El ojo de la luna
—¡Pero qué grande es este lago! —vociferó Lola entre el estrépito del motor.
—Sí —susurró Pata de Mosca—. Grande como el mar. Mientras miraba por la ventana, oía el castañeteo de sus dientes. El motor atronaba sus oídos y sus rodillas chocaban entre sí. ¡Volar en un avión de hojalata! ¡Qué horror! Unos cuantos trozos de metal, un dispositivo ronroneante entre ellos y la nada. Quería volver al poderoso lomo de Lung, al cálido regazo de Ben, a la mochila, a cualquier parte con tal de abandonar aquella máquina infernal.
—Eh, Pata de Mosca, informa. ¿Ves algo sospechoso, jamón con col? —le preguntó la rata.
Pata de Mosca tragó saliva. Pero uno no puede tragarse el miedo.
—No —respondió con voz temblorosa—. Nada. Salvo las estrellas.
Se reflejaban abajo, en el agua, como diminutas luciérnagas.
—Acércate más a la orilla —gritó Pata de Mosca a la rata—. Ahí es donde prefiere esconderse. Suele tumbarse entre el cieno.
Lola giró en el acto y regresó volando a la orilla describiendo un amplio arco. A Pata de Mosca le dio un vuelco el corazón.
El lago se extendía debajo de ellos como un espejo de cristal negro. El avión voló ronroneando sobre el agua. Todo estaba oscuro. Sólo las flores de la orilla brillaban con su misterioso tono azul.
Pata de Mosca acechó por encima del hombro hacia el lugar donde Lung se había posado. Pero el dragón ya no daba señales de vida. Debía de haberse escondido, para esperar su señal en alguna quebrada. Pata de Mosca se giró de nuevo y contempló el agua. De repente, como si surgiera de la nada, sintió un extraño estremecimiento en el pecho.
—¡Está aquí! —gritó asustado.
—¿Dónde? —Lola aferró el timón esforzándose por ver en la oscuridad.
Sin embargo, no logró descubrir nada sospechoso.
—¡No lo sé! —gritó Pata de Mosca—. Pero lo intuyo con absoluta claridad.
—Tal vez tengas razón. —Lola apretó su nariz puntiaguda contra la ventanilla de la cabina—. Ahí delante se riza el agua de una forma muy sospechosa. Como si hubiera caído una piedra grande —aminoró la velocidad—. Apagaré las luces —dijo en voz baja—. Observemos eso de cerca.
Las rodillas de Pata de Mosca temblaron de nuevo. La idea de volver a ver a su antiguo maestro helaba su sangre. Lola voló en zigzag hacia el lugar sospechoso. No necesitaba luces. Sus ojos, igual que los de Pata de Mosca, eran capaces de ver en la oscuridad; con la luz de las estrellas les bastaba.
En el lugar donde se rizaba el agua y las olas chapoteaban inquietas contra la orilla, las flores aparecían tronchadas como si alguien se hubiese abierto camino a través de los espesos tallos. Debía de haber sido una criatura pequeña. Del tamaño de un enano.
—¡Ahí! —Pata de Mosca saltó en su asiento y se dio un cabezazo contra el techo del avión—. ¡Por ahí delante va corriendo Barba de Guijo!
Lola dirigió su avión hacia la orilla. El enano de las rocas, asustado, asomó la cabeza por entre las luminosas flores y miró al objeto que, con un zumbido, volaba directo hacia él. El enano no se lo pensó dos veces. Rápido como el rayo, regresó al agua.
Lola Rabogris desvió bruscamente el avión.
Le dio alcance en la orilla del lago. Barba de Guijo corría lo más rápido que sus cortas piernas le permitían.
—¡Agárralo, colín coloso! —gritó Lola.
Abrió la cabina y descendió tanto que el tren de aterrizaje del avión rozaba las flores. Pata de Mosca, haciendo acopio de todo su valor, se asomó fuera del avión y alargó el brazo para agarrar a Barba de Guijo del cuello. Pero en ese mismo instante, la espumosa agua del lago chapoteó contra la orilla. Una boca formidable surgió de las olas, abriéndose tras el enano fugitivo.
Y de pronto, ¡zas!, desapareció.
Lola viró de golpe y Pata de Mosca se cayó de culo en su asiento.
—¡Se lo ha comido! —gritó incrédula la rata—. ¡Se lo ha zampado por las buenas!
—¡Huye! —vociferaba Pata de Mosca—. ¡Huye de aquí! ¡Rápido!
—Eso es más fácil de decir que de hacer —decía Lola luchando a brazo partido con el timón.
El pequeño avión zigzagueaba y se tambaleaba sin conseguir alejarse de los dientes relucientes de Ortiga Abrasadora, que se cerraban una y otra vez mientras se proyectaba fuera del agua, enrabietado por el pequeño objeto ronroneante.
Pata de Mosca miraba agobiado por la ventanilla trasera. ¿Y Lung? ¿Echaba a volar?
—¡No has hecho un looping! —se lamentaba—. Esa era la señal.
—Es imposible no divisar al monstruo ahí abajo —replicaba a grito pelado Lola—. ¡Me imagino que lo habrán visto incluso sin nuestra maldita señal!
El avión empezó a fallar. El motor petardeaba.
Todo el cuerpo de Pata de Mosca temblaba. Al atisbar por la ventanilla trasera, percibió un destello plateado en la ladera de las montañas negras.
—¡Vuela! —gritó Pata de Mosca, como si el dragón pudiera oírle—. ¡Vuela antes de que te vea!
