La orilla del cielo
Lung volaba. Las nueve cumbres blancas que formaban La orilla del cielo relucían a lo lejos, como si la luz de las estrellas se quedase adherida a ellas. El avión de la rata volaba a sotavento del dragón. Lung se sentía fuerte, como si la luz de luna corriera por sus venas. Y ligero, como si estuviera hecho de la misma materia que la noche. Por fin estaba a punto de alcanzar su objetivo. Su corazón latía impetuoso y esperanzado y lo llevaba por el cielo más veloz que nunca, tan veloz que muy pronto la rata fue incapaz de seguirlo y aterrizó en su cola.
—¡Yujuuuuu! —gritaba Burr-Burr-Chan—. ¡Yujuuuu, había olvidado lo estupendo que es cabalgar en un dragón!
Con dos patas se agarraba a las correas y con las otras dos rebuscó en su mochila y sacó una seta. Desprendía un aroma tan delicioso que Piel de Azufre olvidó todas sus preocupaciones por lo que les aguardaba y se inclinó sobre el hombro de Burr-Burr-Chan olisqueando.
—¡Boletos y cantarelos! —dijo relamiéndose—. ¿Qué seta es esa? Huele a puerro, a…
—Es un shitake —respondió Burr-Burr-Chan chasqueando la lengua—. Un auténtico shitake. ¿Quieres probarlo?
Metió la mano en su mochila, sacó una segunda seta y la tiró al regazo de Piel de Azufre por encima del hombro.
—Son prácticos tus cuatro brazos —murmuró ella, y olfateando la extraña seta la mordisqueó con cautela.
—Muy prácticos —contestó su compañero; iba mirando hacia delante, allí donde La orilla del cielo se iba agrandando en la noche—. ¡Admirable, admirable, ya casi hemos llegado! Tu dragón es un auténtico as del vuelo, ¡voto a bríos!
—Se ha entrenado bastante en las últimas semanas —comentó Piel de Azufre con la boca llena; y poniendo los ojos en blanco, añadió entusiasmada—: ¿Estas setas crecen en las rocas?
—¡Qué dices! —Burr-Burr-Chan soltó tal carcajada que Lung, sorprendido, giró la cabeza—. Esta duende amiga tuya es muy graciosa. —Burr-Burr-Chan reventaba de risa—. Sí, de veras.
—La graciosa duende está a punto de arrancarte de un mordisco dos de tus veinte dedos —bufó Piel de Azufre.
Burr-Burr-Chan se volvió hacia ella esbozando una amplia sonrisa.
—Ninguna seta crece en las piedras —le dijo—. Esta crece en la madera, y sobre ella la cultivamos nosotros en nuestras cuevas. ¿Vosotros no lo hacéis?
—No —gruñó Piel de Azufre—. ¿Y qué?
Irritada, golpeó la espalda del duende.
—¡Piel de Azufre, dejad ya de discutir! —le advirtió Lung—. Necesito pensar.
Piel de Azufre agachó la cabeza, ofendida, y se concentró en la seta que mordisqueaba.
—Necesita pensar —rezongó—. ¿En qué, si puede saberse? ¿En lo que hará si nos sigue ese monstruo? ¿Qué hay que pensar al respecto? ¿Acaso piensa luchar con él? ¡Bah! —inquieta, escupió al abismo.
—¿Cómo que luchar? —Ben deslizó la cabeza sobre su hombro.
—Olvídalo —refunfuñó Piel de Azufre—. Estaba pensando en voz alta.
Y después examinó con expresión sombría las montañas cada vez más próximas.
Ben encasquetó el gorro-dedo-de-guante en las orejas de Pata de Mosca y lo envolvió mejor en la piel de oveja. Cuanto más ascendía Lung, más aumentaba el frío, y Ben agradecía las ropas de abrigo que les habían entregado los monjes. Intentaba alegrarse por estar tan cerca de su objetivo, pero la imagen de Ortiga Abrasadora se interponía una y otra vez.
De repente, Ben sintió algo encima del hombro. Se volvió asustado y apenas tuvo tiempo de agarrar por su larga cola a Lola Rabogris.
—Eh, ¿qué haces aquí, Lola? —preguntó el chico.
—¡Cielo santo! ¿Acaso pretendías tirarme? —respondió la rata castañeteándole los dientes—. En mi avión hace demasiado frío. La calefacción sólo funciona durante el vuelo. ¿No te quedará un sitito libre en la mochila para mí?
—Faltaría más. —Ben colocó a la temblorosa rata entre sus pertenencias—. Pero ¿qué ha sido de tu avión?
—Está bien amarrado —contestó Lola—. En la cola de Lung.
Con un suspiro de alivio, encogió la cabeza hasta que sólo sus orejas y la punta del hocico asomaron por la mochila.
—¿He de ascender más, Burr-Burr-Chan? —preguntó Lung mientras el viento silbaba cada vez más fuerte alrededor de sus cabezas.
