Atrapado
—Se han olvidado de nosotros —murmuró Pata de Mosca caminando inquieto de un lado a otro—. ¡Qué desagradecidos!
—¡Qué va! —contestó la rata mientras removía la cazuela colocada sobre su diminuto hornillo de camping.
El sol ascendía lentamente por el cielo nuboso y una niebla espesa flotaba entre las montañas. Los velos blancos lo ocultaban todo, las flores, el lago y a Ortiga Abrasadora. En caso de que aún estuviera allí. Lola probó el mejunje que borboteaba en la cazuela, se relamió y continuó removiendo.
—¡Siéntate de una vez, ranúnculo! Te lo digo por enésima vez, ¡ya vendrán! A más tardar cuando haya oscurecido. La verdad es que no entiendo por qué te lamentas tanto. Tenemos cuanto necesitamos: comida, bebida caliente, hasta sacos de dormir. Dos, que yo soy muy práctica.
—Pero es que estoy preocupado —se lamentaba Pata de Mosca—. ¿Quién sabe cómo serán esos otros dragones? A lo mejor idénticos a los de las viejas historias. ¡Puede que hasta les guste devorar a jóvenes humanos!
La rata soltó una risita.
—Esto es increíble. Créeme, el chico sabe cuidar perfectamente de sí mismo. Y si no lo hace, Lung está con él. Eso sin contar a los duendes de cabeza peluda.
Pata de Mosca suspiró y volvió a mirar abajo, hacia la niebla.
—¿Todos los ósculocolosos son como tú? —preguntó Lola.
—¿Cómo? —murmuró Pata de Mosca sin volverse.
—Bueno, tan pesimistas… —Lola sacó una cucharada de sopa de la cazuela y la sorbió despacito—. ¡Puaj! —farfulló—. Otra vez me he pasado con la sal.
De repente, levantó su hocico afilado y olfateó. Sus orejas se estremecieron.
Pata de Mosca la miró asustado.
—¿Te apetece comer algo? —le preguntó Lola alzando mucho la voz.
Al mismo tiempo, con gesto discreto señalaba con la pata detrás de ella. Allí estaba su avión, asegurado con unas cuantas piedras grandes. Detrás de las ruedas se movía algo.
Pata de Mosca contuvo la respiración.
—¿Comer? —balbuceó—. Oh, sí, con mucho gusto —y con disimulo dio un paso hacia el avión.
—Bueno, entonces traeré los platos —anunció la rata levantándose.
Y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, saltó entre las ruedas y agarró una pierna gorda. Pata de Mosca acudió en su ayuda y entre los dos sacaron de debajo del avión a un enano que pataleaba.
—¡Es Barba de Guijo! —exclamó Pata de Mosca asustado—. ¡De nuevo ese enano de las rocas!
Barba de Guijo no le prestaba atención. Lanzaba mordiscos, patadas y puñetazos en torno suyo, y a punto estuvo de empujar a Lola montaña abajo. Los enanos de las rocas son fuertes, mucho más fuertes que una rata o un homúnculo de nariz pálida. Pero justo cuando Barba de Guijo se acababa de liberar de la llave de Lola gracias a un violento empujón, Pata de Mosca le arrebató de improviso el sombrero de la cabeza.
El enano se paralizó al instante. Cerró los ojos, se apartó del precipicio tambaleándose y, gimiendo, se cayó de culo. Pata de Mosca consiguió agarrar el sombrero antes de que rodara montaña abajo y se lo puso. Resbalaba casi por encima de su nariz, pero no le desagradaba. Al contrario: se acercó al precipicio hasta que las puntas de sus zapatos estuvieron en el vacío sin importarle lo más mínimo.
—Asombroso —murmuró.
Dándose la vuelta, se echó el sombrero hacia atrás de forma que le permitiera ver por debajo del ala. De pronto, las montañas le parecían completamente distintas: brillaban y relucían con todos los colores del arco iris. Pata de Mosca miró, boquiabierto, a su alrededor.
—¡Eh, échame una mano ósculo musculoso! —Lola sacó una cuerda larga de su mono—. Tenemos que atar al enano, ¿o prefieres que regrese corriendo junto a su maestro? La ocurrencia del sombrero ha sido genial. A mí se me había olvidado por completo.
—Te saludo, Barba de Guijo —dijo Pata de Mosca sentándose encima de la barriga del enano, mientras Lola ataba al prisionero—. La verdad es que eres un espía muy laborioso, de veras. Mucho más laborioso de lo que lo fui yo durante trescientos años.
—¡Traidor! —gruñó el enano escupiendo a Pata de Mosca en el pecho—. Devuélveme mi sombrero.
Pata de Mosca se limitó a encogerse de hombros.
—Ni lo sueñes, ¿por qué? —se inclinó sobre el enano—. Sé de sobra por qué sirves con tanta solicitud a tu maestro. Porque el oro de sus escamas te ciega. Sin embargo, ¿cómo piensas acercarte a ellas sin que te devore? ¿Pretendes arrancárselas durante el sueño? No te lo aconsejo. Ya sabes el gran apego que siente por cada una de ellas. ¿Has olvidado que intentó zamparse al profesor solamente por una? ¿Tú qué crees? —acercó su cabeza un poco más al enano—. ¿Le da miedo que alguien averigüe de qué está hecha su coraza? ¿O le aterroriza aún más que alguien llegue a enterarse del contenido de esa caja que él llama su corazón?