Y Lung alzó el vuelo. Abrió las alas y se lanzó hacia el lago.
—¡No! —gritó Pata de Mosca asustado—. ¡Lola, Lola, Lung viene hacia aquí!
—¡Maldición! —despotricó la rata esquivando la zarpa de Ortiga Abrasadora—. ¡Cree que tiene que ayudarnos! ¡Sujétate fuerte, Pata de Mosca!
Lola subió bruscamente hacia arriba el morro del avión e hizo un looping encima de la boca de Ortiga Abrasadora, abierta de par en par. Luego ascendió e hizo otro, y otro, hasta que a Pata de Mosca se le subió el estómago a la garganta. El homúnculo miraba fijamente hacia abajo, donde su antiguo maestro se revolvía en el agua. Después miró en dirección opuesta y vio a Lung inmóvil, suspendido en el aire.
—¡Por favor, oh, por favor, vuelve a la cueva! —susurraba Pata de Mosca a pesar de que su corazón latía desbocado por miedo a Ortiga Abrasadora y de que los berridos del monstruo le rompían los tímpanos.
—¿Qué hace? ¿Da la vuelta? —gritó Lola, y jugándose la vida describió una espiral alrededor del cuello de Ortiga Abrasadora.
Lung se volvió.
Se alejó como una flecha mientras el dragón dorado sólo tenía ojos para el pequeño avión, un trasto absurdo y diminuto que osaba burlarse de él.
—Está volando —exclamó Pata de Mosca, con la voz casi quebrada de la alegría—. Ha dado la vuelta y se dirige hacia las montañas.
—Maravilloso —contestó Lola y, acelerando, pasó por entre las patas de Ortiga Abrasadora.
Este lanzó un zarpazo al avión con sus dos patas, pero su coraza era demasiado pesada y, resoplando, cayó al agua como un saco.
Pata de Mosca presenció cómo Lung ascendía cada vez más alto hasta posarse en una ladera cubierta de nieve. De repente, desapareció como si se hubiera volatilizado.
—¡Rata! —gritó el homúnculo—. Lo hemos conseguido. Lung se ha ido. Está en la cueva —se dejó caer en su asiento suspirando—. ¡Ya puedes dar media vuelta!
—¿Dar media vuelta? —gritó Lola—. ¿Ahora que empezábamos a divertirnos? No, ahora es cuando viene lo mejor.
Y describiendo una amplia curva con su avión, voló derecha hacia los cuernos de Ortiga Abrasadora.
—Pero ¿qué haces? —gritó Pata de Mosca aterrorizado.
Ortiga Abrasadora levantó la cabeza, incrédulo, entornó los ojos y divisó aquel objeto ronroneante que volvía a lanzarse contra él como un abejorro furioso.
—Una última pasadita —vociferaba Lola—. ¡Avante toda máquinaaaaa! ¡Yujuuuu!
Echando espumarajos de rabia, el dragón dorado se giró, lanzó un mordisco, y otro, y otro… sin capturar entre sus dientes más que el aire nocturno.
—¡Jojojooo! —gritaba Lola volando a toda velocidad alrededor de Ortiga Abrasadora hasta que el dragón empezó a dar vueltas en el agua como si fuera un oso amaestrado—. ¡Jojojooo! Parece que tu viejo maestro está un poquito entrado en años, ¿eh, ranúnculo? Desde luego no es muy rápido que digamos —agitó la mano a través del cristal—. ¡Adiós! ¡Túmbate otra vez en el barro, cretino y oxídate!
Luego, dirigió su avión en vertical hacia el cielo, hasta que Pata de Mosca dejó de saber dónde tenía los dedos de los pies y dónde la nariz.
—¡Tariiii, taraaaa, dubidubidaaaaa! —la rata dio unos golpecitos elogiosos en el cuadro de mandos de su avión—. ¡Bien hecho, viejo compañero de hojalata! Eres único.
Ortiga Abrasadora bramaba tan fuerte detrás de ellos que Pata de Mosca se tapó los oídos. Pero el avión ya estaba fuera de su alcance.
—Bueno, ¿qué te ha parecido, requeteósculo? —le preguntó Lola tamborileando alegre en el timón—. ¿Nos hemos ganado el desayuno?
—Oh, sí —murmuró Pata de Mosca.
Miró a su antiguo maestro que los seguía con sus ojos rojos como si pretendiera atraparlos en el cielo con la imaginación. ¿Habría reconocido a Pata de Mosca cuando este alargó el brazo para coger a Barba de Guijo?
El homúnculo se acurrucó.
—¡No quiero volver a verlo nunca más! —susurró apretando los puños—. Nunca, nunca más.
Aunque volara cien veces alrededor del hocico de Ortiga Abrasadora, se librara doscientas de sus dientes, escupiera trescientas en su cabeza acorazada… siempre le tendría miedo. Siempre.
—Aterrizaré en el mismo lugar al que llegamos —le comunicó Lola—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —murmuró Pata de Mosca soltando un profundo suspiro—. Pero ¿qué haremos después? ¿Cómo encontraremos a los demás?
—Bah. —Lola hizo unas cuantas acrobacias y sonrió—, ya vendrán ellos a buscarnos. Ahora lo primero es tomar un buen desayuno, ¿no es verdad, divino músculo?
Pata de Mosca asintió.
Abajo, en el lago, Ortiga Abrasadora se zambulló de nuevo en el agua, sumergiéndose y desapareciendo como si aquello sólo hubiera sido un mal sueño.