—Sí —respondió el interpelado—. El paso que tenemos que cruzar se encuentra a más altura y no existe otro camino hacia el valle.
A medida que Lung ascendía, Ben notó cómo los latidos de su corazón atronaban sus oídos. La noche le presionaba las sienes con sus puños negros. Le costaba respirar. Piel de Azufre se encogió como un gatito. Sólo Burr-Burr-Chan seguía erguido y satisfecho. Estaba acostumbrado a las grandes alturas. Había nacido en las montañas que los humanos denominan El Techo del Mundo.
Las cumbres blancas estaban ahora tan cerca que a Ben le dio la impresión de que le bastaría alargar la mano para tocar la nieve de sus laderas. Lung volaba hacia el paso situado entre las dos montañas más altas. Las rocas negras se fundían con la oscuridad de la noche. Las torres de piedra se alzaban traicioneras en el aire, cerrando el paso al dragón. Cuando Lung se situó justo entre ambas cumbres, el viento se precipitó sobre él como un lobo hambriento. Pasó aullando bajo las alas del dragón y lo arrastró hacia las rocas como si fuera una hoja.
—¡Cuidado! —vociferó Burr-Burr-Chan.
Pero Lung había recuperado el control. Con todas sus fuerzas hizo frente al viento y se liberó de sus garras invisibles. Los copos de nieve se arremolinaban sobre ellos, cubriendo al dragón y las cabezas y hombros de sus jinetes. Los dientes de Ben castañeteaban.
—¡Lo conseguimos! —gritó Burr-Burr-Chan—. ¿Lo veis? Ahí delante está el punto más alto.
Lung pasó lanzado por encima, dejó definitivamente atrás al viento aullador y se adentró volando en el valle de los dragones.
Entre las montañas había un lago, redondo como la luna.
En sus orillas crecían las flores azules de Subaida Ghalib, que brillaban en la oscuridad. Parecía como si las estrellas del cielo hubieran caído al valle.
—¡Trufas y sombrerillos! —musitó Piel de Azufre.
—Nosotros llamamos a ese lago el Ojo de la Luna —les comunicó Burr-Burr-Chan mientras el dragón volaba hacia las aguas relucientes—. ¡Dirígete al otro lado! Vuela hacia…
—¡No! ¡Ni se te ocurra! —chilló Pata de Mosca con voz estridente, liberándose de la piel de oveja—. ¡Peluda cabeza de chorlito! —gritó a Burr-Burr-Chan—. ¡No nos hablaste del lago! ¡No nos dijiste ni una palabra de él!
—¿Peluda cabeza de chorlito? —Burr-Burr-Chan giró la cabeza enfadado, pero el homúnculo no le prestaba atención.
—¡Vuela más alto, Lung! —gritaba tirando de las riendas—. ¡Ese lago es una puerta! ¡Una puerta abierta!
Lung, sin embargo, ya lo había comprendido. Batiendo vigorosamente las alas salió disparado hacia arriba en dirección a la orilla de enfrente. Miró preocupado hacia abajo, pero allí nada se movía. Los copos de nieve desaparecían en las negras olas. Con una fuerte sacudida, el dragón aterrizó en un saliente rocoso, muchos metros por encima de las flores resplandecientes. Temblando, plegó sus alas plateadas.
—Yo no veo nada, Lung —susurró Piel de Azufre escudriñando con ahínco la noche—. De veras que no.
Se volvió furiosa hacia Pata de Mosca, que se apretaba tembloroso contra el regazo de Ben.
—Este alfeñique acabará por volvernos locos a todos. ¿Cómo iba a poder llegar aquí tan deprisa su antiguo maestro, eh?
—Déjalo en paz —le ordenó Ben con tono seco—. ¿No ves que está completamente helado?
Con los dedos rígidos, que ni siquiera los guantes de los monjes lograban mantener calientes, Ben cogió el termo de té y con cuidado dio un traguito a Pata de Mosca. Luego, él tomó otro. Su extraño sabor casi le produjo arcadas, pero un grato calorcillo se extendió por su cuerpo.
Lung permanecía inmóvil, sin apartar la vista de la superficie del lago.
—En cualquier caso, ¡nosotros tenemos una ventaja! —dijo cuchicheando Piel de Azufre—. Porque ese monstruo no puede volar.
—¡Sólo la tendríamos si aquí no hubiera agua, membrilla orejuda! —le renegó Pata de Mosca, cuyos temblores había mitigado el té—. ¿Acaso no es agua eso de ahí abajo? Sólo os digo una cosa: seguramente ya está aquí, y nos observa.
Todos callaron, asustados.
—Entonces, tenemos un problema —gruñó Burr-Burr-Chan—. Porque yo no debo mostraros la entrada de la cueva de los dragones mientras esté acechándonos el Dorado, ¿no es eso?
—¡Claro que no! —Lung meneó la cabeza—. Ya ha averiguado demasiadas cosas gracias a nosotros. Sólo podemos ir a la cueva cuando sepamos que Ortiga Abrasadora está lejos de este lugar.
