba los redondos carrillos con sus tenazas de hielo. Ortiga Abrasadora caminaba seguro de su victoria por entre las flores aromáticas. Barba de Guijo le oía rechinar los dientes y chasquear la lengua mientras se relamía y reía roncamente. Eso debía de ser lo que denominaban ansia de caza. El enano bostezó y recordó la enorme cueva. Qué piedras maravillosas había allí, qué tesoros nunca vistos. ¡Pero habría lucha! Esos veinte dragones seguro que no se dejarían comer por las buenas. Barba de Guijo frunció el ceño y resopló de frío. Un combate así era peligroso para la gente menuda como él. Podía caer fácilmente bajo las zarpas de los contendientes.

—¡Eh, Áureo Señor! —gritó—. Creo que será mejor que me quede aquí, ¿no? Sólo supondría una molestia para vos en vuestro magno combate.

Ortiga Abrasadora, sin embargo, no le prestaba la menor atención. Temblaba de ardor cinegético. Resollando, comenzó la ascensión por la ladera.

«Podría saltar», pensó Barba de Guijo. «Él no se dará cuenta. Y cuando todo haya pasado le seguiré».

Miró hacia abajo. Pero el suelo estaba lejos, muy lejos. El enano de las rocas deambulaba inquieto de un lado a otro. Finos copos de nieve caían suavemente del cielo, cubriendo su sombrero. El viento acariciaba las rocas e inundó la noche de gemidos y suspiros. A Ortiga Abrasadora le agradaba aquello. Le gustaba el frío. Lo fortalecía. Ascendió poco a poco, resoplando y bufando por el peso de la armadura. Sus zarpas se hundían profundamente en la nieve recién caída.

75

—Ya sabía yo que el homúnculo no se atrevería a traicionarme —gruñó mientras se aproximaba lentamente a las blancas cumbres—. Es un tipo listo, y no un cabeza hueca ávido de oro como tú, enano.

Barba de Guijo frunció el ceño e hizo una mueca a Ortiga Abrasadora a hurtadillas.

—No obstante —el enorme dragón se izaba peñas arriba—, creo que lo devoraré. Es demasiado descarado para ser limpiacorazas. Me quedaré contigo.

—¿Cómo? —Barba de Guijo se incorporó despavorido—. ¿Qué habéis dicho?

Ortiga Abrasadora soltó una horrenda carcajada.

—Que te quedarás de limpiacorazas, eso es lo que he dicho. Y ahora, cierra el pico. He de concentrarme en la caza. ¡Aaaah! —se relamió y clavó sus garras en el flanco de la montaña—. Están tan cerca. Tan próximos al fin. Los arrancaré a mordiscos del techo de la cueva como si fueran inofensivas palomas.

Barba de Guijo se agarró, temblando, a uno de los cuernos.

—¡Pero yo no quiero ser vuestro limpiacorazas! —gritó al oído de Ortiga Abrasadora—. Quiero mi recompensa y luego volver a dedicarme a buscar piedras.

—¡Bah, blablablablá! —Ortiga Abrasadora soltó un gruñido amenazador—. Cierra el pico o te devoraré antes que al homúnculo, ¿y dónde conseguiría entonces un nuevo limpiacorazas? —jadeando, se detuvo en un saliente rocoso—. ¿Dónde es? —preguntó girando la cabeza—. Ya no debe de quedar muy lejos, ¿verdad?

Barba de Guijo se sorbió la nariz y cerró sus puños callosos, enfurecido.

—¡Vos me lo prometisteis! —gritó en el viento helado.

—¿Dónde-es? —bramó Ortiga Abrasadora—. Muéstramelo, limpiacorazas, ¿o prefieres que te devore aquí mismo?

—¡Allí! —Barba de Guijo alzó un dedo tembloroso señalando hacia arriba—. Allí, en aquella hondonada grande donde se acumula la nieve.

—Bien —gruñó el dragón, impulsándose jadeando hacia arriba.

Barba de Guijo, entre sus cuernos, se mordía las barbas de rabia. Si no iba a recibir su premio, dejaba de ser limpiacorazas en el acto.

Sigiloso, comenzó a deslizarse por el cuello de Ortiga Abrasadora: muy despacio, en completo silencio y con toda la habilidad que había adquirido trepando por las montañas. Cuando Ortiga Abrasadora se apoyó contra la plancha rocosa que ocultaba a sus presas, su limpiacorazas saltó a la nieve. Y cuando la losa de piedra se deslizó hacia un lado y Ortiga Abrasadora se adentró en el túnel arrastrando la cola, Barba de Guijo corrió sigilosamente tras él. Por su propio pie y a prudencial distancia. No para presenciar la gran cacería, qué va. Lo que de verdad anhelaba era regresar por fin a la cueva maravillosa.