Barba de Guijo apretó los labios enfurecido y miró al fuego.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Lola—. ¿Alguna propuesta inteligente, leve pedúnculo?
—Nos lo llevaremos con nosotros, ¿qué otra cosa podemos hacer si no? —dijo alguien tras ellos.
Lola y Pata de Mosca se volvieron asustados. Piel de Azufre apareció de pronto delante de las peñas. Por encima de su hombro sonreía Burr-Burr-Chan.
—¿De dónde venís? —preguntó perplejo Pata de Mosca—. ¿Habéis hallado la cueva de los dragones?
—Así es —contestó Piel de Azufre—. Y, por lo que veo, vosotros habéis encontrado al pequeño espía. No está mal. Y encima —prosiguió tras dar un mordisco a una seta arrugada—, en el trayecto nos hemos topado con un par de antiguos criaderos de setas, de la época en la que aún vivían aquí los dubidai. La montaña está completamente horadada por pasadizos —se relamió y observó burlona a Pata de Mosca—. ¿Tienes un sombrero nuevo, alfeñique?
El homúnculo se dio un golpecito suave en el ala.
—Es un sombrero milagroso —dijo.
—También fue milagrosa la manera en que os burlasteis de Ortiga Abrasadora —elogió Burr-Burr-Chan—. Rebozuelo atrompetado y boleto, no estuvo nada mal. ¡Y ahora, además, le habéis echado el guante a un espía!
Lola se acarició las orejas, halagada.
—Una minucia —comentó.
—Bueno, la minucia la llevaré yo. Vosotros coged el resto —dijo Burr-Burr-Chan lanzando otra mirada hacia el valle.
La niebla se disipaba lentamente. Pájaros negros volaban en círculo entre los blancos jirones. Nubes enteras de ellos aparecían y desaparecían entre la niebla.
—Qué raro —murmuró el duende—. Nunca había visto esos pájaros negros. ¿De dónde habrán salido tan de repente?
Piel de Azufre y Pata de Mosca se plantaron a su lado a la velocidad del rayo.
—¡Los cuervos! —gruñó Piel de Azufre—. Esperaba que tarde o temprano reaparecerían.
—¡Los ha convocado a todos! —gimió Pata de Mosca escondiéndose detrás de la pierna de Piel de Azufre—. ¡Ay, ay, ahora sí que estamos perdidos! ¡Nos verán! ¡Nos cogerán de las rocas!
—Pero ¿qué estás diciendo? —la rata se situó junto a él y soltó un silbido tan estridente que Pata de Mosca se sobresaltó—. ¡En efecto! ¡Qué enorme bandada de cuervos! Mi tío me habló de unos ejemplares muy desagradables. ¿Son esos de ahí abajo?
Pata de Mosca asintió.
—Cuervos encantados. Y esta vez son tantos que Piel de Azufre no logrará espantarlos con unas cuantas piedrecitas.
—Larguémonos de aquí con viento fresco —aconsejó Piel de Azufre apartando a Burr-Burr-Chan del precipicio—. Antes deque nos descubran.
—¡Ortiga Abrasadora, el Dorado, os devorará a todos! —gritó Barba de Guijo intentando morder el pie peludo de Burr-Burr-Chan.
Pero el duende se limitó a soltar una risa burlona.
—Para eso primero tendrá que arrastrar su coraza hasta aquí arriba —comentó, echándose al enano al hombro como si fuera un saco.
—Y tu astuto amo ignora todavía dónde está la entrada secreta —sentenció Piel de Azufre.
—¡Ya lo averiguará! —chilló Barba de Guijo pegando patadas en torno suyo—. Os aplastará a todos como cucarachas. Os…
Burr-Burr-Chan le metió la barba en la boca. Después desapareció con el prisionero por el pasadizo del que había salido.
—¡Vamos, alfeñique! —exclamó Piel de Azufre cogiendo en brazos a Pata de Mosca—. No sea que te lleven de verdad los cuervos.
Lola apagó el fuego con el pie, entregó a Piel de Azufre la diminuta cazuela de sopa y guardó el resto de sus cosas en el avión.
—Si lo deseas, también puedes volar conmigo, leve pedúnculo —ofreció ella, y, subiendo a la cabina, puso el motor en marcha.
—No, gracias —respondió Pata de Mosca aferrándose al brazo de Piel de Azufre—. Creo que con un vuelo contigo me basta y me sobra para toda la vida.
—Como quieras.
La rata cerró la cabina y se adentró en el pasadizo volando por encima de sus cabezas. Piel de Azufre lanzó una última mirada de preocupación a los cuervos que se arremolinaban en el cielo. Luego, se internó en la galería y corrió desde dentro la piedra que ocultaba la puerta y el pasadizo de los dubidai.