Dirigió una mirada de angustia hacia el lago.
—¿Lo habremos traído de verdad hasta aquí? —murmuró.
El valle era más hermoso todavía que en sus sueños. Lung contempló La orilla del cielo, bajó la vista hacia el mar de flores azules, cubierto de rocío de luna, y aspiró el aroma que ascendía hasta él. Luego, cerró los ojos… y venteó la proximidad de los otros dragones. Con toda claridad, tan nítida como el perfume de las flores o el gélido aire nocturno.
Lung volvió a abrir los ojos, oscurecidos por la ira. Un gruñido brotó de su garganta. Sus amigos lo miraron asustados.
—Voy a bajar —informó el dragón—. Yo solo. Si Ortiga Abrasadora está ahí, saldrá.
—¡Qué disparate! —exclamó asustada Piel de Azufre—. Pero ¿qué dices? Aunque saliera, ¿pretendes enfrentarte solo a él? Te devorará de un bocado, y nosotros nos quedaremos atrapados hasta el fin de nuestros días en estas rocas sin setas. ¿Para esto hemos recorrido medio mundo volando? ¡No! ¡Si alguien baja tiene que pasar desapercibido!
—Ella tiene razón, Lung —dijo Ben—. Uno de nosotros ha de averiguar si Ortiga Abrasadora nos acecha. Y si de verdad está ahí, tendremos que distraerle nosotros para que tú puedas llegar sin ser visto a la cueva de los dragones con Burr-Burr-Chan.
—¡E-xac-to! —Lola Rabogris salió de un salto de la mochila de Ben, brincó hasta las rodillas del muchacho y abriendo sus cortos brazos, exclamó—: ¡Me presento voluntaria! ¡Es una cuestión de honor! ¡No hay problema! Es la tarea ideal para mí.
—¡Bah! —Piel de Azufre, despectiva, le dio un empujón en el pecho—. ¿Para que vuelvas a contarnos que no hay nada, igual que la última vez?
La rata le dirigió una mirada furibunda.
—¡Todo el mundo puede equivocarse, cabeza peluda! —bufó—. Pero esta vez me llevaré conmigo al ósculo musculoso. Seguro que él conoce al dedillo las tretas de su antiguo maestro, ¿verdad?
Pata de Mosca tragó saliva.
—¿Yo? —preguntó—. ¿Yo? ¿En el avión? Pero…
—¡Excelente idea, Pata de Mosca! —exclamó Ben—. Vosotros dos sois tan pequeños que con toda seguridad no acertará a veros.
Pata de Mosca sentía escalofríos.
—¿Y qué pasará si nosotros lo vemos? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Qué sucederá si está de verdad ahí abajo? ¿Qué le distraerá entonces?
—¡No hay de qué preocuparse, ósculo goloso! —dijo Lola con los ojos muy brillantes—. Si los descubrimos, haré un looping como señal. Después distraeremos al monstruo y Lung volará lo más deprisa que pueda hacia la cueva y desaparecerá en su interior.
—¿Distraer? —preguntó Pata de Mosca con voz débil—. Pero ¿cómo?
—¡Espera y verás! —le animó Lola, dándole una palmada tan fuerte en los hombros que casi se cae de cabeza del lomo de Lung—. Tú limítate a observar. Del vuelo me encargo yo.
—¡Qué tranquilizador! —murmuró Pata de Mosca—. En ese caso, sólo me queda una pregunta: ¿Qué es un «luping»?
—Una vuelta de campana en el aire —contestó Lola—. Produce un maravilloso cosquilleo debajo del ombligo. Es absolutamente indescriptible.
—¿Ah, sí? —Pata de Mosca se restregó la nariz con gesto nervioso.
—No está mal el plan —murmuró Burr-Burr-Chan—. Podría funcionar.
—Cualquiera sabe —gruñó Piel de Azufre—. No me gusta dejar todo en manos de estos dos alfeñiques.
—¿Ah, sí? ¿Pretendes bajar volando, cara peluda? —le preguntó Lola—. ¡Vamos, homusculoso! —cogió la mano de Pata de Mosca—. Ahora hagamos algo útil —y volviéndose de nuevo hacia Lung, añadió—: ¿A que resulta práctico contar con un par de individuos pequeñitos?
Lung asintió.
—Muy práctico —respondió—. ¿Sabes una cosa, rata? Creo que algún día el mundo será de los pequeños.
—No tengo nada que objetar a eso —replicó Lola.
Después, arrastrando a Pata de Mosca, subió por el regazo de Ben, caminó haciendo equilibrios por el lomo de Lung y condujo al homúnculo hasta el lugar donde había dejado amarrado su avión. Tras soltar las delgadas cadenas, Lola abrió la cabina y ambos subieron.
Pata de Mosca lanzó una postrera mirada a Ben y sonrió medroso. Ben lo saludó con la mano. Luego, Lola encendió el motor. El rugido llenó la noche igual que el canto de los grillos, y el pequeño avión con los dos exploradores voló hacia el Ojo de la Luna.